28/12/10

La belleza robada

El cine cumple hoy 115 años. A menudo se evoca el espanto de los espectadores aquel día de los inocentes de 1895 ante la proyección de L'Arrive d'un train en gare de la Ciotat y aun de su alocada huida de la sala. (Una vista de los Lumière -catalogada como la nº 653- que, por cierto, no podía figurar en aquel programa inaugural, se filmó -y proyectó por primera vez- en enero de 1896.) Confieso que experimenté algo parecido a un desencanto cuando leí que no hay rastro documental de semejante impacto en el público y quizá sólo se trata una buena historia, un relato mítico acerca de los orígenes del cine, una leyenda a propósito de la naturaleza espectral del cinematógrafo. Pero esa decepción se vio compensada por el desvelamiento de las reacciones de los espectadores que sí están documentadas, y profusamente documentadas durante el año 1896.


Aquellos primeros espectadores experimentaron sentimientos de asombro, incredulidad, embeleso o alucinación ante los efectos -las impresiones- de realidad de aquellas primeras películas, ante la cantidad y calidad de los detalles con que reproducían el movimiento de la vida: el humo de las chimeneas y los cigarrillos, las nubes del cielo y del vapor de las máquinas, las olas, los reflejos de la luz, los destellos del fuego, las muchedumbres... Hasta tal punto que los espectadores incluso ven "los colores de la vida". Era el espectáculo de lo visible lo que cautivaba en aquellas vistas de los Lumière: lo extraordinario de lo ordinario. Godard define a Lumière -a través de Jean-Pierre Léaud en La Chinoise- como un pintor, el último pintor impresionista; de hecho, hay una cierta predilección en las películas de los Lumière por las búsquedas de los impresionistas que Jacques Aumont cifra en  la aprehensión de lo impalpable y de lo fugitivo, como la luz y el aire.


Uno de aquellos espectadores de las primeras proyecciones de los Lumière en el Salon Indio del Gran Café en el nº 14 del bulevar de los Capuchinos, aquel 28 de diciembre de 1895 en París, fue Georges Méliès, es decir, el que consideramos como el creador de las primeras películas de ficción fue uno de los primeros espectadores de cine, o por decirlo como le gustaba precisar a Robert Bresson, del cinematógrafo.


Quizá resulte sorprendente la reacción de Georges Méliès ante aquellos filmes; por ejemplo, cuando evoca el Desayuno del bebé  deja de lado las muecas de la niña o el apuro de los padres ante la presencia -voyeur- de la cámara, Méliès destaca sólo un aspecto: al fondo de la imagen hay árboles y las hojas se mueven. Lo que cautiva al futuro cineasta de lo fantástico es el espectáculo maravilloso del viento en las hojas, la belleza fugitiva que la cámara de cine atrapa como sin querer, de forma inocente. Esa capacidad para capturar lo azaroso fue el verdadero combustible de la vitalidad del cine en aquellos primeros años, en la era del (mal) llamado cine primitivo.

Hasta que el cine se convirtió en una industria y el mercado impuso un modelo de producción basado en el rodaje en estudios, donde el guión, los planes de producción fabriles y los storyboards neutralizaban cualquier imprevisto, donde los efectos de realidad devinieron efectos especiales y en busca de la transparencia en la representación se desterró el azar. Un azar que John Ford no dudó en incorporar al filmar la tormenta en La legión invencible o Howard Hawks cuando las nubes ocultan el sol durante un entierro en Río Rojo, como quien recupera la inocencia perdida del tiempo de los orígenes, de la aurora del cine. Porque todo acto de resistencia es un acto de memoria.

En el cortometraje Valimo (La fundición) de Aki Kaurismäki 
incluido en la película colectiva Chacun son cinéma (2007), 
los obreros de una fábrica emplean su tiempo para el bocadillo 
en ir al cine a ver  La salida de la fábrica de los Lumière
Puro humor de Aki


Eric Rohmer, desde la modernidad cinematográfica, reivindica también esa visión del mundo que es imposible crear en un estudio, donde haya espacio para la epifanía de lo visible, una reivindicación que cobra una especial resonancia hoy ante la proliferación de los mundos virtuales de las imágenes generadas por ordenador; reclama, en fin, la belleza de lo viviente, de las huellas de lo real que reconocemos en la presencia del azar, una belleza que el cine no debe inventar, sino descubrir, capturar como si fuera una presa, casi llegar a robársela a las cosas. La belleza robada del cinematógrafo: he ahí la encrucijada de los orígenes y del porvenir del cine, la memoria de la mirada inocente que aprehende el viento en las hojas.

27/12/10

Poética de los navajos

Emilio Cecchi -el escritor italiano, padre de la guionista Suso Cecchi D'Amico- aprovechó las vacaciones como profesor visitante en Berkeley, a principios de los años treinta del siglo pasado, para viajar por California, Nuevo México y México. En 2007, la editorial Minúscula publicó México, un delicioso librito que recoge las crónicas de aquel viaje. En Santa Fe, visitó el Museo de Arte Indio donde pudo contemplar algunas de las más bellas muestras del arte textil de los navajos que habían sido tejidas un siglo o siglo y medio antes en una austera combinación de tintas rojo sangre, azul eléctrico o gris tórtola; un arte textil en el que Emilio Cecchi reconoció una lección de poética:


Cuando una mujer navaja está a punto de acabar uno de esos tejidos, deja en la trama y en el dibujo una pequeña fractura, un defecto, "para que el alma no quede prisionera dentro del trabajo". Esta me parece una profunda lección de arte: prohibirse, deliberadamente, una perfección demasiado aritmética y cerrada. Porque las líneas de la obra, soldándose invisiblemente sobre sí mismas, constituirían un laberinto sin salida; una cifra, un enigma del que se ha perdido la clave. El primero que caería en el engaño sería el espíritu que ha creado el engaño.


¿Y no es acaso la explicación de por qué ciertos grandes artistas pusieron siempre en su propia obra un signo de inacabado, casi una invitación al misterio, a la colaboración natural? Temían que la obra, en cierto modo, quedara viciada y maldita si se quedaban dentro "prisioneros". Sabían que sería más viva en virtud de un descuido que demostrara que el hombre, en el acto mismo de crear, reconoce la fatalidad de su propia imperfección.

Una mujer navaja tejiendo, en los años 20

22/12/10

El sueño de un fantasma


Caí en la tentación de leer un par de párrafos junto a la mesa de novedades de la librería:

... puede que la inmigración, el exilio, el desarraigo, la condición de paria, sea la forma más eficaz que un hombre o una mujer pueden encontrar para tomar conciencia de la naturaleza arbitraria de su propia existencia. ¿Quién necesita un psiquiatra o un gurú cuando todo el mundo le pregunta quién es en cuanto abre la boca y se nota el acento?

Después de haber viajado en incómodos trenes de mercancías, en camiones descubiertos y en sucios trasatlánticos, éramos un enigma incluso para nosotros mismos. Al principio era difícil de asumir; pero poco a poco fuimos acostumbrándonos a la idea. Empezamos a saborear nuestra nueva condición, a disfrutar de ella. No ser nadie me parecía muchísimo más interesante que ser alguien. Las calles estaban atestadas de "álguienes" con aire de seguridad. La mitad del tiempo los envidiaba; pero la otra mitad me daban pena. Sabía algo que ellos desconocían, tenía la certeza que sólo se alcanza cuando la historia te da una buena patada en el culo: que en cualquier esquema ambicioso los individuos son superfluos e insignificantes. Que las personas que no son conscientes de que les puede suceder lo mismo que a nosotros en cualquier momento pueden llegar a ser despiadadas.

¡Qué próximo -qué prójimo- suenan estas palabras! ¡Qué radicalmente literarias! ¿Acaso puede concebirse una experiencia más radical de extrañamiento que preña toda escritura? No ser otro sino ser nadie. Entonces me tentó leer otro par de párrafos:

La primera vez que vi "Ladrón de bicicletas" fue a finales de los años cuarenta. Por lo general, sólo me interesaban las películas americanas, sobre todo del Oeste, pero en los días gloriosos del estalinismo apenas se importaban. Veíamos todo tipo de películas soviéticas y algunas francesas e italianas consideradas "progresistas". Lo triste del arte realista socialista es que hasta un niño de diez años encuentra que tanto los personajes idealizados como el mensaje implícito son aburridos y poco naturales. Fui a ver la película de De Sica con ciertas reservas y me sorprendió que me conmoviera de una forma tan profunda.

(...) A lo largo de los años he visto la película unas cuantas veces más, y siempre pienso lo mismo: éste es el aspecto en blanco y negro, granulosos, que tenía mi infancia. (...) El mundo desde el punto de vista de un pobre niño de ciudad.

Al maestro, las películas neorrealistas -y sobre todo Ladrón de bicicletas- le devolvían al Ourense de su infancia o más concretamente, como le gustaba precisar al escultor Luis Borrajo con una sonrisa pícara y tierna, a la rive gauche del Barbaña donde correteaba de niño y miraba el mundo con los ojos muy abiertos.


Y me llevé el libro. Qué razón tenía Oscar Wilde: la única forma de librarse de la tentación es caer en ella. Se titula Una mosca en la sopa, las memorias de infancia y juventud de Charles Simic, uno de los mayores poetas en lengua inglesa de ahora mismo, dicen. También me gustó el nombre de la editorial, Vaso Roto, con reminiscencias de Hölderlin como prueba la cita de la solapa en la cubierta posterior: A veces la divina naturaleza se muestra divina a través de los hombres, y así la reconocen los mortales. Mas el mortal, ya fatigado con sus deleites la anuncia: ¡Oh!, dejad que ella luego quiebre el vaso, para que no sirva para otro uso, y lo divino se convierta en cosa humana.  Es una obra bien editada, un volumen leve y sensual con un papel gustoso de hojear y una bella cubierta, aunque con algunas erratas -qué libro se libra de ellas hoy día-. Disfruté (como un niño) leyendo Una mosca en la sopa.


Charles Simic narra con humor el periplo  que lo trae desde su Belgrado natal hasta Nueva York, un itinerario amojonado con libros y películas, como aquellas que vio en París a sus quince años en 1953:

Con el poco dinero que tenía no me podía permitir ir a los cines de estreno. Frecuentaba y me conocía al dedillo todas las salas de mala muerte de la ciudad. Mis guaridas predilectas eran los cines de la Avenue de la Grand Armée en la que sólo programaban películas del Oeste; (...) y el Cine Mac Mahon de la avenida homónima, donde vi una docena de veces "Cantando bajo la lluvia".

(...) Además yo estaba profundamente enamorado del cine americano.

No sabía que se llamara así, por supuesto. Había visto "La jungla de asfalto" y "Cayo Largo" en Belgrado, me habían encantado y buscaba más de lo mismo. En aquella época en todos los cines se podían ver fotos de la película en cartel para que la gente se hiciera una idea. A mí me bastaba con una rápida ojeada. Si veía a un tipo duro apuntando a una rubia que fumaba y enseñaba unas piernas interminables, encaramada al taburete de un bar, entraba disparado, aunque la película estuviera empezada. (...) Era íntimo de Veronica Lake, Lauren Bacall, Ida Lupino e incluso de Gloria Grahame, pero a Gene Tierney no la conocí hasta que vi "Laura".


Bueno, supongo que ya imagináis por qué me gustó tanto Una mosca en la sopa, cómo no iba a disfrutar si en tantas páginas las memorias de Simic eran mis memorias, sobre todo cuando llega al territorio Gene Tierney. Ya lo sabéis, yo también fui un niño que se enamoró de ella en Laura:

Nos conocimos en un viejo y cavernoso cine de la Avenue des Ternes. Había una docena de espectadores dispersos. La acomodadora superflua y confiada me acompañó hasta la butaca en la oscuridad y se embolsó la propina. Si no le dabas la cantidad adecuada, volvía, te enfocaba con la linterna y te echaba una bronca delante del resto del público por roñoso. Yo siempre contaba la propina una y otra vez antes de dársela, pero a pesar de ello, hasta que no pasaba un cuarto de hora esperaba aterrorizado a que volviera.

(...) Fue Tierney, con su cabello moreno y su belleza serena y sensual, la que me dejó tocado aquel día. Con su aire refinado y su acento aristocrático, parecía un alma bondadosa y comprensiva. Y sin embargo por mucho que la examinara para mí era una máscara, un enigma tentador. (...) Puede que en sus ratos libres Laura fuera una prostituta de lujo o una adicta al opio. Recuerdo que me fui acercando sigilosamente hasta la primera fila para escudriñarla más cerca.

Vi la película tres veces seguidas. (...) Pensé en esconderme detrás de una de las pesadas cortinas de la sala, pasar allí la noche y seguir contemplando a Tierney al día siguiente. Estuve a punto de hacerlo. Se me hacía muy cuesta arriba salir en ese estado de excitación a la tarde oscura y lluviosa, sentirme culpable por faltar a clase y pensar que mi madre se estaba volviendo loca de preocupación. "La muerte es la madre de la belleza", dijo el poeta. ¡Y qué razón tenía! me moría de miedo tanto por el torbellino que sentía dentro de mí como por tener que ver a  mi madre.


Es muy sugerente Simic a la hora de hilvanar aquel enigma tentador. Gene Tierney desprende un halo opiáceo y ella misma tiene por momentos un aire de opiómana, por algo Josef von Sternberg la eligió para The Shanghai Gesture (1941), que aquí, cuando se estrenó a comienzos de los 50, titularon El embrujo de Shanghai, una película que fascinó por igual, quizá el mismo día y a la misma hora, uno en un cine de Barcelona y otro en un cine de San Sebastián, a Juan Marsé y Víctor Erice.


A los diez  minutos de la película aparece en el casino -un antro de todos los vicios- que regenta Madre Gin Sling interpretada por Ona Munson, Gene Tierney encarnando a Victoria Charteris, la hija de un especulador inmobiliario interpretado por Walter Huston, que en el curso de la película se convertirá en Poppy.


Con sus primeras frases, pronunciadas con delectación, se retrata y coloca ya el pie en el primer peldaño del descenso a los infiernos:

Este lugar es algo especial, sin duda. Otros lugares a su lado parecen jardines de infancia. Se respira una atmósfera depravada. Jamás  creí que pudiera existir en otro lugar que en mi imaginación. Como una reminiscencia de pesadillas olvidadas. Aquí todo puede ocurrir. Cualquier cosa.


Y Simic destila también el aquel necrófilo de Laura (1944). De ahí la pregnancia de la película, por así decir, su persistencia retiniana. Gene Tierney aparece también a los diez minutos pero en un retrato, el enigma tentador, y a los quince la vemos de espaldas y se vuelve hacia nosotros, la vemos por primera vez, pero en un flashback fruto de la evocación de Waldo Lydecker -un estupendo Clifton Webb-, el recuerdo de una muerta. No será hasta el minuto 45 cuando aparece viva, en el presente del relato, por lo visto no estaba muerta. ¿O sí? Porque medio minuto antes la puesta en escena -necrófila, cómo si no- de Otto Preminger cuaja en un travelling decisivo. Me explico, es de noche, llueve, Mark Mcpherson, encarnado por Dana Andrews, el detective que investiga el asesinato de Laura, lleva horas -diez minutos en tiempo fílmico- en el apartamento de la difunta, leyendo su correspondencia, curioseando en su cómoda, oliendo su perfume, acariciando sus vestidos, acercándose y alejándose del retrato de Laura, bebiendo, poseído por un fantasma de su imaginación... El propio Waldo Lydecker se lo ha advertido: Lleve cuidado McPherson o acabará en un manicomio. Con seguridad sería el primer paciente enamorado de un cadáver. El detective sigue bebiendo, se sienta en el sillón junto a la chimenea presidida por el retrato de Laura, trata de resistir la tentación de abismarse en la fantasía necrófila pero es inútil. La cámara se acerca en un travelling hasta el primer plano de McPherson mientras se queda dormido vuelto hacia nosotros. Pasan apenas un par de segundos en el plano sostenido sin cortes y retrocedemos en travelling para componer al detective dormido y encima el retrato de Laura. Escuchamos el chasquido de la puerta. Y Laura entra en su apartamento. Cuando despierta, Mcpherson no puede creer lo que ve, allí está su fantasma y su retrato. El enigma tentador.


Pero ese travelling nos ha instalado en un territorio movedizo, por qué no ver el resto de la película como la materialización onírica de la pasión necrófila de un detective cautivo de una mujer que sólo existe ya en su imaginación. De una mujer muerta. Como si la fantasía hubiera invocado su presencia y acudiera el fantasma de Laura. De  Gene Tierney, esa mujer que conjugaba la carnalidad con un aquel quimérico -esos tocados imposibles y esos vestidos que sólo ella podía llevar-, trasfigurada siempre por el cine en un sueño de celuloide. Quizá por eso uno siempre sintió envidia por quienes veían Laura por primera vez pero pregonaba su culto como un traficante de opio. De Gene Tierney, tan bella que enamoraba al fantasma del capitán Daniel Gregg en El fantasma y la señora Muir (1947) de Joseph L.Mankiewicz, quizá la Gene Tierney que se quedará con nosotros para siempre. Como el sueño del fantasma que seremos.


Aquel niño que era Simic, como el que yo era, siguió buscando a Gene Tierney, cualquier película que le permitiera verla y, como en los periódicos y revistas no aparecía la lista completa de los actores recorría la ciudad entera para examinar los carteles de las películas, y aun así no era suficiente: Me pasaba horas delante del espejo. A veces, Laura se reunía allí conmigo.


Y para dar cuenta de su complicada vida imaginaria echa mano de El moderno Sherlock Holmes (1924), una película de su cineasta favorito, Buster Keaton (os dejo un texto que le dedica Simic en el blog de The New York Review of Books con algunos fragmentos gozosos de sus cortos de principios de los 20),


en la que encarna a un proyeccionista que se queda dormido y sueña que se mete en la película que está proyectando en ese momento y se encuentra a merced de las escenas que se suceden en la pantalla: Así era mi relación con Tierney. Jugábamos al escondite entre el sueño y la realidad.


Y el embeleso de Simic -nuestro embeleso- con Gene Tierney continúa hasta que consigue ver Que el cielo la juzgue (1945) de John M. Stahl. Aquí aparece en un tren, se acaba de dormir y el libro que estaba leyendo se desliza de sus rodillas y cae al suelo. Cornell Wilde lo recoge. Ella se despierta, hermosa, la película es en color, pero nunca estará más bella que en blanco y negro. En fin, Cornell Wilde interpreta al autor del libro que lee Gene Tierney, el sueño de cualquier escritor, un pretexto que pespunta Una bella desconocida, una estupenda crónica de Javier Cercas sobre lo que leen las mujeres -podéis leerla en Relatos reales (Acantilado)-, aunque confunde a Cornell Wilde con Tyrone Power y asegura, quizá con un efecto retórico, que no se acuerda del título de la película. El caso es que el sueño del escritor se convierte en una pesadilla y Gene Tierney nos revela su reverso tenebroso. Simic salió trastornado de esa película y desde ese día pudo fijarse en otras mujeres, y aun buscarlas por las calles como quien busca desesperado la luz del día para librarse de un mal sueño.


Una mosca en la sopa hilvana la formación de un poeta, o más bien, del poeta en que se convirtió aquel niño que a los quince años se enamoró de Gene Tierney:

El poeta desea rescatar un rostro, un estado de ánimo, una nube en el cielo, un árbol en el viento y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos.

Pero todo poema es también un acto de desesperación, porque el mundo es inmenso, el poeta está solo y el poema no es más que una pluma que rasga el silencio de la noche:

Además, la mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor con la página como moscas en el calor del verano, y el poema le debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más.

Robert Frost y Wallace Stevens, ca. 1940

En la poética de Simic hallamos ecos de Wallace Stevens -la poesía debe ser irracional / la lengua es un ojo / el poeta siente con desmesura la poesía de todo-, uno de sus poetas de cabecera:

Un gran defecto de la poesía, o uno de sus mayores atractivos -depende de cómo se mire- es que pretende abarcarlo todo. A la fría luz de la razón, escribir poesía es imposible.

Y Simic trata de abarcarlo todo, los cerdos y las cucarachas -motivos poéticos que le reprochaba un editor que rechazó uno de sus libros- y también una mosca en la sopa.  

Os dejo un poema de Charles Simic en una traducción de Jordi Doce para abrigarse este invierno recién llegado:


Descripción de algo perdido

Nunca tuvo nombre,
y tampoco recuerdo cómo lo encontré.
Lo llevaba en mi bolsillo
como un botón perdido,
aunque no era un botón.

Películas de vampiros,
cafeterías abiertas toda la noche,
bares oscuros
y salas de billar
en calles aceitadas por la lluvia.

Llevaba una existencia tranquila y anodina,
igual que una sombra en un sueño,
un ángel en un alfiler,
y entonces lo perdí.
Los años transcurrieron con su hilera

de estaciones sin nombre,
hasta que alguien me dijo, «Es ésta»,
y, estúpido de mí,
me bajé en un andén desierto
sin ninguna ciudad a la vista.

20/12/10

En la carretera

Alicia, la niña de Alicia en las ciudades de Wim Wenders ve una polaroid del ala de un avión con nubes en el cielo y exclama: "¡Qué bonita, tan vacía!" Y esas palabras podrían referirse a la película entera que enhebra planos vacíos y tiempos muertos en el tejido de una road movie. A mí también me gustan las fotos vacías. Y los planos vacíos. Y los tiempos muertos. Planos donde la mirada se aventura. Tiempos donde la mirada se abisma. Si vemos bien, toda aventura requiere, encierra y representa lecciones de abismo, como bien nos enseña el profesor Lidenbrock en Viaje al centro de la tierra de  Julio Verne, lecciones que el otro Julio, Cortázar, convierte en pórtico de su ensayo sobre Paradiso de Lezama Lima (autor del que ayer se cumplió el centenario), un viaje a través del lenguaje en busca de una imagen de lo invisible y cuyo medio de transporte -también en el sentido de transporte místico- son las palabras, una road movie, digamos, de palabras que saben -de saber y de sabor-. Ya conté aquí más de una vez cuánto me gustan las road movies, más que películas de carretera, en la carretera. Si hay alguna película que podríamos definir como la road movie esencial, la más poética, la más abstracta de las road movies, donde los planos vacíos y los tiempos muertos se conjugan en un viaje a ninguna parte, una road movie tan desnuda que transfigura el género mismo de las road movie-, esa película es Two-Lane Blacktop (1971), titulada aquí Carretera asfaltada en dos direcciones, quizá la obra maestra de Monte Hellman.


Dos tipos en un Chevrolet del 55 modificado. No sabemos sus nombres, sólo su función: el Conductor y el Mecánico. Y una autoestopista: la Chica. Tres personajes encarnados por no-actores: el cantante country James Taylor, el batería de los Beach Boys Dennis Wilson y la fotógrafa y modelo neoyorquina Laurie Bird. Ninguno hizo carrera en el cine: ellos siguieron su carrera musical -Dennis Wilson murió ahogado en el mar- y  ella hizo otras dos películas y se suicidó a los 26 años en el ático de Manhattan que compartía con Art Garfunkel. Y tratándose de una película de Monte Hellman no podía faltar su actor fetiche, el gran Warren Oates encarnado a GTO, o sea, como el modelo del Pontiac que conduce, y que apuesta con los del Chevy en una carrera de oeste a este hasta Washington DC, aunque la apuesta y el objetivo son meros pretextos, porque Carretera asfaltada en dos direcciones opera desdramatizando el viaje y reduciéndolo a sus términos elementales: la carretera como geografía y destino, como única motivación existencial.  


Carretera asfaltada en dos direcciones fue la única película de Monte Hellman producida por un gran estudio -la Universal- gracias a una decisión personal de Ned Tannen. Es de esas películas "imposibles" que amojonan el mejor cine americano de los 70. Monte Hellman trabajó a partir de un guión de Rudy Wurlitzer, autor también del guión de Pat Garret y Billy the Kid de Sam Peckinpah y decidió que los actores y el equipo debían vivir el viaje que contaban, realizando el mismo trayecto de los personajes, hasta el punto en que el rodaje se convirtió en el documento de una experiencia, llegando incluso a rodar algunas escenas con cámara oculta. Un método que, por otra parte, ayudaba al trabajo de los no-actores y creaba una comunidad nómada que se correspondía con los errantes que vagan por la película. Monte Hellman creaba así una estimulante y productiva contigüidad entre los mundos delante y detrás de la cámara.

Rodaje de Carretera asfaltada en dos direcciones


Quizá en ninguna otra road movie se palpa la carretera, la sensación física del viaje, la variaciones meteorológicas, las mutaciones en la tonalidad de la luz, la iconografía -los coches, los bares de carretera, los juke-box, las gasolineras...-, las texturas sonoras... Y todo ello despojado del aura romántica o mítica que pudiera remitir, pongamos por caso, a En el camino de Kerouac, y de la fascinación visual por la belleza de las imágenes. La belleza de Carretera asfaltada  fotografiada por Jack Deerson y Gregory Sandor, y montada por el propio Monte Hellman, aflora en el curso de la película, en la articulación de los planos, no en la belleza de sus imágenes.

Arriba, Monte Hellman (con el visor) 
prepara un plano; abajo, a la dcha. (con el guión) 
ensaya una escena con James Taylor y Laurie Bird


A menudo se ha hablado de la filiación bressoniana  a propósito de la estilización en las interpretaciones, así como de la austeridad y aun de la sequedad, en fin, de la depuración formal de Carretera asfaltada. Pero, más allá de la sobriedad en la concepción de la película y del laconismo de los protagonistas -un hieratismo que acentúa la pulsión fabuladora de GTO-, no hay ningún rasgo estilístico que recuerde al director de Au hasard Balthazar. Monte Hellman practica, por así decir, una poética de la sustracción y es ahí donde su cine se emparenta con el de Bresson, no en las formas en que se materializa. Despoja la película de nutrientes dramáticos, desertiza la trama y deja el cuerpo del relato en puro hueso, y en esa superficie desnuda una pincelada basta para provocar una conmoción.

Carretera asfaltada enseña al ojo a viajar en el vacío y a encontrar el compás en los tiempos muertos. Y le basta muy poca cosa para revelar el alma de los personajes y su derrota, como cuando el Conductor enseña a conducir a la Chica: es su forma de decirle cuánto la ama. Con tan poca cosa es mucho lo que aflora, porque el viaje a ninguna parte nos habla -y de forma elocuente- del punto muerto existencial en el que viven los personajes y de la necesidad de amor que el desplazamiento físico, el desencanto íntimo y la desorientación vital les impide experimentar. Entonces descubrimos que Carretera asfaltada trata de un viaje interior cuando ya no hay ningún sitio adónde ir y el final de la película sólo puede materializarse en la pura incandescencia. Un plano arde y se vacía: el tiempo muerto perfecto.


En realidad, si hay que buscar alguna filiación en Carretera asfaltada en dos direcciones podríamos encontrarla en Beckett. El Beckett que Monte Hellman montó con su compañía de teatro en los cincuenta -Esperando a Godot, claro-, antes de entrar en el mundo del cine a través de la factoría Corman. Un Beckett on the road.

18/12/10

Un viaje por la memoria del cine


Si éste fuera un país que respetara el cine... Ya empecé con la misma subordinada otro día. Y ahora se me ocurren varias posibilidades para la principal. Por ejemplo, un ministro de educación defendería la proyección de las películas en versión original por la misma razón que combatiría la amputación de El jardín de las delicias, es decir, porque defendería siempre la integridad de una obra de arte, y no porque la versión original mejore el conocimiento de idiomas. Pero el ministro de educación y tantos contribuyentes piensan que el cine es, sobre todo, un medio de entretenimiento, porque, si el público pensara que es un arte, en los medios el cine recibiría otro tratamiento. Bastará un ejemplo.

Víctor Erice y Alain Begala en Gijón

El pasado día 23 de noviembre se proyectó en el Festival de Cine de Gijón  Víctor Erice: París-Madrid, Allers-Retours de Alain Bergala, una pieza de 67 minutos de duración que forma parte de Cineastas de nuestro tiempo, la serie impulsada por Janine Bazin -la mujer de André Bazin- y André S. Labarthe en 1964. Ya comenté aquí la película sobre Víctor Erice, pero la proyección de Gijón tenía carácter de estreno en España y, al final, los espectadores pudieron mantener un coloquio con el cineasta -que no prodiga precisamente su presencia- y con Alain Bergala. Quizá convenga señalar que la serie Cineastas de nuestro tiempo incluye piezas sobre John Ford, Jean Renoir, Fritz Lang, Erich Rohmer o Andrei Tarkovski; se trata, por tanto, de una serie que merece el adjetivo de mítica. Si a eso añadimos que hablamos de Víctor Erice, el más grande de los cineastas españoles, pero sobre todo un artista fundamental de nuestro tiempo y el autor de algunas de las obras más hermosas de la historia del cine, entonces resulta imperdonable que el estreno en Gijón de la película sobre su mirada haya encontrado cobertura únicamente en los llamados periódicos de provincias -¡bien por ellos!-, y demuestra de forma palmaria que en este país no se respeta el cine ni, sobra decirlo, se lo considera un arte.

No pudiendo asistir a ese estreno -y bien que lo sentí- me entero, gracias a los periódicos de provincias -¡mil gracias!-, de lo que Víctor Erice contó en el coloquio con los espectadores que asistieron a la proyección de la película de Alain Bergala, por ejemplo que eligió rodar en los alrededores de Llanes su película Alumbramiento -incluida en Ten Minutes Older- para poder captar la manera tradicional de segar que había visto en su niñez: Es casi una manera de hacer arqueología, algo de lo que se sirve el cine para capturar el tiempo. Hubiera sigo un cierre perfecto para la entrada de la guadaña.

A los futuros cineastas que lo escuchan les transmite su mirada sobre el cine, quizá porque tiene la conciencia de que, por edad y trayectoria vital, mi camino como cinéfilo y cineasta está a punto de desaparecer, por eso creo que es importante dejar mi pequeño testimonio a los jóvenes que empiezan. Y por eso les advierte que el cine es un medio de conocimiento, que rodar una película significa salir al encuentro con lo desconocido, que el cine no es una cuestión de imágenes sino de planos, donde respiran las imágenes; que la belleza de un plano, su justificación, es algo muy distinto a la belleza de una imagen. Quizá, apremiado por la urgencia de decir lo esencial, Erice no cae en la cuenta de que puede llevar años comprender el valor de un plano y, quién sabe si toda una vida, que el cine se juega entre un plano y el que le sigue, porque ahí, en esas junturas, quien respira es el cine.


Víctor Erice sigue rodando en solitario con su mini-DV un proyecto que puede verse como un diario de viaje por los lugares donde se rodaron aquellas películas fundacionales en su formación como cinéfilo y cineasta: la casa de Anna Magnani en Roma, città aperta de Rossellini, la calle Montcada donde André Malraux rodó algunas escenas de Sierra de Teruel (Espoir), la estación de Lyon donde Bresson rodó algunas secuencias de Pickpoket, la calle donde muere Michel Poiccard en À bout de souffle de Godard... Una escritura cinematográfica que hilvana las huellas del cine en los lugares de la memoria de espectador, una verdadera topografía de las emociones cinéfilas. Quizá porque, ante la polución audiovisual, hay que partir a la busca de las imágenes primordiales en un viaje por la memoria del cine.

Cuando terminó el coloquio, los espectadores fueron saliendo, tras la noche del cine, a la noche de Gijón. Algunos se quedaron en las butacas, quizá aguardando el momento de acercarse al cineasta, quizá buscando en su interior las palabras que acierten a cifrar lo que sus películas significan para ellos -sé lo inútil que resulta-, quizá simplemente para saludarlo aunque quisieran abrazarlo para que no se sienta tan solo, o quién sabe si tratan de recomponerse después de las emociones vividas e irse sin romper el velo de silencio que lo envuelve. Entonces, una mujer se levanta en una de las últimas filas y desde el fondo de la sala se acerca a Víctor Erice. Es Ana Torrent, la protagonista de El espíritu de la colmena, que casi cuarenta años después preside el jurado del Festival de Cine de Gijón. Y se funden en un abrazo.

Ana Torrent en El espíritu de la colmena

Supongo que nada de esto era lo suficientemente importante para ser contado en los periódicos e informativos nacionales. Como tampoco, por lo visto, el propio Festival de Cine de Gijón, quizá porque su programación se nutre de las películas menos comerciales, de los autores que buscan su filiación en el cine como arte más que en el cine como industria, o dicho de otra forma, en el cine que sale al encuentro con lo desconocido, tal como lo entiende Víctor Erice. Dudé si contarlo aquí, pero era demasiado precioso como para no ser contado en esta escuela. No me lo perdonarían los dioses lares del cine.

17/12/10

Fierritos

Ayer, mientras escribía sobre el hallazgo de Galicia en Moscú, recordé algunas anécdotas que el maestro me había contado a propósito de Carlos Velo en México. Aun lo estoy viendo mientras narra aquella historia del fierrito.

Juan Rulfo

Juan Rulfo trabajaba en el guión de Paloma herida (1963) con el director -y actor y guionista- Emilio Fernández -El Indio le decían- en la casa-fortaleza del cineasta en Coyoacán, obra del arquitecto Manuel Parra.

El Indio Fernández

Casa de El Indio Fernández en Coyoacán

Aunque Juan Rulfo no levantaba la voz, o quizá por eso, en el fragor de la cocina de una escena El Indio se puso furioso y el escritor, aun encogido en el asiento, no daba el brazo a torcer. Empujado por uno de sus arrebatos, el cineasta sube la escalera en espiral hacia sus aposentos. Juan Rulfo se teme lo peor y aprovecha para un mutis apresurado. En la puerta se topa con Carlos Velo, que llega de visita, y le explica la razón de su rauda fuga: El Indio lo quiere matar por un desacuerdo en una vuelta de tuerca.

Juan Rulfo  en compañía de Carlos Velo, 
que llevó al cine Pedro Páramo 

Efectivamente, en lo alto de la escalera aparece El Indio cargando un pistolón con meridianas intenciones, pero en cuanto  le pone los ojos encima a Velo exclama: ¡Carlitos, mi cuate! Y bajando los escalones de dos en dos, pistolón en mano, acaba fundiéndose en un gran abrazo con el recién llegado mientras Juan Rulfo no sabe si irse o quedarse. Velo le pregunta por el pistolón y El Indio le quita importancia: Un fierrito nomás para iluminarle a Juanito una escena que no le entra en las entendederas. Al rato, tequila va tequila viene, ya se había olvidado de la vuelta de tuerca del guión y del fierrito porque aquel día Velo ejerció de ángel de la guarda, otra de las funciones que le competen también, llegado el caso, a los cineastas.    

Huston con su hija Anjelica y Donal McCann
en el rodaje de Dublineses

Ese viernes que nos quedamos en tierra, en un quiosco del aeropuerto de Santiago hojeé una revista donde la hija de Akira Kurosawa, Kazuko, evocaba las cien películas favoritas de su padre -entre ellas, por cierto, El espíritu de la colmena de Erice y Dónde está la casa de mi amigo de Kiarostami- y lo que sobre cada una le había comentado. A propósito de Dublineses, Kurosawa le contó que al rodar la película, John Huston se estaba muriendo y tenía que inhalar oxígeno constantemente. Su espíritu y su ánimo se proyectan con mucha fuerza en toda la película. Muy poco antes de morir se enfadó mucho con la productora y un día, en un ataque de rabia dijo a los que estaban a su alrededor: ¿Tenéis pistolas? ¡Pues matadlos! Esas fueron sus palabras. Y porque estaba en silla de ruedas que si no hubiese empuñado él mismo los fierritos y se iban a enterar del aquel (mexicano) de John Huston, gran amigo de El Indio Fernández.

Felipe Cazals

Álvaro del Amo, el guionista de, pongamos por caso, Amantes de Vicente Aranda, me contó que a mediados de los ochenta acompañó al cineasta mexicano Felipe Cazals a la proyección de su película Los motivos de la luz en el Festival de San Sebastián. En la puerta de la sala un grupo de batasunos que pretendía la suspensión del certamen en solidaridad con... No recuerdo el pretexto, el caso es que los batasunos les gritaban ¡fascistas! a quienes asistían a la proyección. Desde la entrada de la sala, Felipe Cazals se volvió hacia ellos y comentó: Si tengo un fierrito a mano, me los trueno.

Marilyn Monroe, que en febrero de 1962 visitó a El Indio Fernández en su casa de Coyoacán -lástima no tener fotos de aquel encuentro-, cantaba aquello de "los diamantes son el mejor amigo de una chica". De los cineastas (mexicanos), eran -¿son?- los fierritos.

16/12/10

Galicia desde Moscú


Si éste fuera un país que respetara el cine, la noticia se hubiera leído en la primera plana de El País. Pero como no es el caso -aunque sí un caso-, la noticia sólo puede leerse en la "edición gallega". La película Galicia, que Carlos Velo había terminado en 1936, pocos días antes del comienzo de la guerra civil, que llevaba perdida desde la derrota de la República y sólo en 1985 el propio cineasta pudo mostrar un fragmento de los 20 minutos que dura, apareció en Moscú y se ha depositado en el CGAI. Cuánto se alegraría el maestro -que conoció a Carlos Velo en México y del que me contó jugosas anécdotas-, seguro que me hubiese llamado para celebrarlo.

Fotograma de Galicia de Carlos Velo incluido en Ispanija
un filme de montaje de la cineasta soviética Esfir Shub 
producido durante la guerra civil española

Es muy probable que no quede nadie vivo entre los que una vez vieron Galicia. Ya nadie vive de los que la hicieron. Quizás no viva nadie de los que aparecen en la película. Nadie ha visto Galicia y se van muriendo los que vieron aquella Galicia de 1935 y 1936. Durante décadas se habló de Galicia y ya nadie contaba con que apareciera, y a fuerza de desaparecida se había convertido en una leyenda, como Mariñeiros (1936) de José Suárez de la que ya hablé aquí, ¿aparecerá también algún día?

Basta con mencionar algunos nombres de los que participaron en la producción de Galicia, además de Carlos Velo, autor durante su exilio mexicano de Torero (1956), una obra de referencia en el cine documental, para comprender la apuesta cinematográfica que representaba la película: el etnógrafo Xaquín Lourenzo, Castelao -diseñó los rótulos y créditos-, Rafael Dieste -colabora en el guión-, y el investigador del folklore Bal y Gay. Galicia quería hacerle un sitio a Galicia en el mapa del cine. Pero no en cualquier lugar de ese mapa, sino entre la vanguardia del lenguaje cinematográfico de su tiempo. Porque las obras de referencia para Carlos Velo y los cineastas de su generación eran el Dovjenko de La tierra (1930) y el Flaherty de Hombre de Arán (1934).

Fotograma de Galicia de Carlos Velo

Fotograma de La tierra de Dovjenko

Entre tantas orfandades derivadas de la guerra civil, también la del cine. A la cinematografía de este país le amputaron las raíces y las alas, las raíces que dotaban a las películas de una identidad y las alas que le permitían buscar nuevas y bellas formas donde cuajar lo propio. La guerra civil cortó los hilos de las generaciones siguientes con los que de forma natural debían ser sus maestros y les impidió ver las obras en las que podían reconocerse. La guerra civil truncó la posibilidad de aprender con los maestros y de producir un cine con mirada propia. Y si Carlos Velo se miraba en sus contemporáneos -Flaherty, Dovjenko-, tras la guerra fue imposible recuperar el aire de los tiempos ¿hasta que fue -es- demasiado tarde?  

Este mes, el profesor Vladimir Magidov encontró en un archivo de Moscú cuatro o cinco horas de cine rodado en Galicia durante la 2ª República. Entre esas horas de cine, los 20 minutos de la película de Carlos Velo; algunas de sus imágenes se habían pespuntado en Ispanija (1939), un filme de montaje dirigido por Esfir Shub. Con Galicia recuperamos la certeza de una quiebra, de una ausencia y de una pérdida. Irremediables. Y la alarma, me comenta Manolo González -mi historiador (de cabecera) del cine gallego-, sobre los tesoros custodiados en archivos que se las ven y se las desean para conservar el patrimonio cinematográfico, ahora que la crisis lleva aparejados recortes que devienen atentados memoricidas. Nadie se para a pensar que cualquier fragmento de película por humilde que sea a dieciséis o veinticuatro fotogramas por segundo atesora -mientras se conserva- una historia de amor de la luz por el tiempo. No otra cosa es el cine. Y en Galicia, esa historia de amor cobra visos de elegía por una Galicia perdida tras una derrota interminable.

Carlos Velo

Tiene su aquel de justicia poética que Galicia se haya conservado en Moscú. A Carlos Velo le encantaban esos planos en contrapicado -de las campesinas, de los segadores, de las pescantinas o de los arrieros- que enfatizan la figura humana, que dotan a los cuerpos de los trabajadores de una presencia casi escultórica, esos ángulos tan característicos del cine soviético. Carlos Velo les llamaba planos rusos. ¿Y dónde iban a guardarse mejor los planos rusos de Galicia que en Moscú?

14/12/10

Un cuento de navidad

Lo diré pronto: detesto la navidad. Para ser más preciso: detesto las navidades. Desde Nochebuena a Reyes. Los decorados, la iluminación y atrezo navideños, y no digamos los villancicos que invaden calles y comercios, despiertan el asesino que hay en mí. Apenas si encuentro memorables dos o tres escenas de las navidades de mi infancia; y no porque no tuviera reyes, por más economía de guerra que se practicara en la familia, nunca faltaron. Creo que todos los que detestamos las navidades sin padecer un trauma específico relacionado con ellas coincidimos en las razones, a la vez específicas y difusas, algo parecido a un mal cuerpo. Pues bien, aborreciendo esas fechas que ya están aquí -desde hace unos años están ya desde meses antes-, me gustan mucho algunos cuentos de navidad, empezando por el de Dickens o por La vendedora de fósforos de Andersen. También me gusta el uso que se hace de las navidades, pongamos por caso, en películas memorables como El apartamento, Plácido o El padrino. Y  cuentos de navidad que ha dado el cine en esta década como el de Arnaud Desplechin o el de Abel Ferrara. Pero si tuviera que elegir un cuento de navidad entre las películas, digamos clásicas, no tengo la más mínima duda: The Shop Around the Corner -titulada aquí El bazar de las sorpresas-, la obra maestra de Ernst Lubitsch estrenada el 12 de enero de 1940; entre otras cosas, porque no se nos presenta como un cuento de navidad, no se insiste en lo navideño, ocurre en esas fechas pero la curiosidad del espectador se despierta y se mantiene su atención por razones distintas, y sin embargo cumple con todos los requisitos de un cuento de navidad, aunque no se titule así. Por así decir, en la superficie de El bazar de las sorpresas, lo navideño es una cuestión adyacente, pero "La tienda de la esquina" deviene un cuento de navidad a través de la corriente profunda que fluye en el curso de la película.


La historia de la producción de El bazar de las sorpresas comienza en 1938, después del estreno de La octava mujer de Barba Azul. Lubitsch acaba de encadenar dos fracasos -de crítica y público- consecutivos, el anterior fue una gran película como Angel (1937). Después de haber sido (casi) todo en la Paramount, Lubitsch abandona el estudio que fue su casa durante los diez años con vistas a convertirse en productor independiente. La primera película iba a ser El bazar de las sorpresas y Lubitsch contrató a Samson Raphaelson para escribir el guión por un salario de mil dólares semanales y una participación de 5% en la recaudación bruta después de que el director -y productor independiente- cobrase los primeros 50.000 dólares de beneficios. Lubitsch nunca se mostró espléndido a la hora de pagar a los guionistas y el salario de Raphaelson puede considerarse modesto, pero quizá ajustado a la situación de un cineasta en horas bajas. Lubitsch y Raphaelson se basaron en Parfumerie, una obra de teatro de Nikolaus László estrenada en Budapest el 31 de marzo de 1937, y trabajaron en la adaptación entre finales de 1938 y principios de 1939. El guión introduce dos cambios muy significativos respecto a la pieza teatral: primero, Klara no trabaja en la tienda desde el principio, sino que asistimos a la escena en la que consigue el trabajo en la tienda y, al tiempo, se manifiesta su antagonismo con Kralik, y de una tacada el conflicto entre los protagonistas está servido; y segundo, el modo en que Kralik descubre que se ha enamorado de la mujer a la que no soporta en el trabajo.


Añadamos que, aun manteniendo la estructura de la pieza, los diálogos aportan ingenio y profundizan en la humanidad de los personajes, y en la cocina del guión se conjugaron diversos ingredientes que alimentan la vena humorística y la ternura de una deliciosa comedia romántica: el ritual de la apertura matinal de la tienda, el running gag de la tabaquera que al abrirla suena "Ochi Tchornya" -digamos que a la dichosa melodía se le saca punta (cómica) a lo largo de toda la película-, el encuentro en el café -Kralik sabe que es a él a quien espera Klara pero ella no sabe ni que él es su enamorado por carta ni que él sabe que ella es la chica con la que se cartea-, la historia inventada sobre el misterioso corresponsal -un tipo gordo, apocado y sin empleo- y  la reconciliación final de los enamorados. A Lubitsch le encantaba el guión de Raphaelson, creía que era uno de los mejores guiones que había tenido entre manos. Su mujer le dio el título: "La pequeña tienda de la esquina" y quiso cobrarle 500 dólares. Lubitsch lo dejó en "La tienda de la esquina" para no tener que pagarle derechos de autor. Bueno era él. The Shop Around the Corner, entonces.

Ernst Lubitsch

Pero nadie quería hacer The Shop Around the Corner. A ningún estudio le interesaba lo que Lubitsch tuviera que contar. Su carrera de productor independiente estaba acabada antes de empezar. Si se empeñaba en hacerla, tendría que prestarse a un trato, o sea, hacer primero una película que le interesara a uno de los grandes estudios a cambio de que le permitieran hacer después El bazar de las sorpresas. Y  la solución llegó de la mano de Greta Garbo que se resistía a rodar otra película si no la dirigía un gran director, como Lubitsch, por ejemplo.

Lubitsch con Melvyn Douglas y Greta Garbo 
en en rodaje de Ninotchka

Entonces la MGM cerró un trato con el cineasta: a cambio de que Lubitsch hiciera Ninotchka, la MGM se comprometía a producir El bazar de las sorpresas para la que cedía a actores que tenía bajo contrato, James Stewart y Margaret Sullavan. Además Lubitsch consiguió incluir una cláusula que le puso las pilas definitivamente: la MGM produciría El bazar de las sorpresas aun en el caso de que, por cualquier motivo, el proyecto de Ninotchka se cancelara.


El 8 de febrero de 1939 Lubitsch empieza a trabajar en el guión de Ninotchka con Walter Reisch. Como en El bazar de las sorpresas y tantas otras películas, adaptaban la historia de un húngaro, en este caso de Melchior Lengyel, del que ya habían adaptado una pieza en Angel y con el que Lubitsch desarrollará el argumento de Ser o no ser (1942) que Edwin Justus Mayer convertirá en un guión cobrando 2.500 dólares por semana, una obra maestra de la sátira política. Melchior Lengyel, quien aseguraba que escribir para Lubitsch era como estar de mirón dando consejos inoportunos, garabateó el arranque de Ninotchka en un cuaderno: "Chica rusa saturada de ideales bolcheviques visita la espantosa y capitalista ciudad de París. Encuentra el amor y se lo pasa estupendamente. El capitalismo no está tan mal después de todo". El guión, a partir de la historia de Lengyel, se había empezado a desarrollar en la MGM antes de que Lubitsch se incorporara al proyecto. En un borrador de Gottfried Reinhardt y S. N. Behrman a mediados de 1938, ya cobran vida las escenas de la Torre Eiffel y del apartamento de León, y lo que es más importante, concibieron la escena del restaurante en la que se derrite el hielo de Ninotchka, y aun más importante, en la que Greta Garbo reirá por primera vez.


Mientras Lubitsch trabaja con Reisch en el guión de Ninotchka, el guionista introduce la historia de las joyas; al director no le gustaba nada la mina de plata que figuraba en las versiones anteriores, las joyas son más fotogénicas. Luego se incorporan Charles Brackett y Billy Wilder, la pareja de guionistas que ya había colaborado con él en La octava mujer de Barba Azul, y trabajaron juntos un par de meses. Uno de los cambios más importantes que experimentó el guión de Ninotchka  en esos meses fue la transformación de los tres comisarios soviéticos en personajes cómicos, una metamorfosis que aportó humanidad y ternura a la película.


Quizá sería exagerado decir que lo mejor de Ninotchka fue que hizo posible El bazar de las sorpresas. Y lo es porque algunos momentos gozosos y réplicas estupendas de los dos primeros actos de la película son memorables, incluida la borrachera de Greta Garbo, una escena que la actriz se negaba a rodar, que a Lubitsch le costó un mundo convencerla, pero que se mantuvo firme, sin esa escena Ninotchka se venía abajo.

Greta Garbo con Lubitsch en el rodaje de Ninotchka

Pero admitámoslo, sin derrumbarse, desde el momento en que Greta Garbo vuelve a Moscú -o sea, el tercer acto- la gracia se evapora, la película trascurre cuesta abajo y ya no remonta el vuelo. El bazar de las sorpresas carece de los momentos y réplicas brillantes -y si se quiere del glamour y la magia- de Ninotchka, es una película pequeña -costó la tercera parte, 474.000 dólares, y recaudó tanto como costó aquélla-, pero destila puro cine desde la primera escena a la última, y más precisamente, cine clásico, a partir de un guión medido -por así decir, concentrado e inspirado sin levantar la voz- con una puesta en escena transparente y un reparto perfecto, con esos secundarios maravillosos como Felix Bressart encarnando a Pirovitch y Frank Morgan dando vida al señor Matuschek, el dueño de la tienda; cómo olvidar ese gag tan divertido, desarrollado en tres tiempos, con Pirovitch refugiándose en la trastienda cada vez que Matuschek le pide "una opinión sincera" a sus empleados.  

Felix Bressart y James Stewart en una escena 
de El bazar de las sorpresas
Abajo, Frank Morgan y James Stewart.

El bazar de las sorpresas se rodó durante el mes de noviembre de 1939. Lubitsch la preparó con un cuidado obsesivo y la rodó con maestría. Alcanza tal unidad tonal, tal claridad y fluidez narrativa que cuesta destacar un momento sobre otro, hasta tal punto podemos hablar de un tempo exquisito donde se conjuga con sutileza el ángulo de la cámara, la precisión del encuadre, el tiempo y movimiento interno del plano, y la interpretación. Pero no me resisto a desgranar una escena que me maravilla cada vez que la veo, sin duda una de las escenas más delicadas y deliciosas que haya contemplado en la pantalla, quizá la escena cumbre de esa actriz maravillosa que era Margaret Sullavan, y si tuviera que ponerle un título no lo dudaría: "La mirada de Klara". La escena acontece transcurrida una hora de la película, cuando el señor Matuschek se recupera en el hospital después de ser abandonado por su mujer y la tienda ha quedado a cargo de Kralik (James Stewart), para disgusto de Klara (Margaret Sullavan) que, deprimida porque su enamorado no ha acudido a la cita -eso cree ella-, tampoco le ha escrito y por encima esto, se desmaya. Fundido negro.


Nos encontramos en el cuarto de Klara en la casa donde vive con su abuela y su tía Anna. Es de noche y Kralik acude a visitarla. Conviene recordar que Kralik y nosotros, espectadores, sabemos la razón de la depresión de Klara, pero ella no sabe que Kralik lo sabe, es decir, no sabe que Kralik es ese corresponsal anónimo del que se ha enamorado. La cámara -en una dolly- desde este lado de la cama de Klara recoge a Kralik en plano americano, retrocede con una panorámica a la derecha mientras se acerca a la chica que yace recostada en unas almohadas y el plano los reúne en el encuadre. Klara lo invita a sentarse, Kralik obedece y, mediante un raccord de movimiento, corte a plano medio de ambos, desde este lado de la cama: ella a la derecha del encuadre, él a la izquierda y en una posición privilegiada respecto a nosotros. Kralik trata de animarla. Corte a un primer plano de ambos desde el otro lado de la cama, ahora es ella quien goza de la posición privilegiada en el encuadre, Klara se explica: no se trata de algo físico sino psicológico. Corte al plano medio de ambos: Kralik finge tranquilizarse, si sólo se trata de algo psicológico... Corte al primer plano de ambos, a Klara no le extraña que él no entienda nada y trata de explicárselo de forma contundente: "Usted y yo estamos en la misma habitación pero en distinto planeta". Corte a plano medio de ambos, Kralik acusa el golpe pero no puede sentirse más cautivado por ella -"Me admira la exquisitez con la que se expresa. Sabe cómo poner a un hombre en su planeta"- y cautivado también porque puede asistir a la conmoción que ha causado en la chica, en su amada. Hasta este momento, en toda la película, la mirada de Klara nos ha sido esquiva, como si huyera de la nuestra, nada puede transmitir mejor la incomodidad que siente consigo misma, su vulnerabilidad, su necesidad de evadirse de este mundo mediante ese personaje -a salvo de la realidad- que construye en sus cartas. Entonces se produce un corte a la primera posición de la cámara en la escena: la abuela abre la puerta y le anuncia a Klara que la tía Anna tiene algo para ella. Corte al primer plano de ambos: la chica se incorpora ansiosa, excitada. Corte para recoger a la tía Anna que entra, la cámara retrocede con una panorámica a la derecha (como en la llegada de Kralik) y encuadra a la abuela y la tía entregándole la carta a Klara. Una breve panorámica a la izquierda mientras las viejas se van y nos quedamos con Kralik de pie, en plano americano, y Klara que se muere por leer la carta. La chica espera a que él se vaya, pero Kralik la anima a que lea, que no se preocupe por él. Lo seguimos con una panorámica a la izquierda cuando se retira a un rincón del cuarto y nos acercamos hasta un plano medio mientras mira con discreción hacia la chica. Corte a un plano medio, esta vez frontal, por primera vez en toda la película y por primera vez también Klara, embelesada mientras lee la carta, no nos evita: le encanta lo que el amado le cuenta. En ese momento percibimos que Klara es la amada y su alma se nos desnuda. Durante unos instantes tenemos a la chica para nosotros, como si Lubitsch rompiera la planificación clásica para regalarnos un momento de intimidad con Klara. Corte a un primer plano de Kralik que observa cómo sus palabras la transfiguran. Corte a plano medio de Klara en pleno arrobo. Corte a plano americano de Kralik, la cámara retrocede y traza una panorámica a la derecha mientras se acerca a Klara: "¿Son buenas noticias?" Ella le asegura que mañana irá a trabajar con más ganas que nunca. Kralik se sienta. Corte sobre el raccord de movimiento...


Y se vuelve a recomponer el plano/contraplano alternando posiciones de cámara desde éste y desde el otro lado de la cama, cuando Klara le lee algunos fragmentos de la carta -qué momentos maravillosos de Margaret Sullavan- para que Kralik se dé cuenta de qué diferente es el amado corresponsal. Y la escena aún continúa mientras Kralik contempla lo que es ser amado por Klara, pero él aún no es quien ella ama, esa identidad está por consumar, por eso Lubitsch no le concede el plano frontal. Y Klara le confiesa a Kralik que está pensando en regalarle por navidad a su corresponsal la tabaquera que al abrirla suena "Ochi Tchornya", y él echa mano de todo su poder de convicción para que cambie de idea y librarse de esa música que detesta, conjugando así el fingimiento con el running gag y preparando su explotación definitiva en el clímax de la película. (No es de extrañar este juego de máscaras si tenemos en cuenta que la historia de El bazar de las sorpresas tiene por escenario una tienda donde se desarrolla un juego teatral, una representación para los clientes pero también ante el dueño y con apartes en la trastienda -por así decir, entre bambalinas- donde los personajes se quitan una máscara o se ponen otra encima. El clímax de la película acontece en Nochebuena; cuando llega la hora de cerrar, Kralik y Klara son los últimos en irse; mientras van apagando las luces y la tienda queda en penumbra, la representación y el fingimiento llegan a su fin, entonces afloran la confesión íntima y el reconocimiento de los amantes a los que la luz y las máscaras confundían. El teatro ha acabado.) Esta escena que titulamos "La mirada de Klara" se cierra de forma simétrica con su apertura cuando Kralik se despide de su amada pero se queda allí la máscara que a ella le importa: el amado de la carta. Y ahora somos nosotros los embelesados por el cine que Lubitsch ha destilado ante nuestros ojos.

Lubitsch entre Margaret Sullavan y James Stewart 
en el rodaje de El bazar de las sorpresas

A un cuento de navidad se le exige un cierto grado de transfiguración. El mundo sigue siendo el mundo de siempre. Los seres seguimos siendo igual de tiernos y miserables que éramos. Pero por un instante la mirada refulge y atisba algo parecido a la belleza, digamos que la gracia, una gracia que no merecemos. En esa materia fugitiva cuaja El bazar de las sorpresas, un cuento de navidad de Lubitsch. Así acontece alguna vez también en la vida, por eso las únicas navidades memorables las pasamos en Nueva York cuando nuestro hijo vivió unos meses allí; no porque fueran esas fechas señaladas -que detesto, no sé si quedó claro-, sino porque en aquellos días re-descubrimos a nuestro hijo. En fin, algo parecido a un cuento de navidad.