Aprendió el oficio de escritor a los cuarenta y cinco años, y el de guionista a los cincuenta y cinco. Creó un personaje literario memorable y colaboró en la escritura de una película clásica. La literatura lo rescató del alcoholismo y recayó con el cine. Pero renació para escribir su mejor novela antes de morir. Dicho así parece una historia casi inverosímil. Pero es la pura verdad. Estoy hablando de Raymond Chandler.
Después de combatir en Francia durante la 1ª guerra mundial alistado en el ejército canadiense, Chandler volvió a Los Ángeles y se enamoró de Cissy (Cecilia), una mujer casi veinte años mayor que había sido modelo de desnudos de pintores y fotógrafos en Nueva York, se había divorciado dos veces, tenía el pelo rubio ceniza y una figura maravillosa. Empezó a trabajar como contable en las oficinas de una compañía petrolífera y muy pronto se convirtió en ejecutivo a cargo de la delegación de Los Ángeles. Se casó con Cissy en 1924: ella tenía cincuenta y tres años, él treinta y seis.
Durante los primeros años de matrimonio la diferencia de edad no fue un inconveniente. Pero cuando Cissy se acercaba a los sesenta y Chandler a los cuarenta... Bueno, la situación no resultó tan llevadera. Chandler empezó a beber y a las tensiones de su vida privada se unieron las de su vida profesional. Era un solitario que había aparcado su vocación de escritor, un tipo culto que leía en latín y griego, amaba los clásicos y la buena literatura, pero ejercía de ejecutivo implacable. Digamos que la máscara empezó a agrietarse y el alcohol se convirtió en un síntoma y un problema. Un problema serio.
Chandler no sabía -no supo nunca- hacer vida social. Las borracheras se combinaron con las depresiones, los líos de faldas, los abusos de poder, las desapariciones injustificadas durante semanas, la irritabilidad con los empleados y colaboradores, las decisiones arbitrarias... Y se convirtió en su peor versión. En 1932 lo despidieron. Tenía cuarenta y cuatro años. Era profundamente desgraciado y había tocado fondo. Ahora necesitaba salir del pozo. Empezó a asistir a Alcohólicos Anónimos y arrancó con el trabajoso proceso de aprender a escribir.
Se pasó meses estudiando la escritura de Merimée, de Flaubert, de Stevenson, de Conrad, de Hemingway... Comportándose, en palabras del autor de
La isla del tesoro, como un simio inteligente, analizando e imitando textos hasta encontrar su propia voz en el curso del tiempo y de la escritura. Le costó lo suyo, entre otras cosas porque era un lector muy crítico:
Empiezo a darme cuenta de la gran cantidad de relatos que perdemos los tipos meticulosos simplemente porque congelamos nuestras mentes ante los errores, en vez de dejarlas trabajar por un tiempo sin que el crítico entrometido corte todo lo que no es perfecto.
Y como tenía que ganarse la vida cuanto antes aprendió a escribir el material que buscaban las revistas
pulp y más en concreto
Black Mask. Pero no era sólo por dinero. Chandler nunca pudo separar la técnica de la pasión, el trabajo del corazón, la transpiración de la inspiración. Porque, en definitiva, lo que cuenta es el estilo y su escritura necesitaba la fragua de la exaltación:
Nunca habría intentado escribir para Black Mask si no me hubiese divertido durante cierto tiempo. Y estudió la obra de Dashiell Hammett.
Durante los últimos setenta y los primeros ochenta del siglo pasado, cuántas veces discutimos si Hammett o Chandler, y aun vivimos años Hammett y años Chandler en nuestros arrebatos letraheridos. Hasta que el tiempo mismo acogió a los dos en la memoria imborrable de las horas lentas y de las lecturas felices. Hammett, en palabras de Chandler,
sacó el asesinato del búcaro de cristal veneciano y lo tiró al callejón. Y estudiando la obra de Hammett, empezó a escribir un relato con vistas a
Black Mask. Chandler, por así decir, se enseñó a escribir, porque
a un escritor que no sabe enseñarse a sí mismo tampoco pueden enseñarle los demás.
Chandler vio publicado un primer relato, que le había costado cinco meses de trabajo, en
Black Mask. Era 1933 y el aprendiz de escritor tenía cuarenta y cinco años. Joseph Shaw, el editor de la revista, le pagó el cuento al precio básico de un centavo por palabra. Y siguió publicando en
Black Mask relatos de quince a dieciocho mil palabras durante cinco años, y llegaron a pagarle hasta cinco centavos por palabra. Su estilo empezaba a hacerse reconocible en los diálogos y las descripciones, basta leer el inicio de un relato titulado
Red Wind, no recuerdo con qué título se tradujo aquí, para reconocer el sabor de su prosa:
Aquella noche soplaba el viento del desierto (...) En noches como aquella todas las juergas acaban en una pelea. Las esposas sumisas tocan el filo del cuchillo de trinchar y estudian los cuellos de sus maridos. Cualquier cosa puede ocurrir.
Los escritores de Black Mask:
el segundo por la izda., de pie, Chandler,
y el último de la fila, Hammett.
El segundo por la dcha., sentado, Horace McCoy.
La fotografía se hizo el 11 de enero de 1936,
la única vez que se vieron Chandler y Hammett.
Eran los tiempos duros de la Depresión y fueron duros también para los Chandler. A su edad, ya no era capaz de escribir relatos con la velocidad de los escritores
pulp. En los mejores años ingresaba menos de la décima parte de lo que ganaba como ejecutivo de la compañía petrolífera, cambiaba de casa hasta dos y tres veces en el mismo año -siempre había algo que le molestaba: ruido, niños, tráfico, vecinos, clima (viento, frío, polvo...)-, pero su escritura mejoraba, y Cissy lo apoyó con perseverancia, lo alentó como escritor en medio de las privaciones e impidió que desfalleciera.
Hacia 1938, Chandler empezó a planear un libro, en parte porque Shaw, un editor que sabía reforzar su autoestima y con el que se entendía muy bien, fue cesado en
Black Mask, y en parte porque la vida de un escritor de relatos
pulp no tenía demasiado recorrido. Como
Faulkner, canibalizó relatos publicados en 1935 y 1936, y escribió una novela en primera persona, la de Philip Marlowe, un detective privado irónico, escéptico y, en el fondo, sentimental, que se movía por las diversas ciudades reunidas en esa metrópoli llamada Los Ángeles y donde
la oscuridad de las calles se debía a algo más que a la noche. Esa primera novela le llevó tres meses de trabajo y se publicó en 1939:
El sueño eterno.
Fue un éxito. Pero ninguna otra novela suya le resultó tan, digamos, fácil. Nunca. Chandler siempre tuvo problemas con los argumentos, quizá porque el método de escritura le abocaba a callejones sin salida y, a menudo, le obligaba a volver a empezar. Pero, qué le iba a hacer, aprendió demasiado tarde el oficio y, aunque era muy consciente de las dificultades que le deparaba, era su método, además era incapaz de planificar la trama por anticipado, seguir una escaleta, un esquema:
La simple idea de estar atado con anticipación a una pauta determinada me horroriza.
A principios de 1939, canibalizando relatos anteriores, aborda la escritura de dos novelas compaginándolas con algún relato en el proceso. Un proceso que describe bastante bien el método de Chandler; por ejemplo, el 13 de marzo empieza a trabajar en la novela que acabará titulándose
La dama del lago, a mediados de abril ha escrito unas veinticinco páginas, la deja a un lado y se pone a trabajar en la otra novela,
Adiós, muñeca, pero que aún no se titula así; a finales de mayo, reanuda
La dama del lago con un título distinto al que le había asignado en la primera fase de la escritura y volverá a cambiarlo en las siguientes sin dar aún con el definitivo, entonces el 29 de junio anota en su diario:
Trágico descubrimiento de que hay un gato muerto debajo de la casa. He escrito más de las tres cuartas partes y no sirven; volvió a
Adiós muñeca, que se titulaba ahora
The Girl from Florian's, y terminó el primer borrador el 15 de septiembre, con otro título:
The Second Murderer.
Pero volvió a escribir la novela de cabo a rabo en 1940 y le puso fin el 30 de abril.
Adiós, muñeca se publicó en agosto, fue uno de nuestros Chandler favoritos. Quizá lo que distingue sus novelas sea el humor que destila la prosa a través de la mirada de Philip Marlowe que nutre el relato en primera persona, incluso podríamos hablar de una corriente de comedia que subyace en la cocina de los ingredientes genéricos de la llamada
novela negra.
En el verano de 1940 se pone manos a la obra con
La ventana siniestra y durante el año siguiente compagina su escritura con
La dama del lago. Acaba
La ventana siniestra en marzo 1942 y se publicó a mediados de agosto, y quizá porque no canibalizó otros relatos le costó la mitad de tiempo que
La dama del lago, publicada en noviembre de 1943, la novela que le costó cuatro años de trabajo y se vendió más que todas las suyas hasta la fecha. Chandler llevaba diez años escribiendo y viviendo de la escritura. Tenía cincuenta y cinco años, y una reputación. Y Hollywood llamó a su puerta.
Para entonces ya habían llevado a la pantalla
Adiós, muñeca y por dos veces
La ventana siniestra, aunque no habían reclamado su colaboración, y, pensando en el dinero que podría ganar, bien que lo lamentó. A mediados de 1943 lo querían como guionista pero no para adaptar una de sus novelas, sino una de un escritor al que detestaba. A Chandler, una vez más como a Faulkner, no le interesaba el cine, pero, quizá a su pesar y a diferencia de Faulkner, acabó apreciando algunas películas y reflexionando sobre el cine, y más concretamente, sobre la escritura para el cine, o sea, sobre el guión y los guionistas.
Que Chandler acabara trabajando en Hollywood se lo debemos a Joseph Sistrom, un culto productor de la Paramount -las cosas como son: sentí un calambre en las yemas de los dedos y casi saltan chispas al juntar ambos términos (culto y productor)-, que tenía un gran parecido físico con Rudyard Kipling, usaba gafas de culo de vaso y siempre tenía las manos ocupadas con un cigarrillo, una cerveza y un libro usado. Un día, en vez de un libro usado, Sistrom llevaba unas páginas grapadas de la revista
Liberty con una historia que había sido publicada en ocho entregas entre febrero y abril de 1936, se titulaba
Double Indemnity -el titulo con que nosotros la leímos fue
Pacto de sangre- y su autor era James M. Cain. Y se la dio a leer a
Billy Wilder.
En 1943 Wilder tenía 37 años y, tras una brillante carrera como guionista -
Ninotchka de Ernest Lubitsch fue uno de sus créditos-, había dirigido sus dos primeras películas. Leyó las páginas que le había pasado Sistrom en un par de horas y se entusiasmó con la historia. Aquel relato de James M. Cain había disparado las ventas de la revista y los grandes estudios se interesaron en su adaptación, pero la oficina encargada de la censura cinematográfica la consideraba una historia
inaceptable que desprendía un
sórdido aroma. Así que se olvidaron de ella. Ya había sucedido lo mismo unos años antes con
El cartero siempre llama dos veces, otra novela -quizá la mejor- de Cain que también le había gustado mucho a Wilder. Pero esta vez los directivos de la Paramount, aun previendo problemas con la censura, dieron el visto bueno al proyecto que encantaba a Sistrom y Wilder.
A Charles Brackett, el guionista inseparable de Wilder hasta
Sunset Boulevard (
El crepúsculo de los dioses, 1950), el material de Cain le parecía una basura. La opción obvia era que Cain colaborara con Wilder pero el escritor estaba trabajando como guionista en la Universal por esas fechas y fue entonces cuando Sistrom propuso a Raymond Chandler. Wilder leyó esos días
El sueño eterno y
La ventana siniestra, y le gustó sobre todo el diálogo. Para el director, las dos personas que han captado mejor el sabor de Los Ángeles son Chandler y David Hockney.
Cuando Chandler se reunió por primera vez con Sistrom y Wilder, estaba dispuesto a escribir el guión sobre esa novela de Cain -que según sus palabras apestaba- por mil dólares. Le dijeron que cobraría 750 dólares. Chandler les interrumpió: no estaba dispuesto a cobrar menos de mil dólares. Le explicaron que cobraría 750 dólares... por semana. El novelista imaginó que tendría que trabajar dos o tres semanas. Wilder le aclaró que trabajarían un mínimo de trece semanas. Chandler nunca imaginó que pudiera ganar tanto por tres meses de trabajo... tan fácil. Pero las iba a pasar canutas escribiendo con Wilder el guión de
Perdición.
Pocas veces puede decirse que el título en español mejora el título original,
Perdición es uno de esos casos. Cómo no preferir
Perdición a la traducción literal, "Doble indemnización". Desde su estreno en 1944,
Perdición fue un clásico, un clásico del cine negro -quizá nunca una película iluminó con luces más negras la condición humana-, un clásico del cine sin adjetivos. La historia de su escritura se ha contado muchas veces, pero nunca se ha insistido en el hecho de que esa escritura fue el fruto de una colaboración, más bien se han adjudicado funciones distintas a Wilder -la construcción- y a Chandler -los diálogos-, sin caer en la cuenta -obvia- de que, si así fuese, para qué iban a encerrarse durante meses el escritor y el cineasta en un despacho de la cuarta planta del edificio de guionistas de la Paramount, también conocido como el Campus -por el patio conventual- o la Torre de Babel -por tantos escritores europeos exiliados que trabajaban en el estudio-. Seguro que Chandler estaría encantado de evitar la presencia de Wilder. Pero no.
Chandler y Wilder, ¿hace falta añadir algo?
Trabajaron juntos de nueve a cinco en aquel despacho una semana tras otra y, durante el rodaje de
Perdición, Chandler siguió a pie de obra. Y cuando terminó lo principal del rodaje, continuó escribiendo. Pero no adelantemos acontecimientos. Es natural que a un solitario como Chandler se le atragantara -y aun le horrorizara- trabajar con un extraño y durante un horario de oficina. Pero, por si no bastara, no soportaba a Wilder. Empezaron a trabajar juntos el 12 de mayo y a la cuarta semana Chandler no se presentó en el estudio. Cuándo Wilder fue a preguntarle a Sistrom qué pasaba, el productor le mostró un pliego amarillo con las quejas de Chandler en las que el escritor enumeraba las condiciones para seguir trabajando con el cineasta:
El señor Wilder no debe agitar bajo la nariz del señor Chandler ni señalar en su dirección con el delgado bastón de Malaca que el señor Wilder tiene costumbre de manipular mientras trabaja. El señor Wilder no debe dar al señor Chandler órdenes de naturaleza arbitraria o personal como "Ray, ¿quieres abrir esa ventana?" o "Ray, ¿quieres cerrar esa puerta, por favor?" Bueno, Wilder también debía dejar de pasear constantemente por el despacho o interrumpir cada dos por tres el trabajo para ir al baño o para hablar con chicas por teléfono y, sobre todo, no debía beber. Chandler seguía en Alcohólicos Anónimos y le costaba un mundo seguir sobrio.
No sabemos qué le debe a cada uno el guión de
Perdición. Quien pasa por la experiencia de escribir una película en colaboración sabe que resulta prácticamente imposible asignar a quién corresponde una escena determinada y, aun menos, separar los diálogos de la construcción, y viceversa. Aunque no cuesta nada atribuirle a Chandler, entre otras, aquella línea:
Cómo iba yo a saber que el asesinato huele a madreselvas. Lo que sí sabemos es que la colaboración de Chandler y Wilder resultó muy conflictiva en lo personal pero no pudo ser más lograda en la escritura del guión.
Basta la escena del primer encuentro entre Walter Neff -encarnado por Fred MacMurray- y Phyllis Dietrichson -encarnada por
Barbara Stanwyck- para demostrar la calidad del trabajo de escritura y de unos diálogos tan imitados como inimitables, una escena que, por otra parte, no se encuentra en la novela de Cain. También sabemos que Wilder insistió para que Chandler, una vez acabado el guión, siguiera bajo contrato en el estudio y cobrando su salario íntegro, para que estuviera presente en el rodaje entre el 27 de septiembre y el 24 de noviembre de 1943, y nunca cambió ni una palabra sin la conformidad del escritor. Chandler confesó que la colaboración con Wilder...
...Fue una experiencia angustiosa que probablemente ha acortado mi vida; pero con ella aprendí todo lo que soy capaz de aprender sobre guiones, que no es gran cosa.
Chandler, a la dcha., figurante en Perdición
Una de las grandes ideas del guión fue vertebrar la película como una confesión del protagonista. Es cierto que la novela también está escrita en primera persona y es una confesión escrita del protagonista, pero la voz en
off de
Perdición es un texto magnífico y alcanza una tonalidad poética que no logra la novela. Y la otra gran aportación de la película la historia de amistad entre Walter Neff y Barton Keyes -encarnado por el gran Edward G. Robinson- que se desgrana en el curso de la historia cada vez que Keyes quiere encender un cigarro y es Neff quien le debe dar fuego encendiendo una cerilla -cómo si no- con la uña del pulgar, pero al final es Keyes quien debe encenderle a Neff el último cigarrillo:
NEFF: ¿Sabes por qué no me descubriste, Keyes? Te lo diré. Porque el que buscabas estaba demasiado cerca. En el despacho de al lado.
KEYES: Aún más cerca, Walter.
Los dos hombres se miran.
NEFF: Yo también te quiero.
Cain llegó a decir que la única adaptación de sus novelas que le gustó fue
Perdición, estaba llena de cosas que le habría encantado que se le hubieran ocurrido a él. Como la escena de la puerta más citada de la historia del cine, esa puerta del apartamento de Neff que oculta a Phillys de la mirada de Keyes. Una puerta, por otro lado, imposible, porque debe ser la única puerta de un apartamento -en el mundo- que abre hacia fuera.
Y claro,
Perdición no sería lo que es sin la gran
Barbara Stanwyck creando esa Phillys, esa mujer fatal, más allá de un personaje, un espejo en el que se miran todas las
femme fatale que en el cine han sido. Pero tampoco sería el clásico que conocemos sin la atmósfera asfixiante y turbia creada por la dirección artística de Hans Dreier y Hal Pereira, el director de fotografía John F. Seitz, el montaje de Doane Harrison y la música de Miklós Rózsa.
La primera en reconocerlo fue la propia Barbara Stanwyck: "Desde mi enfoque de actriz, tal y como se iluminaron aquellos decorados, la casa, el apartamento de Walter, las tétricas sombras, los jirones de cruda luz entrando con ángulos desasosegantes... todo realzó mi interpretación. La puesta en escena de Billy junto a la iluminación de John Seitz crearon un clima magistral". Barbara Stanwyck era grande hasta cuando ponía en valor el trabajo de los otros.
Gracias a
Perdición, Chandler y Cissy pudieron alquilar una casa modesta al sur de Hollywood y recuperaron sus propios muebles de un almacén donde los tenían guardados, desde que lo despidieron de la compañía petrolífera y tuvieron que vivir en apartamentos pequeños y baratos. A Chandler, en un principio, le sentó bien el trabajo en el estudio e incluso vivió una aventura con una secretaria -otra vez nos recuerda a Faulkner-, pero pagó un precio demasiado alto: volvió a beber. Además era de esos alcohólicos -o lo era por eso- que apenas resisten la bebida, bastaban dos o tres copas para emborracharse. Después de
Perdición siguió contratado en la Paramount reescribiendo guiones o puliendo diálogos -por eso no pudo adaptar
El sueño eterno para Hawks que pasó a manos de Leigh Brackett y William Faulkner- y escribiendo el guión de
La dalia azul; luego lo contrataron en la MGM para
La dama del lago; y en la Universal para escribir
Playback...
Soy un buen escritor de diálogos, pero no un buen constructor. Sudó tinta para acabar
Playback -un proyecto que el estudio archivó-:
He terminado mi guión. Ahora tengo que "pulirlo", como ellos dicen, eso significa que he de prescindir de la mitad y condensar el resto. Es un arte muy delicado y casi tan fascinante como pulir dientes. Después de varias interrupciones que le dejaron muy mal cuerpo, en septiembre de 1948 termina su novela
La hermana pequeña. Sentía que sus energías se habían consumido:
En Hollywood destruyen el vínculo del escritor con su subconsciente. A partir de entonces, lo que hace es un simple trabajo. Su corazón está en otro lugar. En 1950 escribe para Hitchcok la adaptación de
Extraños en un tren, la novela de Patricia Highsmith. Esta vez impuso como condición trabajar en su casa de La Jolla y allí lo visitaba el cineasta cuando quería hablar del guión. Hitchcock lo pasaba mal en esos encuentros porque Chandler se portaba de forma desagradable y la tensión se cortaba. Fue su último guión.
Pero el escritor consiguió reunir las energías que le quedaban y mantenerse sobrio para un último esfuerzo y a finales de 1953 publica
El largo adiós, nuestro Chandler favorito, quizá su mejor novela, el penúltimo Marlowe, que el novelista prefería imaginar como un Cary Grant, lo que demuestra a las claras que Chandler sabía de qué iba esto del cine, aunque estuviera harto de Hollywood.
Chandler murió en 1959. Pocos años antes, cuando se vio, al fin, libre de Hollywood escribió:
Mis cinco años en las minas de sal me convirtieron en un caso típico de desarrollo truncado, y cuanto más tiempo permanezco apartado del negocio del cine, más a gusto me siento.