31/5/10
La esquina de Auggie Wrenn
Ésta de hoy y las dos anteriores entradas diríase que componen una trilogía pensada para culminar precisamente este 31 de mayo que se "celebra" el día mundial sin tabaco, y qué mejor clímax que hablar de humo, o sea, de Smoke. Y nada de eso, fue puro azar. Os lo juro. Este domingo nos propusimos disfrutar con gula de la pereza. Ya puestos, y tratándose de pecados capitales, por qué no cometerlos a pares. En fin, una sesión continua de sobremesa garantiza el buen fin de semejante propósito pecaminoso. Y si hablamos de vicios, habiendo dejado de fumar, qué mejor que hacerlo por persona interpuesta, y creo que en los últimos veinte años en ninguna película se fuma más ni es tan importante fumar ni fumar resulta tan, digamos, cardinal como en Smoke, esa peliculita de 1995 -qué maravillosa celebración del centenario del cine- de Wayne Wang y Paul Auster.
Creo que no la habíamos visto desde que se estrenó pero teníamos un vívido recuerdo. Ahora nos alegramos de no haberla gastado, por así decir, y haberla reservado para un domingo engolfados en el dolce fare niente. Vista ahora se nos aparece casi como un milagro. Parece una película francesa o digamos canadiense -pienso en Las invasiones bárbaras (2003) de Denys Arcand-, en fin, una película hablada, aunque no tiene nada que ver con Una película hablada, también de 2003, de Manoel de Oliveira -una película de Oliveira sólo se parece a una película de Oliveira-. Pero tampoco es un Ozu en Brooklyn como bromeaban Auster y Wang, efectivamente bromeaban, porque una película de Ozu sólo las hacía Ozu. En realidad, Smoke a lo que más se parece es a una novela de Paul Auster.
Las de Paul Auster siempre me parecieron novelas generosas, están llenas de historias, a veces uno puede imaginar que cualquiera de ellas podría contener el germen de una -de otra- novela. Pero Auster las vierte a manos llenas. Cuando leí El libro de las ilusiones me fascinaba lo bien que contaba las películas de Hector Mann, las películas inexistentes de un cineasta de ficción inventado por un novelista al que le encanta el cine. Contaba tan bien aquellas películas que uno las veía. Recuerdo comentar la novela con Pepe Coira que la leyó por la mismas fechas y preguntarnos si a alguien se le ocurriría hacerlas, porque ya casi estaban hechas sobre el papel, pero me temo que si a alguien se le ocurriera llevarlas a la pantalla nunca alcanzarían la perfección que lograron en nuestro cine interior. Vale, no iba a contarlo pero lo contaré. Cuando Ángeles acabó El libro de las ilusiones le puso un 10. Joder, creo que nunca le puso un diez a algo que yo haya escrito. Bueno, una vez, pero fue la única. En fin, cómo no sentir celos, y más aún si después de ver Smoke, va ella y me espeta: ¿cuándo piensas hablar de esta película en la escuela de los domingos? Hay que ver.
Si tuviera de definir la matriz de la obra de Auster señalaría tres ingredientes: un padre, un hijo y el azar. Diría que cada una de sus novelas representan una combinación particular de esos elementos. Smoke también es una película de padres e hijos, de las historias que se cuentan unos a otros o unos sobre otros, sometidos a los encuentros que el azar destruye, esquiva y/o propicia. Y cuando se encuentran se dan de narices con algo que no buscaban pero que necesitaban como el aire que respiran: la propia esquina del mundo, el lugar desde el que contemplar y contemplarnos, el lugar donde, al fin, nos encontramos, nos reconocemos, nos hablamos, nos contamos... La esquina del mundo, el lugar donde encuentra acomodo la vida, el lugar que da forma visible al tiempo vivido.
Eso es lo que el estanquero Auggie Wrenn le enseña al escritor Paul Benjamin cuando le muestra las cuatro mil fotos que hizo cada uno de los cuatro mil días a la misma hora de la mañana en la esquina de la calle 3 con la octava avenida de Brooklynn. Le enseña a escuchar el tiempo embalsamado en las fotos, le enseña a ver el paso del tiempo, le enseña a percibir las formas de la vida con la música del azar, para emplear un título austeriano. Y cuando Paul Benjamin se toma su tiempo, entonces suenan las notas de la fuga para piano en do mayor de Shostakovich. Ha llegado el momento del encuentro inesperado y de la resurrección. Por eso la maravillosa fuga vuelve a sonar en aquella escena muda alrededor de la mesa en el campo, donde Forrest Whitaker tiene su garaje, mientras se fuman puros y el hijo ha encontrado su esquina.
Una madre que busca una hija. Un hijo que busca su padre. Un padre que encuentra a un hijo que no buscaba. Una madre que encuentra a un hijo que creía perdido, aunque el hijo no sea su hijo pero ella finge que es su madre. Un cuento de navidad. El cuento de navidad que publicó Paul Auster el 25 de diciembre de 1980 en el The New York Times, La historia de Auggie Wrenn, y que leyó Wayne Wang en San Francisco, pero que estuvo a punto de no leer, porque en el quiosco sólo quedaba un ejemplar. Puro Auster. El novelista escribió cinco o seis versiones de un guión a partir de las dos escenas del relato -las fotografías que hace Auggie desde su esquina y el cuento de navidad que le cuenta al escritor-, hasta vertebrar la/s historia/s de Smoke. Aunque "vertebrar" falsea el fluir y la gracia de una película tan sencilla, tan tierna, tan viva, tan humana, tan verdadera sobre padres e hijos. Tan sencilla y desnuda que sólo pide ver y oír. Tan milagrosa que me molestan incluso los travellings hacia Auggie, o las imágenes fijas en blanco y negro que "ilustran " el cuento de navidad. Pero hasta me da pereza ponerle peros de tanto que nos gustó otra vez.
Y bien, si se trata de ver y oír, de eso va Smoke, cabe señalar que da gloria ver y oír a todos y cada unos de los actores que encarnan a cada uno de los personajes. Y verlos fumar, que por ahí empezamos. Qué grandes Harvey Keitel, William Hurt, Forrest Whitaker, Stockard Channing... Y qué bien le sientan las canciones de Tom Waits, como este Downtown Train:
La verdad, no hay mucho que decir de Smoke, tan leve, tan honda, tan transparente, tan cálida, tan bella. Bueno, que la produjeron esas bestias pardas de los hermanos Weinstein, los de Miramax, que por lo visto han suspendido pagos. Desde luego no se arruinaron por Smoke. Quizá vuelvan a encontrarse. Se lo ganaron produciendo esta película de padres e hijos.
Y ahora sólo me queda dejaros aquí Innocent when you dream, la canción de Tom Waits que escuchamos cuando termina la película, mientras vemos las escenas mudas en blanco y negro sobre las que aparecen los primeros créditos finales, imágenes con las que revivimos el cuento de navidad que Auggie Wrenn le acaba de regalar a Paul Benjamin, antes de que la pantalla se vaya a negro y rueden los últimos créditos. Pero nuestro cine interior sigue proyectando la esquina de Auggie Wrenn.
30/5/10
Un cigarrillo
Me convertí en un letraherido con las novelas. Me inocularon el veneno de la lectura Alejandro Dumas (El conde de Montecristo), Víctor Hugo (Los miserables) y Dostoievski (Crimen y castigo). Contraje el vicio de la lectura con los novelistas del XIX. Con novelones. Cientos de páginas en las manos, como una casa grande para quedarse a vivir una temporada y tomarse tiempo para recorrer todas las habitaciones, incluidos sótano, bodega y desván. Un sábado de esos que me encontré con Miguel Cuña en la librería Michelena de Pontevedra, comentó: Uno puede librarse del tabaco pero de la lectura jamás. Tiene toda la razón, lo sabemos por experiencia: somos ex-fumadores que seguimos evocando el humo con nostalgia. No hay vicio más adictivo. Ni más tóxico. Ni más tónico. O sea, un veneno con todas las de la ley.
Quizá ya no se encuentran entre mis favoritos -hay que ser ingrato-, pero cómo no admirar a aquellos novelistas -qué sería de Ángeles sin Dickens-, qué digo novelistas: titanes, colosos, gigantes de la literatura. Novelistas homéricos: aquel Balzac que en 1844 fue capaz de concebir la Comedia humana, ciento treinta y siete novelas donde la vida de la Francia de su tiempo encontraría asiento. Asombra pensar sólo en el trabajo de inventar ¡137 títulos! No digamos en escribir los libros. Da vértigo sólo de leer la carta que Balzac escribió aquel año y en la que cifraba su propósito: ¡Yo habré llevado una sociedad entera dentro de mi cabeza!
Nadie ha dado un cuadro tan completo de la vida del hombre como Tolstoi. Nadie ha explorado tan profundamente el alma del hombre como Dostoievski. Creo que E. M. Forster escribió algo así en Aspectos de la novela. En aquellos primeros años de lector voraz de mis doce o trece años, ninguna novela me conmocionó tanto como Crimen y castigo. Fue mi primer Dostoieveski, probablemente no era la mejor traducción, pero representó una experiencia radical. La leí mientras remitía la gripe que me mantenía en cama, todavía con fiebre, y en mi memoria también Raskolnikov vive en estado febril, a 38,5º por lo menos. Aquella gripe medicada por Dostoievski me cambió la mirada. Si bajas a la mina (del alma), y te quedas allí el tiempo que exige la novela, cuando vuelves te cuesta reconocer incluso las cuatro paredes de tu cuarto. El mundo ha cambiado. Bueno, tú has cambiado. Porque uno no descubre impunemente sótanos y desvanes de los adentros que ni siquiera imaginaba que existían. El último Dostoievski fue Los demonios, pero entonces fue mi hijo quien me lo recomendó. En el prólogo, Borges cuenta que leyó Crimen y castigo a los quince años en una versión inglesa: Esa novela cuyos héroes son un asesino y una ramera me pareció no menos terrible que la guerra que nos cercaba. Borges lee el libro durante la primera guerra mundial, en Ginebra. También la leyó muy pronto Patricia Highsmith y no sería exagerado decir que su obra se cobija en la alargada sombra de Raskolnikov. Como lo mejor de la de Simenon, otro lector fervoroso de Dostoievski. Como Kurosawa, que adaptó El idiota en 1951. Borges termina el prólogo de Los demonios recordando que Nabokov declaró no haber encontrado una sola página de Dostoievski digna de ser incluida en la antología de la literatura rusa que editó, y añade: Esto quiere decir que Dostoievski no debe ser juzgado por cada página sino por la suma de las páginas que componen un libro. Cuando destinaron a Ángeles en estos finisterres, nos vinimos con lo puesto y pasamos la primera semana en un hotel, mientras encontrábamos un sitio donde meternos para buscar con calma un lugar donde vivir. Cuando se nos acabó la lectura que trajimos, recuerdo que el primer libro que compré en una papelería fue El maestro de Petersburgo, en bolsillo, una novela en la que Coetzee recrea un episodio de la vida de Dostoievski que acabará nutriendo Los demonios. Y hace unos días encontré en su libro de ensayos, Costas extrañas, una reseña a propósito de la monumental biografía de Dostoievski en cinco volúmenes de Joseph Frank, allí leí un episodio que fue el detonante de esta entrada.
El biógrafo de Dostoieveski denominó al periodo entre 1865 y 1871 como "los años milagrosos", los años en los que escribió Crimen y castigo, El idiota y Los demonios. Las novelas que amojonan la exploración de la Razón -ilustrada- como fundamento de la sociedad moderna, o dicho de otra forma, las intersecciones entre la búsqueda de la verdad y de la justicia, y el asalto al poder, un tema cardinal de la modernidad: la revolución bolchevique, la utopía comunista, en fin, el siglo XX. Dostoievski había simpatizado con el socialismo utópico, había convivido con las corrientes nihilistas de la intelectualidad rusa y fue condenado a muerte bajo el cargo de conspirar contra el zar. En la prisión padeció un simulacro de fusilamiento y escuchó los disparos del pelotón con los ojos vendados. Le conmutaron la pena de muerte por cinco años de trabajos forzados en Siberia, donde los ataques epiléticos que padecía desde la infancia se hicieron más frecuentes, y cinco años en el ejército como soldado raso en un batallón acuartelado en Kazajistán. En Siberia conoció, por así decir, al pueblo ruso condenado, campesinos en su mayor parte, y percibió la distancia entre la ideología y las pobres gentes. Era otro Dostoievski el que regresó a Petersburgo.
En 1864 murió su primera mujer y su hermano mayor, y Dostoievski asumió la responsabilidad de cuidar de la mujer y de los hijos de su hermano, además de hacerse cargo de las enormes deudas que había dejado en este mundo, así como del hijo de un matrimonio anterior de la mujer fallecida. Todos se aprovecharon del sentido del deber del novelista que escribió a destajo para ganar lo suficiente para mantener a toda la parentela con el nivel de comodidades al que se había acostumbrado.
Dostoievski trabajó siempre con la presión de los plazos y por culpa de una de esas entregas improrrogables conoció a su segunda mujer. Tenía que escribir una novela en un plazo muy corto y contrató a una taquígrafa, se llamaba Anna Grigorievna Snitkina. Gracias a la ayuda de Anna, al cabo de un mes Dostoievski había dictado y revisado El jugador, y pudo reanudar Crimen y castigo, la novela que había interrumpido. Tres meses después se casaron. Fiódor tenía cuarenta y cinco años, Anna veintiuno.
Dostoievski trabajaba en su escritorio desde la diez de la noche hasta las seis de la madrugada. Dormía toda la mañana y por la tarde daba un paseo que acababa siempre en un café para leer los periódicos, un material precioso para el novelista. Trabajaba sus novelas a partir de un guión dramático, estructurando las escenas con acotaciones y diálogos, acotaciones que en el proceso de elaboración se transformaban en prosa narrativa. Mientras escribía y escribía, descubría la espina dorsal y el foco de la novela a partir de materiales que a menudo encontraba en los periódicos; a veces sucedía que la realidad imitaba algún hecho de sus novelas y entonces lo celebraba como un éxito. La primera entrega de Crimen y castigo fue publicada en El mensajero de Moscú en enero de 1866. A los pocos días, un estudiante de Moscú asesinó a un usurero y a su criada en circunstancias similares a las que Dostoievski había imaginado. Hay que ver la rapidez con que la naturaleza imitó al arte en esta ocasión.
Como no conseguía librarse de los acreedores de su difunto hermano, le propuso a Anna que marcharan a vivir al extranjero. A ella le pareció de perlas, cualquier cosa con tal de librarse de la familia de Dostoievski. Durante cuatro años, entre 1867 y 1871, vivieron en Alemania, Suiza e Italia. Apenas tenían para vivir, dependían de los adelantos del editor de Dostoievski, pero aun así Anna tenía que empeñar su ropa y sus joyas para pagar las deudas. El novelista nunca pudo evitar un sentimiento de amargura respecto a Tolstoi o Turgueniev que gozaban de mayor consideración -y eso que Crimen y castigo había resultado un éxito de ventas-, además gracias a las fortunas personales gozaban de una tranquilidad que él envidiaba, sometido siempre al yugo de los plazos, y de la literatura misma.
Anna cuidaba de Dostoievski durante los ataques epilépticos y soportaba con buen humor la irritación posterior. Pero lo peor de sobrellevar fue la afición al juego del escritor. Siempre reservaba una parte del presupuesto para las partidas de su marido, temiendo que, si se oponía, la excitación agravara la epilepsia, pero él acaba culpándola por ser tan dulce y porque no le regañaba. Anna nunca juzgó a Dostoievski, siempre mantuvo en dos esferas independientes al jugador compulsivo, al ludópata, y al escritor. Con los años, acabó haciéndola partícipe del proceso de escritura, recabando sus opiniones, escuchando sus críticas. Anna demostró ser la compañerra ideal para Dostoievski, lo acompañó en la pobreza, lo sostuvo en las enfermedades y guardo celosamente su memoria. Pero todo pudo haber sido distinto para el escritor.
Cuando se disponía a contratar los servicios de Anna como taquígrafa, Dostoievski le hizo pasar una prueba de dictado y luego le ofreció un cigarrillo. Anna lo rechazó. Sin saberlo, acababa de pasar la prueba definitiva. Rechazar el cigarrillo significaba que no era una mujer liberada y probablemente tampoco una nihilista. Hay que ver, el destino de Dostoievski pendiendo del azar de un cigarrillo.
Quizá ya no se encuentran entre mis favoritos -hay que ser ingrato-, pero cómo no admirar a aquellos novelistas -qué sería de Ángeles sin Dickens-, qué digo novelistas: titanes, colosos, gigantes de la literatura. Novelistas homéricos: aquel Balzac que en 1844 fue capaz de concebir la Comedia humana, ciento treinta y siete novelas donde la vida de la Francia de su tiempo encontraría asiento. Asombra pensar sólo en el trabajo de inventar ¡137 títulos! No digamos en escribir los libros. Da vértigo sólo de leer la carta que Balzac escribió aquel año y en la que cifraba su propósito: ¡Yo habré llevado una sociedad entera dentro de mi cabeza!
Nadie ha dado un cuadro tan completo de la vida del hombre como Tolstoi. Nadie ha explorado tan profundamente el alma del hombre como Dostoievski. Creo que E. M. Forster escribió algo así en Aspectos de la novela. En aquellos primeros años de lector voraz de mis doce o trece años, ninguna novela me conmocionó tanto como Crimen y castigo. Fue mi primer Dostoieveski, probablemente no era la mejor traducción, pero representó una experiencia radical. La leí mientras remitía la gripe que me mantenía en cama, todavía con fiebre, y en mi memoria también Raskolnikov vive en estado febril, a 38,5º por lo menos. Aquella gripe medicada por Dostoievski me cambió la mirada. Si bajas a la mina (del alma), y te quedas allí el tiempo que exige la novela, cuando vuelves te cuesta reconocer incluso las cuatro paredes de tu cuarto. El mundo ha cambiado. Bueno, tú has cambiado. Porque uno no descubre impunemente sótanos y desvanes de los adentros que ni siquiera imaginaba que existían. El último Dostoievski fue Los demonios, pero entonces fue mi hijo quien me lo recomendó. En el prólogo, Borges cuenta que leyó Crimen y castigo a los quince años en una versión inglesa: Esa novela cuyos héroes son un asesino y una ramera me pareció no menos terrible que la guerra que nos cercaba. Borges lee el libro durante la primera guerra mundial, en Ginebra. También la leyó muy pronto Patricia Highsmith y no sería exagerado decir que su obra se cobija en la alargada sombra de Raskolnikov. Como lo mejor de la de Simenon, otro lector fervoroso de Dostoievski. Como Kurosawa, que adaptó El idiota en 1951. Borges termina el prólogo de Los demonios recordando que Nabokov declaró no haber encontrado una sola página de Dostoievski digna de ser incluida en la antología de la literatura rusa que editó, y añade: Esto quiere decir que Dostoievski no debe ser juzgado por cada página sino por la suma de las páginas que componen un libro. Cuando destinaron a Ángeles en estos finisterres, nos vinimos con lo puesto y pasamos la primera semana en un hotel, mientras encontrábamos un sitio donde meternos para buscar con calma un lugar donde vivir. Cuando se nos acabó la lectura que trajimos, recuerdo que el primer libro que compré en una papelería fue El maestro de Petersburgo, en bolsillo, una novela en la que Coetzee recrea un episodio de la vida de Dostoievski que acabará nutriendo Los demonios. Y hace unos días encontré en su libro de ensayos, Costas extrañas, una reseña a propósito de la monumental biografía de Dostoievski en cinco volúmenes de Joseph Frank, allí leí un episodio que fue el detonante de esta entrada.
El biógrafo de Dostoieveski denominó al periodo entre 1865 y 1871 como "los años milagrosos", los años en los que escribió Crimen y castigo, El idiota y Los demonios. Las novelas que amojonan la exploración de la Razón -ilustrada- como fundamento de la sociedad moderna, o dicho de otra forma, las intersecciones entre la búsqueda de la verdad y de la justicia, y el asalto al poder, un tema cardinal de la modernidad: la revolución bolchevique, la utopía comunista, en fin, el siglo XX. Dostoievski había simpatizado con el socialismo utópico, había convivido con las corrientes nihilistas de la intelectualidad rusa y fue condenado a muerte bajo el cargo de conspirar contra el zar. En la prisión padeció un simulacro de fusilamiento y escuchó los disparos del pelotón con los ojos vendados. Le conmutaron la pena de muerte por cinco años de trabajos forzados en Siberia, donde los ataques epiléticos que padecía desde la infancia se hicieron más frecuentes, y cinco años en el ejército como soldado raso en un batallón acuartelado en Kazajistán. En Siberia conoció, por así decir, al pueblo ruso condenado, campesinos en su mayor parte, y percibió la distancia entre la ideología y las pobres gentes. Era otro Dostoievski el que regresó a Petersburgo.
En 1864 murió su primera mujer y su hermano mayor, y Dostoievski asumió la responsabilidad de cuidar de la mujer y de los hijos de su hermano, además de hacerse cargo de las enormes deudas que había dejado en este mundo, así como del hijo de un matrimonio anterior de la mujer fallecida. Todos se aprovecharon del sentido del deber del novelista que escribió a destajo para ganar lo suficiente para mantener a toda la parentela con el nivel de comodidades al que se había acostumbrado.
Dostoievski trabajó siempre con la presión de los plazos y por culpa de una de esas entregas improrrogables conoció a su segunda mujer. Tenía que escribir una novela en un plazo muy corto y contrató a una taquígrafa, se llamaba Anna Grigorievna Snitkina. Gracias a la ayuda de Anna, al cabo de un mes Dostoievski había dictado y revisado El jugador, y pudo reanudar Crimen y castigo, la novela que había interrumpido. Tres meses después se casaron. Fiódor tenía cuarenta y cinco años, Anna veintiuno.
Dostoievski trabajaba en su escritorio desde la diez de la noche hasta las seis de la madrugada. Dormía toda la mañana y por la tarde daba un paseo que acababa siempre en un café para leer los periódicos, un material precioso para el novelista. Trabajaba sus novelas a partir de un guión dramático, estructurando las escenas con acotaciones y diálogos, acotaciones que en el proceso de elaboración se transformaban en prosa narrativa. Mientras escribía y escribía, descubría la espina dorsal y el foco de la novela a partir de materiales que a menudo encontraba en los periódicos; a veces sucedía que la realidad imitaba algún hecho de sus novelas y entonces lo celebraba como un éxito. La primera entrega de Crimen y castigo fue publicada en El mensajero de Moscú en enero de 1866. A los pocos días, un estudiante de Moscú asesinó a un usurero y a su criada en circunstancias similares a las que Dostoievski había imaginado. Hay que ver la rapidez con que la naturaleza imitó al arte en esta ocasión.
Como no conseguía librarse de los acreedores de su difunto hermano, le propuso a Anna que marcharan a vivir al extranjero. A ella le pareció de perlas, cualquier cosa con tal de librarse de la familia de Dostoievski. Durante cuatro años, entre 1867 y 1871, vivieron en Alemania, Suiza e Italia. Apenas tenían para vivir, dependían de los adelantos del editor de Dostoievski, pero aun así Anna tenía que empeñar su ropa y sus joyas para pagar las deudas. El novelista nunca pudo evitar un sentimiento de amargura respecto a Tolstoi o Turgueniev que gozaban de mayor consideración -y eso que Crimen y castigo había resultado un éxito de ventas-, además gracias a las fortunas personales gozaban de una tranquilidad que él envidiaba, sometido siempre al yugo de los plazos, y de la literatura misma.
Anna cuidaba de Dostoievski durante los ataques epilépticos y soportaba con buen humor la irritación posterior. Pero lo peor de sobrellevar fue la afición al juego del escritor. Siempre reservaba una parte del presupuesto para las partidas de su marido, temiendo que, si se oponía, la excitación agravara la epilepsia, pero él acaba culpándola por ser tan dulce y porque no le regañaba. Anna nunca juzgó a Dostoievski, siempre mantuvo en dos esferas independientes al jugador compulsivo, al ludópata, y al escritor. Con los años, acabó haciéndola partícipe del proceso de escritura, recabando sus opiniones, escuchando sus críticas. Anna demostró ser la compañerra ideal para Dostoievski, lo acompañó en la pobreza, lo sostuvo en las enfermedades y guardo celosamente su memoria. Pero todo pudo haber sido distinto para el escritor.
Cuando se disponía a contratar los servicios de Anna como taquígrafa, Dostoievski le hizo pasar una prueba de dictado y luego le ofreció un cigarrillo. Anna lo rechazó. Sin saberlo, acababa de pasar la prueba definitiva. Rechazar el cigarrillo significaba que no era una mujer liberada y probablemente tampoco una nihilista. Hay que ver, el destino de Dostoievski pendiendo del azar de un cigarrillo.
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28/5/10
Un cum histórico-temporal
Entre los cuatro y los doce años la casa del maestro de Areas fue mi segunda casa, estaba cerca de la nuestra y su mujer era la madrina de mi madre y de mi tía -que se llama como ella, Sofía-. En realidad, ya no era el maestro (de escuela) de la parroquia cuando yo lo conocí, aunque, mientras vivió, los vecinos de Areas siempre se refirieron a él como el maestro. Se había retirado a causa de una sordera y se pasaba las horas en el banco de carpintero haciendo muebles para la casa: un aparador, una cómoda, una mesa para el comedor y sus sillas, una librería, un buró... Cuánto me gustaba el buró, su cierre de tablillas articuladas, sus cajones, sus cajoncitos, sus casillas. En el banco de carpintero aprendí palabras como escofina, berbiquí, garlopa, formón, gubia... El maestro tenía tres hijas: Ofelia Victoria, María Evangelina de los Ángeles y Clara Eugenia. Y un hijo al que bautizó como él, José, o sea, Pepe. La pequeña era Clara, o Clarita como la llamé siempre, o Clariña como la llama mi madre. Fue Clara la que me bautizó antes que nadie, no con mi nombre, sino con el nombre con que me conocieron todos desde niño; en la parroquia -además de la familia- y en Tui aún hay quien me llama así.
El maestro había diseñado la casa, con una escalera interior con pasamanos de madera, que acababa en un rellano con un gran reloj de números romanos. Tenía muchas habitaciones, un cuarto de baño orientado a poniente -el primer cuarto de baño que vi en mi vida-, llena de rincones -un paraíso para el niño que era-, solana, balcón y dos palmeras delante de la fachada que presidían el jardín. En casi todas las habitaciones había alguna imagen religiosa, algunas de cincuenta centímetros, como un San José y una Virgen Milagrosa, y un Niño Jesús de unos treinta centímetros con sus órganos sexuales perfectamente moldeados, echado sobre un lecho de paja en una cunita de mimbre. Como había aprendido lo mío de artes escénicas en las funciones del Santo Encuentro, el Desenclavo y el Santo Entierro -me fascinaba el "teatro sacro"-, aprovechaba para organizar procesiones y "obligaba" a las tres hermanas, las hijas del maestro, a cargar a hombros las imágenes y a recorrer el jardín y la finca y acabar subiendo la escalera empinada, mientras entonaban cánticos fervorosos. Nunca se negaron a colaborar en aquellas funciones que colmaban al director de escena que uno llevaba dentro.
La casa del maestro fue la primera casa con libros que frecuenté, pero cuando se refería a alguno lo denominaba "tratado", un tratado de Calderón, de Lope, de Cervantes, de Tirso o de Julio Verne. Tratados. En aquel buró leí un libro fascinante cuando tenía ocho años, se titulaba Países y Mares de Joaquín Pla Cargol: era un libro manuscrito, es decir, cada capítulo -"La Habana", "Brasil", "Buenos Aires", "A San Francisco en aeroplano", "Camino de la India"...- estaba impreso con una cursiva diferente "para familiarizar al niño en descifrar difíciles caracteres de escritura", explicaba el autor en una nota preliminar.
Fui muy feliz leyéndolo y podéis imaginar el vuelco que me dio el corazón cuando treinta años después, encontré un ejemplar en una librería de viejo de la calle de la Amargura de A Coruña, editado por Dalmáu Carles Pla en 1931.
Las tres hermanas -Ofelia, Maruja y Clarita- fueron las primeras mujeres a las que vi fumar. Y yo era el guardían de su secreto. Ellas se escondían para fumar en una habitación de arriba, porque el maestro nunca les consentiría semejante hábito, y yo vigilaba para avisarlas si él aparecía en la escalera. Fumaban chéster sin filtro. Hablo de 1959, 1960, 1961... Las dos hermanas mayores ya eran maestras con plaza -todos los hermanos acabarían ejerciendo en la escuela pública-pero nunca fumaron delante de su padre. Fue también la primera casa con tocadiscos, allí escuché por primera vez a Bach y a Mozart y el Nessum dorma; cada vez que escucho el aria de Turandot vuelvo a la casa de las palmeras y a aquel cuarto con el buró. Y de las primeras casas de la parroquia con televisión y adonde acudía de noche a ver las películas presentadas por Alfonso Sánchez, allí vi, por ejemplo, Marcado por el odio (1956) de Robert Wise -con guión del gran Ernest Lehman- y me enamoré de Pier Angeli.
En aquel buró, Clarita me daba clases. Mi madre nunca quiso que fuera a la escuela, le repugnaba la sola idea de imaginarme con el brazo en alto cantando el Cara al sol a primera hora de la mañana. Así que mi madre me enseñó a leer y escribir y las cuentas, y luego buscó a un maestro que me diera clases particulares. Se llama don Olimpio, y aún hoy, cuando imparto alguna clase, no hago otra cosa que imitarlo, pero esa es otra historia. Cuando don Olimpio se fue de Tui, yo empezaba cuarto de bachillerato, entonces Clarita me dió clase de literatura -gracias a ella leí el Lazarillo-, de historia y de latín. Recuerdo como si fuera ayer, el día en que escribió en la hoja de una libreta
Cum esset Caesar in Gallia citeriore essentque conlocatae legiones in hibernis
y me explicó lo que era un cum histórico-temporal.
El maestro había diseñado la casa, con una escalera interior con pasamanos de madera, que acababa en un rellano con un gran reloj de números romanos. Tenía muchas habitaciones, un cuarto de baño orientado a poniente -el primer cuarto de baño que vi en mi vida-, llena de rincones -un paraíso para el niño que era-, solana, balcón y dos palmeras delante de la fachada que presidían el jardín. En casi todas las habitaciones había alguna imagen religiosa, algunas de cincuenta centímetros, como un San José y una Virgen Milagrosa, y un Niño Jesús de unos treinta centímetros con sus órganos sexuales perfectamente moldeados, echado sobre un lecho de paja en una cunita de mimbre. Como había aprendido lo mío de artes escénicas en las funciones del Santo Encuentro, el Desenclavo y el Santo Entierro -me fascinaba el "teatro sacro"-, aprovechaba para organizar procesiones y "obligaba" a las tres hermanas, las hijas del maestro, a cargar a hombros las imágenes y a recorrer el jardín y la finca y acabar subiendo la escalera empinada, mientras entonaban cánticos fervorosos. Nunca se negaron a colaborar en aquellas funciones que colmaban al director de escena que uno llevaba dentro.
La casa del maestro fue la primera casa con libros que frecuenté, pero cuando se refería a alguno lo denominaba "tratado", un tratado de Calderón, de Lope, de Cervantes, de Tirso o de Julio Verne. Tratados. En aquel buró leí un libro fascinante cuando tenía ocho años, se titulaba Países y Mares de Joaquín Pla Cargol: era un libro manuscrito, es decir, cada capítulo -"La Habana", "Brasil", "Buenos Aires", "A San Francisco en aeroplano", "Camino de la India"...- estaba impreso con una cursiva diferente "para familiarizar al niño en descifrar difíciles caracteres de escritura", explicaba el autor en una nota preliminar.
Fui muy feliz leyéndolo y podéis imaginar el vuelco que me dio el corazón cuando treinta años después, encontré un ejemplar en una librería de viejo de la calle de la Amargura de A Coruña, editado por Dalmáu Carles Pla en 1931.
Las tres hermanas -Ofelia, Maruja y Clarita- fueron las primeras mujeres a las que vi fumar. Y yo era el guardían de su secreto. Ellas se escondían para fumar en una habitación de arriba, porque el maestro nunca les consentiría semejante hábito, y yo vigilaba para avisarlas si él aparecía en la escalera. Fumaban chéster sin filtro. Hablo de 1959, 1960, 1961... Las dos hermanas mayores ya eran maestras con plaza -todos los hermanos acabarían ejerciendo en la escuela pública-pero nunca fumaron delante de su padre. Fue también la primera casa con tocadiscos, allí escuché por primera vez a Bach y a Mozart y el Nessum dorma; cada vez que escucho el aria de Turandot vuelvo a la casa de las palmeras y a aquel cuarto con el buró. Y de las primeras casas de la parroquia con televisión y adonde acudía de noche a ver las películas presentadas por Alfonso Sánchez, allí vi, por ejemplo, Marcado por el odio (1956) de Robert Wise -con guión del gran Ernest Lehman- y me enamoré de Pier Angeli.
En aquel buró, Clarita me daba clases. Mi madre nunca quiso que fuera a la escuela, le repugnaba la sola idea de imaginarme con el brazo en alto cantando el Cara al sol a primera hora de la mañana. Así que mi madre me enseñó a leer y escribir y las cuentas, y luego buscó a un maestro que me diera clases particulares. Se llama don Olimpio, y aún hoy, cuando imparto alguna clase, no hago otra cosa que imitarlo, pero esa es otra historia. Cuando don Olimpio se fue de Tui, yo empezaba cuarto de bachillerato, entonces Clarita me dió clase de literatura -gracias a ella leí el Lazarillo-, de historia y de latín. Recuerdo como si fuera ayer, el día en que escribió en la hoja de una libreta
Cum esset Caesar in Gallia citeriore essentque conlocatae legiones in hibernis
y me explicó lo que era un cum histórico-temporal.
27/5/10
Celebración
No se me ocurre mejor manera de celebrar este día que vi amanecer, mientras daba un largo paseo por el libro de arena del Vilar, que traer aquí un texto breve -y maravilloso- de Robert Walser, mi paseante favorito. Lo primero que leí al despertarme, como aquel que dice para bendecir las primeras luces del día, el primer texto, la primera página de Vida de poeta, esa gavilla de prosas breves que tanto le gustaban a Kafka -y tanto le gustan a Cheché Carmona-; una pieza que leí por primera vez en Lisboa, junto al Tajo -que allí dicen Tejo- en compañía de Ángeles, y que, tras escucharlo, ella tituló "un racimo de adjetivos que ríen". Se titula De un poeta:
Un poeta se inclina sobre sus poemas: ha hecho veinte. Pasa una página tras otra y descubre que cada poema despierta en él un sentimiento muy particular. Se devana penosamente los sesos tratando de averiguar qué es lo que planea por encima o en torno a sus poesías. Presiona, mas no sale nada, golpea, mas no logra sacar nada, tira, pero todo sigue tal cual, es decir, oscuro. Se apoya sobre el libro abierto entre sus brazos cruzados y rompe a llorar. Yo, en cambio, el pícaro autor, me inclino ahora sobre su obra y descubro con infinita indeliberación en qué consiste el problema. Se trata simple y llanamente de veinte poemas, uno de los cuales es sencillo, otro pomposo, otro mágico, otro aburrido, otro conmovedor, otro delicioso, otro infantil, otro muy malo, otro bestial, otro inhibido, otro ilícito, otro incomprensible, otro repugnante, otro encantador, otro comedido, otro extraordinario, otro esmerado, otro abyecto, otro pobre, otro inefable y otro que ya no puede ser nada más, porque sólo son veinte poemas distintos que en mi boca han encontrado una valoración, si no precisamente justa, al menos rápida, lo que para mí supone siempre el mínimo esfuerzo. Una cosa es, sin embargo, segura: el poeta que los escribió aún sigue llorando, inclinado sobre el libro; el sol brilla encima de él; y mi risa es el viento que corre impetuoso y frío entre sus cabellos.
Alguien dijo que Walser era el más solitario de los escritores solitarios. El paseante solitario se titula el texto que escribió W. G. Sebald -otro de mis fronterizos de cabecera- en recuerdo de Robert Walser. He aquí un fragmento:
"No tuvo casa jamás, ni una vivienda duradera, ni un solo mueble y, en su guardarropa, en el mejor de los casos, un traje bueno y otro menos bueno. De lo que necesita un escritor para ejercer su oficio no tenía casi nada que pudiera llamar propio. Libros no poseía, según creo; ni siquiera los que él mismo había escrito. Los que leía eran casi siempre prestados. Hasta el papel de escribir del que se servía era de segunda mano. Y al igual que toda su vida vivió sin posesiones materiales, también permaneció apartado de los hombres".
Si no fuera por Carl Seelig, su recuerdo habría desaparecido como desaparecieron sus últimas huellas bajo la nieve cerca del manicomio de Herisau aquella navidad de 1956.
Los rastros de su vida -más allá de lo evocado por Seelig en sus Paseos con Robert Walser- son tan fragmentarios y lejanos que -en palabras de Sebald- realmente no se puede hablar de una historia o de una biografía, sino de una leyenda. Alguien lo recuerda leyendo de pie, en un rincón de Herisau una novela de Julio Verne.
Cercado por las sombras, escribe con letra microscópica prosas como relámpagos o lluvia de mayo. En los despeñaderos de la desesperación esculpió los más puros cristales del humor. Y cuando ya no pudo escribir, Walser se alegró con la risa de los niños, el escorzo de una muchacha o una cerveza en una taberna a la vera del camino. Había mucho que ver y razones sobradas para la celebración.
25/5/10
Me alegro
Me alegro de que el cineasta iraní Jafar Panahi haya salido de la cárcel. Acabo de leerlo en El País. El director de El círculo estaba en huelga de hambre. El pasado domingo, la actriz Juliette Binoche reivindicó la libertad de Panahi cuando recogió en Cannes el premio a la mejor actriz por Copie conforme de Abbas Kiarostami, quien había convertido la presentación de la película en un acto de solidaridad con Panahi y había arrancado las tan traídas y llevadas lágrimas de la actriz.
Me alegro de que la película Todos vós sodes capitáns de Oliver Laxe haya recibido el premio FIPRESCI, de la crítica internacional, en Cannes. Una película realizada gracias a una ayuda de 30.000 euros de la Axencia Audiovisual Galega, que impulsó una política de apoyo al cine de autor. La Axencia ya no existe pero al menos, el trabajo allí de Manolo González y Xurxo González -no son hermanos, sólo coinciden en el apellido y en el amor por el cine- haya sido reconocido, aunque fuera indirectamente, a través del premio de Cannes. Aunque el merecido reconocimiento no provenga sólo del filme de Oliver Laxe, cabe añadir que la Axencia Audiovisual Gallega también apoyó Celda 211, todo un éxito de público -aunque a mí, creo que ya lo dije, no me gustó demasiado-; es decir, la Axencia apoyó el cine más ensayístico de Laxe pero también opciones comerciales -o industriales- como la película de Vaca Films protagonizada por Luis Tosar, por citar apenas dos ejemplos significativos. En fin, biodiversidad cinematográfica. Lo dicho, me alegro de que Manolo y Xurxo -y la política desarrollada en la extinta Axencia Audiovisual Galega- se hayan visto refrendados con el mayor reconocimiento internacional del cine gallego en su historia.
Me alegro de que Elsa Fernandez-Santos en sus artículos de El País desde Cannes nos haya acercado a Oliver Laxe y a Todos vós sodes capitáns, seleccionada para la Quincena de Realizadores. Y al cineasta que ganó la Palma de Oro, el tailandés Apichatpong Weerasethakul, con Uncle Boonmee who can recall his past lives, una película que a la 'estrella de la crítica', Carlos Boyero, sólo le inspiró desprecio. Por cierto, una película producida por Luis Miñarro, un tipo al que gusta el cine frágil y cuyo sueño es producir una película de Víctor Erice.
Me alegro al contemplar a los niños -los capitáns- de Tánger de la película de Oliver Laxe, un filme desigual, austero, estimulante, fronterizo y lírico, donde se hilvanan la reflexión y el viaje, el desamparo y la energía, el documento y el espejo, el boceto y la revelación. Todos vós sodes capitáns tiene ecos de Kiarostami, pero sobre todo amojona la busqueda de un cineasta tanteando los caminos del cine. Me alegro de que Manolo González me haya enviado la película, y haberla visto casi al mismo tiempo que se presentaba en Cannes.
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24/5/10
El libro de arena
Desde que vivimos aquí, cada vez que paseamos por los arenales del Vilar en otoño e invierno -cuando sentimos la playa más nuestra-, y la luz declinante -deitadiña, dice el maestro- acentúa la latitud norteña, el cielo se cuaja de grises, un fulgor pálido raya en el horizonte y las nubes anuncian la tormenta por la banda de Corrubedo, entonces resulta muy fácil imaginar que, tras aquellas rocas que dividen el arenal entre el Vilar y Carregal, aparecerá Rose Ryan sujetando la sombrilla, que la nortada se la va a arrancar de las manos y la veremos volar sobre las dunas, como la imaginación ardiente de la mujer de la playa. Los arenales de Vilar se dan un aire a los de La hija de Ryan, tal como lo percibimos hace más de treinta años, la primera vez que dejamos aquí la huella efímera de nuestros pies.
Pero si quiero hoy hablar de la película de David Lean es porque me lo pidió Adelita. Me llamó el lunes pasado para contarme que había visto La hija de Ryan y le había gustado mucho, pero visitó esta escuela en busca de algún comentario sobre la película y nada. Ni palabra. Lo único que encontró fue una referencia a David Lean en una entrada cuyo objeto principal era El apartamento de Billy Wilder. Vaya. Y Adelita quería saber si alguna vez iba a comentar La hija de Ryan. A medida que escribe en esta escuela -y ya van 315 entradas- tiene uno la sensación de acumular deudas en lugar de rendir tributos. ¿Cómo no hablé aún de Faces de Cassavetes o de Freaks de Browning o de Sunrise de Murnau? ¿Cómo no hablé de El mundo sigue o El extraño viaje de Fernando Fernán-Gómez de cuyas memorias tomé la cabecera de este blog? Y una de esas deudas era también David Lean, aunque no sea uno de mis cineastas de cabecera.
Así que empezaré confesándome. Mi película favorita de Lean es Lawrence de Arabia (1962), es más, creo que esta película destila como ninguna su concepción del cine, donde tema, historia, escenario y personaje se articulan en un filme que conjuga ambigüedad y extravío, misterio y complejidad, audacia y fascinación; diríase que Lean no sólo entiende la locura de Lawrence, sino que se deja arrastrar por el desvarío del personaje y alcanza, como cineasta, ese horizonte donde la inmensidad es un espejo de la intimidad. Sólo lamento no haber podido verla más veces en pantalla grande, porque es de esas películas que pierde demasiado en la doméstica.
La vi por primera vez en el cine Bolívar de Tui cuando tenía diez años. Recuerdo la sed cuando llegó el descanso y el visite nuestro bar, y a todo el mundo pidiendo aguas minerales y fantas. ¿Cómo curarse de tantas lejanías a esa edad? Me acompañó mucho tiempo el aquel de perderme en el desierto algún día. Me gustaron mucho también Cadenas rotas (1946), la adaptación de Lean de Grandes esperanzas de Dickens, la primera media hora es de una belleza memorable, y Pasaje a la India (1984), la adaptación de la novela de E. M. Forster, su última película, después de haber purgado catorce años el fracaso de La hija de Ryan (1970). O a eso atribuía Lean su silencio cada vez que le preguntaban. Pero no adelantemos acontecimientos.
¿Me gustó La hija de Ryan? Es de las películas que me exigió varios visionados a lo largo de cuarenta años para apreciar todo el cine que lleva dentro. Por varias razones. Desde la primera vez, la secuencia de la tormenta se convirtió en una de mis escenas favoritas: la película dura tres horas pero bastarían esos diez minutos para justificar su existencia. Me gusta mucho que David Lean haya reconocido el trabajo de Roy Stevens -director de la 2ª unidad- y de los cámaras Denys Coop y Bob Huke, en un crédito destacado al comienzo de la película, por el rodaje del temporal, quiza el mejor de la historia del cine.
Pero durante bastante tiempo tuve serios problemas con el reparto: no me creía a Robert Mitchum en el papel del maestro, ni a Christopher Jones en el del mayor, ni me cautivaba Sarah Miles como Rose Ryan; luego me molestaba el retrato de los aldeanos irlandeses como una recua de borrachos y víboras gobernados por un cura, un matrimonio talibán de tenderos y un tabernero traidor; y más tarde la desmesura del tratamiento de una anécdota argumental que se podría despachar -más ajustadamente, o sea, mejor- con medios más austeros, aunque, la verdad, era demasiado pedirle a David Lean que renunciara justamente a lo irrenunciable del demasiado que era su razón de ser como cineasta. Pero, aun así, ¿cómo resistirse a la caligrafía de las olas, del viento, de las nubes, de las flores, de la lluvia? Creo que fue esa escritura de los elementos la que me devolvió cada a cinco o diez años a La hija de Ryan, esa telaraña de Lean que acabó atrapándome de un visionado en otro, hasta anteayer, como quien dice. Vista ahora, La hija de Ryan cobra visos de milagro, casi resulta inverosímil que una película así pudiera haberse rodado.
Todo empezó con Madame Bovary. Robert Bolt, el guionista de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago (1965), escribió una adaptación de la novela de Flaubert porque veía a su mujer, la actriz Sarah Miles, en el papel de Emma Bovary, y se la envió a David Lean que se encontraba en Italia, descansando de Doctor Zhivago y buscando nuevos temas. El director rechazó la propuesta con una carta. Pero, claro, era una carta de David Lean: setenta páginas cuidadosamente mecanografiadas. Robert Bolt encontró en el documento apreciaciones muy sugerentes y aquella carta fue sólo el comienzo de un sostenido intercambio epistolar hasta definir el tema, la idea de una película que acabó interesando a David Lean. Entonces el guionista viajó a Roma para trabajar mano a mano con el cineasta en el nuevo proyecto. Como siempre, discutieron apasionadamente la plasmación visual de las ideas que luego Bolt traducía, negro sobre blanco, en el papel: el trabajo artesanal de la escritura es una dificultad, pero también un estímulo, dijo el guionista. Los que vivieron el trabajo de Lean y Bolt aseguran que eran como el perro y el gato arañándose con las palabras y las imágenes y los sonidos. Trabajaron durante un año en el guión. Hasta que La hija de Ryan quedó fijada en sus páginas toma por toma.
Ahora empezaba la producción. Somos el último circo ambulante, dijo David Lean. Es como si intentáramos escribir con un lápiz muy fino pero echando mano de un enorme instrumental. Sí, eso era una película de Lean. Eso fue La hija de Ryan: una historia íntima en un escenario grandioso. Esa fue la misión que le encargó a Eddie Fowlie: encontrar unas localizaciones a medida del escenario que imaginaba para la historia de Rose Ryan. Había un requisito imprescindible: debía ser un lugar donde as tormentas fueran frecuentes. Eddie Fowlie encontró el escenario requerido por Lean en la penísula de Dingle, en el condado de Kerry, en la costa más occidental de Irlanda.
Pero al director no le convencían los pueblos que veía y le encargó al director artístico Roy Walker construir el de la película a partir de los bocetos de Stephen Grimes, encargado del diseño de producción. Tardaron nueve meses en construir el pueblo irlandés, el campamento militar de los ingleses y la escuela donde ejercía Charles Shaughnessy. La escuela, levantada con piedra del lugar -como el pueblo- era el decorado favorito de Roy Walker: parecía que llevara allí medio siglo y permitía ángulos de cámara perfectos en 360º. La construcción a medida de las necesidades del guión le permitió a Lean conjugar en la puesta en escena interiores y exteriores dentro del mismo plano, incrementando el dramatismo de la composición, como en el estallido de deseo que empuja a Rose a los brazos del mayor en la taberna: mientras se besan están solos, pero vemos a los niños jugando allá fuera a través de la ventana y tememos que en cualquier momento pueden ser vistos.
Antes de que Robert Bolt acabara el guión, Lean conoció a Sarah Miles y enseguida se convenció de que era la actriz ideal para el papel de Rose Ryan. Tardé años en convencerme, sin embargo ahora no puedo imaginarme a alguien que no sea ella encarnando a la protagonista. Lean llevaba una década por los menos queriendo dirigir a Marlon Brando, en cada película le reservaba un papel; en La hija de Ryan le reservó el del mayor Doryan, pero Brando acabó renunciando. En su lugar eligieron a Christopher Jones, creo que es la única pega que le sigo poniendo al reparto; Lean lamentó durante el rodaje la falta de química entre el actor y Sarah Miles. Al caerse Brando del reparto, la Metro le exigió a Lean otra estrella americana, en lugar de Paul Scofield -la primera opción del director- para el papel del maestro, y así acabó encarnado por Robert Mitchum; ni el papel ni la película le apetecían pero se dejó convencer por Robert Bolt . Nadie lo veía en el papel del maestro, Lean fue el único que confiaba en él.
Desde luego, era difícil verlo, sobre todo en el maestro que requería la película. Pero con el tiempo he llegado a apreciar su composición, más aún, creo que es de los grandes. En realidad, Lean jugaba sobre seguro, sólo que a treinta o cincuenta años vista: es lo que consigues eligiendo a los grandes para cualquier papel. Cuesta admitir que Trevor Howard no fuera la primera opción del director para el padre Collins, pero, mira por dónde, Lean quería a Alec Guiness; y no dudo que sir Alec lo bordara, pero qué grande Trevor Howard. Y casi resulta inverosímil que Lean pensara en Peter O'Toole para Michael, el tonto del pueblo -y el único que lo sabe todo en La hija de Ryan-, bueno, pues uno se alegra muchísimo de que no pudiera o no quisiera porque, a ver, no es que John Mills encarne a Michael hasta el punto de que no puede imaginarse a otro actor, es que acaba siendo Michael.
El rodaje de La hija de Ryan se eternizó. Las 24 semanas previstas se convirtieron en 52. Ese año las tormentas se hicieron de rogar en Dingle y tardaron cinco meses en poder rodar esa maravilla que vemos en la película. Robert Mitchum no se entendía con David Lean y acabaron por no hablarse, y era Sarah Miles quien iba de uno a otro llevando recados y tendiendo puentes. El actor tenía a su disposición las once habitaciones del Hotel Milltown de Dingle y, como el rodaje iba para largo, plantó marihuana en el jardín trasero, y un día Sarah Miles se encontró a su madre que había ido de visita compartiendo un cigarrillo de hierba con Robert Mitchum; y no fue la única. La hija de Ryan se estrenó en la navidad de 1970 en el Ziegfeld Theater de Manhattan. La crítica neoyorquina la trituró. David Lean la culpó siempre de los catorce años que pasó sin hacer cine hasta su última película. Pero quizá sólo era de esas películas que necesitan tiempo para verse, para apreciar todo el cine que llevan dentro.
Y La hija de Ryan lleva tanto cine dentro que apenas necesita diálogos. Es una película eminentemente visual, diríase que estamos ante un filme silente en lo esencial. Veamos la secuencia tras el primer encuentro entre Rose y el mayor que comentamos más arriba: Es de noche, el ruido del generador del campamento militar que llega apagado pero audible hasta la escuela, el caballo del mayor que relincha, el caballo de Rose, ella en cama, el mayor en cama, encadenado, al día siguiente, plano general de la escuela -escuchamos el canto de los niños- y vemos el caballo de Rose pastando- y una roca a la izquierda del encuadre tras la que aparece Rose, que mira hacia el campamento, Rose se recuesta en la roca, le palpita el corazón; por corte seco, los golpes sonoros del generador, es de noche otra vez, el mayor en su cuarto -golpea el cigarrillo en la pitillera, como si la llamara (es uno de los primeros gestos que ella vio de él cuando lo conoció)-, Rose en la mecedora -ruido de las páginas de los cuadernos de los alumnos que corrige Charles-, es incapaz de leer, el maestro sigue con los deberes de los niños; Rose sale de casa, corre, se detiene junto a las lilas que plantó Charles después de la boda, vuelve la vista hacia la escuela, las ventanas iluminadas -que señalan la presencia de su marido tras ellas-, contempla las flores, entonces ve en la colina al mayor, éste se acerca al muro que cierra el huerto de la escuela: ¿Nos vemos mañana? / ¿Cómo?/ Relincha el caballo; a ella se le ocurre una idea y acuerdan una cita, el mayor se va, Rose lo sigue con la mirada entre las lilas que mueve el viento; cuando Rose vuelve a casa, Charles señala su falda manchada: las lilas, dice ella. Apenas unas frases, pero el montaje de imágenes y sonidos no puede ser más elocuente. Al día siguiente celebrarán los amantes la primera cita, cabalgarán hasta el bosque florido y Lean acompañará con travellings de acompañamiento y subjetivos -travellings portadores de miradas cargadas de deseo- la danza amorosa, en medio de la vegetación húmeda mecida por el viento. La naturaleza misma conspira para fraguar el abrazo de los amantes. A la vez, telaraña y espejo.
Son las imágenes y los sonidos quienes cuentan la película, quienes escriben la historia de amor. En síntesis, la playa es -por decirlo con aquel título de Borges- el libro de arena donde leemos las conmociones íntimas de los personajes. Recordemos aquel plano general con Rose sosteniendo la sombrilla y tratando de mantener el equilibrio con el pie desnudo en la huella que ha dejado Charles en la playa, mientras las olas le retiran la arena bajo los pies: es su existencia la que empieza a tambalearse. Las huellas en la arena de los cinco personajes principales de la película devienen un algebra de las emociones vividas: la pasión de Rose y el mayor, los celos de Charles y Michael y las tribulaciones del padre Collins. Lean exprime la polisemia de los elementos: las gaviotas nos hablan en un momento de las alas de la imaginación de Rose pero en otro nos permiten escuchar los gritos que ahoga Charles en los silencios del corazón. Y establece correspondencias entre el interior de un personaje y el exterior de otro -Michael/Mayor, Michael/Rose-, de tal forma que su contigüidad revela la complejidad de los sentimientos y la hondura de la caracterización, como esa secuencia extraordinaria en la que Michael y el mayor empiezan a caminar al mismo paso; o esa mirada de reconocimiento entre Michael y Rose al final de la película, cuando el viento -otra vez el viento- arranca el sombrero que ocultaba la cabeza rapada de la protagonista.
La naturaleza, como en Lawrence de Arabia, no es sólo un escenario grandioso, gracias a Lean y a la iluminación de Freddy Young traduce la alquimia neuronal de los personajes, o dicho de otra forma, la naturaleza se convierte en el metrónomo y el cardiograma de la pasión amorosa. Por eso sería injusto pedirle a Lean que nos entregara una pieza de cámara. No era Bergman. Necesitaba la playa entera para escribir en el libro de arena, eso sí, con un lápiz muy fino, "su" Madame Bovary.
Pero si quiero hoy hablar de la película de David Lean es porque me lo pidió Adelita. Me llamó el lunes pasado para contarme que había visto La hija de Ryan y le había gustado mucho, pero visitó esta escuela en busca de algún comentario sobre la película y nada. Ni palabra. Lo único que encontró fue una referencia a David Lean en una entrada cuyo objeto principal era El apartamento de Billy Wilder. Vaya. Y Adelita quería saber si alguna vez iba a comentar La hija de Ryan. A medida que escribe en esta escuela -y ya van 315 entradas- tiene uno la sensación de acumular deudas en lugar de rendir tributos. ¿Cómo no hablé aún de Faces de Cassavetes o de Freaks de Browning o de Sunrise de Murnau? ¿Cómo no hablé de El mundo sigue o El extraño viaje de Fernando Fernán-Gómez de cuyas memorias tomé la cabecera de este blog? Y una de esas deudas era también David Lean, aunque no sea uno de mis cineastas de cabecera.
Así que empezaré confesándome. Mi película favorita de Lean es Lawrence de Arabia (1962), es más, creo que esta película destila como ninguna su concepción del cine, donde tema, historia, escenario y personaje se articulan en un filme que conjuga ambigüedad y extravío, misterio y complejidad, audacia y fascinación; diríase que Lean no sólo entiende la locura de Lawrence, sino que se deja arrastrar por el desvarío del personaje y alcanza, como cineasta, ese horizonte donde la inmensidad es un espejo de la intimidad. Sólo lamento no haber podido verla más veces en pantalla grande, porque es de esas películas que pierde demasiado en la doméstica.
La vi por primera vez en el cine Bolívar de Tui cuando tenía diez años. Recuerdo la sed cuando llegó el descanso y el visite nuestro bar, y a todo el mundo pidiendo aguas minerales y fantas. ¿Cómo curarse de tantas lejanías a esa edad? Me acompañó mucho tiempo el aquel de perderme en el desierto algún día. Me gustaron mucho también Cadenas rotas (1946), la adaptación de Lean de Grandes esperanzas de Dickens, la primera media hora es de una belleza memorable, y Pasaje a la India (1984), la adaptación de la novela de E. M. Forster, su última película, después de haber purgado catorce años el fracaso de La hija de Ryan (1970). O a eso atribuía Lean su silencio cada vez que le preguntaban. Pero no adelantemos acontecimientos.
¿Me gustó La hija de Ryan? Es de las películas que me exigió varios visionados a lo largo de cuarenta años para apreciar todo el cine que lleva dentro. Por varias razones. Desde la primera vez, la secuencia de la tormenta se convirtió en una de mis escenas favoritas: la película dura tres horas pero bastarían esos diez minutos para justificar su existencia. Me gusta mucho que David Lean haya reconocido el trabajo de Roy Stevens -director de la 2ª unidad- y de los cámaras Denys Coop y Bob Huke, en un crédito destacado al comienzo de la película, por el rodaje del temporal, quiza el mejor de la historia del cine.
Pero durante bastante tiempo tuve serios problemas con el reparto: no me creía a Robert Mitchum en el papel del maestro, ni a Christopher Jones en el del mayor, ni me cautivaba Sarah Miles como Rose Ryan; luego me molestaba el retrato de los aldeanos irlandeses como una recua de borrachos y víboras gobernados por un cura, un matrimonio talibán de tenderos y un tabernero traidor; y más tarde la desmesura del tratamiento de una anécdota argumental que se podría despachar -más ajustadamente, o sea, mejor- con medios más austeros, aunque, la verdad, era demasiado pedirle a David Lean que renunciara justamente a lo irrenunciable del demasiado que era su razón de ser como cineasta. Pero, aun así, ¿cómo resistirse a la caligrafía de las olas, del viento, de las nubes, de las flores, de la lluvia? Creo que fue esa escritura de los elementos la que me devolvió cada a cinco o diez años a La hija de Ryan, esa telaraña de Lean que acabó atrapándome de un visionado en otro, hasta anteayer, como quien dice. Vista ahora, La hija de Ryan cobra visos de milagro, casi resulta inverosímil que una película así pudiera haberse rodado.
Todo empezó con Madame Bovary. Robert Bolt, el guionista de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago (1965), escribió una adaptación de la novela de Flaubert porque veía a su mujer, la actriz Sarah Miles, en el papel de Emma Bovary, y se la envió a David Lean que se encontraba en Italia, descansando de Doctor Zhivago y buscando nuevos temas. El director rechazó la propuesta con una carta. Pero, claro, era una carta de David Lean: setenta páginas cuidadosamente mecanografiadas. Robert Bolt encontró en el documento apreciaciones muy sugerentes y aquella carta fue sólo el comienzo de un sostenido intercambio epistolar hasta definir el tema, la idea de una película que acabó interesando a David Lean. Entonces el guionista viajó a Roma para trabajar mano a mano con el cineasta en el nuevo proyecto. Como siempre, discutieron apasionadamente la plasmación visual de las ideas que luego Bolt traducía, negro sobre blanco, en el papel: el trabajo artesanal de la escritura es una dificultad, pero también un estímulo, dijo el guionista. Los que vivieron el trabajo de Lean y Bolt aseguran que eran como el perro y el gato arañándose con las palabras y las imágenes y los sonidos. Trabajaron durante un año en el guión. Hasta que La hija de Ryan quedó fijada en sus páginas toma por toma.
Ahora empezaba la producción. Somos el último circo ambulante, dijo David Lean. Es como si intentáramos escribir con un lápiz muy fino pero echando mano de un enorme instrumental. Sí, eso era una película de Lean. Eso fue La hija de Ryan: una historia íntima en un escenario grandioso. Esa fue la misión que le encargó a Eddie Fowlie: encontrar unas localizaciones a medida del escenario que imaginaba para la historia de Rose Ryan. Había un requisito imprescindible: debía ser un lugar donde as tormentas fueran frecuentes. Eddie Fowlie encontró el escenario requerido por Lean en la penísula de Dingle, en el condado de Kerry, en la costa más occidental de Irlanda.
Pero al director no le convencían los pueblos que veía y le encargó al director artístico Roy Walker construir el de la película a partir de los bocetos de Stephen Grimes, encargado del diseño de producción. Tardaron nueve meses en construir el pueblo irlandés, el campamento militar de los ingleses y la escuela donde ejercía Charles Shaughnessy. La escuela, levantada con piedra del lugar -como el pueblo- era el decorado favorito de Roy Walker: parecía que llevara allí medio siglo y permitía ángulos de cámara perfectos en 360º. La construcción a medida de las necesidades del guión le permitió a Lean conjugar en la puesta en escena interiores y exteriores dentro del mismo plano, incrementando el dramatismo de la composición, como en el estallido de deseo que empuja a Rose a los brazos del mayor en la taberna: mientras se besan están solos, pero vemos a los niños jugando allá fuera a través de la ventana y tememos que en cualquier momento pueden ser vistos.
Antes de que Robert Bolt acabara el guión, Lean conoció a Sarah Miles y enseguida se convenció de que era la actriz ideal para el papel de Rose Ryan. Tardé años en convencerme, sin embargo ahora no puedo imaginarme a alguien que no sea ella encarnando a la protagonista. Lean llevaba una década por los menos queriendo dirigir a Marlon Brando, en cada película le reservaba un papel; en La hija de Ryan le reservó el del mayor Doryan, pero Brando acabó renunciando. En su lugar eligieron a Christopher Jones, creo que es la única pega que le sigo poniendo al reparto; Lean lamentó durante el rodaje la falta de química entre el actor y Sarah Miles. Al caerse Brando del reparto, la Metro le exigió a Lean otra estrella americana, en lugar de Paul Scofield -la primera opción del director- para el papel del maestro, y así acabó encarnado por Robert Mitchum; ni el papel ni la película le apetecían pero se dejó convencer por Robert Bolt . Nadie lo veía en el papel del maestro, Lean fue el único que confiaba en él.
Desde luego, era difícil verlo, sobre todo en el maestro que requería la película. Pero con el tiempo he llegado a apreciar su composición, más aún, creo que es de los grandes. En realidad, Lean jugaba sobre seguro, sólo que a treinta o cincuenta años vista: es lo que consigues eligiendo a los grandes para cualquier papel. Cuesta admitir que Trevor Howard no fuera la primera opción del director para el padre Collins, pero, mira por dónde, Lean quería a Alec Guiness; y no dudo que sir Alec lo bordara, pero qué grande Trevor Howard. Y casi resulta inverosímil que Lean pensara en Peter O'Toole para Michael, el tonto del pueblo -y el único que lo sabe todo en La hija de Ryan-, bueno, pues uno se alegra muchísimo de que no pudiera o no quisiera porque, a ver, no es que John Mills encarne a Michael hasta el punto de que no puede imaginarse a otro actor, es que acaba siendo Michael.
El rodaje de La hija de Ryan se eternizó. Las 24 semanas previstas se convirtieron en 52. Ese año las tormentas se hicieron de rogar en Dingle y tardaron cinco meses en poder rodar esa maravilla que vemos en la película. Robert Mitchum no se entendía con David Lean y acabaron por no hablarse, y era Sarah Miles quien iba de uno a otro llevando recados y tendiendo puentes. El actor tenía a su disposición las once habitaciones del Hotel Milltown de Dingle y, como el rodaje iba para largo, plantó marihuana en el jardín trasero, y un día Sarah Miles se encontró a su madre que había ido de visita compartiendo un cigarrillo de hierba con Robert Mitchum; y no fue la única. La hija de Ryan se estrenó en la navidad de 1970 en el Ziegfeld Theater de Manhattan. La crítica neoyorquina la trituró. David Lean la culpó siempre de los catorce años que pasó sin hacer cine hasta su última película. Pero quizá sólo era de esas películas que necesitan tiempo para verse, para apreciar todo el cine que llevan dentro.
Y La hija de Ryan lleva tanto cine dentro que apenas necesita diálogos. Es una película eminentemente visual, diríase que estamos ante un filme silente en lo esencial. Veamos la secuencia tras el primer encuentro entre Rose y el mayor que comentamos más arriba: Es de noche, el ruido del generador del campamento militar que llega apagado pero audible hasta la escuela, el caballo del mayor que relincha, el caballo de Rose, ella en cama, el mayor en cama, encadenado, al día siguiente, plano general de la escuela -escuchamos el canto de los niños- y vemos el caballo de Rose pastando- y una roca a la izquierda del encuadre tras la que aparece Rose, que mira hacia el campamento, Rose se recuesta en la roca, le palpita el corazón; por corte seco, los golpes sonoros del generador, es de noche otra vez, el mayor en su cuarto -golpea el cigarrillo en la pitillera, como si la llamara (es uno de los primeros gestos que ella vio de él cuando lo conoció)-, Rose en la mecedora -ruido de las páginas de los cuadernos de los alumnos que corrige Charles-, es incapaz de leer, el maestro sigue con los deberes de los niños; Rose sale de casa, corre, se detiene junto a las lilas que plantó Charles después de la boda, vuelve la vista hacia la escuela, las ventanas iluminadas -que señalan la presencia de su marido tras ellas-, contempla las flores, entonces ve en la colina al mayor, éste se acerca al muro que cierra el huerto de la escuela: ¿Nos vemos mañana? / ¿Cómo?/ Relincha el caballo; a ella se le ocurre una idea y acuerdan una cita, el mayor se va, Rose lo sigue con la mirada entre las lilas que mueve el viento; cuando Rose vuelve a casa, Charles señala su falda manchada: las lilas, dice ella. Apenas unas frases, pero el montaje de imágenes y sonidos no puede ser más elocuente. Al día siguiente celebrarán los amantes la primera cita, cabalgarán hasta el bosque florido y Lean acompañará con travellings de acompañamiento y subjetivos -travellings portadores de miradas cargadas de deseo- la danza amorosa, en medio de la vegetación húmeda mecida por el viento. La naturaleza misma conspira para fraguar el abrazo de los amantes. A la vez, telaraña y espejo.
Son las imágenes y los sonidos quienes cuentan la película, quienes escriben la historia de amor. En síntesis, la playa es -por decirlo con aquel título de Borges- el libro de arena donde leemos las conmociones íntimas de los personajes. Recordemos aquel plano general con Rose sosteniendo la sombrilla y tratando de mantener el equilibrio con el pie desnudo en la huella que ha dejado Charles en la playa, mientras las olas le retiran la arena bajo los pies: es su existencia la que empieza a tambalearse. Las huellas en la arena de los cinco personajes principales de la película devienen un algebra de las emociones vividas: la pasión de Rose y el mayor, los celos de Charles y Michael y las tribulaciones del padre Collins. Lean exprime la polisemia de los elementos: las gaviotas nos hablan en un momento de las alas de la imaginación de Rose pero en otro nos permiten escuchar los gritos que ahoga Charles en los silencios del corazón. Y establece correspondencias entre el interior de un personaje y el exterior de otro -Michael/Mayor, Michael/Rose-, de tal forma que su contigüidad revela la complejidad de los sentimientos y la hondura de la caracterización, como esa secuencia extraordinaria en la que Michael y el mayor empiezan a caminar al mismo paso; o esa mirada de reconocimiento entre Michael y Rose al final de la película, cuando el viento -otra vez el viento- arranca el sombrero que ocultaba la cabeza rapada de la protagonista.
La naturaleza, como en Lawrence de Arabia, no es sólo un escenario grandioso, gracias a Lean y a la iluminación de Freddy Young traduce la alquimia neuronal de los personajes, o dicho de otra forma, la naturaleza se convierte en el metrónomo y el cardiograma de la pasión amorosa. Por eso sería injusto pedirle a Lean que nos entregara una pieza de cámara. No era Bergman. Necesitaba la playa entera para escribir en el libro de arena, eso sí, con un lápiz muy fino, "su" Madame Bovary.
23/5/10
El mapa de los nombres
Leo en el periódico que se han rescatado -localizado, documentado y fijado- 400.000 topónimos en Galicia. Nombres de lugar. Lugares con nombre. Se calcula que faltan 800.000 topónimos por registrar. Ha concluido el trabajo de campo en 108 municipios, el 40% del territorio, pero aún quedan pendientes 148. Por poner un ejemplo, Oia, un municipio del SO de Galicia, alberga 9.000 topónimos. Más de un millón de nombres. Más de un millón de lugares con nombre.
Me gustan mucho los topónimos. Hago listas con ellos. Disfruto especialmente cuando puedo bautizar algún lugar -imaginario o no- en un guión con un topónimo -imaginario o no-. Traigo aquí algunos de Cabeza de Boi -un topónimo para empezar-, la aldea del padre de Ángeles:
Cruceiro de Ardín
Veiga de Arriba
Tomada Vella
Rabo de Porco
Quiñóns das Laxes
Prado do Outeiro
Tomada de Caxín
Boenllo
Herbeiros
A Pioca
As Loureiras
Veiga das Tripas
Y de Areas, la parroquia en la que nací:
Veiga Longa
Liñar de Lufe
As Bouzas
Cocho Benito
Ermida
Fontelas
Bouza Valada
A Mañisca
As Maravillas
Y otros que me gustan mucho:
Feital
Comares
Fial
O Viso
O Bacelo
Zamar
Piñeiro Manso
Volta da Moura
Morpeguite
Cariño
Y de aquí al lado:
Con de Agosto
Con Negro
Carreiro de Aguiño
Noro
Sálvora
Y uno de mis favoritos:
Lobosandaus
Un millón de topónimos dice algo de este país. No se trata de creatividad verbal. Se trata de una forma de habitar. O mejor, de las huellas nominales de una forma de habitar. De cuidar el mundo que nos fue dado. Los nombres de lugar nos cuentan la leyenda del tiempo. De un tiempo inscrito en los trabajos y los días en el curso de la vida. En los nombres de los lugares hallamos el rastro de una memoria de un patrimonio olvidado. Porque ya hay demasiados lugares donde ya no queda nadie para recordar los nombres. Los topónimos cifran aquel verso de Hölderlin donde proclama que poéticamente habita el hombre, por eso levantó de la tierra que pisaba el mapa de los nombres.
21/5/10
Los dioses
Alessandro Baricco explica al comienzo de "su" Homero, Ilíada el origen de la adaptación: imaginó lo hermoso que sería leer en público, durante horas, la Ilíada. Enseguida comprobó que se necesitaban cuarenta horas para leerlo de principio a fin. Y supuso que no hay público tan paciente. Así que procedió a adaptar el texto para una lectura pública posible. Ese texto se titula Homero, Ilíada -unas 160 pags-y lo editó aquí Anagrama, con una introducción en la que Baricco da cuenta del proceso de adaptación y un texto a modo de epílogo -Otra belleza, apostilla sobre la guerra- en el que practica una lectura en clave actual de la Ilíada en tanto que -son palabras de Baricco- monumento a la guerra. Sin embargo, quizá no haya un texto más lúcido y hondo sobre el poema de Homero que La Ilíada o el poema de la fuerza, de Simone Weil, en La fuente griega, editado por Trotta, que comienza así:
"El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de la Ilíada es la fuerza. La fuerza manejada por los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la que se retrae la carne de los hombres. El alma humana aparece sin cesar modificada por sus relaciones con la fuerza, arrastrada, cegada por la fuerza de que cree disponer, encorvada bajo la presión de la fuerza que sufre. Quienes habían soñado que la fuerza, gracias al progreso, pertenecía en adelante al pasado, han podido ver en ese poema un documento; los que saben discernir la fuerza, hoy como antaño, en el centro de toda historia humana, encuentran ahí el más bello, el más puro de los espejos."
Simone Weil escribió este texto en 1940 tras la ocupación nazi de Francia, durante lo que Walter Benjamin llamó la medianoche de la historia. Buscaba iluminar con el espejo de la Ilíada la noche de los tiempos. Recordad, entonces, el tema: la fuerza que somete a los hombres, porque volveremos a las palabras de Weil. Por el momento regresemos al texto posible de la Ilíada según Baricco que fue leído -por un grupo de actores- en el otoño de 2004 en Roma y Turín, y en Santiago de Chile en enero de 2008; creo que también se hicieron otras funciones en otros países. Según cuenta Baricco, en Italia escucharon las dos lecturas más de diez mil espectadores, pagando, y la radio transmitió el espectáculo de Roma, y hubo personas que permanecieron en el coche durante horas, en el aparcamiento, incapaces de apagar la radio.
Las intervenciones de Baricco para adaptar la Ilíada a un texto posible fueron de tres tipos: quirúrgicas, estilísticas y narrativas. Las intervenciones narrativas consistieron en elegir a veinte personajes -Helena, Aquiles, Ulises, Patroclo, Criseida, Andrómaca, Príamo...- para que contaran la historia en primera persona, con vistas a proporcionarle al espectador -oyente- unos personajes que encarnaran la voz de la historia -para el público de hoy recibir la historia de quien la ha vivido hace más fácil el ensimismamiento-; y, además, Baricco añadió algunos fragmentos, así, consideró que debía incluir el episodio del caballo (de Ulises) y la caída de Troya que no aparecen en la Ilíada sino en el libro VIII de la Odisea.
Las intervenciones estilísticas buscaban eliminar cualquier aspereza arcaica, buscar un italiano vivo y encontrar un ritmo, una respiración, en definitiva, una prosodia adecuada para una lectura pública; porque creo que acoger un texto que viene desde tan lejos significa, sobre todo, cantarlo con la música que es nuestra.
En cuanto a las intervenciones quirúrgicas, Baricco aligeró el texto -creando secuencias más concisas- y eliminó repeticiones. Y los dioses -que a menudo intervienen en la Ilíada-, fuera dioses: Son tal vez las partes más ajenas a la sensibilidad moderna y a menudo rompen la narración. Y una vez eliminados los dioses del texto, lo que queda no es tanto un mundo huérfano e inexplicable cuanto una historia humanísima en la que los hombres viven su propio destino como podrían leer un lenguaje cifrado cuyo código conocen, casi en su integridad. En fin, diríase que, según Baricco, corren malos tiempos para los dioses. Y sin embargo...
En la entrada anterior reseñé algunos textos a propósito de The wire, en concreto la entrevista de Nick Hornby con el creador de la serie. David Simon le cuenta que "The Wire es una tragedia griega en la que el papel de las fuerzas olímpicas lo desempeñan las instituciones potmodernas y no los dioses antiguos: El Departamento de Policía, la economía de la droga, las estructuras políticas, el sistema educativo o las fuerzas económicas que arrojan ahora rayos jupiterinos y dan patadas en el culo sin ninguna razón de peso. En la mayor parte de las series de televisión, y en buena parte de las obras de teatro, los individuos aparecen a menudo elevándose por encima de las instituciones para experimentar una catarsis. En este drama, las instituciones siempre demuestran ser más grandes, y los personajes que tienen suficiente hybris para desafiar al imperio americano postmoderno resultan invariablemente burlados, aplastados o marginados. Es la tragedia griega del nuevo milenio."
¿Recordáis?: La fuerza que somete a los hombres. Y justo en el párrafo anterior David Simon apuntaba que la línea temática de The Wire "abrevaba masivamente en Esquilo, Sófocles y Eurípides en cuanto a que nuestros protagonistas están marcados por el destino y se enfrentan a un juego previamenta amañado y a su radical condición de mortales". Y añade: "la mente moderna, en particular la occidental, encuentra anticuado y algo desconcertante dicho fatalismo (...) Somos una tropa de postmodernos (...) [y la idea de que], a pesar de tantos medios, dinero y ocio como tenemos a nuestra disposición, seguimos siendo el juguete de unos dioses indiferentes, se nos antoja anticuada y supersticiosa."
Así que me alegro muchísimo de que el texto de Baricco haya sido escuchado por miles de personas. Al fin y al cabo, todo gran texto resiste. Resiste casi todo. Y puede haber muchos grandes textos, pero ninguno superior a los de Homero. Y creo que las intervenciones de Baricco son razonables y el texto resultante conserva la fuerza y el magnetismo de la Ilíada, aunque el ejemplar que leí acabó lleno de fragmentos alternativos a lápiz en los márgenes, inconforme con la versión, pero serán manías mías. Sobra decir que la iniciativa me parece elogiosa y, de paso, envidiable. De hecho, uno llevó a cabo también una adaptación de la Odisea hace unos veinte años, para un solo oyente: nuestro hijo. En fin, es otra historia y quizá algún día la cuente aquí. Pero es inútil eliminar a los dioses y menos aún por el aquel de que resultan ajenas a la sensibilidad (post)moderna, que dice Baricco. Conviene no olvidar, como tantas veces me recuerda el maestro -y ahora también David Simon-, que las personas necesitamos el arte, no porque nos dé lo que queremos, sino porque nos da lo que necesitamos, aunque no lo sepamos todavía.
"El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de la Ilíada es la fuerza. La fuerza manejada por los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la que se retrae la carne de los hombres. El alma humana aparece sin cesar modificada por sus relaciones con la fuerza, arrastrada, cegada por la fuerza de que cree disponer, encorvada bajo la presión de la fuerza que sufre. Quienes habían soñado que la fuerza, gracias al progreso, pertenecía en adelante al pasado, han podido ver en ese poema un documento; los que saben discernir la fuerza, hoy como antaño, en el centro de toda historia humana, encuentran ahí el más bello, el más puro de los espejos."
Simone Weil escribió este texto en 1940 tras la ocupación nazi de Francia, durante lo que Walter Benjamin llamó la medianoche de la historia. Buscaba iluminar con el espejo de la Ilíada la noche de los tiempos. Recordad, entonces, el tema: la fuerza que somete a los hombres, porque volveremos a las palabras de Weil. Por el momento regresemos al texto posible de la Ilíada según Baricco que fue leído -por un grupo de actores- en el otoño de 2004 en Roma y Turín, y en Santiago de Chile en enero de 2008; creo que también se hicieron otras funciones en otros países. Según cuenta Baricco, en Italia escucharon las dos lecturas más de diez mil espectadores, pagando, y la radio transmitió el espectáculo de Roma, y hubo personas que permanecieron en el coche durante horas, en el aparcamiento, incapaces de apagar la radio.
Baricco presenta la función Homero, Ilíada
en Santiago de Chile
en Santiago de Chile
Las intervenciones de Baricco para adaptar la Ilíada a un texto posible fueron de tres tipos: quirúrgicas, estilísticas y narrativas. Las intervenciones narrativas consistieron en elegir a veinte personajes -Helena, Aquiles, Ulises, Patroclo, Criseida, Andrómaca, Príamo...- para que contaran la historia en primera persona, con vistas a proporcionarle al espectador -oyente- unos personajes que encarnaran la voz de la historia -para el público de hoy recibir la historia de quien la ha vivido hace más fácil el ensimismamiento-; y, además, Baricco añadió algunos fragmentos, así, consideró que debía incluir el episodio del caballo (de Ulises) y la caída de Troya que no aparecen en la Ilíada sino en el libro VIII de la Odisea.
Las intervenciones estilísticas buscaban eliminar cualquier aspereza arcaica, buscar un italiano vivo y encontrar un ritmo, una respiración, en definitiva, una prosodia adecuada para una lectura pública; porque creo que acoger un texto que viene desde tan lejos significa, sobre todo, cantarlo con la música que es nuestra.
En cuanto a las intervenciones quirúrgicas, Baricco aligeró el texto -creando secuencias más concisas- y eliminó repeticiones. Y los dioses -que a menudo intervienen en la Ilíada-, fuera dioses: Son tal vez las partes más ajenas a la sensibilidad moderna y a menudo rompen la narración. Y una vez eliminados los dioses del texto, lo que queda no es tanto un mundo huérfano e inexplicable cuanto una historia humanísima en la que los hombres viven su propio destino como podrían leer un lenguaje cifrado cuyo código conocen, casi en su integridad. En fin, diríase que, según Baricco, corren malos tiempos para los dioses. Y sin embargo...
En la entrada anterior reseñé algunos textos a propósito de The wire, en concreto la entrevista de Nick Hornby con el creador de la serie. David Simon le cuenta que "The Wire es una tragedia griega en la que el papel de las fuerzas olímpicas lo desempeñan las instituciones potmodernas y no los dioses antiguos: El Departamento de Policía, la economía de la droga, las estructuras políticas, el sistema educativo o las fuerzas económicas que arrojan ahora rayos jupiterinos y dan patadas en el culo sin ninguna razón de peso. En la mayor parte de las series de televisión, y en buena parte de las obras de teatro, los individuos aparecen a menudo elevándose por encima de las instituciones para experimentar una catarsis. En este drama, las instituciones siempre demuestran ser más grandes, y los personajes que tienen suficiente hybris para desafiar al imperio americano postmoderno resultan invariablemente burlados, aplastados o marginados. Es la tragedia griega del nuevo milenio."
¿Recordáis?: La fuerza que somete a los hombres. Y justo en el párrafo anterior David Simon apuntaba que la línea temática de The Wire "abrevaba masivamente en Esquilo, Sófocles y Eurípides en cuanto a que nuestros protagonistas están marcados por el destino y se enfrentan a un juego previamenta amañado y a su radical condición de mortales". Y añade: "la mente moderna, en particular la occidental, encuentra anticuado y algo desconcertante dicho fatalismo (...) Somos una tropa de postmodernos (...) [y la idea de que], a pesar de tantos medios, dinero y ocio como tenemos a nuestra disposición, seguimos siendo el juguete de unos dioses indiferentes, se nos antoja anticuada y supersticiosa."
Así que me alegro muchísimo de que el texto de Baricco haya sido escuchado por miles de personas. Al fin y al cabo, todo gran texto resiste. Resiste casi todo. Y puede haber muchos grandes textos, pero ninguno superior a los de Homero. Y creo que las intervenciones de Baricco son razonables y el texto resultante conserva la fuerza y el magnetismo de la Ilíada, aunque el ejemplar que leí acabó lleno de fragmentos alternativos a lápiz en los márgenes, inconforme con la versión, pero serán manías mías. Sobra decir que la iniciativa me parece elogiosa y, de paso, envidiable. De hecho, uno llevó a cabo también una adaptación de la Odisea hace unos veinte años, para un solo oyente: nuestro hijo. En fin, es otra historia y quizá algún día la cuente aquí. Pero es inútil eliminar a los dioses y menos aún por el aquel de que resultan ajenas a la sensibilidad (post)moderna, que dice Baricco. Conviene no olvidar, como tantas veces me recuerda el maestro -y ahora también David Simon-, que las personas necesitamos el arte, no porque nos dé lo que queremos, sino porque nos da lo que necesitamos, aunque no lo sepamos todavía.
19/5/10
La bicha
Hace un año escribí la primera entrada sobre The Wire, había visto las dos primeras temporadas. Hace ocho meses la segunda, había visto las otras tres. En todo este tiempo he recordado y evocado y recomendado The Wire. Más de una vez me he resistido a verla otra vez. Disfruto retrasando el placer del reencuentro. En este año transcurrido sobraron -sobran- los lugares de este país -de mi país, sin ir más lejos, de esta Galicia tan fea- y los momentos en los que la memoria de The Wire irrumpe al hilo de la estupidez, la anomia y la explotación conjugadas bajo el título de la crisis. Como quien nombrara la bicha.
En mi ciudad, los campos yermos, los muelles carcomidos y las fábricas herrumbrosas testimonian una economía que ha convertido en prescindibles a generaciones enteras de trabajadores asalariados y de sus familias. El coste que esto representa para una sociedad supera todo cálculo.
No lo digo yo -que también-, lo dice alguien que habla del capitalismo salvaje, que habla de la Ciudad como mito, como utopía comunitaria y como infierno del sálvese quien pueda. Hablo de David Simon, que habla del mundo de The Wire.
La serie trataría sobre el capitalismo salvaje que va arrasándolo todo, sobre cómo el poder y el dinero se confabulan en una ciudad americana posmoderna y, finalmente, sobre por qué los que vivimos en ciudades relativamente grandes no sabemos resolver nuestros propios problemas ni curar nuestras propias heridas.
Esto -lo habréis adivinado- tampoco lo digo yo. Se lo cuenta David Simon a Nick Hornby en 2007. Y continúa:
Ed Burns y yo -junto con el fallecido Bob Colesberry, consumado cineasta que hizo las funciones de productor y director y creó el diseño visual de The Wire- concebimos una serie que, temporada tras temporada, metiera el bisturí en un sector concreto de la ciudad americana, de manera que, hacia el final de la producción, este Baltimore ficcional representara a toda la Norteamérica urbanita por haber sacado a relucir, y abordado de lleno, los problemas básicos de la vida urbana.
Las tripas de la ciudad, vamos. De cualquier ciudad del mundo. A David Simon parece que no le cuesta hablar, con Nick Hornby o con quien sea, de The Wire. Digamos que es su ajuste de cuentas con el mundo. Y habla con ira, con pasión, con las tripas. Y, por qué no, con retórica. La de un moralista o de un profesor. La del periodista que fue. Y justamente porque le fue y no perdona que la empresa en la que trabajó -el Sun de Baltimore- traicionara sus -de Simon-ideales periodísticos.
En fin, que hablo de The Wire. 10 dosis de la mejor serie de la televisión, un libro que acaba de publicar errata naturae. Lo empecé el lunes en un avión y lo terminé esta tarde, a la hora del crepúsculo, sentado junto al mar y con los pies en el agua. Sobra decir que únicamente es recomendable para los que tienen a The Wire en un altar. De la memoria. También sobra advertir que abre el apetito de verla otra vez. El libro se cierra con un relato de George Pelecanos, uno de los guionistas de The Wire, las nueve dosis restantes son textos a propósito de la serie. Las tres más golosas: la introducción de David Simón que a lo largo de cuarenta páginas desgrana la génesis -las motivaciones-, el desarrollo y las entrañas de la serie, haciendo hincapié en el proceso de escritura, o mejor, de lo que buscaban, de lo que sentían y de lo que representaba escribir The Wire; la entrevista de Nick Hornby transmite muy bien quién es David Simon y la actitud con que abordó la producción de la serie, o, más concretamente, cómo aborda la escritura de ficción, el extremo cuidado en los detalles -es verdad, Dios habita en ellos-, la cualidad táctil de las hablas urbanas y el sentido afilado para encontrar la metáfora que encierra una anécdota, y una concepción de la verosimilitud que podría resumirse en: el lector medio... que se joda; y el reportaje de Margaret Talbot publicado en The New Yorker en 2009, "A la escucha de la ciudad. David Simon: un activista tras The Wire".
Hace una semana, un amigo -guionista y productor, y al que le gusta mucho The Wire- me contó que, si se trata de vender una serie a las cadenas de televisión de aquí, hay que procurar enmascarar cualquier parecido, por lejano que sea, con la serie de David Simon y Ed Burns. Y de George Pelecanos y de Richard Price, y de Rafael Álvarez y de Bill Zorzi. The Wire representa algo así como la bicha.
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18/5/10
Aparecidos
Llevo unas semanas leyendo La guerra es bella, el diario del poeta James Neugass, un brigadista americano de la Lincoln durante la guerra civil española. Una entrada cada noche, que dure. A medida que pasan los años, cada vez me resulta más triste leer sobre la guerra civil y uno lee porque cree que debe saber lo que tan pronto se quiso olvidar, los unos por el aquel de borrón y cuenta nueva, y los otros por la soberbia de los que han vencido. Sin embargo, La guerra es bella es un libro que no resulta nada mustio ni pesaroso. Todo lo contrario. El propio título ironiza sobre aquello del futurista Marinetti -"la guerra es bella, porque inaugura el sueño de metalización del cuerpo humano"- y la prosa desgrana el coraje, la brutalidad y el asco que se amasan a ras de tierra durante la batalla con el hambre, la sangre, el sueño, el frío y los piojos. Neugass destila un humor corrosivo a la hora de contemplar la vida cotidiana de la guerra y nos transmite una impresión vívida y táctil del vértigo y la espera, que conjuga con anotaciones muy reveladoras de las relaciones entre combatientes a propósito, pongamos por caso, de la ética del tabaco:
Entre nosotros existe un intrincado sistema para el préstamo de tabaco. Todos estamos totalmente en deuda unos con otros. No es deshonroso negar la posesión de cualquier cosa que pueda ser fumada, pero es de pésima educación fumar delante de los que no tienen tabaco. Si recibes un cartón entero de casa, lo moralmente justo es distribuir la mitad y esconder el resto.
Si uno tiene un cigarrillo pero no tiene con qué encenderlo, y pide fuego a uno que no tiene cigarrillos, éste le cobra uno. Lo más sensato en ese caso es esperar hasta ver a alguien que esté fumando y pedirle fuego. Sin embargo, si el que fuma está en compañía de dos o tres hambrientos de tabaco, éstos tienen derecho a pedirte.
Si tienes un paquete entero en el bolsillo, es de locos enseñarlo. En lugar de eso, deslizas secretamente una mano en el bolsillo y pescas sólo uno.
Después del café de la mañana, los que no tienen tabaco tienen derecho a pedir las primeras caladas, las segundas y las colillas.
Como los internacionales, y en particular los americanos, tienen fuentes para conseguir tabaco del que carecen los españoles, el racionamiento de cigarrillos se ha vuelto un asunto políticamente delicado.
He de confesar que casi me han dado ganas de volver a fumar. Añadiré un párrafo de lo que Neugass, que conducía una ambulancia recogiendo heridos del frente -durante la batalla de Teruel, por ejemplo-, denomina arte de la guerra:
Cómo reparar un radioador que pierde agua: coger un huevo, vaciar el radiador hasta la mitad, encender el motor hasta que hierva el agua, romper el huevo y verterlo; los fragmentos taponarán los agujeros.
Neugass escribió el diario a mano en su cuaderno y lo mecanografió a su vuelta a Nueva York. La falta de sueño me ha embotado la memoria -escribe el 6 de enero de 1938-. Lo sé: debería ser capaz de recordar lo que he visto y hecho. Las frases tendrían que fluir por la punta de mi lápiz con la suavidad del aceite. Algo grande y algo terriblemente humano. Compasión y terror, piedad y dolor, todo entre labios marchitos. El manuscrito mecanografiado de quinientas páginas apareció en una librería de viejo de Vermont en 2000 y acaba de ser editado aquí por -mira por dónde- papel de liar.
Después de participar en la guerra civil española en la Brigada Lincoln, James Neugass se casó, tuvo un hijo, se ganó la vida como ebanista y más tarde como capataz de un taller mecánico. Escribió una novela, Rain of Ashes [lluvia de cenizas] sobre la historia de su familia en Nueva Orleáns y su traslado a Nueva York cuando era joven. La publicó en 1949, el año en que murió de un ataque al corazón el 17 de septiembre en la estación de metro de Sheridan Square, en Greenwich Village. Nunca mencionó su participación en la guerra de España, quizá para protegerse -y proteger a los suyos- en los años de la caza de brujas, cuando los brigadistas eran los rojos por excelencia y la piezas que los inquisidores suspiraban por cobrar.
Leo en El País del viernes -como estuvimos de viaje, tenía periódicos atrasados- que han encontrado una película de Cartier-Bresson sobre la Brigada Lincoln en el frente del Ebro. Y más que haya aparecido la película me sorprende dónde: en la oficina de la Brigada Lincoln en Nueva York. Que los brigadistas americanos tengan una sede, aún, me conmueve. Es más, ojalá lo hubiera sabido cuanto estuvimos en Nueva York hace unos años, cuánto me habría gustado pasarme por la oficina de la Brigada Lincoln y agradecerles que vinieran aquí y que resistan alli. Bien se ve que cuanto más insisten algunos en borrar la memoria, más los fantasmas del pasado insisten en volver y presentarse ante nuestros ojos. Como aparecidos.
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