Para acabar con los números redondos -que decía Vila-Matas- recordemos que hace sesenta y un años se entrenó Peeping Tom; aquí, El fotógrafo del pánico; en Francia, Le voyeur; en Argentina, Tres rostros para el miedo; en Portugal, A Vítima do Medo; en Italia, L'occhio che uccide...
Peeping Tom llegó a los cines dos meses antes de que se estrenara Psicosis. Ambas películas de 1960 se han vinculado a menudo en cuanto al género del terror, al voyeurismo de sus protagonistas y a la vena psiconalítica en que abrevan padres castradores mediante -el padre en Peeping Tom y la madre en Psicosis. La recepción de ambas películas no pudo ser más distinta. Psicosis fue un éxito de taquilla y multiplicó la notoriedad mediática y el prestigio crítico de Hitchcock. Peeping Tom fue un rotundo fracaso, la crítica inglesa la masacró y, aunque no fue la última película de Michael Powell, puede decirse que con ella su reputación como cineasta tocó fondo.
Michael Powell reflexiona
en el set de Peeping Tom
De Psicosis ya hablamos aquí, sólo recordaré lo esencial de lo que pienso sobre ella: la primera mitad de la película está entre lo mejor de Hitchcock, pero si tuviera que elegir entre su filmografía Vértigo y Encadenados son las que prefiero. De Peeping Tom quiero hablar hoy; de entrada, apuntaré que no es tan brillante, llamativa o efectista -y no digamos tan famosa- como Psicosis, pero como obra cinematográfica creo que es una película mejor. Aunque, bien pensado, la comparación entre ambos filmes quizá resulta superflua, porque las afinidades mencionadas más arriba entre Peeping Tom y Psicosis son puramente epidérmicas; en su vertiente profunda, Peeping Tom tiene más correspondencias con Vértigo, porque ambas películas tratan del poder de la mirada y del trabajo del cineasta -temas nucleares en la filmografía de ambos cineastas-, y en buena medida pueden verse como obras testamentarias, como confesiones de Michael Powell y Alfred Hitchcock. En Peeping Tom y en Vértigo encontramos el testimonio de lo que el cine significaba para ellos. Se nos muestra, digámoslo ya, la crueldad intrínseca al hecho de filmar, al trabajo de dirigir, al oficio de cineasta; y, en justa correspondencia, la del espectador. Peeping Tom y Vértigo hablan de la violencia de los mirones -cineastas y espectadores- y del cine como enfermedad.
Hablemos entonces de Peeping Tom. Cuando traje aquí Vida y muerte del coronel Blimp (1943), pensé que volvería al cine de Michael Powell con otra de mis películas preferidas, Las zapatillas rojas (1948), un filme que se aventura en los delirios del arte y de la inmolación de la vida en el altar de la belleza, pero he vuelto a ver Peeping Tom y caí en la cuenta de que representa, por así decir, un desarrollo lógico -en la lógica del delirio- de Las zapatillas rojas: aquí se muere y allí se mata por la belleza. Ambas películas se abisman en la condición trágica del cine, del aquel de mirar y filmar.
Pero salta a la vista una diferencia fundamental. En Las zapatillas rojas Michael Powell tenía a su lado a Emeric Pressburger, el guionista con quien firmaba las películas, y el filme celebra el fervor de arte compartido; Las zapatillas rojas representó la culminación del prestigio de Powell y Pressburger dentro de la industria del cine inglés, mientras que la década de los cincuenta se amojonó con fracasos y decepciones a pesar de películas bellísimas como Los cuentos de Hoffmann (1951), un filme que también reflexiona sobre el arte y la vida, la última obra en la que pudieron experimentar con las formas de representación en el cine. Cuando rueda Peeping Tom, Michael Powell ya se ha separado -amistosamente- de Emeric Pressburger y la película destila un profundo sentimiento de soledad. De soledad trágica, como veremos.
Michael Powell estudia un ángulo de cámara
en el rodaje de Peeping Tom
En los créditos de Peeping Tom resulta notorio el reconocimiento al guionista Leo Marks, su nombre aparece inmediatamente después del título de la película. Un reconocimiento que Michael Powell reiteró en cada entrevista sobre Peeping Tom y en sus memorias. Leo Marks era poeta, dramaturgo y criptógrafo, y había trabajado durante la 2ª guerra mundial para el Special Operations Executive, una organización secreta creada por Churchill para combatir clandestinamente en territorios ocupados por los nazis, es decir, para llevar la guerra tras las líneas alemanas en Europa.
Su primer contacto con el cine fue como asesor en Carve Her Name with Pride (1958), una película sobre Violette Szabo, una combatiente de la Resistencia francesa a la que Marks había entregado un mensaje encriptado en uno de sus poemas -The Life That I Have-, y que, tras ser lanzada en paracaídas sobre Francia, fue capturada y torturada por la Gestapo, llevada al campo de concentración de Ravensbrück y ejecutada poco antes de que acabara la guerra en Europa.
Violette Szabo
Tras el rodaje, el productor de la película le recomendó a Michael Powell que debía conocer al tal Marks, porque imaginaba que podrían disfrutar trabajando juntos. El cineasta invitó al criptógrafo a su casa y enseguida descubrieron que se sentían a gusto charlando. Marks traía un esbozo para una película de espionaje con agentes dobles, sobre su especialidad, vamos, pero a Powell no le interesaba nada el tema. En el curso de la conversación, salió a relucir que antes de entrar en el servicio secreto Marks había estudiado psiquiatría, la charla siguió por ese derrotero y el criptógrafo le preguntó a Powell si le interesaría algo relacionado con Freud. Por supuesto que estaba interesado, cómo no iba a estarlo si el cine de Powell y Pressburger se mueve entre las fronteras de lo real y lo onírico -bajo cualquiera de sus formas: sueños, pulsiones, fantasías, deseos reprimidos...-; pero una semana después John Huston anunció que iba a rodar una película sobre Freud. Siguieron viéndose durante dos meses, conversando, tanteando otros temas, pero Marks siempre acababa derivando cualquier asunto hacia la critografía. Hasta que una noche el criptógrafo le propuso un argumento sobre un operador, víctima de escopofilia -la pulsión irreprimible que subyace en el placer de ver-, que mata a las mujeres con su cámara.
Más allá, o más acá, de las posibles derivaciones patológicas, la pulsión escópica es lo que subyace en el placer -y en el deseo- que experimentamos ante una pantalla de cine, es el impulso de ver y de seguir viendo, aun -de ahí lo de pulsión- cuando presentimos que lo que adviene va a ser desagradable, cruel o terrorífico. Dicho de otra forma, el poder de la mirada y el deseo irreprimible de mirar que se conjugaban en la idea de Marks apuntaban directamente al corazón del cine de Powell, así que cómo vamos a extrañarnos de que saltara en su butaca al escucharla: ¡Eso es lo que necesito!.
Firmaron un contrato y se pusieron a trabajar de inmediato en el guión de Peeping Tom. Dos noches por semana -y durante seis semanas- Marks iba a casa de Powell y le contaba lo que había pensado o inventado o tanteado; Powell discutía, desarrollaba o sugería algunas ideas. El cineasta insistió en la precisión de las invenciones o aportaciones de su guionista de forma bien elocuente: Él veía. Describía a Mark Lewis [el protagonista de Peeping Tom] echado sobre la pasarela del plató y cómo le caían los lápices y el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta hasta el suelo quince metros más abajo, llamando la atención de la policía [que examinaba la escena del crimen de Mark Lewis]. Yo veía la escena. Y vi en seguida cómo realizarla. Michael Powell se sentía tan seguro con el guión de Leo Marks que apenas dedicó diez días a ensayos y eso que disponía de un presupuesto ajustado y treinta días de rodaje. Pero no sólo contaba con la red de seguridad del guión: ¡Qué equipo tenía! Otto Heller, el viejo maestro vienés de la luz (siempre habíamos deseado trabajar juntos); Gene Turpin [operador], que sabía hacer hablar a una cámara mejor que nadie; Noreen Ackland, un montador lleno de sensibilidad; Brian Easdale, el inspirado compositor de "Las zapatillas rojas"; Bill Wall, el gran eléctrico y maestro de la improvisación. Hablábamos todos el mismo lenguaje".
Powell, segundo por la dcha., consulta
con el director de fotografía Otto Heller, tercero por la dcha.,
durante el rodaje de Peeping Tom
No es habitual que un cineasta hable así de su equipo y no digamos si se trata de elogiar a un eléctrico, por eso quise traer aquí el reconocimiento de Powell, porque cada mención hace más grande si cabe al cineasta.
Un ojo que se abre. Así empieza Peeping Tom. Por así decir el filme nace bajo el régimen -el poder- de la mirada. Pero no se trata de un ojo cualquiera, enseguida descubrimos que se trata del ojo de Mark Lewis, el hombre de la cámara.
La cámara es su herramienta -en todas las acepciones de la palabra-; además ejerce como profesional del cine, trabaja como foquista. En un momento -irónico- de la película, un psiquiatra le comentará que sus profesiones son muy parecidas: ambos procuran enfocar el mundo correctamente.
El protagonista de Peeping Tom es un cineasta y Powell nos obliga a ver por sus ojos muchas veces y a compartir siempre su punto de vista, en definitiva, vemos a través de los ojos de alguien que busca la belleza con la mirada, es decir, que construye una puesta en escena para arrancarle una verdad inefable a sus actrices/víctimas, y esa búsqueda artística acaba en una serie de crímenes. Y nos acerca a la mirada de ese cineasta-asesino mientras proyecta las escenas (de los crímenes) que ha filmado, para compartir su fruición donde se conjuga la condición de cineasta y de espectador, de cineasta y de cinéfilo; no es casual, obviamente, que el propio nombre de Michael Powell aparezca en los créditos sobre la imagen del proyector y que nosotros seamos los únicos espectadores de su obra, de su work in progress, dicho de otra forma, sin nosotros la película de Mark Lewis -y la de Powell- no existiría, somos su premisa y condición, cómplices también de su pulsión escópica, de sus crímenes, los crímenes del cine.
En realidad, más que colocarnos bajo el punto de vista de Mark Lewis, sería mejor decir que Powell configura nuestra mirada sobre el universo de la película bajo la influencia del polo magnético de Mark Lewis, por eso el único personaje que se salva de su influencia es la madre de Helen, la chica que se enamora de él y quiere salvarlo, por la sencilla razón de que es ciega.
Michael Powell y su hijo Columba
en el rodaje de Peeping Tom
Pero aún hay más, Powell encarna en Peeping Tom al padre (castrador) del protagonista al que utiliza -y filma- como cobaya en sus experimentos sobre el miedo y el propio hijo del cineasta, Columba, encarna a Mark Lewis niño.
Una inscripción en la piel del filme que habla de la inmolación metafórica del cineasta por el cine. Lo que contemplamos es una confesión de la poética cinematográfica del propio Powell: la belleza como condición de la verdad, o de otra manera, la verdad sólo aflora a través de las formas fílmicas. Por eso Mark Lewis no mata de cualquier manera, mata filmando, pero no se trata de cinéma vérité, sino que filma situando e iluminando adecuadamente a sus actrices, es decir, a través de una puesta en escena en la que se manifestará la verdad del rostro aterrorizado contemplando el pánico en la propia mirada, por eso coloca un espejo sobre el objetivo para que las actrices/víctimas puedan verse experimentando la verdad de su propio miedo multiplicado.
La puesta en escena se nos presenta como la creación de un dispositivo capaz de arrancar las máscaras de la interpretación y desvelar los sentimientos verdaderos. El cineasta Mark Lewis se la juega, se pone en peligro, se arriesga por su película, su película es más importante que él, es su razón de ser y se merece que el azar colabore en su puesta en escena, cuando un policía cubre el cadáver de la prostituta, cuya muerte filmó en la primera escena de la película, con una manta roja, una bella metonimia de la sangre, delirio de la forma tan caro a Mark Lewis como a Powell, que nunca se cansó de repetir que Peeping Tom no era una película sobre un asesino sádico sino sobre un cámara de cine, un cineasta fascinado por la verdad de los rostros, por eso en una de las escenas de la película prefiere filmar a una chica que tiene un defecto en la cara -que vuelve más real el rostro-, para el que filmar exige una ceremonia, porque se trata de celebrar la belleza en un ritual del arte -del cine- como religión. Mark Lewis mata por una película que atrape la verdad en una bella forma. Mata por el cine. Por su cine.
Significativamente, es Moira Shearer -una de las actrices fetiche de Powell, la protagonista de Las zapatillas rojas y Los cuentos de Hoffmann- quien encarna a Vivian, la figurante que quiere ser actriz, y que baila para la prueba -definitiva- que le va a rodar Mark Lewis -como bailó para Powell- y que le pide que la ponga en situación para sentir miedo, que se entrega en manos del director, como maestro de ceremonias de un ritual artístico.
Moira Shearer en el rodaje de Peeping Tom.
Abajo, con Carl Boehm, Michael Powell y Columba
Michael Powell con Pamela Green
en el rodaje de Peeping Tom
Quizá convenga recordar que Powell era un cineasta-cinéfilo, desde veinte años antes de que esa doble condición se convirtiera en algo habitual en los años 50, en la generación de los Cahiers. En una entrevista con Bertrand Tavernier -uno de los primeros que contribuyó a reivindicar Peeping Tom y a restaurar el prestigio de su autor a mediados de los 60 en Francia-, Powell aseguró que no tenía un estilo, que él mismo era el cine, que todo lo había aprendido al sumergirse enteramente en el cine, que el cine era su vida. Unas palabras en las que resuena la confesión de Mark Lewis cuando no sabe expresar lo que siente con Helen: No encuentro las palabras. Tendría que filmarlo. Powell le confesó a Tavernier que se sentía muy próximo a su héroe y lo veía como un director de cine absoluto, alguien que se enfrenta a la vida como un cineasta, que es consciente de que no puede vivir de otra manera y que sufre. Quien habla es un director que -como el protagonista de Peeping Tom- lo dio todo por el cine.
En el centro, Michael Powell
en el rodaje de una escena de Peeping Tom
Michael Powell filmó cuatro minutos y medio de Peeping Tom cada día de rodaje y Noreen Ackland trabajaba en paralelo casi al mismo ritmo. Tres días después de acabar el rodaje, ya tenían un primer montaje de la película. Cuando llegó el estreno el 31 de marzo de 1960, ya se sabe, sobrevino el desastre y la defenestración de Powell.
El cineasta tuvo que esperar a que Peeping Tom se reestrenara en el Festival de Telluride de 1977 y luego en el contexto de una retrospectiva de su cine en el MoMA de Nueva York en 1980 para que la crítica mundial, entonces sí, le hiciera justicia. Al fin, el cineasta encontraba el reconocimiento en Peeping Tom de una obra que no es su mejor película pero sí la más íntima. Martin Scorsese, que apadrinó el revival de Powell, cree que Peeping Tom y Ocho y medio de Fellini cifran todo lo que significa dirigir. Desde luego, Peeping Tom proyecta en la pantalla la experiencia fílmica, la mirada excesiva de un cineasta, pero también del espectador.
Cuando Peeping Tom se estrenó en Francia como Le voyeur, Powell declaró que, puestos a cambiar el título original, le habría gustado que la titularan Le cinéaste. El cineasta, un título perfecto para Peeping Tom.
Ocho y medio si que la he visto. Esta no. Menos mal que por fin he conseguido leer esta entrada, la primera vez desapareció, supongo que la retiraste tú para editar o algo así, la segunda fue ayer tarde y me interrumpio mi hijo pequeño y su peculiarísima versión de la decoración de mi casa, me llamó llorando y cuando llegué se había caído dentro de una caja de patatas, la caja estaba vacía y las patatas en hileras sobre mi cama...para psicosis la que provoca él ;-)
ResponderEliminarUn beso, Daniel.