Entre los cuatro y los doce años la casa del maestro de Areas fue mi segunda casa, estaba cerca de la nuestra y su mujer era la madrina de mi madre y de mi tía -que se llama como ella, Sofía-. En realidad, ya no era el maestro (de escuela) de la parroquia cuando yo lo conocí, aunque, mientras vivió, los vecinos de Areas siempre se refirieron a él como el maestro. Se había retirado a causa de una sordera y se pasaba las horas en el banco de carpintero haciendo muebles para la casa: un aparador, una cómoda, una mesa para el comedor y sus sillas, una librería, un buró... Cuánto me gustaba el buró, su cierre de tablillas articuladas, sus cajones, sus cajoncitos, sus casillas. En el banco de carpintero aprendí palabras como escofina, berbiquí, garlopa, formón, gubia... El maestro tenía tres hijas: Ofelia Victoria, María Evangelina de los Ángeles y Clara Eugenia. Y un hijo al que bautizó como él, José, o sea, Pepe. La pequeña era Clara, o Clarita como la llamé siempre, o Clariña como la llama mi madre. Fue Clara la que me bautizó antes que nadie, no con mi nombre, sino con el nombre con que me conocieron todos desde niño; en la parroquia -además de la familia- y en Tui aún hay quien me llama así.
El maestro había diseñado la casa, con una escalera interior con pasamanos de madera, que acababa en un rellano con un gran reloj de números romanos. Tenía muchas habitaciones, un cuarto de baño orientado a poniente -el primer cuarto de baño que vi en mi vida-, llena de rincones -un paraíso para el niño que era-, solana, balcón y dos palmeras delante de la fachada que presidían el jardín. En casi todas las habitaciones había alguna imagen religiosa, algunas de cincuenta centímetros, como un San José y una Virgen Milagrosa, y un Niño Jesús de unos treinta centímetros con sus órganos sexuales perfectamente moldeados, echado sobre un lecho de paja en una cunita de mimbre. Como había aprendido lo mío de artes escénicas en las funciones del Santo Encuentro, el Desenclavo y el Santo Entierro -me fascinaba el "teatro sacro"-, aprovechaba para organizar procesiones y "obligaba" a las tres hermanas, las hijas del maestro, a cargar a hombros las imágenes y a recorrer el jardín y la finca y acabar subiendo la escalera empinada, mientras entonaban cánticos fervorosos. Nunca se negaron a colaborar en aquellas funciones que colmaban al director de escena que uno llevaba dentro.
La casa del maestro fue la primera casa con libros que frecuenté, pero cuando se refería a alguno lo denominaba "tratado", un tratado de Calderón, de Lope, de Cervantes, de Tirso o de Julio Verne. Tratados. En aquel buró leí un libro fascinante cuando tenía ocho años, se titulaba Países y Mares de Joaquín Pla Cargol: era un libro manuscrito, es decir, cada capítulo -"La Habana", "Brasil", "Buenos Aires", "A San Francisco en aeroplano", "Camino de la India"...- estaba impreso con una cursiva diferente "para familiarizar al niño en descifrar difíciles caracteres de escritura", explicaba el autor en una nota preliminar.
Fui muy feliz leyéndolo y podéis imaginar el vuelco que me dio el corazón cuando treinta años después, encontré un ejemplar en una librería de viejo de la calle de la Amargura de A Coruña, editado por Dalmáu Carles Pla en 1931.
Las tres hermanas -Ofelia, Maruja y Clarita- fueron las primeras mujeres a las que vi fumar. Y yo era el guardían de su secreto. Ellas se escondían para fumar en una habitación de arriba, porque el maestro nunca les consentiría semejante hábito, y yo vigilaba para avisarlas si él aparecía en la escalera. Fumaban chéster sin filtro. Hablo de 1959, 1960, 1961... Las dos hermanas mayores ya eran maestras con plaza -todos los hermanos acabarían ejerciendo en la escuela pública-pero nunca fumaron delante de su padre. Fue también la primera casa con tocadiscos, allí escuché por primera vez a Bach y a Mozart y el Nessum dorma; cada vez que escucho el aria de Turandot vuelvo a la casa de las palmeras y a aquel cuarto con el buró. Y de las primeras casas de la parroquia con televisión y adonde acudía de noche a ver las películas presentadas por Alfonso Sánchez, allí vi, por ejemplo, Marcado por el odio (1956) de Robert Wise -con guión del gran Ernest Lehman- y me enamoré de Pier Angeli.
En aquel buró, Clarita me daba clases. Mi madre nunca quiso que fuera a la escuela, le repugnaba la sola idea de imaginarme con el brazo en alto cantando el Cara al sol a primera hora de la mañana. Así que mi madre me enseñó a leer y escribir y las cuentas, y luego buscó a un maestro que me diera clases particulares. Se llama don Olimpio, y aún hoy, cuando imparto alguna clase, no hago otra cosa que imitarlo, pero esa es otra historia. Cuando don Olimpio se fue de Tui, yo empezaba cuarto de bachillerato, entonces Clarita me dió clase de literatura -gracias a ella leí el Lazarillo-, de historia y de latín. Recuerdo como si fuera ayer, el día en que escribió en la hoja de una libreta
Cum esset Caesar in Gallia citeriore essentque conlocatae legiones in hibernis
y me explicó lo que era un cum histórico-temporal.
Es un disfrute pasarse por tu escuela, aunque no sea domingo. Lo se, es maravilloso cuando te tropiezas con esos libros, así, sin esperarlo.
ResponderEliminarImaginando sobre lo que escribes, la casa, el jardín, los libros, los cánticos…
ResponderEliminarSon esas vivencias individuales y a la vez compartidas lo que trae a mi memoria mis propias vivencias. Yo también recuerdo una casa, un huerto con charca, excursiones campestres, una radio, unos libros, unas flores de mayo y a mis abuelos maestros también.
Cada imagen, cada recuerdo forma parte de nuestra historia y la de nuestro país.
Me gustaron mucho las entradas anteriores, siempre enseñando, siempre aprendiendo.
Un saludo
Bonita historia. Supoño que facelas dar voltas cos santiños arredor das palmeiras situábate de vez por Terras Santas, non obstante paréceme que tiñan que pagaren un alto prezo para ter un vixiante no seu agocho de fumadoras.
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