Uno de los libros de cine más gozosos que he leído es Celuloide de Ugo Pirro (Ediciones Libertarias, noviembre 1990). Es una obra del guionista que escribió El jardín de los Finzi-Contini, Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha o La clase obrera va al paraíso. Ahora ya sólo es posible encontrarlo en librerías de viejo, puede conseguirse por precios entre seis y diez euros. Carlo Lizzani filmó una adaptación –escrita por el propio Ugo Pirro y Furio Scarpelli en colaboración con el director- en 1995, pero hacedme caso, vale la pena leer primero el libro. Es un gran reportaje sobre el final de la ocupación alemana de Roma en 1944 y sobre los primeros años del neorrealismo italiano, pero también es una novela de aventuras, incluso picaresca –inevitablemente picaresca, podríamos decir-y un documento sobre la realización de Roma ciudad abierta (1944).
Ugo Pirro en una manifestación
en Roma en 1974
Por el libro transitan Anna Magnani, Cesare Zavattini, Vittorio de Sica, Federico Fellini, Luchino Visconti, Aldo Fabrizi… Y, claro, Roberto Rossellini. Pero quizá el otro héroe del libro sea Sergio Amidei. ¿Y quién es Sergio Amidei? Pues uno de los más grandes guionistas de la historia. Roma ciudad abierta, Paisà, Stromboli, La paura, El general de la Rovere –todas ellas de Rossellini-, El limpiabotas de Vittorio de Sica, La noche de Varennes de Ettore Scola, Ordinaria locura de Marco Ferreri… llevan su firma en el guión. En la película de Carlo Lizzani, el papel de Sergio Amidei lo encarna Giancarlo Giannini.
Sergio Amidei
Sergio Amidei (1904-1981) era un triestino que empezó a trabajar muy joven en el cine mudo, incluso intentó dirigir una película pero en un arrebato de ira quemó el negativo rodado y renunció para siempre a la dirección. Los arrebatos de ira constituyen una seña de identidad del guionista. Uno de esos prontos furiosos acabó con su colaboración en el guión de Ladrón de bicicletas, en el que trabajaba con Zavattini y De Sica: literalmente los echó de su casa. La casa de Amidei en la Plaza de España de Roma debería haberse convertido en lugar de peregrinación de los cinéfilos del mundo, allí se gestaron algunas de las películas fundacionales del cine moderno, las de Rossellini pongamos por caso.
Roberto Rossellini y Anna Magnani
Rossellini tenía un don –del cielo- que le permitía manejar el carácter explosivo del guionista, al igual que manejaría el volcánico de Anna Magnani y la situación desbocada en que se vería inmerso con Ingrid Bergman. Enemigo de las tramas, amigo de un cine de apuntes y propenso a rodar como vivía, a salto de mata, encontró en Sergio Amidei la capacidad para convertir los hechos reales –históricos- en situaciones dramáticas reducidas a lo esencial.
Sergio Amidei tenía la costumbre de contar a sus amigos lo que andaba escribiendo; era su método para comprobar la eficacia del argumento. Medía los efectos que provocaba su relato observando las reacciones de sus oyentes y a menudo cambiaba el relato a medida que lo contaba en función de lo que leía en los rostros. Roma ciudad abierta, Paisá y Stromboli nacerán de historias basadas en hechos vividos o conocidos de primera mano por el propio Amidei y narrados en tertulias de noche, humo y toque de queda. En la casa del guionista, durante los meses de la ocupación nazi, se reunía la dirección del Partido Comunista Italiano en Roma. Y otros guionistas, y cineastas, y actores… No sería exagerado decir que el neorrealismo germinó en la casa de Amidei en la Plaza de España.
Indro Montanelli
El gran periodista y escritor italiano Indro Montanelli trabajó en la adaptación cinematográfica de su relato El general de la Rovere –que dirigiría Rossellini en 1959- con Sergio Amidei. De esa experiencia de colaboración nacería una de esas piezas magistrales de los encuentros –Gli Incontri- de Indro Montanelli, el retrato de Sergio Amidei. Uno de los más hermosos homenajes, preñado de humor y emoción, que se hayan dedicado nunca a un guionista. Aquí os lo dejo, disfrutadlo:
A M I D E I
El cine italiano, tiene una especie de militante ignorado que se llama Sergio Amidei. Ignorado es un decir, se entiende. No existe productor, indígena o extranjero, no existe jurado internacional de festivales, no existe crítica, aun de modesta competencia, que ignore su nombre, su obra y su valía. Pero la gran masa de público no le conoce, quizá porque él no hace nada por darse a conocer.
Susceptible y de difícil trato, permanece apartado, siempre en guerra con todos, y especialmente con quien realiza sus ideas. Le llaman «el viejo de la plaza de España» —si bien todavía esté, por lo que toca a años, lejos de la vejez—, por culpa no tanto de la melena cana, cuanto por su carácter arisco, que, sin embargo, no impide a quienquiera que desee realizar un filme, subir a su casa para oír, al menos, su parecer.
Más o menos marcada, todo cuanto de bueno hecho nuestro cinema desde la guerra acá, lleva su impronta. Especialmente en los principios del neorrealismo, cuando éste era aún de buena y límpida fuente, se percibe claramente el signo fuerte y amargo de Amidei. Y acaso el único que lo ignora sea él, que no por modestia, sino por orgullo, no se reconoce padre de nada ni de nadie. Le han traicionado todos, según él: productores, directores, actores. Pandilla de cabezotas.
Un día subí a mi vez a aquel sexto piso de la plaza de España, y no para una corta visita de compromiso, sino para acordar con él una comprometida colaboración. El ascensor no funcionaba aquella mañana. Tuve que subir la escalera a pie. Aquellos seis tramos me parecieron interminables, grabados con los tristes presagios que me pesaban sobre corazón. Trabajar con un cineasta, ¡figuraos! A saber en qué desganada confusión, y entre cuántos arrebatos e histerismos, tan poco congeniables con temperamento, habría de hacerlo. No conociéndole más que superficialmente, imaginaba encontrar en él a uno de esos genialoides desordenados y perezosos que se agotan en una nube de palabras, de que nunca llueve nada.
Y maldecía el momento en que me había metido en aquel lío. En bata de casa y zapatillas, el rostro doctoralmente severo, la mirada fija en el reloj a través de las gafas de viejo artesano, me aguardaba a la puerta de su vivienda. «Te hago observar —dijo con voz helada— que la cita era a las diez. Son las diez y cinco...»
Más que la ascensión, estas palabras me cortaron el resuello. «Es que... —farfullé—. Para subir has aquí sin ascensor...» «¿Y por qué has subido sin ascensor?» «Porque no funciona.» «Y por qué no funciona?» «¿Yo qué sé?»
Sin contestarme, Amidei pasó al vestíbulo, gritó a la doncella y al secretario que acudiesen, descolgó el teléfono, alborotó la casa, a los vecinos, a la portera, a los bomberos, al Municipio, para saber por qué el ascensor no funcionaba y colmó de improperios a una veintena de personas. Y al final, melodramáticamente, me pidió excusas dos veces: por haberme hecho subir sin ascensor y por haberme reprochado el retraso. «Me equivoqué. Perdona. Perdona. Me equivoqué. Perdona.» Si hubiese tenido a mano un látigo, creo que se habría azotado.
Para darle tiempo a recobrar un poco la calma, le conté algunos chismes que había recogido sobre el filme cuyo guión debíamos hacer juntos. Él me escuchaba caminando de arriba abajo por la estancia, con paso frenético y la mirada fija en el suelo. De vez en cuando se paraba, me clavaba sus ojos inquisitorialmente severos, luego los bajaba y proseguía su paseo de arriba abajo de abajo arriba. En un momento dado, siempre corriendo, se sentó detrás del escritorio y dijo: «Bueno, mira, a mí todas esas estupideces no me importan nada. Empecemos.»
Y empezó, haciendo polvo todo: la trama del filme, cuyo autor era yo, la casa productora, el director, el intérprete, la organización, el cine en general, el italiano en particular y concluyó su diagnóstico con ese alentador veredicto: «Por lo que, ¿sabes qué te digo? Te digo que, aunque nosotros escribamos una obra maestra, saldrá una boñiga. Empecemos.»
Y esa vez comenzó en serio, partiendo de cero, en aquel cúmulo de escombros a que su crítica demoledora lo había reducido todo, incluso la esperanza de conjuntar algo bueno. Ahora estaba contento, satisfecho. Hasta me ofreció, gentilmente, casi afectuoso, un café. Y de nuevo se puso a pasear arriba y abajo, abajo y arriba, pero a paso moderado, mientras me exponía cómo, según él, debía desenvolverse y articularse el relato.
¡Pero qué digo, el relato! Era el filme, un filme adulto ya, completo, perfectamente dosificado en todos sus elementos, los cómicos y los patéticos, montado con un rigorismo de trabazón, con una precisión de escenas, con un ritmo tan apretado y cada vez más acuciante, que me apasionaron como si aquella historia, que yo había escrito, la oyese narrar por primera vez. Mas el hecho es que Amidei no la narraba. La traducía, reinventándola toda, a su exacto lenguaje cinematográfico, como si, en lugar de cerebro tuviese un tomavistas que ya se había encuadrado la historia, poniendo al descubierto, con plástico y dramático relieve, todo lo que contenía.
Espléndida interpretación pese a su cara de profesor altanero y cascarrabias, la que hacía de cada personaje, masculino o femenino. Una interpretación preparada, en la que actuaban hasta dos, tres, cinco, diez actores a la vez, cada uno con un carácter suyo, un matiz suyo, un tic suyo. Para mí, el autor, los personajes estaban todavía envueltos en niebla, y él ya había revelado sus negativos obteniendo una película límpida y traslúcida, que se desarrollaba ante mis ojos sin tropiezos ni demoras hacia su necesaria conclusión.
Duró dos horas, más o menos justo lo que, regularmente, dura un filme. Se hizo el silencio. Luego dije: «¡Caray!» «¿Caray, qué?», preguntó poniéndose a caminar arriba y abajo, abajo y arriba, a paso mesurado. «¡Caray! —repetí neciamente—. ¡Caray...! Hace solamente cuarenta y ocho horas que te dieron a leer mi historia, y ya ves en ella lo que yo he sido capaz de encontrar en quince años, desde que la escribí... ¡Caray...!» «¿Y te gusta lo que veo en ella?» «Bah, no es cuestión de que me guste. Es cuestión de que no puede ser sino así...» «Sí, ¿eh? —exclamó, volviendo a la carrera, a sentarse detrás del escritorio—. Pues, en cambio, puede ser todo menos así. ¿Quieres verlo...? Empecemos.»
Y se puso a destruir, mostrándome su inconsistencia, trozo a trozo, engarce a engarce, todo el relato que acababa de describirme. La intriga se derrumbaba porque estaba basada sobre pilares podridos, los personajes eran arbitrarios, nosotros dábamos por descontado lo que en cambio había que mostrar, es más, demostrar. En suma, de aquella bellísima y cautivadora trama que me había ensartado poco antes, no quedaba ya nada, ni un detalle, ni una migaja. Y lo bueno es que tenía razón. Tras una tímida tentativa de defender «su» historia, a la que había terminado aficionándome más que a la mía, hube de darme por vencido. Y, como era la una y pico, me encaminé hacia la puerta profundamente acobardado. Él, no. Ahora estaba contento. Satisfecho. Y al ver que el ascensor no funcionaba todavía, abrió los brazos con gesto dramático: «Perdona. Tienes que bajar a pie. Tienes que bajar a pie. Perdona.»
Debíamos volver a vernos al día siguiente, pero me pasé toda la tarde dándole vueltas, para mis adentros, al caso, poco resignado a renunciar a aquella bellísima sucesión de escenas que la fantasía de Amidei había compuesto. Sobre las cinco creí tener una inspiración, y le llamé por teléfono para explicársela. «¿Dígame?», respondió su voz desganada al otro cabo del hilo. «Ah, ¿eres tú...? Dime...» Me estuvo escuchando un par de minutos y luego estalló: «¿Para oír esas memeces he de interrumpir mi trabajo? Pero, ¿qué te has creído? ¿Que yo estoy aquí a disposición de cualquier pelmazo...? Me importa un pito tu filme, ¿entiendes? ¡Me importa un pito...!» Y colgó.
A las tres de la madrugada dormía apaciblemente, cuando me despertó bruscamente una llamada suya. Antes de haber tenido tiempo de recordar que estaba terriblemente enfadado con él por su falta de urbanidad, su amabilidad, casi obsequiosa, me desarmó. «¿Te molesto? Perdona. Perdona. Debo molestarte. ¿Puedes escucharme un minuto? Perdona. Un minuto tan sólo. Perdona.» El minuto tan sólo duró casi hora y media, es decir más o menos lo que habría de durar el filme, una vez realizado. Pues ahora ya sólo restaba hacerlo. Con diabólica habilidad, Amidei había vuelto del revés el hilo de la historia, partiendo, para llegar a las mismas conclusiones, de una premisa opuesta a las de antes. ¿Cuándo y cómo lo pensó, aquel maldito? No me dio tiempo a preguntárselo. «Perdona si te he molestado. Perdona. Buenas noches. Perdona.» No me atreví a volver a llamarle.
Al día siguiente, a las diez, adormilado porque no había podido pegar ojo, pero radiante, estaba con él, que me acogió como se suele acoger al recaudador de contribuciones. Me sentí morir. ¿Tampoco iba bien la nueva versión? Esta vez me sentía dispuesto a defenderla hasta llegar a las manos. Pero el filme, gracias a Dios, nada tenía que ver con su estado de ánimo. Sergio estaba fuera de sí porque, habiendo recibido de los Abruzzos un jamón que dio a probar a su hostelero, éste dijo, torciendo el gesto, que no valía gran cosa. «¿Comprendes, ese bastardo? Soy cliente suyo mañana y noche hace veinte años, he dejado un patrimonio en sus bolsillos, y se atreve a decirme que mi jamón no es ninguna gran cosa...» Vagamente me hubiese gustado objetarle que no captaba, en el plano aristotélico, las razones por las cuales, habiendo sido cliente suyo durante veinte años, hubiese adquirido él sobre hostelero el derecho de oírse decir que el jamón era bueno. Pero comprendí que no era el momento, en cierto sentido, porque Amidei blandía un afiladísimo cuchillo de charcutero y agitándolo ante mi cara proseguía: «Ven acá. Juzga tú. Ven acá.» Todavía en bata de casa y zapatillas, me precedió a la cocina y abrazándolo con un gesto de afecto, casi de amor. desprendió del garfio el famoso jamón.
¡Dios, cómo lo había menguado, en veinticuatro horas! Parecía una caverna dolomítica, tanto había excavado y hurgado dentro con aquel truculento cuchillazo. Mientras volvía a hincarlo en la roja carne, me aparté porque, si se le escapaba, me podía amputar un brazo de un tajo. «Perdona. Pruébalo. Pruébalo. Perdona», me instó, presentándome una lonja. Probé, si bien por la mañana nunca como nada. Y mi paladar entonó un himno al hostelero. La boca, no. Hipócritamente, bajo la amenaza y apremiante mirada de Sergio, entoné un canto al jamón. Amidei, apaciguado y contento, me escoltó hasta el despacho y, sentándose detrás del escritorio, dijo: «Empecemos.»
A partir de entonces, cada mañana, durante tres meses, he tenido que comer de aquel jamón, extasiarme y pedir un poco más. Creo que ese sacrificio fue mi más valiosa contribución al guión del film, porque ponía a Amidei en estado de gracia. Y Amidei en estado de gracia es la mayor suerte puede ocurrirle a un filme. Jamás he visto a hombre trabajar con el orden, la precisión, la seguridad y el rigor suyos. De vez en cuando se paraba para prevenirme: «Entendámonos: aunque nosotros escribamos una obra maestra, saldrá una boñiga. » Yo, entonces, le daba otro mordisco al jamón, y él, apaciguado, añadía: «Pero... Perdona. Continuemos, Continuemos. Perdona.»
(Indro Montanelli, Personajes, ed. Plaza y Janés, 1977, traducción de Domingo Pruna, pp 701-706)