En 1994 se publicó El cuaderno rojo de Paul Auster.
Paul Auster en 1988 por Susan Shacter
El librito llevaba un prólogo de -su traductor- Justo Navarro, El cazador de coincidencias.
Justo Navarro
Se trata de un hermoso -y muy austeriano- texto sobre el aquel de escribir y de ser Paul Auster -y de ser un fingidor, claro-, sobre el azar y la muerte, sobre la vida y la fragilidad.
Por si no lo conocéis, o por si no lo tenéis a mano y os pide el cuerpo releerlo, aquí os lo dejo.
EL CAZADOR DE COINCIDENCIAS
por Justo Navarro
I
En 1960 o 1961 Paul Auster fue de excursión al bosque. No era el escritor Paul Auster, sino un colegial de trece o catorce años que se llamaba Paul Auster, pasaba el verano en un campamento al norte del estado de Nueva York y treinta años después escribiría una novela llamada Leviatán. El día que Paul Auster fue de excursión al bosque estalló una tormenta: una tempestad de agua, rayos y truenos envolvió a los excursionistas. Paul Auster recuerda que los rayos caían como lanzas. Los excursionistas atravesaban un bosque: uno dijo que, si se alejaban de los árboles, si encontraban un claro, estarían más seguros. Tuvieron suerte: encontraron un claro aislado por alambre de púas, más allá de los peligros del bosque. Los exploradores se pusieron en fila para pasar bajo la alambrada: ordenadamente, de uno en uno. Entonces les llegó el turno a los exploradores Ralph y Paul. Ya cruzaban la alambrada, primero Ralph, y después Paul, a medio metro de Ralph: justo cuando Ralph pasaba bajo la alambrada, cayó un rayo. Ralph se detuvo y Paul pasó a su izquierda. Paul arrastró a Ralph: que siguieran pasando los exploradores. Se había desmayado Ralph, y los rayos caían como lanzas, y los exploradores chillaban y lloraban rodeados por la tormenta, y a Ralph se le ponían los labios azules, cada vez más azules, mientras sus compañeros le frotaban las manos frías, cada vez más frías. Cuando la tormenta acabó, los exploradores se dieron cuenta de que Ralph estaba muerto. Si la fila de exploradores se hubiera formado de otra manera, quizá no hubiera existido el escritor Paul Auster. Quizá el explorador Paul Auster hubiera muerto electrocutado, porque hubiera cruzado la alambrada en el lugar del explorador Ralph. O quizá, si no hubiera vivido tan de cerca la muerte del explorador Ralph, no hubiera tenido una idea tan clara de cómo el azar decide de repente la vida y la muerte de las personas, y no hubiera escrito ninguna de las novelas que escribió mucho más tarde. El mundo es un misterio azaroso.
II
Un día de 1979 sonó el teléfono en casa de Paul Auster. Eran las ocho de la mañana de un domingo nevado. La noche anterior Paul Auster se acostó muy tarde, a las dos o las tres de la madrugada. Había estado escribiendo: “Algo sucede y, desde el momento en que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo”, había empezado a escribir Paul Auster. Y terminó: “Y la nieve cae sin fin en la noche de invierno.” Entonces se acostó Paul Auster. A las ocho de la mañana sonó el teléfono. Nadie llama un domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia que no puede esperar, y una noticia que no puede esperar siempre es una mala noticia, dijo una vez Paul Auster, y no se equivocaba: aquel domingo de enero de 1979 Paul Auster recibió por teléfono, a las ocho de la mañana, la noticia de que su padre había muerto.
III
Los teléfonos son enigmáticos y amenazadores. Mucha gente ha recibido a las ocho de la mañana una llamada telefónica que anunciaba una muerte: el teléfono es una ruleta rusa, aunque el muerto no sea el que recibe el disparo, la llamada telefónica (pero me acuerdo de una película en la que el Doctor Mabuse asesinaba demoliendo cerebros con un zumbido que transmitía a través del hilo telefónico). Yo mismo podría hablar de cómo un día de 1976 me llamaron por teléfono a las ocho de la mañana, exactamente tres años antes y tres meses después de que, a la misma hora que me llamaron a mí, llamaran a Paul Auster. Prefiero hablar de otra cosa. La única vez que Paul Auster consiguió que su padre lo llevara al fútbol (a Paul Auster lo llevaban al fútbol americano, a mí me llevaban al fútbol) jugaban los Giants contra los Cardinals de Chicago en el estadio de los Yankees o en el Club de Polo: Auster no recuerda bien este detalle. Pero recuerda perfectamente que, poco antes de que acabara el partido, su padre decidió que había que irse ya para evitar los atascos de tráfico. Y se fueron antes de que acabara el partido, y el joven Paul Auster oyó desesperado cómo se alejaban los gritos de la multitud conforme bajaba las rampas de cemento del estadio. Conozco la sensación de Paul Auster cuando salía del estadio. Yo la conocí acercándome al estadio y entrando en el estadio de fútbol: la única vez que yo conseguí que mi padre me llevara al fútbol jugaban el Granada y el Huelva un partido de la Copa del Generalísimo en el estadio de Los Cármenes. Me acuerdo de que el Granada perdió 1-2, después de adelantarse en el marcador (somos las palabras de otro: repito exactamente las palabras de otro, las palabras que los locutores pronuncian en la radio: después de adelantarse en el marcador). No vi el partido entero: llegué con mi padre al estadio cuando terminaba el primer tiempo. No sé qué cosas había tenido que hacer mi padre antes del partido, pero sé cómo me desesperaba mientras pasaban los minutos, llegaba la hora del partido, pasaba la hora del comienzo del partido: llegamos al estadio cuando terminaba el primer tiempo. Paul Auster recuerda su desesperación al salir del estadio; yo recuerdo mi desesperación antes de salir hacia el estadio, camino del estadio y entrando en el estadio. Quizá una clasificación de los tipos de padre debería incluir estos dos tipos: a) padres que deciden irse del estadio antes de que termine el partido; b) padres que llegan al estadio mucho después de que empiece el partido. (No recordamos a nuestro padre, recordamos la mirada con que nos miraba nuestro padre. [Otra vez repito exactamente las palabras de otro: un filósofo esta vez, no un locutor de radio.])
IV
En 1978 Paul Auster no era todavía el novelista Paul Auster. En 1978 Paul Auster era poeta y traductor: era pobre, pero quería ser rico. Así que inventó un juego de béisbol con barajas de naipes y durante seis meses fue de oficina en oficina intentando venderlo: nadie compró el misterio de meter en una mesa un estadio, dos equipos, árbitros, una multitud. Escribió una novela de misterio en tres meses: ganó dos mil dólares (ya había escrito con tinta verde un relato de misterio cuando tenía once años). Quiso ser, sin éxito, periodista deportivo. No se despedía nunca de los misterios de una infancia de niño enfermizo que juega bien al béisbol y conoce mejor las consultas de los pediatras: los juegos de mesa, los cuentos de misterio, los cuadernos garabateados, la vida de las estrellas del deporte. Era pobre. Sonó el teléfono porque su padre había muerto. Una herencia cambió la vida de Paul Auster. Paul Auster ha contado que el dinero le ofreció tiempo, protección: el dinero que le dejó su padre le permitió vivir dos o tres años sin preocupaciones. Le permitió escribir. La muerte de mi padre me salvó la vida, no puedo escribir sin pensarlo, ha dicho Paul Auster.
V
En 1966 Paul Auster estudiaba en la Universidad de Columbia. En un aula de la Universidad de Columbia leyó los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. Aunque no los entendía demasiado bien, sabía que eran apasionantes: ruidos que llegan desde otra habitación, desde una habitación secreta, impenetrable. Eran poemas extranjeros, irreales como un lugar extranjero. Paul Auster quería volverlos reales, reales como su propia lengua, y los traducía al inglés. Así quería volverlos comprensibles, familiares, parte de su propio mundo: palabras en el interior de su cabeza, palabras suyas. Así Paul Auster empezó a convertirse en el traductor Paul Auster.
VI
Cuando Paul Auster acabó la carrera, se fue a París: quería estar en el extranjero para notar menos que, estés donde estés, todo el mundo es el extranjero: el mundo es incomprensible, escurridizo. El mundo es un lugar extranjero. El mundo era como los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine: incomprensible y apasionante. El mundo era una lengua extraña que había que traducir. ¿Cómo se puede traducir el mundo? Paul Auster empezó a transformar el mundo en palabras, palabras suyas: así Paul Auster empezó a convertirse en el novelista Paul Auster.
VII
Al traductor Paul Auster lo asombraba el misterio de la traducción. Un hombre llamado Paul Auster lee en Nueva York un libro escrito en francés y luego escribe ese mismo libro en inglés. Supongamos que traduce las notas que Mallarmé escribió junto al lecho de muerte de su hijo Anatole. Un hombre escribe en inglés el libro que otro hombre escribió en francés. Un libro se hace en soledad, pero, cuando el traductor escribe su libro, lo escribe con las palabras de otro hombre que no está en la habitación. Aunque sólo haya un hombre en la habitación, hay dos hombres que hablan en la habitación: cada uno habla en una lengua para querer nombrar las mismas cosas. El traductor se convierte en una sombra, fantasma del hombre que inventó las palabras que ahora inventa el traductor. La traducción es un caso de suplantación de identidad: por decirlo con una palabra inglesa, es un caso de impersonation. Impersonation significa suplantación, el acto de hacerse pasar por otro.
VIII
Un hombre llamado Paul Auster vive en un mundo misterioso, un mundo cuyas conexiones no entiende demasiado bien, un mundo aterrador y cómico a la vez, un mundo que es una lengua misteriosa, una lengua dolorosa. Paul Auster quisiera traducir la lengua misteriosa y dolorosa del mundo, como en 1967 traducía los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. Así empieza a transformar la lengua misteriosa y dolorosa del mundo en palabras suyas. Llena cuadernos y cuadernos, una palabra detrás de otra, porque está rodeado de cosas que no entiende. Está confundido: las cosas que lo rodean no son puntos de referencia para no perderse, sino recovecos, paredes de laberinto. Ha llegado un día de 1979 a un apartamento de la calle Varick, en Nueva York, a una habitación en el décimo piso del número 6 de la calle Varick. Duerme vestido, dentro de un saco de dormir, sobre un colchón en el suelo. Vive con unos cuantos libros, tres sillas (los días se distinguen por la silla donde te sientas cada día), una mesa, un lavabo. Como el ascensor está roto, no sale a la calle: no porque la calle no merezca el viaje por las escaleras inacabables, sino porque volver a la ruindad de la habitación no merecería el viaje por las escaleras inacabables. El mundo es un saco de dormir, un colchón, tres sillas, una mesa, unos libros, un lavabo, una habitación en un décimo piso: el mundo es incomprensible. Entonces Paul Auster abre un cuaderno, empieza a escribir, trata de traducir el mundo a palabras comprensibles.
IX
Así Paul Auster empieza a sufrir la maldición del escritor. Suponte que escribes en una hoja de papel cuanto ves y piensas. Si escribes en una hoja de papel cuanto ves y piensas, poco a poco la vida parece no transcurrir en el presente: la vas escribiendo, y es como si la vieras ya pasada, muerta, como si vieras en la cara de un niño la cara que tendrá cuando viejo. Escribes la vida, y la vida parece una vida ya vivida. Y, cuanto más te acercas a las cosas para escribirlas mejor, para traducirlas mejor a tu propia lengua, para entenderlas mejor, cuanto más te acercas a las cosas, parece que te alejas más de las cosas, más se te escapan las cosas. Entonces te agarras a lo que tienes más cerca: hablas de ti mismo. Y, al escribir de ti mismo, empiezas a verte como si fueras otro, te tratas como si fueras otro: te alejas de ti mismo conforme te acercas a ti mismo. Ser escritor es convertirse en otro. Ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro.
X
Cuando Paul Auster volvió de Francia en 1974 se dedicó a venderles artículos a los periódicos. Escribía sobre escritores: dice que así ordenaba sus ideas sobre la literatura. El primer artículo se lo vendió a The New York Review of Books. El primer artículo que Paul Auster vendió después de volver de Francia se llamaba Babel en Nueva York y hablaba de un libro de un esquizofrénico llamado Louis Wolfson: Babel, el lugar de la confusión de las lenguas, era un solo hombre, el esquizofrénico Louis Wolfson. Louis Wolfson no podía soportar a su madre, no podía soportar el inglés, su lengua materna: le dolía hablarlo, le dolía oírlo. Se tapaba los oídos con las manos, se refugiaba bajo los auriculares de una radio. Huía a otras lenguas: estudiaba francés, alemán, ruso y hebreo. Pero no bastaba con traducir las palabras inglesas al francés, al alemán, al ruso, al hebreo: las palabras inglesas seguían latiendo bajo las palabras que las traducían, seguían existiendo amenazadoras bajo el disfraz francés, alemán, ruso o hebreo. Entonces Louis Wolfson inventó un idioma propio: inventó sus propias palabras para aniquilar la confusión de las palabras inglesas. Inventando sus propias palabras se sentía un poco menos desdichado.
XI
Un novelista traduce a la lengua de sus fábulas la lengua misteriosa y dolorosa del mundo. El novelista, como Louis Wolfson, inventa una nueva lengua que suplante la lengua misteriosa y dolorosa del mundo. Pero el novelista forma parte del mundo y, al traducir el mundo, se traduce a sí mismo. Así se desdobla, se convierte en otro, una sombra, un fantasma. ¿Es doloroso convertirse en sombra? Me acuerdo de que una vez un amigo mío que se ponía inyecciones de heroína me dijo que necesitaba ponerse inyecciones para vivir, que se sentía muy mal cuando no se ponía inyecciones. Que ponerse inyecciones tampoco le producía un gran placer pero que era mucho peor si no se ponía inyecciones. Una vez Paul Auster le dijo a Larry McCaffery: “Escribir es una actividad que parezco necesitar para sobrevivir. Me siento muy mal cuando no lo hago. No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor cuando no lo hago.”
XII
Una vez Paul Auster fue de excursión al bosque y encontró el idioma al que mucho más tarde trataría de traducir el mundo, el mundo cómico y aterrador: encontró el idioma del azar, el idioma de la casualidad y las coincidencias, el idioma de los encuentros fortuitos que se convierten en destino. Gracias al azar Paul Auster encontró la música del azar. Se hacía novelista mientras descubría la música del azar: traducía el mundo al idioma que había descubierto hacía muchos años en una excursión al bosque: el idioma del azar. Pero el idioma del azar es también el idioma de la fragilidad: hay coincidencias y casualidades con las que te mueres de risa y hay coincidencias y casualidades con las que te mueres. Descubrir el poder del azar es descubrir que somos terriblemente frágiles y vulnerables, que dependemos de la casualidad, que una coincidencia estúpida puede destrozarnos en un segundo. Que una palabra estúpida oída por casualidad también puede fulminarnos. Recordar que las personas son terriblemente frágiles es una obligación moral: Paul Auster dice que es cazador de coincidencias por obligación moral.
Paul Auster en Brooklyn
Ohhh me encanta, ¿puedes creer que no he leido este libro? ¿Puedes creer que no he leido ningún libro de Justo Navarro?
ResponderEliminarEsta semana tengo previsto proveer.
Un beso
Tampoco yo había leído ningún libro de Justo Navarro, ni siquiera sabía quien es Justo Navarro..."somos las palabras de otros", cuánta verdad. Gracias por traerlo, Daniel. Un beso
ResponderEliminarBueno, en mitad de esa "irreverencia" (no sabía cómo llamarlo) que me ha atrapado que es Houellebecq, decidí que el siguiente sería ya por fin de Auster -'El Palacio de la luna'-, que anda por los cajones de mimbre desde hace unos dos años (lo que tienen las promociones...). Pero es que ahora no sé si dejar que sea esta maravilla de escritor que nos acabas de presentar (porque yo tampoco lo conocía, claro), el que me acompañe antes de dormir
ResponderEliminarBesazos. Nunca me voy de aquí :)
Ya he leido el libro, se lee en un suspiro, ahora iré a la caza de Justo
ResponderEliminarBuenas noches Daniel