Desde que vivimos aquí, cada vez que paseamos por los arenales del Vilar en otoño e invierno -cuando sentimos la playa más nuestra-, y la luz declinante -deitadiña, dice el maestro- acentúa la latitud norteña, el cielo se cuaja de grises, un fulgor pálido raya en el horizonte y las nubes anuncian la tormenta por la banda de Corrubedo, entonces resulta muy fácil imaginar que, tras aquellas rocas que dividen el arenal entre el Vilar y Carregal, aparecerá Rose Ryan sujetando la sombrilla, que la nortada se la va a arrancar de las manos y la veremos volar sobre las dunas, como la imaginación ardiente de la mujer de la playa. Los arenales de Vilar se dan un aire a los de La hija de Ryan, tal como lo percibimos hace más de treinta años, la primera vez que dejamos aquí la huella efímera de nuestros pies.
Pero si quiero hoy hablar de la película de David Lean es porque me lo pidió Adelita. Me llamó el lunes pasado para contarme que había visto La hija de Ryan y le había gustado mucho, pero visitó esta escuela en busca de algún comentario sobre la película y nada. Ni palabra. Lo único que encontró fue una referencia a David Lean en una entrada cuyo objeto principal era El apartamento de Billy Wilder. Vaya. Y Adelita quería saber si alguna vez iba a comentar La hija de Ryan. A medida que escribe en esta escuela -y ya van 315 entradas- tiene uno la sensación de acumular deudas en lugar de rendir tributos. ¿Cómo no hablé aún de Faces de Cassavetes o de Freaks de Browning o de Sunrise de Murnau? ¿Cómo no hablé de El mundo sigue o El extraño viaje de Fernando Fernán-Gómez de cuyas memorias tomé la cabecera de este blog? Y una de esas deudas era también David Lean, aunque no sea uno de mis cineastas de cabecera.
Así que empezaré confesándome. Mi película favorita de Lean es Lawrence de Arabia (1962), es más, creo que esta película destila como ninguna su concepción del cine, donde tema, historia, escenario y personaje se articulan en un filme que conjuga ambigüedad y extravío, misterio y complejidad, audacia y fascinación; diríase que Lean no sólo entiende la locura de Lawrence, sino que se deja arrastrar por el desvarío del personaje y alcanza, como cineasta, ese horizonte donde la inmensidad es un espejo de la intimidad. Sólo lamento no haber podido verla más veces en pantalla grande, porque es de esas películas que pierde demasiado en la doméstica.
La vi por primera vez en el cine Bolívar de Tui cuando tenía diez años. Recuerdo la sed cuando llegó el descanso y el visite nuestro bar, y a todo el mundo pidiendo aguas minerales y fantas. ¿Cómo curarse de tantas lejanías a esa edad? Me acompañó mucho tiempo el aquel de perderme en el desierto algún día. Me gustaron mucho también Cadenas rotas (1946), la adaptación de Lean de Grandes esperanzas de Dickens, la primera media hora es de una belleza memorable, y Pasaje a la India (1984), la adaptación de la novela de E. M. Forster, su última película, después de haber purgado catorce años el fracaso de La hija de Ryan (1970). O a eso atribuía Lean su silencio cada vez que le preguntaban. Pero no adelantemos acontecimientos.
¿Me gustó La hija de Ryan? Es de las películas que me exigió varios visionados a lo largo de cuarenta años para apreciar todo el cine que lleva dentro. Por varias razones. Desde la primera vez, la secuencia de la tormenta se convirtió en una de mis escenas favoritas: la película dura tres horas pero bastarían esos diez minutos para justificar su existencia. Me gusta mucho que David Lean haya reconocido el trabajo de Roy Stevens -director de la 2ª unidad- y de los cámaras Denys Coop y Bob Huke, en un crédito destacado al comienzo de la película, por el rodaje del temporal, quiza el mejor de la historia del cine.
Pero durante bastante tiempo tuve serios problemas con el reparto: no me creía a Robert Mitchum en el papel del maestro, ni a Christopher Jones en el del mayor, ni me cautivaba Sarah Miles como Rose Ryan; luego me molestaba el retrato de los aldeanos irlandeses como una recua de borrachos y víboras gobernados por un cura, un matrimonio talibán de tenderos y un tabernero traidor; y más tarde la desmesura del tratamiento de una anécdota argumental que se podría despachar -más ajustadamente, o sea, mejor- con medios más austeros, aunque, la verdad, era demasiado pedirle a David Lean que renunciara justamente a lo irrenunciable del demasiado que era su razón de ser como cineasta. Pero, aun así, ¿cómo resistirse a la caligrafía de las olas, del viento, de las nubes, de las flores, de la lluvia? Creo que fue esa escritura de los elementos la que me devolvió cada a cinco o diez años a La hija de Ryan, esa telaraña de Lean que acabó atrapándome de un visionado en otro, hasta anteayer, como quien dice. Vista ahora, La hija de Ryan cobra visos de milagro, casi resulta inverosímil que una película así pudiera haberse rodado.
Todo empezó con Madame Bovary. Robert Bolt, el guionista de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago (1965), escribió una adaptación de la novela de Flaubert porque veía a su mujer, la actriz Sarah Miles, en el papel de Emma Bovary, y se la envió a David Lean que se encontraba en Italia, descansando de Doctor Zhivago y buscando nuevos temas. El director rechazó la propuesta con una carta. Pero, claro, era una carta de David Lean: setenta páginas cuidadosamente mecanografiadas. Robert Bolt encontró en el documento apreciaciones muy sugerentes y aquella carta fue sólo el comienzo de un sostenido intercambio epistolar hasta definir el tema, la idea de una película que acabó interesando a David Lean. Entonces el guionista viajó a Roma para trabajar mano a mano con el cineasta en el nuevo proyecto. Como siempre, discutieron apasionadamente la plasmación visual de las ideas que luego Bolt traducía, negro sobre blanco, en el papel: el trabajo artesanal de la escritura es una dificultad, pero también un estímulo, dijo el guionista. Los que vivieron el trabajo de Lean y Bolt aseguran que eran como el perro y el gato arañándose con las palabras y las imágenes y los sonidos. Trabajaron durante un año en el guión. Hasta que La hija de Ryan quedó fijada en sus páginas toma por toma.
Ahora empezaba la producción. Somos el último circo ambulante, dijo David Lean. Es como si intentáramos escribir con un lápiz muy fino pero echando mano de un enorme instrumental. Sí, eso era una película de Lean. Eso fue La hija de Ryan: una historia íntima en un escenario grandioso. Esa fue la misión que le encargó a Eddie Fowlie: encontrar unas localizaciones a medida del escenario que imaginaba para la historia de Rose Ryan. Había un requisito imprescindible: debía ser un lugar donde as tormentas fueran frecuentes. Eddie Fowlie encontró el escenario requerido por Lean en la penísula de Dingle, en el condado de Kerry, en la costa más occidental de Irlanda.
Pero al director no le convencían los pueblos que veía y le encargó al director artístico Roy Walker construir el de la película a partir de los bocetos de Stephen Grimes, encargado del diseño de producción. Tardaron nueve meses en construir el pueblo irlandés, el campamento militar de los ingleses y la escuela donde ejercía Charles Shaughnessy. La escuela, levantada con piedra del lugar -como el pueblo- era el decorado favorito de Roy Walker: parecía que llevara allí medio siglo y permitía ángulos de cámara perfectos en 360º. La construcción a medida de las necesidades del guión le permitió a Lean conjugar en la puesta en escena interiores y exteriores dentro del mismo plano, incrementando el dramatismo de la composición, como en el estallido de deseo que empuja a Rose a los brazos del mayor en la taberna: mientras se besan están solos, pero vemos a los niños jugando allá fuera a través de la ventana y tememos que en cualquier momento pueden ser vistos.
Antes de que Robert Bolt acabara el guión, Lean conoció a Sarah Miles y enseguida se convenció de que era la actriz ideal para el papel de Rose Ryan. Tardé años en convencerme, sin embargo ahora no puedo imaginarme a alguien que no sea ella encarnando a la protagonista. Lean llevaba una década por los menos queriendo dirigir a Marlon Brando, en cada película le reservaba un papel; en La hija de Ryan le reservó el del mayor Doryan, pero Brando acabó renunciando. En su lugar eligieron a Christopher Jones, creo que es la única pega que le sigo poniendo al reparto; Lean lamentó durante el rodaje la falta de química entre el actor y Sarah Miles. Al caerse Brando del reparto, la Metro le exigió a Lean otra estrella americana, en lugar de Paul Scofield -la primera opción del director- para el papel del maestro, y así acabó encarnado por Robert Mitchum; ni el papel ni la película le apetecían pero se dejó convencer por Robert Bolt . Nadie lo veía en el papel del maestro, Lean fue el único que confiaba en él.
Desde luego, era difícil verlo, sobre todo en el maestro que requería la película. Pero con el tiempo he llegado a apreciar su composición, más aún, creo que es de los grandes. En realidad, Lean jugaba sobre seguro, sólo que a treinta o cincuenta años vista: es lo que consigues eligiendo a los grandes para cualquier papel. Cuesta admitir que Trevor Howard no fuera la primera opción del director para el padre Collins, pero, mira por dónde, Lean quería a Alec Guiness; y no dudo que sir Alec lo bordara, pero qué grande Trevor Howard. Y casi resulta inverosímil que Lean pensara en Peter O'Toole para Michael, el tonto del pueblo -y el único que lo sabe todo en La hija de Ryan-, bueno, pues uno se alegra muchísimo de que no pudiera o no quisiera porque, a ver, no es que John Mills encarne a Michael hasta el punto de que no puede imaginarse a otro actor, es que acaba siendo Michael.
El rodaje de La hija de Ryan se eternizó. Las 24 semanas previstas se convirtieron en 52. Ese año las tormentas se hicieron de rogar en Dingle y tardaron cinco meses en poder rodar esa maravilla que vemos en la película. Robert Mitchum no se entendía con David Lean y acabaron por no hablarse, y era Sarah Miles quien iba de uno a otro llevando recados y tendiendo puentes. El actor tenía a su disposición las once habitaciones del Hotel Milltown de Dingle y, como el rodaje iba para largo, plantó marihuana en el jardín trasero, y un día Sarah Miles se encontró a su madre que había ido de visita compartiendo un cigarrillo de hierba con Robert Mitchum; y no fue la única. La hija de Ryan se estrenó en la navidad de 1970 en el Ziegfeld Theater de Manhattan. La crítica neoyorquina la trituró. David Lean la culpó siempre de los catorce años que pasó sin hacer cine hasta su última película. Pero quizá sólo era de esas películas que necesitan tiempo para verse, para apreciar todo el cine que llevan dentro.
Y La hija de Ryan lleva tanto cine dentro que apenas necesita diálogos. Es una película eminentemente visual, diríase que estamos ante un filme silente en lo esencial. Veamos la secuencia tras el primer encuentro entre Rose y el mayor que comentamos más arriba: Es de noche, el ruido del generador del campamento militar que llega apagado pero audible hasta la escuela, el caballo del mayor que relincha, el caballo de Rose, ella en cama, el mayor en cama, encadenado, al día siguiente, plano general de la escuela -escuchamos el canto de los niños- y vemos el caballo de Rose pastando- y una roca a la izquierda del encuadre tras la que aparece Rose, que mira hacia el campamento, Rose se recuesta en la roca, le palpita el corazón; por corte seco, los golpes sonoros del generador, es de noche otra vez, el mayor en su cuarto -golpea el cigarrillo en la pitillera, como si la llamara (es uno de los primeros gestos que ella vio de él cuando lo conoció)-, Rose en la mecedora -ruido de las páginas de los cuadernos de los alumnos que corrige Charles-, es incapaz de leer, el maestro sigue con los deberes de los niños; Rose sale de casa, corre, se detiene junto a las lilas que plantó Charles después de la boda, vuelve la vista hacia la escuela, las ventanas iluminadas -que señalan la presencia de su marido tras ellas-, contempla las flores, entonces ve en la colina al mayor, éste se acerca al muro que cierra el huerto de la escuela: ¿Nos vemos mañana? / ¿Cómo?/ Relincha el caballo; a ella se le ocurre una idea y acuerdan una cita, el mayor se va, Rose lo sigue con la mirada entre las lilas que mueve el viento; cuando Rose vuelve a casa, Charles señala su falda manchada: las lilas, dice ella. Apenas unas frases, pero el montaje de imágenes y sonidos no puede ser más elocuente. Al día siguiente celebrarán los amantes la primera cita, cabalgarán hasta el bosque florido y Lean acompañará con travellings de acompañamiento y subjetivos -travellings portadores de miradas cargadas de deseo- la danza amorosa, en medio de la vegetación húmeda mecida por el viento. La naturaleza misma conspira para fraguar el abrazo de los amantes. A la vez, telaraña y espejo.
Son las imágenes y los sonidos quienes cuentan la película, quienes escriben la historia de amor. En síntesis, la playa es -por decirlo con aquel título de Borges- el libro de arena donde leemos las conmociones íntimas de los personajes. Recordemos aquel plano general con Rose sosteniendo la sombrilla y tratando de mantener el equilibrio con el pie desnudo en la huella que ha dejado Charles en la playa, mientras las olas le retiran la arena bajo los pies: es su existencia la que empieza a tambalearse. Las huellas en la arena de los cinco personajes principales de la película devienen un algebra de las emociones vividas: la pasión de Rose y el mayor, los celos de Charles y Michael y las tribulaciones del padre Collins. Lean exprime la polisemia de los elementos: las gaviotas nos hablan en un momento de las alas de la imaginación de Rose pero en otro nos permiten escuchar los gritos que ahoga Charles en los silencios del corazón. Y establece correspondencias entre el interior de un personaje y el exterior de otro -Michael/Mayor, Michael/Rose-, de tal forma que su contigüidad revela la complejidad de los sentimientos y la hondura de la caracterización, como esa secuencia extraordinaria en la que Michael y el mayor empiezan a caminar al mismo paso; o esa mirada de reconocimiento entre Michael y Rose al final de la película, cuando el viento -otra vez el viento- arranca el sombrero que ocultaba la cabeza rapada de la protagonista.
La naturaleza, como en Lawrence de Arabia, no es sólo un escenario grandioso, gracias a Lean y a la iluminación de Freddy Young traduce la alquimia neuronal de los personajes, o dicho de otra forma, la naturaleza se convierte en el metrónomo y el cardiograma de la pasión amorosa. Por eso sería injusto pedirle a Lean que nos entregara una pieza de cámara. No era Bergman. Necesitaba la playa entera para escribir en el libro de arena, eso sí, con un lápiz muy fino, "su" Madame Bovary.
Qué buen recuerdo tengo de esta película.
ResponderEliminarY qué bien que hayas puesto esta magnífica reseña.
Abrazos
Eu lembro a de "El puente sobre el río Kwai" cando a vin no Teatro Principal, e tamén chegaba un bastante reseco a pola gasosa e as galletas de coco ao ambigú no cambio de sesión.
ResponderEliminarLa hija de Ryan, un día de estos volvere a verla.
ResponderEliminar315 entradas, menudo retraso llevo yo en esta escuela.
Daniel, imparable maestro, un saludo.
gracias magnifico
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