Lo diré pronto: detesto la navidad. Para ser más preciso: detesto
las navidades. Desde Nochebuena a Reyes. Los decorados, la iluminación y atrezo navideños, y no digamos los villancicos que invaden calles y comercios, despiertan el asesino que hay en mí. Apenas si encuentro memorables dos o tres escenas de las navidades de mi infancia; y no porque no tuviera
reyes, por más economía de guerra que se practicara en la familia, nunca faltaron. Creo que todos los que detestamos las navidades sin padecer un trauma específico relacionado con ellas coincidimos en las razones, a la vez específicas y difusas, algo parecido a un mal cuerpo. Pues bien, aborreciendo esas fechas que ya están aquí -desde hace unos años están ya desde meses antes-, me gustan mucho algunos cuentos de navidad, empezando por el de Dickens o por
La vendedora de fósforos de Andersen. También me gusta el uso que se hace de las navidades, pongamos por caso, en películas memorables como
El apartamento, Plácido o
El padrino. Y
cuentos de navidad que ha dado el cine en esta década como el de
Arnaud Desplechin o el de Abel Ferrara. Pero si tuviera que elegir un cuento de navidad entre las películas, digamos clásicas, no tengo la más mínima duda:
The Shop Around the Corner -titulada aquí
El bazar de las sorpresas-, la obra maestra de Ernst Lubitsch estrenada el 12 de enero de 1940; entre otras cosas, porque no se nos presenta como un cuento de navidad, no se insiste en lo navideño, ocurre en esas fechas pero la curiosidad del espectador se despierta y se mantiene su atención por razones distintas, y sin embargo cumple con todos los requisitos de un cuento de navidad, aunque no se titule así. Por así decir, en la superficie de
El bazar de las sorpresas, lo navideño es una cuestión adyacente, pero "La tienda de la esquina" deviene
un cuento de navidad a través de la corriente profunda que fluye en el curso de la película.
La historia de la producción de
El bazar de las sorpresas comienza en 1938, después del estreno de
La octava mujer de Barba Azul. Lubitsch acaba de encadenar dos fracasos -de crítica y público- consecutivos, el anterior fue una gran película como
Angel (1937). Después de haber sido (casi) todo en la Paramount, Lubitsch abandona el estudio que fue su casa durante los diez años con vistas a convertirse en productor independiente. La primera película iba a ser
El bazar de las sorpresas y Lubitsch contrató a
Samson Raphaelson para escribir el guión por un salario de mil dólares semanales y una participación de 5% en la recaudación bruta después de que el director -y productor independiente- cobrase los primeros 50.000 dólares de beneficios. Lubitsch nunca se mostró espléndido a la hora de pagar a los guionistas y el salario de Raphaelson puede considerarse modesto, pero quizá ajustado a la situación de un cineasta en horas bajas. Lubitsch y Raphaelson se basaron en
Parfumerie, una obra de teatro de Nikolaus László estrenada en Budapest el 31 de marzo de 1937, y trabajaron en la adaptación entre finales de 1938 y principios de 1939. El guión introduce dos cambios muy significativos respecto a la pieza teatral: primero, Klara no trabaja en la tienda desde el principio, sino que asistimos a la escena en la que consigue el trabajo en la tienda y, al tiempo, se manifiesta su antagonismo con Kralik, y de una tacada el conflicto entre los protagonistas está servido; y segundo, el modo en que Kralik descubre que se ha enamorado de la mujer a la que no soporta en el trabajo.
Añadamos que, aun manteniendo la estructura de la pieza, los diálogos aportan ingenio y profundizan en la humanidad de los personajes, y en la
cocina del guión se conjugaron diversos ingredientes que alimentan la vena humorística y la ternura de una deliciosa comedia romántica: el ritual de la apertura matinal de la tienda, el
running gag de la tabaquera que al abrirla suena "Ochi Tchornya" -digamos que a la dichosa melodía se le saca punta (cómica) a lo largo de toda la película-, el encuentro en el café -Kralik sabe que es a él a quien espera Klara pero ella no sabe ni que él es su enamorado por carta ni que él sabe que ella es la chica con la que se cartea-, la historia inventada sobre el misterioso corresponsal -un tipo gordo, apocado y sin empleo- y la reconciliación final de los enamorados. A Lubitsch le encantaba el guión de Raphaelson, creía que era uno de los mejores guiones que había tenido entre manos. Su mujer le dio el título: "La pequeña tienda de la esquina" y quiso cobrarle 500 dólares. Lubitsch lo dejó en "La tienda de la esquina" para no tener que pagarle derechos de autor. Bueno era él.
The Shop Around the Corner, entonces.
Ernst Lubitsch
Pero nadie quería hacer
The Shop Around the Corner. A ningún estudio le interesaba lo que Lubitsch tuviera que contar. Su carrera de productor independiente estaba acabada antes de empezar. Si se empeñaba en hacerla, tendría que prestarse a un trato, o sea, hacer primero una película que le interesara a uno de los grandes estudios a cambio de que le permitieran hacer después
El bazar de las sorpresas. Y la solución llegó de la mano de Greta Garbo que se resistía a rodar otra película si no la dirigía un gran director, como Lubitsch, por ejemplo.
Lubitsch con Melvyn Douglas y Greta Garbo
en en rodaje de Ninotchka
Entonces la MGM cerró un trato con el cineasta: a cambio de que Lubitsch hiciera
Ninotchka, la MGM se comprometía a producir
El bazar de las sorpresas para la que cedía a actores que tenía bajo contrato, James Stewart y Margaret Sullavan. Además Lubitsch consiguió incluir una cláusula que le puso las pilas definitivamente: la MGM produciría
El bazar de las sorpresas aun en el caso de que, por cualquier motivo, el proyecto de
Ninotchka se cancelara.
El 8 de febrero de 1939 Lubitsch empieza a trabajar en el guión de
Ninotchka con Walter Reisch. Como en
El bazar de las sorpresas y tantas otras películas, adaptaban la historia de un húngaro, en este caso de Melchior Lengyel, del que ya habían adaptado una pieza en
Angel y con el que Lubitsch desarrollará el argumento de
Ser o no ser (1942) que Edwin Justus Mayer convertirá en un guión cobrando 2.500 dólares por semana, una obra maestra de la sátira política. Melchior Lengyel, quien aseguraba que
escribir para Lubitsch era como estar de mirón dando consejos inoportunos, garabateó el arranque de
Ninotchka en un cuaderno: "Chica rusa saturada de ideales bolcheviques visita la espantosa y capitalista ciudad de París. Encuentra el amor y se lo pasa estupendamente. El capitalismo no está tan mal después de todo". El guión, a partir de la historia de Lengyel, se había empezado a desarrollar en la MGM antes de que Lubitsch se incorporara al proyecto. En un borrador de Gottfried Reinhardt y S. N. Behrman a mediados de 1938, ya cobran vida las escenas de la Torre Eiffel y del apartamento de León, y lo que es más importante, concibieron la escena del restaurante en la que se derrite el hielo de Ninotchka, y aun más importante, en la que Greta Garbo reirá por primera vez.
Mientras Lubitsch trabaja con Reisch en el guión de
Ninotchka, el guionista introduce la historia de las joyas; al director no le gustaba nada la mina de plata que figuraba en las versiones anteriores,
las joyas son más fotogénicas. Luego se incorporan Charles Brackett y Billy Wilder, la pareja de guionistas que ya había colaborado con él en La oc
tava mujer de Barba Azul, y trabajaron juntos un par de meses. Uno de los cambios más importantes que experimentó el guión de
Ninotchka en esos meses fue la transformación de los tres comisarios soviéticos en personajes cómicos, una metamorfosis que aportó humanidad y ternura a la película.
Quizá sería exagerado decir que lo mejor de
Ninotchka fue que hizo posible
El bazar de las sorpresas. Y lo es porque algunos momentos gozosos y réplicas estupendas de los dos primeros actos de la película son memorables, incluida la borrachera de Greta Garbo, una escena que la actriz se negaba a rodar, que a Lubitsch le costó un mundo convencerla, pero que se mantuvo firme, sin esa escena
Ninotchka se venía abajo.
Greta Garbo con Lubitsch en el rodaje de Ninotchka
Pero admitámoslo, sin derrumbarse, desde el momento en que Greta Garbo vuelve a Moscú -o sea, el tercer acto- la gracia se evapora, la película trascurre cuesta abajo y ya no remonta el vuelo.
El bazar de las sorpresas carece de los momentos y réplicas brillantes -y si se quiere del glamour y la magia- de
Ninotchka, es una película pequeña -costó la tercera parte, 474.000 dólares, y recaudó tanto como costó aquélla-, pero destila puro cine desde la primera escena a la última, y más precisamente, cine clásico, a partir de un guión medido -por así decir, concentrado e inspirado sin levantar la voz- con una puesta en escena transparente y un reparto perfecto, con esos secundarios maravillosos como Felix Bressart encarnando a Pirovitch y Frank Morgan dando vida al señor Matuschek, el dueño de la tienda; cómo olvidar ese
gag tan divertido, desarrollado en tres tiempos, con Pirovitch refugiándose en la trastienda cada vez que Matuschek le pide "una opinión sincera" a sus empleados.
Felix Bressart y James Stewart en una escena
de El bazar de las sorpresas.
Abajo, Frank Morgan y James Stewart.
El bazar de las sorpresas se rodó durante el mes de noviembre de 1939. Lubitsch la preparó con un cuidado obsesivo y la rodó con maestría. Alcanza tal unidad tonal, tal claridad y fluidez narrativa que cuesta destacar un momento sobre otro, hasta tal punto podemos hablar de un
tempo exquisito donde se conjuga con sutileza el ángulo de la cámara, la precisión del encuadre, el tiempo y movimiento interno del plano, y la interpretación. Pero no me resisto a desgranar una escena que me maravilla cada vez que la veo, sin duda una de las escenas más delicadas y deliciosas que haya contemplado en la pantalla, quizá la escena cumbre de esa actriz maravillosa que era Margaret Sullavan, y si tuviera que ponerle un título no lo dudaría: "La mirada de Klara". La escena acontece transcurrida una hora de la película, cuando el señor Matuschek se recupera en el hospital después de ser abandonado por su mujer y la tienda ha quedado a cargo de Kralik (James Stewart), para disgusto de Klara (Margaret Sullavan) que, deprimida porque su enamorado no ha acudido a la cita -eso cree ella-, tampoco le ha escrito y por encima esto, se desmaya. Fundido negro.
Nos encontramos en el cuarto de Klara en la casa donde vive con su abuela y su tía Anna. Es de noche y Kralik acude a visitarla. Conviene recordar que Kralik y nosotros, espectadores, sabemos la razón de la depresión de Klara, pero ella no sabe que Kralik lo sabe, es decir, no sabe que Kralik es ese corresponsal anónimo del que se ha enamorado. La cámara -en una
dolly- desde este lado de la cama de Klara recoge a Kralik en plano americano, retrocede con una panorámica a la derecha mientras se acerca a la chica que yace recostada en unas almohadas y el plano los reúne en el encuadre. Klara lo invita a sentarse, Kralik obedece y, mediante un
raccord de movimiento, corte a plano medio de ambos, desde este lado de la cama: ella a la derecha del encuadre, él a la izquierda y en una posición privilegiada respecto a nosotros. Kralik trata de animarla. Corte a un primer plano de ambos desde el otro lado de la cama, ahora es ella quien goza de la posición privilegiada en el encuadre, Klara se explica: no se trata de algo físico sino psicológico. Corte al plano medio de ambos: Kralik finge tranquilizarse, si sólo se trata de algo psicológico... Corte al primer plano de ambos, a Klara no le extraña que él no entienda nada y trata de explicárselo de forma contundente: "Usted y yo estamos en la misma habitación pero en distinto planeta". Corte a plano medio de ambos, Kralik acusa el golpe pero no puede sentirse más cautivado por ella -"Me admira la exquisitez con la que se expresa. Sabe cómo poner a un hombre en su planeta"- y cautivado también porque puede asistir a la conmoción que ha causado en la chica, en su amada. Hasta este momento, en toda la película, la mirada de Klara nos ha sido esquiva, como si huyera de la nuestra, nada puede transmitir mejor la incomodidad que siente consigo misma, su vulnerabilidad, su necesidad de evadirse de este mundo mediante ese personaje -a salvo de la realidad- que construye en sus cartas. Entonces se produce un corte a la primera posición de la cámara en la escena: la abuela abre la puerta y le anuncia a Klara que la tía Anna tiene algo para ella. Corte al primer plano de ambos: la chica se incorpora ansiosa, excitada. Corte para recoger a la tía Anna que entra, la cámara retrocede con una panorámica a la derecha (como en la llegada de Kralik) y encuadra a la abuela y la tía entregándole la carta a Klara. Una breve panorámica a la izquierda mientras las viejas se van y nos quedamos con Kralik de pie, en plano americano, y Klara que se muere por leer la carta. La chica espera a que él se vaya, pero Kralik la anima a que lea, que no se preocupe por él. Lo seguimos con una panorámica a la izquierda cuando se retira a un rincón del cuarto y nos acercamos hasta un plano medio mientras mira con discreción hacia la chica. Corte a un plano medio, esta vez frontal, por primera vez en toda la película y por primera vez también Klara, embelesada mientras lee la carta, no nos evita: le encanta lo que el amado le cuenta. En ese momento percibimos que Klara
es la amada y su alma se nos desnuda. Durante unos instantes tenemos a la chica para nosotros, como si Lubitsch rompiera la planificación clásica para regalarnos un momento de intimidad con Klara. Corte a un primer plano de Kralik que observa cómo
sus palabras
la transfiguran. Corte a plano medio de Klara en pleno arrobo. Corte a plano americano de Kralik, la cámara retrocede y traza una panorámica a la derecha mientras se acerca a Klara: "¿Son buenas noticias?" Ella le asegura que mañana irá a trabajar con más ganas que nunca. Kralik se sienta. Corte sobre el
raccord de movimiento...
Y se vuelve a recomponer el plano/contraplano alternando posiciones de cámara desde éste y desde el otro lado de la cama, cuando Klara le lee algunos fragmentos de la carta -qué momentos maravillosos de Margaret Sullavan- para que Kralik se dé cuenta de qué diferente es el amado corresponsal. Y la escena aún continúa mientras Kralik contempla lo que es ser amado por Klara, pero él aún no es quien ella ama, esa identidad está por consumar, por eso Lubitsch no le concede el plano frontal. Y Klara le confiesa a Kralik que está pensando en regalarle por navidad a su corresponsal la tabaquera que al abrirla suena "Ochi Tchornya", y él echa mano de todo su poder de convicción para que cambie de idea y librarse de esa música que detesta, conjugando así el fingimiento con el
running gag y preparando su explotación definitiva en el clímax de la película. (No es de extrañar este juego de máscaras si tenemos en cuenta que la historia de
El bazar de las sorpresas tiene por escenario una tienda donde se desarrolla un juego teatral, una representación para los clientes pero también ante el dueño y con apartes en la trastienda -por así decir, entre bambalinas- donde los personajes se quitan una máscara o se ponen otra encima. El clímax de la película acontece en Nochebuena; cuando llega la hora de cerrar, Kralik y Klara son los últimos en irse; mientras van apagando las luces y la tienda queda en penumbra, la representación y el fingimiento llegan a su fin, entonces afloran la confesión íntima y el reconocimiento de los amantes a los que la luz y las máscaras confundían. El teatro ha acabado.) Esta escena que titulamos "La mirada de Klara" se cierra de forma simétrica con su apertura cuando Kralik se despide de su amada pero se queda allí la máscara que a ella le importa: el amado de la carta. Y ahora somos nosotros los embelesados por el cine que Lubitsch ha destilado ante nuestros ojos.
Lubitsch entre Margaret Sullavan y James Stewart
en el rodaje de El bazar de las sorpresas
A un cuento de navidad se le exige un cierto grado de transfiguración. El mundo sigue siendo el mundo de siempre. Los seres seguimos siendo igual de tiernos y miserables que éramos. Pero por un instante la mirada refulge y atisba algo parecido a la belleza, digamos que la gracia, una gracia que no merecemos. En esa materia fugitiva cuaja
El bazar de las sorpresas, un cuento de navidad de Lubitsch. Así acontece alguna vez también en la vida, por eso las únicas navidades memorables las pasamos en Nueva York cuando nuestro hijo vivió unos meses allí; no porque fueran esas fechas señaladas -que detesto, no sé si quedó claro-, sino porque en aquellos días re-descubrimos a nuestro hijo. En fin, algo parecido a un cuento de navidad.