6/2/11

El paraíso perdido


Hace una semana volvimos a ver El río de Jean Renoir. Luego caminamos hasta el Con de Agosto. Pero en realidad paseábamos aún a orillas del Ganges y bajábamos las escalinatas de los templos hasta el curso del agua donde Harriet había renacido.


Uno no se va de El río porque la película acabe; fluye en el curso de la vida y nunca es el mismo río. Por eso nos acompaña. Es una de nuestras películas favoritas pero quizá ahora nos gusta más que nunca, vete a saber por qué. ¡Qué grande, Renoir! soltó Ángeles al final de El rio, cuando la cámara se eleva sobre Melanie, Harriet y Valerie, y atravesando la veranda se remansa en el curso del Ganges mientras escuchamos otra vez la voz de la memoria: El río fluye, el mundo da vueltas... El día termina, el fin empieza. Como El río, que todos estos días abría rendijas en la atención que le debía a otros menesteres y aun se me aparecía en sueños. A menudo, cuando una película me hace eso, es porque quiere decirme algo que todavía no he alcanzado a ver, y quizá sólo lo descubra remontando El río a base de palabras.


El río (1951) es el primer filme en color de Renoir y la primera obra de la última etapa de su filmografía en la que encontramos algunas de sus películas más bellas, y menos conocidas. El río puede verse como un renacimiento de Renoir -como el de Harriet- tras su etapa americana durante la 2ª guerra mundial y, como otras películas de las que hemos hablado en esta escuela, existe de milagro. Ved si no. En 1947, se estrena Una mujer en la playa y resulta un fracaso rotundo.


Renoir dirigió la película para la RKO por Joan Bennett, porque ella quería que la dirigiera y él estaba deseando rodar con la actriz. Una mujer de la playa es un filme que me gusta mucho, donde encuentro pasajes de ida y vuelta con otras películas de Fritz Lang con Joan Bennett, en fin, ya sabéis, una conversación entre cineastas, o entre pintores a través de la misma modelo.



Una mujer en la playa no sólo resultó un fracaso, tampoco le gustaba a los jefes del estudio, más aún, estaban deseando sacarse de en medio a Renoir que aún tenía dos películas pendientes por contrato, pero la RKO prefirió rescindirlo a cambio de una indemnización y el director prefirió aceptar el trato. En realidad, la posición de Renoir en Hollywood siempre fue incómoda, querían que hiciera allí las  películas que ya había hecho en Francia; bueno, no exactamente, la película que querían de él era La gran ilusión (1937), no tanto otras películas suyas, pongamos por caso esa obra capital de la historia del cine que cerraba su primera etapa francesa, La regla del juego (1939); en cualquier caso, en el Nuevo Mundo, mira por dónde, sólo querían sus viejo cine -que no cine viejo-, como siempre querían lo que ya había hecho. Darryl Zanuck definió a la perfección la situación del cineasta en Hollywood: Renoir tiene mucho talento pero no es de los nuestros. No podía serlo, y mucho menos después de la 2ª guerra mundial, cuando Renoir se sentía un extranjero en EEUU, pero también en Francia, en todas partes, y quería dar forma en las películas por venir al sentimiento nuevo que había germinado en él. En aquella fase de incertidumbre en la que buscaba una renovación de su cine, montó con unos amigos Film-Group, una productora para poner en pie algunos proyectos que le interesaban, como una película pequeña a partir de alguna pieza clásica con alguno de los grupos de teatro que hacían un trabajo estimulante, el Circle por ejemplo; barajaba varias ideas pero ninguna se había concretado. Hasta que un día leyó una novela que le entusiasmó: El río de Rumer Godden.


Rumer Godden había pasado su infancia y juventud en la India, una experiencia que reflejaba en El río a través del personaje de Harriet, y era autora también de Narciso negro, una novela que Michael Powell y Emeric Pressburger  habían adaptado en una bella película -con el mismo título- en 1947. Renoir encontró en las páginas de El río resonancias íntimas, el presentimiento de un cauce expresivo para lo que llevaba dentro, en definitiva, la historia que buscaba, la película que quería hacer. Incluso imaginó que el tema del fin de la infancia y el descubrimiento del amor por unas niñas en el marco (romántico) de la India interesaría en Hollywood (lo que no imaginaba era que Una mujer en la playa iba a ser su última película allí).  El primer paso era hacerse con los derechos de la novela. El agente de Renoir trató de disuadirlo: en la novela estaba la India, claro, pero no había ni elefantes ni cacerías de tigres. Sabía de lo que hablaba, pero el cineasta no quiso -no podía- escucharle. Renoir compró los derechos de la novela y le escribió una carta a Rumer Godden para contarle que, cuando consiguiera financiación para la película, querría contar con ella en la escritura del guión. Y empezó la ronda por los estudios de Hollywood. Cuanto productor visitó para interesarlo en El río le ponía el mismo pero: la India sin elefantes y sin cacerías de tigres no es la India. Descorazonado, Renoir estaba a punto de aparcar el proyecto cuando, después de llamar a tantas puertas, alguien llamó a la suya. Se trataba de un empresario -no un productor- de Beverly Hills que estaba interesado en producir El río. Se llamaba Kenneth McEldowney y era florista. ¿Y qué hacía el dueño de una floristería metido a productor de El río? Llegados a este punto se impone un flashback.

Kenneth McEldowney vivió durante la 2ª guerra mundial en la India, destinado en las oficinas del Ejército del Aire de EEUU. Le gustaba mucho el país, había hecho amistades y le debían favores. Cuando la guerra acabó y la India alcanzó la independencia, McEldowney les pidió a aquellos amigos hindúes agradecidos que financiaran la película que quería producir allí que, por supuesto, incluiría la escena soñada, ¡una cacería de elefantes! Pero no tenía ninguna historia, sólo esa escena que, con ser toda una cacería de elefantes, apenas si era un ingrediente de un argumento inexistente. En Nueva York conoció en una fiesta a una amiga -según las memorias de Renoir- o una sobrina -según les contó a Truffaut y Rivette en una entrevista- de Pandit Nerhu, el primer ministro hindú y le habló de su propósito de producir una película sobre la India. La mujer le aseguró que Nerhu y su círculo de poder vería con muy buenos ojos ese proyecto pero, cuidadito, había que evitar el exotismo; además, los hindúes desconfiaban de que los extranjeros pudieran comprender cabalmente la cultura de la India, y le recomendó que leyera El río de Rumer Godden. Fue lo primero que hizo McEldowney y, claro, no encontró la cacería de elefantes por la que suspiraba, aunque ya encontraría la manera de encajarla. Pero cuando quiso comprar los derechos de la novela, el editor le informó que eran propiedad de un tal Jean Renoir. Entonces, McEldowney llamó a la puerta del cineasta, que ya desesperaba de hacer El río,le propuso dirigir la película que él, un florista de Beverly Hills, se encargaría de financiar. No digo yo que los caminos del Señor no sean inescrutables, pero no me digáis que los del cine no tienen su aquel.

Jean Renoir aceptó la propuesta pero con cuatro condiciones: que le financiara un viaje por la India, escribir el guión con la novelista, el derecho irrenunciable al final cut (es decir, que el cineasta tuviera la última palabra en el montaje de la película) y, ya os la imagináis, nada de cacerías, ni de elefantes ni de tigres. McEldowney no puso ninguna pega y se mostró completamente de acuerdo. De su escena soñada apenas hay en la película una línea, cuando se habla de llevar al capitán John a una cacería de tigres. Debió incluirla Renoir como homenaje a aquel tipo que llamó a su puerta cuando tantas de Hollywood se le habían cerrado en las narices. Un señor, el florista de Beverly Hills. McEldowney no volvió a producir ninguna película pero, como decía Orson Welles, basta con una buena para merecer un lugar de privilegio en la Historia. Y El río es, en verdad, una gran película. Sublime y conmovedora.

Desde su primer encuentro en una taberna junto al Támesis, Jean Renoir, Dido Freire -su mujer- y Rumer Godden se hicieron muy amigos. Muy pronto la novelista se instaló en la casa del matrimonio en Hollywood para escribir la primera versión del guión, centrada en la mirada que más le interesaba al cineasta de la novela: la invocación de la memoria de la India por un extranjero, esa memoria que resuena en las primeras palabras tras los créditos iniciales con las que una Harriet adulta nos lleva de vuelta a su infancia, a cualquier infancia: Es la historia de mi primer amor, de nacer a orillas de un gran río. El primer amor debe ser igual en todas partes y podría haber ocurrido en América, en Inglaterra, Nueva Zelanda o Tombuctú. Aunque en Tombuctú no hay ríos. Pero el aroma de mi historia habría sido distinto en cada sitio y distinto el aquel de la gente que vive junto al río. En realidad, en los subtítulos de la edición de El río no se dice "el aquel de la gente" sino que se traduce flavour -aire, aroma, atmósfera- por "esencia" y se escucha "pero la esencia de mi historia habría sido distinta en cada sitio...", una traducción que no sólo traiciona la esencia del texto y de la película, sino que dice lo contrario de lo que escribió Rumer Godden para el off de apertura, de ahí que me haya permitido corregirla.

Cuando quedó lista la primera versión del guión, los Renoir se fueron de viaje a la India y visitaron los lugares donde había vivido Rumer Godden. A Jean Renoir le emocionaron las escalinatas de los templos que bajan hasta las aguas del Ganges -que filmará con sucesivos travellings desde el río (uno de sus fragmentos preferidos de la película)-,




la gracia en los andares de las mujeres y la paleta de colores que le estimulaba a experimentar sus ideas sobre la película en color, que podrían resumirse en plantearle a la cámara problemas (de color) sencillos evitando paisajes de matices demasiado complejos y, de paso, filtros especiales y efectos de laboratorio. Al sentimiento de belleza y armonía que transmite el uso del color en El río se refiere Rohmer en un artículo publicado en Cahiers du cinéma en 1951, que significativamente se titula "El vestido azul de Harriet", porque el color de ese vestido azul cifra para Rohmer el aval de la verdad que Jean Renoir y su sobrino Claude Renoir, el director de fotografía, trataron de aprehender en las imágenes de El río. Sólo dos veces en mi vida, en el CGAI de A Coruña -que cumple el mes que viene veinte años- y en la Cinemateca de Lisboa, pude contemplar los más bellos colores que se hayan visto en una pantalla, como escribió Rohmer a propósito de El río, y cada vez que he vuelto a verla, en realidad he recordado aquellas proyecciones -de aquellas copias- perfectas.


A la vuelta de la India, los Renoir se reunieron en Inglaterra con Rumer Godden para escribir la segunda versión del guión en la que el cineasta incorporó todo lo que había aprendido durante el viaje. Pero la escritura decisiva tuvo lugar durante la preproducción de El río, ya en la India, con Rumer Godden instalada en una de las habitaciones de la villa de la familia inglesa de la película -el hogar de Harriet-, una de las localizaciones principales que Renoir había convertido en su cuartel general. Allí, la novelista iba dando forma al guión con los elementos que se iban presentando a Renoir en la preparación y en el curso del rodaje, ideas que germinaban y cristalizaban en contacto con la tierra y las gentes, en un viaje de ida y vuelta entre el papel y el celuloide, mientras El río cobraba vida fílmica.


La llegada de Renoir a Calcuta en 1949 para rodar El río produjo una corriente de excitación entre los cinéfilos bengalíes que habían fundado dos años antes un cine-club, la Calcuta Film Society, y aprovecharon la oportunidad de conocer al maestro francés. No sólo eso, también querían encontrar un trabajo en la producción. Uno de esos cinéfilos bengalíes era Satyajit Ray que en 1955 estrenará una maravillosa opera prima, Pather Panchali (La canción del camino). Ray acompañó a Renoir en busca de localizaciones  y visitó el rodaje algunos domingos, el único día libre que le dejaba su trabajo de ilustrador en una editorial. Subatra Mitra, director de fotografía de diez de las primeras películas de Ray, procuró estar cerca de Claude Renoir durante todo el rodaje y no perderse detalle, pero el único del círculo de amigos cinéfilos que consiguió un trabajo en El río, como ayudante del director artístico Eugene Lourié, fue Bansi Chandragupta, el futuro director artístico de la mayoría de las películas de Satyajit Ray.

En el centro, Jean Renoir;
 a la izda., Claude Renoir, director de fotografía, 
en el rodaje de El río.

Uno de los principios que dirigen la adaptación de la novela de Rumer Godden se cifra en la idea de traspasar los muros de la casa de la familia inglesa, abrir las ventanas para que entre la India. La casa, sin dejar de ser un hogar, se convierte en una encrucijada, en un espacio de tránsito, permeable al exterior; así, puertas, ventanas y verandas cumplen una función primordial en la puesta en escena de El río. Por esa razón crean el personaje de Melanie -hija de padre irlandés y madre hindú-, que no existe en la novela, pero también refuerzan la sensibilidad de Harriet -trasunto de Rumer Godden- respecto a las vibraciones de la India, una mirada que acaba encarnando la mirada del cineasta. Renoir pensaba que de no existir una historia basada en fuerzas inmutables como la infancia, el amor o la muerte, El río sería un documental. Hasta ese punto la India traspasó los muros del hogar de Harriet y transfiguró su jardín de la infancia, ese espacio simbólico donde coexisten en armonía (hindú) las fuerzas de la vida y de la muerte. En ese proceso de escritura -y adaptación profunda- que Rumer Godden y Jean Renoir desarrollan sobre el terreno, afluyen en  El río una corriente de ficción y una corriente documental que se conjugan en una visión poética -y aun cósmica-, es decir, en una cosmovisión.

Sólo se descubre el sentido de una película a medida que se va filmando, confesó Renoir más de una vez. Rodar no es un mero trabajo técnico de traducción a imágenes de la película fijada en las páginas del guión, o sea, un trabajo de realización. Rodar representa un proceso de descubrimiento del filme, de revelación de la película que aflora en un trabajo vivo de intensa e íntima colaboración, donde confluyen el deseo de filmar y el deseo de ser filmado. Rodar significa una experiencia vital y se materializa en un conjunto de operaciones técnicas y expresivas que, a falta de un concepto mejor, llamamos puesta en escena, el trabajo primordial de la dirección cinematográfica. Un trabajo fundamental sobre todo en directores como Renoir o Ford donde el significado se construye -esencialmente- en el interior del plano y no como un efecto de montaje. Es decir, directores que se juegan la película en el rodaje, en la aprehensión de miradas, gestos, movimientos, ritmos y vibraciones. Por eso Ford decía que los mejores momentos de un filme ocurren por accidente. Son imprevisibles. El arte de la dirección tiene que ver con provocarlos, pero aún más con el cuidado de no ahogarlos y no digamos con reconocerlos en el momento en que se producen. El cine es un medio de expresión lento, reflexionaba Renoir en la entrevista con Truffaut y Rivette, no se rueda un filme deprisa. Esa lucha contra los obstáculos técnicos nos obliga, más que en cualquier otro medio de expresión [Ford comparaba hacer una película con la práctica de la arquitectura] a descubrir y a redescubrir. Nos beneficiamos de las interrupciones forzosas. Una película como El río se benefició de esos intervalos en el curso de un rodaje que se prolongó en distintas fases durante 1949 y 1950. Con un plan de producción convencional, El río sencillamente no fluiría. Y desde luego no sería El río de Renoir. Y quizá Renoir no habría renacido como cineasta.

A la dcha., Renoir durante el rodaje de El río

Renoir cuenta en sus memorias cómo llegó a El río la secuencia de la ceremonia de la diosa Kali, la esposa de Shiva, que personifica la creación y la destrucción. Los eléctricos hindúes habían sufrido algunos accidentes durante el rodaje al trasladar reflectores de carbón muy pesados a los que no estaban habituados y que se utilizaban en la iluminación de algunas escenas. Algunos miembros del equipo pensaron que aquellas desgracias se debían a que no se había tratado bien a la diosa Kali y decidieron celebrar un ritual en su honor. La ceremonia, que incluye bailes y cánticos, acaba al final de la noche en una procesión en la que se lleva la estatua de barro de la diosa y se arroja al Ganges, donde el barro vuelve al barro. Por lo visto, la diosa debió quedar contenta porque no volvieron a producirse percances en el rodaje. La vida y el cine, el cine y la vida, la película delante y detrás de la cámara.


La fluidez y naturalidad con la que Renoir transita entre la ficción y el documental es el resultado de una escritura donde lo que importa no es una trama sólida -o sea, rígida-  sino la verdad profunda de lo que El río nos muestra, y de la levedad de una puesta en escena que permite los pasajes entre el relato y la vida, entre la realidad y la representación, entre la iniciación amorosa y el mito, entre la mirada y el misterio. El río nos muestra a través de la puesta en escena de Renoir los límites del cine, que no puede ser otra cosa que un arte de la representación, pero a través de la representación le es dado a veces rozar apenas el velo del misterio, poniendo todo el cuidado en no rasgar ese velo que es la condición esencial de lo visible, del cine. La mirada convierte en ficción todo cuanto toca -ésa es su frontera-, pero puede representar una forma de conocimiento -ésa es su posibilidad-: he ahí la exploración del lenguaje fílmico de Renoir a través de El río, una película que resulta un prodigio de simplicidad formal.

En el centro, Renoir, en el rodaje de El río

Harriet, Valerie y Melanie experimentan el aprendizaje de la vida a través de su primera aventura amorosa con el capitán John, o mejor dicho, a través de la encrucijada de la vida en donde confluyen el juego, el teatro y el mito del amor, tres representaciones -reencarnaciones- de la verdad del amor. Hasta el capitán John, más allá de su condición de mutilado de guerra -perdió una pierna-, aparece ante los ojos de las muchachas envuelto en un aura mítica: es el héroe que llega de muy lejos. Por eso Harriet -que quiere ser escritora- se enamora de una historia de amor -del mito y su héroe- y su historia (real) con el capitán John deviene un pre-texto -y un pretexto-, por eso trata de enamorarlo a través de sus historias, es decir, como escritora, y narra un cuento que Renoir pone en imágenes conjugando, como en el cuento de Harriet, realidad y leyenda, y asistimos a la metamorfosis de un leñador -documental- en el dios Krishna -ficción- y otra vez en leñador, metáfora de la aventura amorosa que transita entre lo terrenal y lo mítico, entre la vida y la representación, entre la experiencia y el sueño, en definitiva, un cristal que refleja El río entero y cifra la experiencia primordial.

Por eso Renoir pone en escena el clímax de la iniciación amorosa de las chicas a través de un teatro de miradas, de una trama de persecuciones y de un juego del escondite: Harriet espía a Melanie con el capitán John, Melanie huye del capitán John (para que la busque), Valerie espía a Harriet que ve cómo el capitán John va en busca de Melanie, Harriet lo sigue y Valerie sigue a Harriet. Melanie se esconde. El capitán John la descubre. La pierde. Valerie encuentra al capitán John. Melanie y Harriet asisten a la escena, como si de un teatro o de una película se tratara, en que el capitán John y Valerie se besan. Pero no es sólo teatro, también (la experiencia) de la vida está en juego y escuchamos la voz de Harriet adulta que rememora el dolor íntimo que cuajaba en aquella escena de la infancia: Fue mi primer beso, sólo que se lo dieron a otra. Tras el beso, Valerie llora y se aparta del capitán John. Corte a primer plano: No lloro porque te vas. Lloro porque se va. El capitán John no entiende a qué se refiere. Este... Estar juntas. En el jardín. Felices, y tú con nosotras. No quería que cambiara y ha cambiado. No quería que terminara y acabó. Era como un sueño y ahora lo has hecho real. Corte a primer plano del capitán John que baja la cabeza, apenado. Corte a plano americano de Valerie y travelling de retroceso hasta encuadrarla con el capitán John. Valerie lo mira: No quería que fuera real.  Juego, teatro y verdad se amasan en la vida. Y la vida mancha. Duele. Y nos expulsa del paraíso. De la infancia.


Por eso en El río sólo encontramos un personaje donde juego, teatro y vida constituyen una experiencia indiferenciada, que, por así decir, juega completamente en serio, como sólo juegan los niños: se trata de Bogey, el hermano pequeño de Harriet. Quiere convertirse en encantador de serpientes y empeñado en el juego se juega la vida, atravesando (el teatro de) las apariencias para tocar con las manos el secreto del encantamiento, el misterio de la vida. Bogey es como Ana en El espíritu de la colmena. Harriet es como Estrella en El sur. Renoir se acerca en El río al misterio de la vida que reúne en un mismo movimiento el nacimiento y la muerte que los hindúes celebran pero que los occidentales vivimos con desgarro.


Tras el entierro de Bogey, el padre de Melanie quiere encontrar las palabras que otorguen sentido a la muerte del niño y las palabras se abren paso hasta los labios desde una herida profunda: Debemos celebrar que un niño muera siendo niño aún. Uno de ellos, al menos, se ha salvado. A los niños los encerramos en nuestras escuelas, les enseñamos nuestras fobias, los enredamos en nuestras guerras y no pueden resistirlo. No tienen armadura, los matamos impunemente. Destrozamos a los inocentes, sin darnos cuenta de que el mundo es para los niños. El capitán John escucha y nosotros lo vemos. Vemos de qué está hablando el padre de Melanie. Y vemos (sin ver) a Bogey en esa esfera cósmica de plena armonía del hombre y la naturaleza, el jardín del tiempo al que en último término remite la sensualidad pictórica, el despojamiento lírico y la simplicidad formal de una película que nos sumerge en los meandros de la ficción para devolvernos renacidos en la corriente de la vida, que fluye con hondura elegíaca en el curso de El río, un poema fílmico sobre el paraíso perdido.

1 comentario:

  1. Pobre Reonir, no me acuerdo quien decía que Hollywood solía comportarse como esas mujeres que después de arrastrarse para conseguir atraer al Che lo primero que pretendían era quitarle la barba. Y sí los caminos del cine son inescrutables, también :-)

    Volveré porque creo que hay muchas lecturas...Un beso y otro para Ángeles

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