10/12/10

La soledad de la infancia

Decía Rafael Dieste que los maestros debían recordar la propia infancia. Más aún, que nadie debería ejercer como maestro si ha olvidado el niño que fue. Las mejores películas sobre la infancia nos ayudan a recordar el niño que fuimos, y aun a revelarnos lo que no sabíamos de nuestra infancia. Por eso me gustan especialmente las películas sobre la infancia; las películas sobre los niños; no con niños, sino sobre niños. Y no hay muchas grandes películas sobre niños, pongamos por caso He nacido, pero... de Yasujiro Ozu, Alemania, año cero de Roberto Rossellini, La canción del camino de Satyajit Ray, La infancia de Iván de Andrei Tarkovski, Quieto, muere, resucita de Vitali Kanevski, Paisaje en la niebla de Theo Angelopoulos, Mes petites amoureuses de Jean Eustache o Mouchette de Robert Bresson, es decir, películas que iluminen la infancia en y desde la pantalla; algunas de esas películas son mis favoritas y han amojonado esta escuela: Qué verde era mi valle de John Ford,  La noche del cazador de Charles Laughton, Los contrabandistas de Moonfleet de Fritz Lang, Dónde está la casa de mi amigo de Abbas Kiarostami, Rosetta de los hermanos Dardenne. Y El espíritu de la colmena de Víctor Erice, una película que muestra, quizá como ninguna otra, la experiencia primordial que representa el cine en la infancia: la pantalla como lugar de encuentro del niño con los misterios de la existencia. En la soledad de la infancia, las películas representaban -no sé si podría escribir el verbo en presente- el umbral de un sueño, el deslumbramiento de la belleza (fatal) y la promesa de un mundo, como sugiere el título de La promesa de Shanghai, la película de Erice que (fatalmente) se quedó en la escritura de un promisorio -y maravilloso- guión que duele leer y que apenas alivia imaginar -no ver, sólo imaginar- en una pantalla; pero algunas de esas películas cifraban un íntimo reconocimiento, porque la mirada del cine nos veía.


Como nos veía Antoine Doinel en una playa de Normandía al final de Los cuatrocientos golpes de François Truffaut. Cuando la vi por primera vez ya no era un niño pero no me quedaba lejos el niño que había sido, como tampoco a Truffaut cuando la rodó a los 26 años: Si he escogido expresar la soledad de un niño es porque la infancia no está muy alejada de mí. Todavía soy sensible a la verdad del niño; estoy seguro de qué es. Fue una película crucial por tantas cosas que a veces se olvida que (nos) enseñó a filmar la infancia, una verdad que no nos resulta plenamente accesible ni transparente; hay algo en la infancia que definitivamente se nos escapa, pero que reconocemos en filmes como Los cuatrocientos golpes. Y es precisamente en ese reconocimiento de la infancia -de nuestra infancia- donde el filme de Truffaut se emparenta con películas como El espíritu de la colmena. Películas en las que nos reconocemos más allá de los incidentes que se nos relatan, porque lo que reconocemos es una mirada que desvela nuestra infancia, sus rincones oscuros y sus epifanías.


Los cuatrocientos golpes fue la primera película que motivó a Víctor Erice a escribir sobre cine y podemos  rastrear las huellas de la película de Truffaut en El espítitu de la colmena; huellas visibles -diríamos que superficiales-, como esa escena de las niñas asistiendo a la proyección de El doctor Frankenstein que remite a la escena en que Antoine Doinel y su amigo René en una función de títeres con niños más pequeños-, pero sobre todo huellas invisibles -y más hondas-, esas filiaciones que, por un lado, las religan con los caminos del cine (moderno) y, por otro, traman el tejido fílmico de ambas películas. Filiaciones con un cine entendido como una forma de expresión, en palabras de Truffaut cuando se refería a las películas de Renoir, Ophüls o Rossellini, tan personal como las huellas dactilares, un cine al que aspiraban los críticos de los primeros Cahiers -Rohmer, Godard, Chabrol, Rivette o el mismo Truffaut- y enseguida cineastas de la nouvelle vague. Filiaciones con un cine que conserva en las texturas de sus películas las arrugas del tiempo y los arañazos de la vida en la piel de la ficción, que cuaja en la voluntad de aprehender el presente y que borra o desdibuja las fronteras entre lo que parece y lo que es, entre lo que se vive delante y detrás de la cámara, que derriba los muros entre la representación y la realidad, una demarcación que deviene frontera porosa, propicia a la ósmosis. Me refiero a esas fronteras difusas entre el Antoine Doinel y el Jean-Pierre Léaud, entre Ana y Ana Torrent. Pero también entre Antonine Doinel y Truffauf, entre Ana y Erice, o más precisamente entre Antoine Doinel/Jean-Pierre Léaud y Ana/Ana Torrent y, respectivamente, los niños que Truffaut y Erice fueron. Son esas filiaciones las que convierten a Los cuatrocientos golpes y El espíritu de la colmena en obras germinales. Son esas filiaciones las que nos conciernen y comprometen como espectadores. Esos niños, y aun esos cineastas, somos también nosotros, en el aquel de mirar nuestra infancia por primera vez.

François Truffaut y Jean-Pierre Léaud 
en el rodaje de Los cuatrocientos golpes

Pero quizá nada más elocuente que la propia confesión de Truffaut sobre Los cuatrocientos golpes a propósito de las filiaciones y de las tensiones entre el personaje de Antoine Doinel/Jean Pierre-Léaud y el propio cineasta: Fue Jean Renoir quien me enseñó que el actor interpretando un personaje es más importante que el personaje o, si se prefiere, que hay que sacrificar siempre lo abstracto por lo concreto. No sorprenderá entonces que desde el primer día de rodaje Antoine Doinel se haya separado de mí para acercarse a Jean-Pierre Léaud. Por así decir, la fuerza perdurable de Los cuatrocientos golpes emerge de la verdad de Jean-Pierre Léaud preservada en Antoine Doinel, lo mismo podríamos decir sobre El espíritu de la colmena en relación con Ana Torrent. En ambos películas, lo que nos toca en lo más íntimo, más que una interpretación, es una presencia, una mirada que nos interpela, que nos interroga, que nos reconoce.


En la concepción del cine de la nouvelle vague, y en particular de Los cuatrocientos golpes, tuvo mucha importancia El pequeño fugitivo (1953), una película de Ray Ashley, Morris Engel y Ruth Orkin que le había gustado mucho a André Bazin e inspiró a los futuros cineastas. Y no fueron los únicos, también John Cassavetes siguió los pasos de aquellos pioneros neoyorquinos.


Morris Engel y Ruth Orkin, un matrimonio de fotógrafos, rodaron cámara en mano (con una cámara que desarrollaron ellos mismos) en las calles de Brooklyn y en el parque de atracciones de Coney Island adonde se fuga el niño de siete años que protagoniza la película. Costó 22.000 dólares. En una entrevista publicada el 20 de febrero de 1960 en el The New Yorker, Truffaut declaraba: "Nuestra nouvelle vague nunca hubiera existido sin el joven americano Morris Engel, que nos enseñó el camino de la producción independiente con su bella película El pequeño fugitivo".


En 1958, en la noche de un 10 de diciembre como hoy, Truffaut rueda la escena en la que Antoine Doinel y sus padres vuelven a casa en un Dauphine después de ir al cine. Cuando el equipo y los actores están en plena faena, la policía interrumpe el rodaje por escándalo nocturno. Ese regreso al hogar de Antoine Doinel en compañía de sus padres después de ver Paris nous appartient -un guiño de Truffaut a su amigo Rivette que en realidad no había acabado esa película: se estrenó en 1961- es quizá  la única escena feliz de Los cuatrocientos golpes, la única escena en que vemos a Antoine Doinel reír con ganas, encantado de ver a sus padres contentos, de ser parte de una familia. Fue una escena que Truffaut concibió en el curso del rodaje para que la pérdida que va experimentar el personaje en la deriva de la historia resulte aún más clara. La película empezó a rodarse justo un mes antes, en la noche del 10 al 11 de noviembre muere André Bazin, el maestro, el amigo, un padre para el cineasta. La persona a la que Truffaut más le gustaría mostrar la película, no podrá verla. La rueda a la sombra de su ausencia.

Jean-Pierre Léaud y François Truffaut en Cannes,
 mayo de 1959

Los cuatrocientos golpes se estrena el 4 de mayo de 1959 en el Festival de Cannes, una película dedicada a André Bazin. Y al final de la proyección la historia del cine empezó a girar en otra dirección. Truffaut tenía 27 años y la nouvelle vague se puso de moda de la noche a la mañana. Ahora los productores buscaban películas como Los cuatrocientos golpes. Era ya algo más, mucho más que una película, era el triunfo de un nuevo cine. Jacques Doniol-Valcroze en el Cahiers del mes siguiente escribió: "Los cuatrocientos golpes no pasaría de ser, en el fondo, más que una película conmovedora y la confirmación del talento de François de no ser también como el obús que estalla entre las filas enemigas y consagra su derrota interna". Más de medio siglo después no pasa de ser una batalla de tantas en la guerra del cine, un combate que se sigue librando hoy entre el cine como industria y el cine como arte (de amar), si no irreconciliables sí difícilmente conciliables.

El fotocromo de Harriet Andersson en El verano con Mónica 
de Bergman, que roba Antoine Doinel 
en Los cuatrocientos golpes 

En el verano de 1958, Truffaut prepara el guión de Los cuatrocientos golpes donde conjuga ingredientes profundamente autobiográficos, sabe lo exigente que va a resultar dirigir a niños y se documenta con rigor. André Bazin le recomienda que visite a Ferdinand Deligny, que dirige un centro en medio de la naturaleza con niños con distintos problemas (de conducta, afectivos, autistas...) con los que experimenta métodos pedagógicos alternativos a los de la educación institucional, en realidad se trata de que vivan de otra manera, de una manera que les permita descubrirse y responsabilizarse de su propia vida. Truffaut le envía el guión en agosto y en septiembre pasa unos días con Deligny y los niños. El pedagogo comenta el guión con el cineasta y le recomienda cambiar algunas de las escenas "artificiales", por ejemplo la escena de Doinel con la psicóloga que Truffaut sustituirá por una confesión improvisada ante la cámara, una de las escenas más verdaderas -y reveladoras- de Los cuatrocientos golpes. Rodó la escena el penúltimo día de rodaje y fue la única escena filmada con sonido directo. Truffaut mandó que saliese todo el equipo y se quedó a solas con Jean-Pierre Léaud. Se sentó delante y le planteó preguntas que el chico no conocía de antemano. Podía contestar lo que le viniese a la cabeza. Léaud estaba tan metido en el personaje que habla de una abuela de la que no existe ninguna referencia en la película, no sólo eso, la historia que cuenta sobre la abuela no era en realidad sobre su abuela sino sobre la abuela ¡de Truffaut!, una historia que le había escuchado al cineasta en algún momento de la preparación de la película.

Rodaje de la última escena de Los cuatrocientos golpes

Me gustó mucho leer hace unos años en una biografía de Truffaut que Ferdinand Deligny había contribuido de alguna manera a Los cuatrocientos golpes. Allá por los años setenta, leímos y subrayamos con devoción Los vagabundos eficaces, una obra que nos recuerda que para educar a un niño es indispensable recordar el niño que fuimos, como Antoine Doinel, aquel niño perdido, perplejo y desvalido en la soledad de la infancia.

Antoine Doinel mira a cámara, nos mira, 
como nos miraba Mónica en la película de Bergman

4 comentarios:

  1. Yo te leía mucho tiempo antes de comentar, Daniel, creo que la primera vez que lo hice fue en un post en el que hablabas de Víctor Erice. Yo si era niña la primera vez que vi "Los cuatrocientos golpes", tendría doce o trece años, pasaron un ciclo en tve. Aparte de "Los cuatrocientos...", que yo recuerde pasaron "La piel suave" y "El pequeño salvaje"...echo mucho de menos aquella televisión.

    Gracias, Daniel. Besos.

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  2. son buenas, aunque odio las propuestas de los demás, prefiero descubrir

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  3. Descubrí mi primer amor visionando François Truffau.
    En la estanteria del estudio, tengo en situación preferente el libro-entrevista "El cine segun Hitchcock" por Truffau. Adoro al 50% el entrevistador y al 50% el entrevistado.
    Un abrazo

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  4. Rafael Dieste siempre tuvo la posta de todo. Si.

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