30/11/10

Arrivederci, Mario


Si lo sé no me despierto. Enciendo la radio a las seis de la mañana y la primera noticia que escucho es que Mario Monicelli ha muerto. Se tiró ayer por la ventana de la habitación del hospital de Roma donde estaba internado por un cáncer. Tenía 95 años. Madrugar para esto. Se nos fue uno de los grandes del cine italiano, el maestro de la comedia agria, la que despierta la risa -que tantas veces se nos hiela- sobre el reverso de lo trágico, la que emerge de un profundo dolor, el de los pobres hombres como nosotros, nuestros prójimos. El humor era el cristal con el que Mario Monicelli miraba más hondo. Se ve que el pozo era demasiado negro ya y no había manera de que la risa lo iluminara, ni siquiera la de quien nos dejó obras maestras de la comedia alla italiana como I soliti ignoti (1958) -titulada aquí Rufufú- o La gran guerra (1959). O I compagni (1963), o sea, Camaradas, una comedia marxista -de Carlos Marx, claro, faltaría más-.


A Mario Monicelli le encantaba escribir rodeado de guionistas y rodar rodeado de actores. Le gustaba su compañía. Hace unos meses encontré en Roma Il mestiere del cinema, un librito que atesora una conversación con el cineasta, lo abro y leo a propósito de las jornadas de guión con Age, Scarpelli o Suso Cecchi D'Amico:

Si parlava di tutto -ma credo che si faccia così anche adesso, si debba fare così-, si parlava di quello che era successo in generale, di pettegolezzi, di film che si erano visti, di cose che si volevano fare, dei romanzi che avevano venduto molte copie e che avevamo letto, e poi l'ultimo scorcio della giornata si parlava del film, più specificamente. Si scavaba nel racconto, oppure si definivano i personaggi...

O sobre los rodajes:

Mi piace raccontare il gruppo, a me piace quando gli attori sono tanti, che sono tutti insieme; ecco, mi piace lavorare con loro quando sono in gruppo.

Mario Monicelli, el segundo por la izda., con los actores 
en el rodaje de Rufufú

Trabajó con Tognazzi, Sordi, Gassman o Mastroianni. También le gustaba mucho Monica Vitti y (nos) la convirtió en actriz de comedia en La ragazza con pistola (1968).

El final no tiene nada de trágico, dijo Monicelli en una de sus últimas entrevistas. He conocido a hombres y mujeres, hemos trabajado juntos, lo hemos pasado bien. Después de esta vida, nos vamos a otro mundo, si lo hay, veremos cómo es, será toda una aventura, y si no hay nada más, pues basta.

Basta, entonces. Arrivederci, Mario.

29/11/10

Noviembre

Podría enumerar unas cuantas razones por las que este noviembre está siendo un mes, no sé si memorable -quién sabe cómo lo cocinará la memoria-, pero sí memorioso, especialmente memorioso. Uno de esos días que estuve en Areas pasando unas horas con mi madre, vino a visitarla una vecina, unos cuantos años mayor que yo. Se llama Vita, bueno, en realidad se llama Felicidad, pero toda la vida la llamamos Vita. Nos vemos muy poco ya, la última vez, hace unos años, nos habíamos encontrado después de mucho tiempo en un entierro. Mi madre aprovechó para recordarme que Vita fue la culpable de que me guste tanto el cine, porque fue ella la que me llevó al cine a Tui hasta que empecé a ir solo. Vita, a finales de los cincuenta y principio de los sesenta, a mis cuatro, cinco o seis años, venía por casa los domingos a eso de las tres menos cuarto de la tarde para recogerme y llevarme a la sesión infantil del Teatro Principal. Mi madre o mi tía le daban dos duros -o sea, diez pesetas-, suficiente para la entrada y un café con leche o un corte -de helado-, dependiendo de la estación. A veces, había suerte y no me cobraban la entrada así que íbamos también a la sesión siguiente. Pasó el tiempo, y entre mis catorce y dieciocho años, entre finales de los sesenta y principios de los setenta, Vita y su hermana mayor trabajaban en Alemania y le regalaron a sus padres un televisor, uno de los primeros que hubo en la parroquia. Una o dos noches por semana, en vacaciones, iba a casa de Vita a ver las películas que pasaban, normalmente programadas por ciclos, de géneros (oeste, aventuras...) o actores (Errol Flynn, Ingrid Bergman...). Salía de casa a eso de las diez menos cuarto, cruzaba un campo de maíz crecido, si era verano, cogía el camino del río y llegaba a la casa de Vita, la más próxima al Miño de toda la parroquia. Felis, el padre de Vita, ya me estaba esperando en el comedor, donde habían puesto el televisor -en blanco y negro, claro-; en realidad se llamaba Felisindo, pero toda la vida lo llamamos Felis. Me servía un café y, cuando yo ya había cumplido quince años, me ponía delante una caja de puritos que las hijas le mandaban de Alemania, y pasados los dieciséis una copa de coñac. Sara, su mujer, nunca estaba, madrugaba muchísimo y a esas horas ya había cogido el primer sueño. Al poco de empezar la película, fuera cual fuera, Felis ya estaba dormido, pero no roncaba. Al terminar, yo apagaba el televisor, salía sin hacer ruido, cogía el camino de río -a veces coincidía que la luna estaba alta- y volvía a casa atravesando el campo de maíz -si era verano- con la película pasando una vez más en el proyector interior de la memoria reciente. Algunas de aquellas películas que vi por primera vez -¡ah, las primeras veces!- son las culpables de esta escuela. Como Encadenados de Alfred Hitchcock, Stromboli (1949) de Roberto Rossellini, o Elena y los hombres (1956) de Jean Renoir. Las tres, del ciclo de Ingrid Bergman. Las tres las he visto muchas veces. Pero, si no me falla la memoria, es la primera vez que hablo de Elena y los hombres. Y es algo especial, o mejor, se ha convertido en una película especial en el curso de estos últimos cuarenta años, los que van desde aquella feliz primera vez en casa de Felis hasta hoy mismo.


Para empezar, Encadenados y Stromboli son películas en blanco y negro, pero Elena y los hombres es una película en color, qué digo una película en color, es una celebración del color, pero tardé algo así como unos años en saberlo, el tiempo en que tardé en encontrar el libro de André Bazin sobre Jean Renoir, y tuve que esperar hasta los ochenta para ver Elena y los hombres en color, en un ciclo sobre la obra de Renoir en la segunda cadena. Y tendrían que llegar los noventa para verla proyectada en una pantalla de cine en todo su esplendor.


Cada una de esas proyecciones significó el re-descubrimiento de una película que ya me había maravillado la primera vez en blanco y negro, cuando yo no sabía quién era Jean Renoir, pero sí sabía ya quién era Ingrid Bergman, una de esas mujeres de mentira -o sea que sólo eran verdad, gran verdad, en la pantalla, grande o pequeña-, una de esas mujeres de las que uno estaba enamorado, aunque quizá, hasta que llegaron Maureen O'Hara y Gene Tierney, de ninguna como de Ingrid Bergman. Pero es que en los ochenta, cuando ya vimos Elena y los hombres en color, tuvimos la oportunidad de disfrutar de un ciclo de la filmografía de Jean Renoir, prácticamente completa en lo que a la época sonora se refiere, es decir, pudimos ver Elena y los hombres después de las películas que la precedían cronológicamente y empezamos a comprender qué representaba en la obra del cineasta.


Y ahora debo hacer una acotación: si el cine fuera una religión, mi trinidad la formarían John Ford, Jean Renoir y Fritz Lang. Venero a los tres, y me hubiera gustado conocerlos y mantener una larga conversación con ellos, pero con Ford quizá sólo fuera posible durante la primera botella a bordo del Araner, donde se refugiaba después de un rodaje, y a Lang quién sabe si en sus últimos años... Pero creo que con Renoir podría charlar en una sobremesa interminable cualquier día en cualquier época. Si hace unos días enhebramos los hilos de la obra de Lang con la de Renoir, también podríamos pespuntar los vínculos entre la de Renoir y la de Ford a través de El hombre del sur (1945), en cuyo guión colaboró William Faulkner y que podría verse como una prolongación de Las uvas de la ira (1940), y entre la de Ford y la de Renoir mediante una sesión continua que yuxtaponga La ruta del tabaco y Aguas pantanosas, ambas de 1941. Podríamos ampliar los hilos de la trama que une a los tres cineastas: Renoir rueda Esta tierra es mía (1943) con Maureen O'Hara, la más fordiana de las actrices, y La mujer de la playa (1947) -su última película en Hollywood- con Joan Bennett, la más langiana de las actrices. Los tres vieron cómo la crítica mayoritaria ninguneaba sus últimas películas -considerando que los cineastas ya chocheaban- y el público les daba la espalda. Y en fin, tanto Ford como Lang hablaron de Renoir como uno de sus cineastas favoritos.

Jean Renoir en 1945, en el rodaje 
de El hombre del sur

Pues bien, la obra de Jean Renoir fue la primera de los tres (más) grandes cineastas que conocimos en profundidad, eso sí, en televisión. Y en esa obra, desde hace casi treinta años, La regla del juego (1939) representa, por así decir, la rosa de los vientos de los derroteros del cine (moderno). Y habiendo visto La regla del juego, se conoce mucho mejor Elena y los hombres porque entre ambas películas fluyen corrientes, se advierten correspondencias y aflora el deseo de un cine libre de ataduras formales, genéricas o canónicas, donde las búsquedas, hallazgos y extravíos encuentran su asiento, por incómodo o desgarrado que resulte a veces. Como la vida. Si La regla del juego era una summa -de búsquedas, hallazgos y extravíos- del cine de Renoir anterior a la 2ª guerra mundial, también podríamos hablar en esos mismos términos de Elena y los hombres respecto al cine posterior, donde encontramos también obras excelsas como El río (1951), La carrosse d'or (1952) y French Can Can (1954).

Jean Renoir, sentado bajo el objetivo de la cámara, 
en el rodaje de Elena y los hombres

Jean Renoir comentó alguna vez que, de todas las artes, la cerámica es la más cercana al cine: El ceramista imagina un jarrón, lo moldea, lo pinta, lo pone a cocer y, después de varias horas, sale del horno algo inesperado, muy diferente de lo que uno quería o creía hacer. Renoir no dijo que las películas las hacía -las hace- la vida, pero lo pensaba. La vida mezcla la farsa con la tragedia, la comedia y el drama, el vodevil y el guiñol, y sólo la ligereza permite el tránsito entre tal variedad de géneros con fluidez, sin apagar los latidos que revelan (la verdad de) los personajes en el curso del tiempo en que representan su papel en este mundo. Renoir confía en que la vida acabará siempre por desenmascarar a los personajes: él sólo puede disponer los escenarios y las figuras, crear un dispositivo (teatral) y elegir los cuerpos que van a ser atravesados por el tiempo y en los que aflorará la verdad, si cuaja. El cineasta sabe que los milagros son cosa de la vida. A él sólo le corresponde el deseo de ver y de compartir una mirada.


Elena y los hombres nace del deseo de hacer una película con Ingrid Bergman, de un deseo aun más concreto: Renoir se moría de ganas por hacer una película alegre con ella, hacía mucho tiempo que deseaba verla reír, sonreír en una pantalla, y aprovecharme yo en primer lugar -y hacer que el público se aprovechara- de una especie de plenitud carnal que es una de sus características. Dicho de otra forma, soñaba mucho con Venus. (...) De cualquier manera, la única razón de la película es la mujer, y es la mujer representada por Ingrid Bergman. (...) Ingrid fue maravillosa, fue mi apoyo y mi consuelo. Este deseo de la risa de una actriz nos remite a Lubitsch que hizo Ninotchka (1939) para mostrarnos la risa de Greta Garbo en una pantalla. En el caso de la Garbo, la risa representó algo así como un gozoso epílogo, Ninotchka fue su penúltima película; en el caso de la Bergman, Elena y los hombres representó una resurrección, no sería exagerado decir  que el deseo de Renoir la salvó.

Ingrid Bergman en el rodaje de Elena y los hombres

Quizá convenga una segunda acotación. Si la historia del cine moderno encuentra en La regla del juego su rosa de los vientos, Viaggio in Italia (1953) de Rossellini representa su epifanía, una película en la que, más allá de la ficción, la cámara atrapa con fidelidad el movimiento de la vida, más aún, la intimidad de una mujer en trance de separarse de su pareja, una mujer llamada Katherine Joyce que encarna Ingrid Bergman, una actriz que experimentaba en aquel tiempo los mismos sentimientos con su marido, el director de la película: el leve dispositivo de la ficción deviene una fina piel que envuelve la experiencia íntima de la actriz, es decir, documenta -y da forma a- una experiencia verdadera. Desde 1948, cuando rodaron Stromboli, hasta 1955, Ingrid Bergman fue una actriz que sólo trabajó en películas de Rossellini. Durante los primeros años tampoco le llovían las ofertas, al fin y al cabo había abandonado Hollywood -y a su marido y a su hija (así lo veían y contaban los moralistas de siempre)- por un cineasta que contaba las películas por fracasos comerciales. Pero aquella actriz que se había enamorado de Roma, città aperta (1945) y Paisà (1946), acabó sintiéndose atrapada en una forma de hacer cine -la de Rossellini- que no entendía o que ya no compartía y necesitaba hacer otras películas. Y empezaron a llegar ofertas de Hollywood que Rossellini, celoso, le desaconsejaba. Entonces en el verano de 1955 llegó Renoir con el guión de Elena y los hombres, ¡un guión! Llevaba años rodando con Rossellini con guiones inacabados la mayoría de las veces -Stromboli, pongamos por caso-, cuando no a partir de unas pocas cuartillas, como en Viaggio en Italia. Y lo más parecido a una comedia que Ingrid Bergman había leído en muchos años, una fantasía musical, según reza en el subtítulo de la película. Pero lo más importante, Rossellini y Renoir eran amigos, y a esa amistad le debemos Elena y los hombres e Ingrid Bergman le debe otro horizonte en el cine. Ingrid Bergman y Rossellini se separaron después de Elena y los hombres y nunca volvieron a rodar juntos.

Jean Renoir, Ingrid Bergman y Roberto Rossellini, en 1955

El rodaje de Elena y los hombres resultó complicado al compaginarse dos versiones, una francesa y otra inglesa, y se estrenó el 12 de septiembre de 1956. Fue un fracaso y la mayoría de los críticos la pusieron de vuelta y media. Por eso, no olvidamos a aquellos como Bazin o Truffaut que, en su momento, salieron en su defensa. O a Godard que definió Elena y los hombres como la más mozartiana de las películas de Renoir, por su ironía, por su osada y genial simplicidad. La película de Renoir e Ingrid Bergman es un prodigio de ligereza y de libertad tonal que le permite transitar desde la comedia  al vodevil y la farsa sin que se desgarre el tejido formal, añadamos el tratamiento del color que bordea el delirio -esos árboles azules y el rojo sangre de las maniobras militares- o el movimiento de las masas durante el desfile (que no vemos) en el que asistimos a una de las escenas más gozosas de la película con la ida y vuelta de un niño de colo en colo y su intercambio con un periscopio. A propósito de las masas, cuando a un personaje le extraña ver a la princesa Elena Sokorowska -encarnada por Ingrid Bergman- mezclándose con el pueblo, ella le suelta: "¿No asaltaron la Bastilla para eso?"; y poco después, cuando una mujer se su clase se queja del populacho, Elena declara que "los besaría a todos".


La alegría burbujea en el curso de la película mientras Elena, la princesa arruinada -"se me han acabado las perlas y ahora tengo que venderme yo" (en matrimonio)-, se entrega en el aquel de derramar felicidad, a través de sus dones -simbolizados en un amuleto, las margaritas-, sobre un mundo que no la merece, por eso duele cuando, al final, la margarita acaba en el suelo y ella se entrega al abrazo de Henri y se vuelven hacia la ventana abierta a la negrura de la noche: duele la cautividad -aunque sea una cárcel de amor- de quien ha nacido para revolotear y bendecir a los mortales con sus dones. Como Ingrid Bergman nos bendice desde la pantalla gracias a Elena y los hombres. Y a Jean Renoir.

 Jean Renoir e Ingrid Bergman 
en el rodaje de Elena y los hombres

Durante este mes que acaba volví a ver varias películas de Renoir, Toni, El crimen de monsieur Lang, La gran ilusión, El río... El jueves pasado, recordando Copie conforme y mientras escribía la entrada anterior, me vino a la memoria Elena y los hombres. La vimos ayer. Una vez más. No podía sino traer a esta escuela una de las películas de mi vida. No es una película perfecta, no podría serlo tratándose de una película de Renoir, si se quiere es una película llena de defectos -maravillosos-, y de una belleza conmovedora, casi dolorosa. Como la vida. O por decirlo con palabras de Godard, a la pregunta de qué es el cine, Elena y los hombres contesta: más que el cine.


Y una última acotación: Renoir e Ingrid Bergman empezaron a rodar Elena y los hombres hace cincuenta y cinco años. En 1955. En noviembre.

25/11/10

Los milagros del cine


Esta mañana, mientras acompañaba a Ángeles hasta el instituto, hablamos de Copie conforme (Copia certificada, 2010), la última película de Abbas Kiarostami. La vimos ayer por la noche en Cineuropa, la muestra de cine que todos los años se celebra por estas fechas en Santiago, y de regreso, ya en la madrugada de hoy, le dábamos vueltas atrapados aún por la mirada con que la película cautivó la nuestra. Porque de eso trata Copie conforme, de mirar, o mejor, de cómo mirar, porque lo que importa no es -no debe ser, en todo caso, según Kiarostami- qué miramos sino cómo lo miramos, y más precisamente, que cómo miramos es lo que miramos. Y si se trata de una pareja, cualquier historia de pareja trata siempre de qué mira el otro en uno y viceversa, y -no menos importante- de cómo miran los otros a la pareja, en definitiva, de cómo nos miramos... en el curso del tiempo. De cómo el tiempo nos cambia en la medida en que cambia cómo nos miramos. Porque no hay mirada fuera del tiempo. No hay mirada, por así decir, a salvo del tiempo. Esa es la naturaleza del aquel de mirar: un artificio del tiempo. Y qué es el cine sino un dispositivo -artificial, como cualquier dispositivo- para mirar en el tiempo, en un tiempo construido por el cine mismo a través del encuentro de esa mirada (del cine) con la nuestra, la mirada sin la cual no es posible el cine.

Abbas Kiarostami en el rodaje de Copie conforme

Como veis, no me he resistido y, transcurridas casi veinticuatro horas, he empezado por el final. Pero si habéis llegado hasta aquí, por qué no seguir un poco más... por el principio. Si es que hay principio. Si hay un origen. He ahí otro de los temas -al que hace referencia el título, Copie conforme-, íntimamente religado con la mirada: el original y la copia. La realidad y su representación. El arte y la vida. La realidad y el cine. Cómo contar la vida, cómo representarla, cómo filmarla para que en la película perviva la huella de algo vivo. Cómo encontrar lo verdadero en lo falso. ¿Es posible lo genuino a estas alturas de la historia? ¿Queda algo que no sea re-escritura, palimpsesto, copia? ¿Puede una copia ser tan valiosa como el original? Y, ya puestos, ¿cómo volver a contar una historia de amor, el dolor que causa y la mirada cautiva del tiempo? Porque Copie conforme cuenta una historia de amor. Y/o de desamor. O dicho de otra forma, todas las historias de una historia de amor. Una historia de amor en el espejo de otras historias de amor. Una película en el espejo de otras películas, una historia de amor en el espejo del cine. A la vez trompe d'oeil y mise en abîme del original y su copia. Y vuelta a empezar: la realidad y las apariencias, las apariencias de la realidad y la realidad de las apariencias. Porque en la historia de amor que cuenta Copie conforme -¿hace falta decirlo?- nada es lo que parece, o por lo menos, nada es lo que parece en un principio. La película transita entre el original y la copia, o entre lo que creemos original y lo que creemos copia, y viceversa, y en ese tránsito -juego, reflexión, retrato- aflora su complejidad, su riqueza, su poder de sugerencia.


Una complejidad, riqueza y poder de sugerencia que son el resultado de un filme transparente por obra y gracia de Kiarostami. Copie conforme es una película de una claridad meridiana. Una claridad iluminada por el humor. Un humor destilado por la entraña dolorosa que late en cada fotograma. La película nos muestra a una galerista francesa -encarnada por una gran Juliette Binoche (tenía razón el maestro: qué bien le sientan las lágrimas)- instalada en la Toscana con un hijo, que acompaña encantada, durante un corto viaje hasta un pequeño pueblo cerca de Arezzo, a un escritor interesado en el mundo del arte que acaba de publicar un libro con el mismo título que la película, donde defiende la tesis de que una buena copia tiene el mismo valor del original. En un café del pueblo tiene lugar una (maravillosa) secuencia bisagra que nos lleva a replantearnos lo que nos ha mostrado Kiarostami en la primera parte -prácticamente la mitad- de la película: cuando el escritor le cuenta a la galerista la escena -inspiradora del libro- entre una madre y un hijo, nos damos cuenta de que se trata de la galerista y su hijo cinco años antes, así que la galerista y el escritor tuvieron una historia, y la secuencia del trayecto en coche hasta allí -una secuencia tan Kiarostami- que interpretamos como de seducción, en realidad era de re-seducción -o también puede verse como la escena de seducción del tiempo en que se conocieron-, es decir, la galerista estaba tratando de soplar sobre los rescoldos de un amor casi extinguido, si es que queda algún rescoldo, y entonces la vieja que atiende el café, como si de una bruja -¿buena, mala?- se tratara, le pregunta a la galerista por el escritor... No contaré más. Sólo añadiré que Copie conforme despliega en un solo día, sin recurrir a los rutinarios flashbacks, quince años de la vida de los personajes y en el curso de ese día Juliette Binoche es todas las mujeres -todas las máscaras, todos los personajes, ¿cuál es el original, cual la copia?- que una mujer puede representar en curso del tiempo (del amor y sus pérdidas).


La piel de Copie conforme la emparenta con Antes del atardecer (2004) de Richard Linklater, su tejido remite a Viaggio in Italia (1954) de Roberto Rossellini, y la reflexión sobre las máscaras -y la vida como teatro- al cine de Renoir -La carrosse d'or (1952), por ejemplo, (para muestra el fotograma siguiente)-, pero, por más que parezca sorprendente, recuerda también, en los tramos más divertidos, las comedias de enredo matrimonial (de reconciliación o de re-matrimonio) de los años treinta como La pícara puritana (1937) de Leo McCarey. No está de más subrayar que la comedia es un género que se nutre de la simulación, las máscaras y las identidades deslizantes, no sólo eso, sino que la comedia acaba con los personajes sobre un abismo; soltamos una carcajada, sí, basta que pensemos un poco en la mañana siguiente para que caigamos en la cuenta de nada se ha resuelto, en realidad, pongamos por caso el famoso final de "nadie es perfecto" de Con faldas y a lo loco. Pues bien, Copie conforme también acaba así, pero más que de un abismo deberíamos hablar de un agujero negro, y no hay carcajada, sino más bien un profundo desasosiego.


Hay muchos marcos -parabrisas, cristaleras, ventanas y espejos- en Copie conforme. Como si el encuadre de la cámara no fuese suficiente. Como si la pantalla del cine no bastase. Como si nada colmara el aquel de aprehender lo que el tiempo arrastra inexorablemente y de certificar la materialidad de las imágenes fugitivas. Nada nuevo en el cine de Kiarostami, aunque Copie conforme no se haya rodado en Irán ni con con actores (o no-actores) iraníes -sencillamente, esta película no la habría podido rodar en su país y quizá no podría hacerla sin una actriz como la Binoche-, un cine, que bajo la apariencia de la simplicidad -una elaborada y rigurosamente construida desnudez formal- y de la contigüidad con la piel del mundo, no ha cesado de indagar en los problemas de la representación de lo real, en la puesta en escena de la vida a través de su reflejo en la pantalla, en la búsqueda de la verdad que habita en los simulacros, como en Close-up (1990) que exploraba la experiencia de aquel cineasta, a la vez auténtico y falsario, que usurpaba la identidad del cineasta iraní Mohsen Makhmalbaf.

Un momento del rodaje de Copie conforme
la escena de la Musa Polimnia

Copie conforme representa la última tentativa del largo ensayo sobre la realidad y su reflejo, un trayecto experimental -en el sentido de búsqueda y reflexión- que amojonan los filmes de Kiarostami, una búsqueda cifrada aquí en esa imagen especular de los rostros de los protagonistas reflejados en el cristal que protege la pintura de la Musa Polimnia, una copia que durante siglos, nos cuentan, se contempló como un original, lo que nos devuelve a la gran cuestión: ¿qué hay en la copia que nos conmueve? O dicho de otra forma, qué nos devuelven los espejos, qué atrapan de verdadero y revelador, qué miramos en las miradas que nos devuelven. Qué invoca Juliette Binoche con sus miradas en Copie conforme -con su imitación del arte, con su puesta en escena de una historia de amor y de sus figuras primordiales- sino una resurrección, ¿aun si se trata de un simulacro? Quizá Kiarostami se (nos) pregunta por los peligros y los milagros de la imagen, incluso de las copias, de los reflejos, de los espejos. Por las epifanías de las apariencias. Por los peligros y los milagros del cine. 

22/11/10

Las minas de sal

Aprendió el oficio de escritor a los cuarenta y cinco años, y el de guionista a los cincuenta y cinco. Creó un personaje literario memorable y colaboró en la escritura de una película clásica. La literatura lo rescató del alcoholismo y recayó con el cine. Pero renació para escribir su mejor novela antes de morir. Dicho así parece una historia casi inverosímil. Pero es la pura verdad. Estoy hablando de Raymond Chandler.


Después de combatir en Francia durante la 1ª guerra mundial alistado en el ejército canadiense, Chandler volvió a Los Ángeles y se enamoró de Cissy (Cecilia), una mujer casi veinte años mayor que había sido modelo de desnudos de pintores y fotógrafos en Nueva York, se había divorciado dos veces, tenía el pelo rubio ceniza y una figura maravillosa. Empezó a trabajar como contable en las oficinas de una compañía petrolífera y muy pronto se convirtió en ejecutivo a cargo de la delegación de Los Ángeles. Se casó con Cissy en 1924: ella tenía cincuenta y tres años, él treinta y seis.

Durante los primeros años de matrimonio la diferencia de edad  no fue un inconveniente. Pero cuando Cissy se acercaba a los sesenta y Chandler a los cuarenta... Bueno, la situación no resultó tan llevadera. Chandler empezó a beber y a las tensiones de su vida privada se unieron las de su vida profesional. Era un solitario que había aparcado su vocación de escritor, un tipo culto que leía en latín y griego, amaba los clásicos y la buena literatura, pero ejercía de ejecutivo implacable. Digamos que la máscara empezó a agrietarse y el alcohol se convirtió en un síntoma y un problema. Un problema serio.

Chandler no sabía -no supo nunca- hacer vida social. Las borracheras se combinaron con las depresiones, los líos de faldas, los abusos de poder, las desapariciones injustificadas durante semanas, la irritabilidad con los empleados y colaboradores, las decisiones arbitrarias... Y se convirtió en su peor versión. En 1932 lo despidieron. Tenía cuarenta y cuatro años. Era profundamente desgraciado y había tocado fondo. Ahora necesitaba salir del pozo. Empezó a asistir a Alcohólicos Anónimos y arrancó con el trabajoso proceso de aprender a escribir.

Se pasó meses estudiando la escritura de Merimée, de Flaubert, de Stevenson, de Conrad, de Hemingway... Comportándose, en palabras del autor de La isla del tesoro, como un simio inteligente, analizando e imitando textos hasta encontrar su propia voz en el curso del tiempo y de la escritura. Le costó lo suyo, entre otras cosas porque era un lector muy crítico: Empiezo a darme cuenta de la gran cantidad de relatos que perdemos los tipos meticulosos simplemente porque congelamos nuestras mentes ante los errores, en vez de dejarlas trabajar por un tiempo sin que el crítico entrometido corte todo lo que no es perfecto.

Y como tenía que ganarse la vida cuanto antes aprendió a escribir el material que buscaban las revistas pulp y más en concreto Black Mask. Pero  no era sólo por dinero. Chandler nunca pudo separar la técnica de la pasión, el trabajo del corazón, la transpiración de la inspiración. Porque, en definitiva, lo que cuenta es el estilo y su escritura necesitaba la fragua de la exaltación: Nunca habría intentado  escribir para Black Mask si no me hubiese divertido durante cierto tiempo. Y estudió la obra de Dashiell Hammett.


Durante los últimos setenta y los primeros ochenta del siglo pasado, cuántas veces discutimos si Hammett o Chandler, y aun vivimos años Hammett y años Chandler en nuestros arrebatos letraheridos. Hasta que el tiempo mismo acogió a los dos en la memoria imborrable de las horas lentas y de las lecturas felices. Hammett, en palabras de Chandler, sacó el asesinato del búcaro de cristal veneciano y lo tiró al callejón. Y estudiando la obra de Hammett, empezó a escribir un relato con vistas a Black Mask. Chandler, por así decir, se enseñó a escribir, porque a un escritor que no sabe enseñarse a sí mismo tampoco pueden enseñarle los demás.


Chandler vio publicado un primer relato, que le había costado cinco meses de trabajo, en Black Mask. Era 1933 y el aprendiz de escritor tenía cuarenta y cinco años. Joseph Shaw, el editor de la revista, le pagó el cuento al precio básico de un centavo por palabra. Y siguió publicando en Black Mask relatos de quince a dieciocho mil palabras durante cinco años, y llegaron a pagarle hasta cinco centavos por palabra. Su estilo empezaba a hacerse reconocible en los diálogos y las descripciones, basta leer el inicio de un relato titulado Red Wind, no recuerdo con qué título se tradujo aquí, para reconocer el sabor de su prosa:

Aquella noche soplaba el viento del desierto (...) En noches como aquella todas las juergas acaban en una pelea. Las esposas sumisas tocan el filo del cuchillo de trinchar y estudian los cuellos de sus maridos. Cualquier cosa puede ocurrir.

Los escritores de Black Mask
el segundo por la izda., de pie, Chandler,
 y el último de la fila, Hammett. 
El segundo por la dcha., sentado, Horace McCoy. 
La fotografía se hizo el 11 de enero de 1936, 
la única vez que se vieron Chandler y Hammett.

Eran los tiempos duros de la Depresión y fueron duros también para los Chandler. A su edad, ya no era capaz de escribir relatos con la velocidad de los escritores pulp. En los mejores años ingresaba menos de la décima parte de lo que ganaba como ejecutivo de la compañía petrolífera, cambiaba de casa hasta dos y tres veces en el mismo año -siempre había algo que le molestaba: ruido, niños, tráfico, vecinos, clima (viento, frío, polvo...)-, pero su escritura mejoraba, y Cissy lo apoyó con perseverancia, lo alentó como escritor en medio de las privaciones e impidió que desfalleciera.


Hacia 1938, Chandler empezó a planear un libro, en parte porque Shaw, un editor que sabía reforzar su autoestima y con el que se entendía muy bien, fue cesado en Black Mask, y en parte porque la vida de un escritor de relatos pulp no tenía demasiado recorrido. Como Faulkner, canibalizó relatos publicados en 1935 y 1936, y escribió una novela en primera persona, la de Philip Marlowe, un detective privado irónico, escéptico y, en el fondo, sentimental, que se movía por las diversas ciudades reunidas en esa metrópoli llamada Los Ángeles y donde la oscuridad de las calles se debía a algo más que a la noche. Esa primera novela le llevó tres meses de trabajo y se publicó en 1939: El sueño eterno.

Fue un éxito. Pero ninguna otra novela suya le resultó tan, digamos, fácil. Nunca. Chandler siempre tuvo problemas con los argumentos, quizá porque el método de escritura le abocaba a callejones sin salida y, a menudo, le obligaba a volver a empezar. Pero, qué le iba a hacer, aprendió demasiado tarde el oficio y, aunque era muy consciente de las dificultades que le deparaba, era su método, además era incapaz de planificar la trama por anticipado, seguir una escaleta, un esquema: La simple idea de estar atado con anticipación a una pauta determinada me horroriza.


A principios de 1939, canibalizando relatos anteriores, aborda la escritura de dos novelas compaginándolas con algún relato en el proceso. Un proceso que describe bastante bien el método de Chandler; por ejemplo, el 13 de marzo empieza a trabajar en la novela que acabará titulándose La dama del lago, a mediados de abril ha escrito unas veinticinco páginas, la deja a un lado y se pone a trabajar en la otra novela, Adiós, muñeca, pero que aún no se titula así; a finales de mayo, reanuda La dama del lago con un título distinto al que le había asignado en la primera fase de la escritura y volverá a cambiarlo en las siguientes sin dar aún con el definitivo, entonces el 29 de junio anota en su diario: Trágico descubrimiento de que hay un gato muerto debajo de la casa. He escrito más de las tres cuartas partes y no sirven; volvió a Adiós muñeca, que se titulaba ahora The Girl from Florian's, y terminó el primer borrador el 15 de septiembre, con otro título: The Second Murderer.

Pero volvió a escribir la novela de cabo a rabo en 1940 y le puso fin el 30 de abril. Adiós, muñeca  se publicó en agosto, fue uno de nuestros Chandler favoritos. Quizá lo que distingue sus novelas sea el humor que destila la prosa a través de la mirada de Philip Marlowe que nutre el relato en primera persona, incluso podríamos hablar de una corriente de comedia que subyace en la cocina de los ingredientes genéricos de la llamada novela negra.


En el verano de 1940 se pone manos a la obra con La ventana siniestra y durante el año siguiente compagina su escritura con La dama del lago. Acaba La ventana siniestra en marzo 1942 y se publicó a mediados de agosto, y quizá porque no canibalizó otros relatos le costó la mitad de tiempo que La dama del lago, publicada en noviembre de 1943, la novela que le costó cuatro años de trabajo y se vendió más que todas las suyas hasta la fecha. Chandler llevaba diez años escribiendo y viviendo de la escritura. Tenía cincuenta y cinco años, y una reputación. Y Hollywood llamó a su puerta.

Para entonces ya habían llevado a la pantalla Adiós, muñeca y por dos veces La ventana siniestra, aunque no habían reclamado su colaboración, y, pensando en el dinero que podría ganar, bien que lo lamentó. A mediados de 1943 lo querían como guionista pero no para adaptar una de sus novelas, sino una de un escritor al que detestaba. A Chandler, una vez más como a Faulkner, no le interesaba el cine, pero, quizá a su pesar y a diferencia de Faulkner, acabó apreciando algunas películas y reflexionando sobre el cine, y más concretamente, sobre la escritura para el cine, o sea, sobre el guión y los guionistas.

Que Chandler acabara trabajando en Hollywood se lo debemos a Joseph Sistrom, un culto productor de la Paramount -las cosas como son: sentí un calambre en las yemas de los dedos y casi saltan chispas al juntar ambos términos (culto y productor)-, que tenía un gran parecido físico con Rudyard Kipling, usaba gafas de culo de vaso y siempre tenía las manos ocupadas con un cigarrillo, una cerveza y un libro usado. Un día, en vez de un libro usado, Sistrom llevaba unas páginas grapadas de la revista Liberty con una historia que había sido publicada en ocho entregas entre febrero y abril de 1936, se titulaba Double Indemnity -el titulo con que nosotros la leímos fue Pacto de sangre- y su autor era James  M. Cain. Y se la dio a leer a Billy Wilder.

En 1943 Wilder tenía 37 años y, tras una brillante carrera como guionista -Ninotchka de Ernest Lubitsch fue uno de sus créditos-, había dirigido sus dos primeras películas. Leyó las páginas que le había pasado Sistrom en un par de horas y se entusiasmó con la historia. Aquel relato de James M. Cain había disparado las ventas de la revista y los grandes estudios se interesaron en su adaptación, pero la oficina encargada de la censura cinematográfica la consideraba una historia inaceptable que desprendía un sórdido aroma. Así que se olvidaron de ella. Ya había sucedido lo mismo unos años antes con El cartero siempre llama dos veces, otra novela -quizá la mejor- de Cain que también le había gustado mucho a Wilder. Pero esta vez los directivos de la Paramount, aun previendo problemas con la censura, dieron el visto bueno al proyecto que encantaba a Sistrom y Wilder.


A Charles Brackett, el guionista inseparable de Wilder hasta Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, 1950), el material de Cain le parecía una basura. La opción obvia era que Cain colaborara con Wilder pero el escritor estaba trabajando como guionista en la Universal por esas fechas y fue entonces cuando Sistrom propuso a Raymond Chandler. Wilder leyó esos días El sueño eterno y La ventana siniestra, y le gustó sobre todo el diálogo. Para el director, las dos personas que han captado mejor el sabor de Los Ángeles son Chandler y David Hockney.

Cuando Chandler se reunió por primera vez con Sistrom y Wilder, estaba dispuesto a escribir el guión sobre esa novela de Cain -que según sus palabras apestaba- por mil dólares. Le dijeron que cobraría 750 dólares. Chandler les interrumpió: no estaba dispuesto a cobrar menos de mil dólares. Le explicaron que cobraría 750 dólares... por semana. El novelista imaginó que tendría que trabajar dos o tres semanas. Wilder le aclaró que trabajarían un mínimo de trece semanas. Chandler nunca imaginó que pudiera ganar tanto por tres meses de trabajo... tan fácil. Pero las iba a pasar canutas escribiendo con Wilder el guión de Perdición.


Pocas veces puede decirse que el título en español mejora el título original, Perdición es uno de esos casos. Cómo no preferir Perdición a la traducción literal, "Doble indemnización". Desde su estreno en 1944, Perdición fue un clásico, un clásico del cine negro -quizá nunca una película iluminó con luces más negras la condición humana-, un clásico del cine sin adjetivos. La historia de su escritura se ha contado muchas veces, pero nunca se ha insistido en el hecho de que esa escritura fue el fruto de una colaboración, más bien se han adjudicado funciones distintas a Wilder -la construcción- y a Chandler -los diálogos-, sin caer en la cuenta -obvia- de que, si así fuese, para qué iban a encerrarse durante meses el escritor y el cineasta en un despacho de la cuarta planta del edificio de guionistas de la Paramount, también conocido como el Campus -por el patio conventual- o la Torre de Babel -por tantos escritores europeos exiliados que trabajaban  en el estudio-. Seguro que Chandler estaría encantado de evitar la presencia de Wilder. Pero no.

Chandler y Wilder, ¿hace falta añadir algo?

Trabajaron juntos de nueve a cinco en aquel despacho una semana tras otra y, durante el rodaje de Perdición, Chandler siguió a pie de obra. Y cuando terminó lo principal del rodaje, continuó escribiendo. Pero no adelantemos acontecimientos. Es natural que a un solitario como Chandler se le atragantara -y aun le horrorizara- trabajar con un extraño y durante un horario de oficina. Pero, por si no bastara, no soportaba a Wilder. Empezaron a trabajar juntos el 12 de mayo y a la cuarta semana Chandler no se presentó en el estudio. Cuándo Wilder fue a preguntarle a Sistrom qué pasaba, el productor le mostró un pliego amarillo con las quejas de Chandler en las que el escritor enumeraba las condiciones para seguir trabajando con el cineasta: El señor Wilder no debe agitar bajo la nariz del señor Chandler ni señalar en su dirección con el delgado bastón de Malaca que el señor Wilder tiene costumbre de manipular mientras trabaja. El señor Wilder no debe dar al señor Chandler órdenes de naturaleza arbitraria o personal como "Ray, ¿quieres abrir esa ventana?" o "Ray, ¿quieres cerrar esa puerta, por favor?" Bueno, Wilder también debía dejar de pasear constantemente por el despacho o interrumpir cada dos por tres el trabajo para ir al baño o para hablar con chicas por teléfono y, sobre todo, no debía beber. Chandler seguía en Alcohólicos Anónimos y le costaba un mundo seguir sobrio.

No sabemos qué le debe a cada uno el guión de Perdición. Quien pasa por la experiencia de escribir una película en colaboración sabe que resulta prácticamente imposible asignar a quién corresponde una escena determinada y, aun menos, separar los diálogos de la construcción, y viceversa. Aunque no cuesta nada atribuirle a Chandler, entre otras, aquella línea: Cómo iba yo a saber que el asesinato huele a madreselvas. Lo que sí sabemos es que la colaboración de Chandler y Wilder resultó muy conflictiva en lo personal pero no pudo ser más lograda en la escritura del guión.



Basta la escena del primer encuentro entre Walter Neff -encarnado por Fred MacMurray- y Phyllis Dietrichson -encarnada por Barbara Stanwyck- para demostrar la calidad del trabajo de escritura y de unos diálogos tan imitados como inimitables, una escena que, por otra parte, no se encuentra en la novela de Cain. También sabemos que Wilder insistió para que Chandler, una vez acabado el guión, siguiera bajo contrato en el estudio y cobrando su salario íntegro, para que estuviera presente en el rodaje entre el 27 de septiembre y el 24 de noviembre de 1943, y nunca cambió ni una palabra sin la conformidad del escritor. Chandler confesó que la colaboración con Wilder...

...Fue una experiencia angustiosa que probablemente ha acortado mi vida; pero con ella aprendí todo lo que soy capaz de aprender sobre guiones, que no es gran cosa.

Chandler, a la dcha., figurante en Perdición

Una de las grandes ideas del guión fue vertebrar la película como una confesión del protagonista. Es cierto que la novela también está escrita en primera persona y es una confesión escrita del protagonista, pero la voz en off de Perdición es un texto magnífico y alcanza una tonalidad poética que no logra la novela. Y la otra gran aportación de la película la historia de amistad entre Walter Neff y Barton Keyes -encarnado por el gran Edward G. Robinson- que se desgrana en el curso de la historia cada vez que Keyes quiere encender un cigarro y es Neff quien le debe dar fuego encendiendo una cerilla -cómo si no- con la uña del pulgar, pero al final es Keyes quien debe encenderle a Neff el último cigarrillo:

NEFF: ¿Sabes por qué no me descubriste, Keyes? Te lo diré. Porque el que buscabas estaba demasiado cerca. En el despacho de al lado.

KEYES: Aún más cerca, Walter.

Los dos hombres se miran.

NEFF: Yo también te quiero.


Cain llegó a decir que la única adaptación de sus novelas que le gustó fue Perdición, estaba llena de cosas que le habría encantado que se le hubieran ocurrido a él. Como la escena de la puerta más citada de la historia del cine, esa puerta del apartamento de Neff que oculta a Phillys de la mirada de Keyes. Una puerta, por otro lado, imposible, porque debe ser la única puerta de un apartamento -en el mundo- que abre hacia fuera.


Y claro, Perdición no sería lo que es sin la gran Barbara Stanwyck creando esa Phillys, esa mujer fatal, más allá de un personaje, un espejo en el que se miran todas las femme fatale que en el cine han sido. Pero tampoco sería el clásico que conocemos sin la atmósfera asfixiante y turbia creada por la dirección artística de Hans Dreier y Hal Pereira, el director de fotografía John F. Seitz, el montaje de Doane Harrison y la música de Miklós Rózsa.


La primera en reconocerlo fue la propia Barbara Stanwyck: "Desde mi enfoque de actriz, tal y como se iluminaron aquellos decorados, la casa, el apartamento de Walter, las tétricas sombras, los jirones de cruda luz entrando con ángulos desasosegantes... todo realzó mi interpretación. La puesta en escena de Billy junto a la iluminación de John Seitz crearon un clima magistral". Barbara Stanwyck era grande hasta cuando ponía en valor el trabajo de los otros.


Gracias a Perdición, Chandler y Cissy pudieron alquilar una casa modesta al sur de Hollywood y recuperaron sus propios muebles de un almacén donde los tenían guardados, desde que lo despidieron de la compañía petrolífera y tuvieron que vivir en apartamentos pequeños y baratos. A Chandler, en un principio, le sentó bien el trabajo en el estudio e incluso vivió una aventura con una secretaria -otra vez nos recuerda a Faulkner-, pero pagó un precio demasiado alto: volvió a beber. Además era de esos alcohólicos -o lo era por eso- que apenas resisten la bebida, bastaban dos o tres copas para emborracharse. Después de Perdición siguió contratado en la Paramount reescribiendo guiones o puliendo diálogos -por eso no pudo adaptar El sueño eterno para Hawks que pasó a manos de Leigh Brackett y William Faulkner-  y escribiendo el guión de La dalia azul; luego lo contrataron en la MGM para  La dama del lago; y en la Universal para escribir Playback...


Soy un buen escritor de diálogos, pero no un buen constructor. Sudó tinta para acabar Playback -un proyecto que el estudio archivó-: He terminado mi guión. Ahora tengo que "pulirlo", como ellos dicen, eso significa que he de prescindir de la mitad y condensar el resto. Es un arte muy delicado y casi tan fascinante como pulir dientes. Después de varias interrupciones que le dejaron muy mal cuerpo, en septiembre de 1948 termina su novela La hermana pequeña. Sentía que sus energías se habían consumido: En Hollywood destruyen el vínculo del escritor con su subconsciente. A partir de entonces, lo que hace es un simple trabajo. Su corazón está en otro lugar. En 1950 escribe para Hitchcok la adaptación de Extraños en un tren, la novela de Patricia Highsmith. Esta vez impuso como condición trabajar en su casa de La Jolla y allí lo visitaba el cineasta cuando quería hablar del guión. Hitchcock lo pasaba mal en esos encuentros porque Chandler se portaba de forma desagradable y la tensión se cortaba. Fue su último guión.

Pero el escritor consiguió reunir las energías que le quedaban y mantenerse sobrio para un último esfuerzo y a finales de 1953 publica El largo adiós, nuestro Chandler favorito, quizá su mejor novela, el penúltimo Marlowe, que el novelista prefería imaginar como un Cary Grant, lo que demuestra a las claras que Chandler sabía de qué iba esto del cine, aunque estuviera harto de Hollywood.


Chandler murió en 1959. Pocos años antes, cuando se vio, al fin, libre de Hollywood escribió:

Mis cinco años en las minas de sal me convirtieron en un caso típico de desarrollo truncado, y cuanto más tiempo permanezco apartado del negocio del cine, más a gusto me siento.

21/11/10

La maestra

En el altar mayor de la lectora de novelas que es Ángeles, reina una sagrada trinidad: toda Jane Austen, todo DickensGuerra y paz de Tolstoi. Pero también tiene su sitio toda Willa Cather. Y toda Alice Munro.


Con  la Munro, como con la Cather -por limitarnos a los descubrimientos de este siglo-, bastó el primer libro para que Ángeles se convirtiera en rendida devota e hiciera de mí un obediente prosélito. Pero Alice Munro escribe, sobre todo, cuentos. Y Ángeles no siente predilección por los cuentos sino por las novelas. Ella es una lectora de largo aliento.  ¿Qué pasa entonces con Alice Munro? Pues que sus cuentos le producen los mismos efectos que le provocan las mejores novelas. Dicho de otra forma, en un cuento de Alice Munro habría material suficiente para una novela, y a menudo para más de una.

Ya conté en otra entrada cuánto disfruto cuando Ángeles me cuenta las novelas que lee. Hace unos años, mientras estaba en obras la carretera que unía estos finisterres con el resto del país para construir la autovía, cada vez que salíamos de aquí, aunque sólo fuera para ir a Santiago, teníamos que dar una vuelta que nos demoraba el trayecto, como mínimo, media hora. Recuerdo aquellos itinerarios por una carretera secundaria como una bendición porque Ángeles los entretenía contándome la novela que estaba leyendo y para la que, normalmente, necesitaba varias entregas, pongamos por caso Casa desolada de Dickens o Tess, la de los d'Urberville de Thomas Hardy. Y algunos cuentos de Alice Munro.

Si no recuerdo mal, descubrimos a Alice Munro hace ocho años con los cuentos de El amor de una mujer generosa. Luego llegaron los de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, y más tarde los de Escapada. Y así sucesivamente. Cada libro, de los ocho que se han traducido hasta ahora, contiene entre ocho y once cuentos, y los cuentos tienen entre treinta y cuarenta páginas. El próximo año, Alice Munro cumplirá ochenta. Nació en Ontario y ha publicado once libros de cuentos y dos novelas.

El pasado martes encontré en una librería su libro de cuentos más reciente, Demasiada felicidad, data de 2009 y se acaba de publicar aquí. Ángeles leyó los dos primeros cuentos el viernes por la noche y ayer me los contó mientras viajábamos a Tui para asistir a un homenaje que le rendía al maestro la Comisión cidadá pola verdade do 36 do Baixo Miño en el seno de las VI Xornadas sobre a Memoria Histórica, un homenaje en el que Xosé M. Beiras nos emocionó a todos mientras evocaba al artista y amigo fraterno.

Camino de Tui, decía, Ángeles me contó los cuentos de Alice Munro que había leído la noche anterior, los dos primeros de Demasiada felicidad. Yo leí durante estos años la mitad de los cuentos que se han publicado y de forma aleatoria, Ángeles los lee por orden, del primero al último, libro a libro, a medida que los van editando. El primer cuento de Demasiada felicidad se titula Dimensiones. Mientras me lo contaba, uno podía entrever los efectos que el relato le había causado apenas doce horas antes: la urgencia, el temor, la angustia, la desesperación y  la epifanía. Y poco faltó para que ella misma  se dejara arrastrar, como la noche anterior, por la corriente emocional que a mí me conmovía con las manos en el volante.

Hoy por la mañana leí el cuento de Alice Munro. Como en tantos cuentos suyos, en Dimensiones asombra la capacidad de la escritora para destilar semejante tragedia en treinta páginas de una prosa tersa y medida, y generar sucesivos estados de ánimo que, no sólo no se atropellan, sino que enriquecen nuestra experiencia al tiempo que crece la intensidad de las emociones página a página. Y lo que aún es más difícil,  alumbrar con convicción un atisbo de esperanza entre tanta desolación. No es fácil describir el dispositivo del relato para producir determinados efectos en los lectores, pero Alice Munro es una auténtica virtuosa a la hora de manejar los tiempos del relato, de conjugar las sístoles y las diástoles en la progresión de la trama, y de revelar lo justo y necesario de sus personajes para que nuestra imaginación adivine y presienta lo no dicho a propósito de las mujeres de la Munro.

No pocos de sus relatos se despliegan en torno a dos o tres momentos de toda una vida y obligan a saltos sin red en el tiempo, rupturas que podrían echar a perder la unidad de los cuentos, pero el arte de Alice Munro le permite sujetar con mano firme el hilo invisible que los instantes reveladores en torno a un centro de gravedad primordial, como esas horas sobre las que gravita la vida entera de Meriel en Lo que se recuerda, el antepenúltimo cuento de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio.

Comento con Ángeles los detalles de la trama de Dimensiones, que -seré bueno- no os voy a revelar, y los recursos que emplea Alice Munro para producir el latido preciso en el lector a medida que el relato fluye inexorable. Y Ángeles me mira con un punto de ironía: "Yo la leo y tú le estudias la cocina". Me la quedo mirando, adivino un asomo de burla. Entonces me consuela: "Haces bien. Alice Munro es una maestra".

Y me pregunto qué quiere decir exactamente.

Y me lo sigo preguntando.

20/11/10

Poética de la pesca


(Sobre el tiempo poético.)

La poesía es -decía Mairena- el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo. Eso es lo que el poeta pretende eternizar, sacándolo fuera del tiempo, labor difícil y que requiere mucho tiempo, casi todo el tiempo de que el poeta dispone. El poeta es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos; entendámonos: de peces que pueden vivir después de pescados.

(Antonio Machado, p. 106 de Juan de Mairena, nº 855 de Alianza de bolsillo, 1981)

(La fotografía que encabeza la entrada es, probablemente, la última que le hicieron a Antonio Machado en vida: lo vemos en la terraza del hotel Bougnol-Quintana de Collioure, en el exilio, un día de febrero de 1939.)

18/11/10

Un mundo perdido


Un vocabulario puede ser un mapamundi de la imaginación. Pongamos por caso esta relación alfabética de embarcaciones que faenaban -en la pesca, en el comercio, los descubrimientos geográficos, la exploración científica o en la guerra- durante los siglos de la navegación a vela:

albatoza, bajel, ballener, barbota, barca, barco, barcha, batel, bergantín, bricbarca, buque, buscio, carabela, cárabo, caramuzal, carraca, coca, cópano, chalupa, charrúa, chata, chinchorro, clíper, dorna, dromon, escorchapín, esquife, esquirazo, falúa, filibote, fragata, fusta, galera, galeaza, galeón, galeota, gata, gerba, goleta, gripo, grondola, haloque, jábega, jabeque, laúd, leño, londro, lugre, nao, navío, panfil, patache, pinaza, pontón, rampín, saetía, tafurea, tarida, tartana, urca, uxer y zabra.

A veces, en un vocabulario encontramos el mapa de un mundo perdido.

17/11/10

Solo en la cocina


No cuentes lo que vas contar ni lo que ya has contado. Seguro que os suena, es uno de esos mandamientos de uno de tantos decálogos a propósito de la narrativa. Decálogos que a los mortales -como uno mismo, sin ir más lejos- les conviene conocer para no enredarse en el relato, pero que también tienta transgredir. Claro que con resultados lamentables las más de las veces. Por eso os resultará fácil imaginar que uno, gozosamente, se postre de hinojos cuando un escritor tocado por la gracia de los dioses lares del arte de la escritura nos cuenta lo que va a contar y lo cuenta de tal forma que nos entregamos con armas y bagaje a que nos lo cuente otra vez. O sea, cuando un escritor transgrede las buenas formas de la narrativa con las bellas formas de la literatura. Y eso quizá quiere decir que sólo existen algo así como las buenas formas si devienen formas bellas.

Ya, ya, ya va el ejemplo. Pero aún no. Cuando escribí sobre Nabokov no cité Risa en la oscuridad, una novela de doscientas páginas (en bolsillo), que escribió y se publicó en ruso en 1932 durante su exilio berlinés, y luego la tradujo él mismo al inglés y se publicó en 1938.

Nabokov con Vera y su hijo 
en los años de Berlín

Una novela quizá menor para alguien tan grande como Nabokov pero de deliciosa lectura a medida que comparte con nosotros el relato, y digo comparte porque nos guía de forma delicada -pero inexorable- hacia el corazón mismo de cada situación y nos deja allí bien instalados para que sea nuestra imaginación la que haga el trabajo. Por así decir, Nabokov apenas nos invitó a entrar en la historia desde los dos primeros párrafos de la novela, diez líneas, mejor dicho, nueve, nueve líneas en las que nos cuenta lo que nos va a contar. Y ahora ya sí, el ejemplo, esas primeras nueve líneas -en la edición de bolsillo, aquí, en la transcripción, serán sólo siete- de Risa en la oscuridad:

Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.

Éste es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.  


Añadiré la primera frase del tercer párrafo: Sucedió, pues, que una noche a Albinus se le ocurrió una idea maravillosa. Claro, sólo un escritor completamente seguro de los poderes del arte de la escritura se atrevería a comenzar así una novela. O un artista o un idiota. Cabe señalar que Nabokov no sólo nos cuenta lo que nos va a contar, también da forma a una voz, establece un tono e hilvana las primeras puntadas con el hilo del humor que nos sitúa, como lectores, a una distancia justa con lo que nos va a contar otra vez, con detalles.

Nabokov se defiende

Pero ni se os ocurra pensar que os estoy recomendando Risa en la oscuridad. Ni por asomo. Andaba esta mañana con un guión que tengo entre manos, ya sé qué historia voy a contar, incluso tengo bastante claro el orden de los incidentes, el trazo de la peripecia y la dinámica de fuerzas que atrapan a los personajes en la trama, pero no tengo claro cómo contar algunas de las situaciones que van a vivir. Por ejemplo, la secuencia de escenas de los diez primeros minutos de la película. Y a primera hora, bajo la ducha, le daba vueltas a ese arranque. Detesto las películas que comienzan como un cohete y llegan muy pronto muy arriba porque luego sólo les queda bajar la pendiente tan rápido como subieron en un implacable desmayo, vamos, como en una eyaculación precoz. Disculpad la imagen pero no encuentro otra, ya no digo más, ni siquiera tan exacta. No me pidáis ejemplos, sobran las películas que buscan desesperadamente capturar la atención del espectador a cualquier precio, en realidad al precio más alto: llegar al clímax antes de tiempo.

Uno se conforma con un arranque que conjugue la voz -la forma de contar- con el tono de la historia, enhebrando las situaciones de partida de los personajes de tal forma que despierten las ganas del espectador de saber más sobre sus vidas, añadiéndole una pizca de urgencia destilada con humor para acercarnos a ellos con calidez, y todo así, como quien no quiere la cosa, y, ya puestos, condensar en una imagen poderosa el corazón del relato, una imagen en la que ya está contenida la resolución de la película pero el espectador aún no lo sabe, no lo sabrá hasta el final donde encontrará su resonancia y la revelación de la bella promesa que le hicimos al principio. Como en aquella imagen del comienzo de Río abajo (1984) de José Luis Borau, cuando la avioneta del ranger desciende sobre el río que separa México de EEUU para trazar una frontera en el agua, y les habla por el altavoz a los inmigrantes que se disponen a cruzarla: "Coyotes, quedáis advertidos: el que cruce esta raya se juega la vida". Ahí está toda la película: un destino y un desafío. Una metáfora de la historia -esa raya imaginaria que cuesta sangre, sudor y lágrimas- y de cualquier historia, de cualquier narrador. En fin, uno se conforma con algo sencillo.


En realidad, os he hablado de Nabokov y de Borau por no hablar solo. En la cocina.

16/11/10

La guadaña


Como tantos símbolos, la guadaña encierra un significado dual: representa la muerte pero también la cosecha, acabamiento y renacimiento, consumación y esperanza. Principio y fin. Pero el cine ha eclipsado otra iconografía de la guadaña que no sea la muerte, desde Vampyr (1931) de Carl Theodor Dreyer hasta  La cinta blanca (2009) -también titulada El lazo blanco, depende de los medios- de Michael Haneke, en la que un campesino destroza con la guadaña un campo de repollos, como si cercenara cabezas; una escena que pone los pelos de punta.


Pero siempre experimenté una íntima resistencia a ver en la guadaña un signo de la muerte, porque me recuerda la infancia.

De niño, podía pasarme horas viendo a mi abuelo segar un campo de hierba y, de hecho, me las pasaba contemplando la danza de la guadaña: el giro de la cintura con el trazo elegante del semicírculo de derecha a izquierda, el compás repentino, el siseo en el tajo de los tallos... Y el perfume de la hierba que yo recogía en brazados e iba formando medas mientras mi abuelo segaba. Cada cierto tiempo, le daba la vuelta a la guadaña y la apoyaba en el extremo del mango, sacaba la piedra de afilar que llevaba sujeta entre el cinto y el pantalón de mahón, y la pasaba por el filo de la cuchilla, dos veces de izquierda a derecha por encima y dos veces de derecha a izquierda por debajo del corte, y otras dos veces por cada lado. A menudo, mientras afilaba la guadaña, silbaba Carmiña, Carmela. Luego volvía a sujetar la piedra de afilar en el cinto, daba la vuelta a la guadaña y seguía la danza de la siega.       

Nunca aprendí a segar con la guadaña. Quizá porque tampoco aprendí a bailar.


A Cheever le gustaba rematar las horas dedicadas a la escritura cortando leña o segando. Pero nada podía compararse a la siega y le escribía a William Maxwell sobre la magia de la guadaña, que requiere para su uso un equilibrio y una gracia especiales. Alguna vez contó que al segar pensaba en Tolstoi y en Anna Karenina, y se sentía unido a la corriente de una experiencia universal, y aristocrática.

Bueno, mi abuelo habría sonreído de medio lado si alguien le hubiera espetado lo de aristocrático al aquel de segar.

Cheever logró su maestría con la guadaña gracias a un jardinero, un comunista lituano clavado a Van Gogh, que le regaló una piedra de afilar -como un diploma- cuando el escritor acabó su periodo de aprendizaje. Durante el resto de su vida, cuenta su biógrafo Blake Bailey, cuando Cheever caía en el abatimiento, segaba. Trabajar con la guadaña se convirtió en un bálsamo tan eficaz como el alcohol. Me pregunto si habrá alguna fotografía suya segando.

Creo que Cheever también se pasaría horas contemplando la danza de mi abuelo con la guadaña.