22/12/10

El sueño de un fantasma


Caí en la tentación de leer un par de párrafos junto a la mesa de novedades de la librería:

... puede que la inmigración, el exilio, el desarraigo, la condición de paria, sea la forma más eficaz que un hombre o una mujer pueden encontrar para tomar conciencia de la naturaleza arbitraria de su propia existencia. ¿Quién necesita un psiquiatra o un gurú cuando todo el mundo le pregunta quién es en cuanto abre la boca y se nota el acento?

Después de haber viajado en incómodos trenes de mercancías, en camiones descubiertos y en sucios trasatlánticos, éramos un enigma incluso para nosotros mismos. Al principio era difícil de asumir; pero poco a poco fuimos acostumbrándonos a la idea. Empezamos a saborear nuestra nueva condición, a disfrutar de ella. No ser nadie me parecía muchísimo más interesante que ser alguien. Las calles estaban atestadas de "álguienes" con aire de seguridad. La mitad del tiempo los envidiaba; pero la otra mitad me daban pena. Sabía algo que ellos desconocían, tenía la certeza que sólo se alcanza cuando la historia te da una buena patada en el culo: que en cualquier esquema ambicioso los individuos son superfluos e insignificantes. Que las personas que no son conscientes de que les puede suceder lo mismo que a nosotros en cualquier momento pueden llegar a ser despiadadas.

¡Qué próximo -qué prójimo- suenan estas palabras! ¡Qué radicalmente literarias! ¿Acaso puede concebirse una experiencia más radical de extrañamiento que preña toda escritura? No ser otro sino ser nadie. Entonces me tentó leer otro par de párrafos:

La primera vez que vi "Ladrón de bicicletas" fue a finales de los años cuarenta. Por lo general, sólo me interesaban las películas americanas, sobre todo del Oeste, pero en los días gloriosos del estalinismo apenas se importaban. Veíamos todo tipo de películas soviéticas y algunas francesas e italianas consideradas "progresistas". Lo triste del arte realista socialista es que hasta un niño de diez años encuentra que tanto los personajes idealizados como el mensaje implícito son aburridos y poco naturales. Fui a ver la película de De Sica con ciertas reservas y me sorprendió que me conmoviera de una forma tan profunda.

(...) A lo largo de los años he visto la película unas cuantas veces más, y siempre pienso lo mismo: éste es el aspecto en blanco y negro, granulosos, que tenía mi infancia. (...) El mundo desde el punto de vista de un pobre niño de ciudad.

Al maestro, las películas neorrealistas -y sobre todo Ladrón de bicicletas- le devolvían al Ourense de su infancia o más concretamente, como le gustaba precisar al escultor Luis Borrajo con una sonrisa pícara y tierna, a la rive gauche del Barbaña donde correteaba de niño y miraba el mundo con los ojos muy abiertos.


Y me llevé el libro. Qué razón tenía Oscar Wilde: la única forma de librarse de la tentación es caer en ella. Se titula Una mosca en la sopa, las memorias de infancia y juventud de Charles Simic, uno de los mayores poetas en lengua inglesa de ahora mismo, dicen. También me gustó el nombre de la editorial, Vaso Roto, con reminiscencias de Hölderlin como prueba la cita de la solapa en la cubierta posterior: A veces la divina naturaleza se muestra divina a través de los hombres, y así la reconocen los mortales. Mas el mortal, ya fatigado con sus deleites la anuncia: ¡Oh!, dejad que ella luego quiebre el vaso, para que no sirva para otro uso, y lo divino se convierta en cosa humana.  Es una obra bien editada, un volumen leve y sensual con un papel gustoso de hojear y una bella cubierta, aunque con algunas erratas -qué libro se libra de ellas hoy día-. Disfruté (como un niño) leyendo Una mosca en la sopa.


Charles Simic narra con humor el periplo  que lo trae desde su Belgrado natal hasta Nueva York, un itinerario amojonado con libros y películas, como aquellas que vio en París a sus quince años en 1953:

Con el poco dinero que tenía no me podía permitir ir a los cines de estreno. Frecuentaba y me conocía al dedillo todas las salas de mala muerte de la ciudad. Mis guaridas predilectas eran los cines de la Avenue de la Grand Armée en la que sólo programaban películas del Oeste; (...) y el Cine Mac Mahon de la avenida homónima, donde vi una docena de veces "Cantando bajo la lluvia".

(...) Además yo estaba profundamente enamorado del cine americano.

No sabía que se llamara así, por supuesto. Había visto "La jungla de asfalto" y "Cayo Largo" en Belgrado, me habían encantado y buscaba más de lo mismo. En aquella época en todos los cines se podían ver fotos de la película en cartel para que la gente se hiciera una idea. A mí me bastaba con una rápida ojeada. Si veía a un tipo duro apuntando a una rubia que fumaba y enseñaba unas piernas interminables, encaramada al taburete de un bar, entraba disparado, aunque la película estuviera empezada. (...) Era íntimo de Veronica Lake, Lauren Bacall, Ida Lupino e incluso de Gloria Grahame, pero a Gene Tierney no la conocí hasta que vi "Laura".


Bueno, supongo que ya imagináis por qué me gustó tanto Una mosca en la sopa, cómo no iba a disfrutar si en tantas páginas las memorias de Simic eran mis memorias, sobre todo cuando llega al territorio Gene Tierney. Ya lo sabéis, yo también fui un niño que se enamoró de ella en Laura:

Nos conocimos en un viejo y cavernoso cine de la Avenue des Ternes. Había una docena de espectadores dispersos. La acomodadora superflua y confiada me acompañó hasta la butaca en la oscuridad y se embolsó la propina. Si no le dabas la cantidad adecuada, volvía, te enfocaba con la linterna y te echaba una bronca delante del resto del público por roñoso. Yo siempre contaba la propina una y otra vez antes de dársela, pero a pesar de ello, hasta que no pasaba un cuarto de hora esperaba aterrorizado a que volviera.

(...) Fue Tierney, con su cabello moreno y su belleza serena y sensual, la que me dejó tocado aquel día. Con su aire refinado y su acento aristocrático, parecía un alma bondadosa y comprensiva. Y sin embargo por mucho que la examinara para mí era una máscara, un enigma tentador. (...) Puede que en sus ratos libres Laura fuera una prostituta de lujo o una adicta al opio. Recuerdo que me fui acercando sigilosamente hasta la primera fila para escudriñarla más cerca.

Vi la película tres veces seguidas. (...) Pensé en esconderme detrás de una de las pesadas cortinas de la sala, pasar allí la noche y seguir contemplando a Tierney al día siguiente. Estuve a punto de hacerlo. Se me hacía muy cuesta arriba salir en ese estado de excitación a la tarde oscura y lluviosa, sentirme culpable por faltar a clase y pensar que mi madre se estaba volviendo loca de preocupación. "La muerte es la madre de la belleza", dijo el poeta. ¡Y qué razón tenía! me moría de miedo tanto por el torbellino que sentía dentro de mí como por tener que ver a  mi madre.


Es muy sugerente Simic a la hora de hilvanar aquel enigma tentador. Gene Tierney desprende un halo opiáceo y ella misma tiene por momentos un aire de opiómana, por algo Josef von Sternberg la eligió para The Shanghai Gesture (1941), que aquí, cuando se estrenó a comienzos de los 50, titularon El embrujo de Shanghai, una película que fascinó por igual, quizá el mismo día y a la misma hora, uno en un cine de Barcelona y otro en un cine de San Sebastián, a Juan Marsé y Víctor Erice.


A los diez  minutos de la película aparece en el casino -un antro de todos los vicios- que regenta Madre Gin Sling interpretada por Ona Munson, Gene Tierney encarnando a Victoria Charteris, la hija de un especulador inmobiliario interpretado por Walter Huston, que en el curso de la película se convertirá en Poppy.


Con sus primeras frases, pronunciadas con delectación, se retrata y coloca ya el pie en el primer peldaño del descenso a los infiernos:

Este lugar es algo especial, sin duda. Otros lugares a su lado parecen jardines de infancia. Se respira una atmósfera depravada. Jamás  creí que pudiera existir en otro lugar que en mi imaginación. Como una reminiscencia de pesadillas olvidadas. Aquí todo puede ocurrir. Cualquier cosa.


Y Simic destila también el aquel necrófilo de Laura (1944). De ahí la pregnancia de la película, por así decir, su persistencia retiniana. Gene Tierney aparece también a los diez minutos pero en un retrato, el enigma tentador, y a los quince la vemos de espaldas y se vuelve hacia nosotros, la vemos por primera vez, pero en un flashback fruto de la evocación de Waldo Lydecker -un estupendo Clifton Webb-, el recuerdo de una muerta. No será hasta el minuto 45 cuando aparece viva, en el presente del relato, por lo visto no estaba muerta. ¿O sí? Porque medio minuto antes la puesta en escena -necrófila, cómo si no- de Otto Preminger cuaja en un travelling decisivo. Me explico, es de noche, llueve, Mark Mcpherson, encarnado por Dana Andrews, el detective que investiga el asesinato de Laura, lleva horas -diez minutos en tiempo fílmico- en el apartamento de la difunta, leyendo su correspondencia, curioseando en su cómoda, oliendo su perfume, acariciando sus vestidos, acercándose y alejándose del retrato de Laura, bebiendo, poseído por un fantasma de su imaginación... El propio Waldo Lydecker se lo ha advertido: Lleve cuidado McPherson o acabará en un manicomio. Con seguridad sería el primer paciente enamorado de un cadáver. El detective sigue bebiendo, se sienta en el sillón junto a la chimenea presidida por el retrato de Laura, trata de resistir la tentación de abismarse en la fantasía necrófila pero es inútil. La cámara se acerca en un travelling hasta el primer plano de McPherson mientras se queda dormido vuelto hacia nosotros. Pasan apenas un par de segundos en el plano sostenido sin cortes y retrocedemos en travelling para componer al detective dormido y encima el retrato de Laura. Escuchamos el chasquido de la puerta. Y Laura entra en su apartamento. Cuando despierta, Mcpherson no puede creer lo que ve, allí está su fantasma y su retrato. El enigma tentador.


Pero ese travelling nos ha instalado en un territorio movedizo, por qué no ver el resto de la película como la materialización onírica de la pasión necrófila de un detective cautivo de una mujer que sólo existe ya en su imaginación. De una mujer muerta. Como si la fantasía hubiera invocado su presencia y acudiera el fantasma de Laura. De  Gene Tierney, esa mujer que conjugaba la carnalidad con un aquel quimérico -esos tocados imposibles y esos vestidos que sólo ella podía llevar-, trasfigurada siempre por el cine en un sueño de celuloide. Quizá por eso uno siempre sintió envidia por quienes veían Laura por primera vez pero pregonaba su culto como un traficante de opio. De Gene Tierney, tan bella que enamoraba al fantasma del capitán Daniel Gregg en El fantasma y la señora Muir (1947) de Joseph L.Mankiewicz, quizá la Gene Tierney que se quedará con nosotros para siempre. Como el sueño del fantasma que seremos.


Aquel niño que era Simic, como el que yo era, siguió buscando a Gene Tierney, cualquier película que le permitiera verla y, como en los periódicos y revistas no aparecía la lista completa de los actores recorría la ciudad entera para examinar los carteles de las películas, y aun así no era suficiente: Me pasaba horas delante del espejo. A veces, Laura se reunía allí conmigo.


Y para dar cuenta de su complicada vida imaginaria echa mano de El moderno Sherlock Holmes (1924), una película de su cineasta favorito, Buster Keaton (os dejo un texto que le dedica Simic en el blog de The New York Review of Books con algunos fragmentos gozosos de sus cortos de principios de los 20),


en la que encarna a un proyeccionista que se queda dormido y sueña que se mete en la película que está proyectando en ese momento y se encuentra a merced de las escenas que se suceden en la pantalla: Así era mi relación con Tierney. Jugábamos al escondite entre el sueño y la realidad.


Y el embeleso de Simic -nuestro embeleso- con Gene Tierney continúa hasta que consigue ver Que el cielo la juzgue (1945) de John M. Stahl. Aquí aparece en un tren, se acaba de dormir y el libro que estaba leyendo se desliza de sus rodillas y cae al suelo. Cornell Wilde lo recoge. Ella se despierta, hermosa, la película es en color, pero nunca estará más bella que en blanco y negro. En fin, Cornell Wilde interpreta al autor del libro que lee Gene Tierney, el sueño de cualquier escritor, un pretexto que pespunta Una bella desconocida, una estupenda crónica de Javier Cercas sobre lo que leen las mujeres -podéis leerla en Relatos reales (Acantilado)-, aunque confunde a Cornell Wilde con Tyrone Power y asegura, quizá con un efecto retórico, que no se acuerda del título de la película. El caso es que el sueño del escritor se convierte en una pesadilla y Gene Tierney nos revela su reverso tenebroso. Simic salió trastornado de esa película y desde ese día pudo fijarse en otras mujeres, y aun buscarlas por las calles como quien busca desesperado la luz del día para librarse de un mal sueño.


Una mosca en la sopa hilvana la formación de un poeta, o más bien, del poeta en que se convirtió aquel niño que a los quince años se enamoró de Gene Tierney:

El poeta desea rescatar un rostro, un estado de ánimo, una nube en el cielo, un árbol en el viento y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos.

Pero todo poema es también un acto de desesperación, porque el mundo es inmenso, el poeta está solo y el poema no es más que una pluma que rasga el silencio de la noche:

Además, la mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor con la página como moscas en el calor del verano, y el poema le debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más.

Robert Frost y Wallace Stevens, ca. 1940

En la poética de Simic hallamos ecos de Wallace Stevens -la poesía debe ser irracional / la lengua es un ojo / el poeta siente con desmesura la poesía de todo-, uno de sus poetas de cabecera:

Un gran defecto de la poesía, o uno de sus mayores atractivos -depende de cómo se mire- es que pretende abarcarlo todo. A la fría luz de la razón, escribir poesía es imposible.

Y Simic trata de abarcarlo todo, los cerdos y las cucarachas -motivos poéticos que le reprochaba un editor que rechazó uno de sus libros- y también una mosca en la sopa.  

Os dejo un poema de Charles Simic en una traducción de Jordi Doce para abrigarse este invierno recién llegado:


Descripción de algo perdido

Nunca tuvo nombre,
y tampoco recuerdo cómo lo encontré.
Lo llevaba en mi bolsillo
como un botón perdido,
aunque no era un botón.

Películas de vampiros,
cafeterías abiertas toda la noche,
bares oscuros
y salas de billar
en calles aceitadas por la lluvia.

Llevaba una existencia tranquila y anodina,
igual que una sombra en un sueño,
un ángel en un alfiler,
y entonces lo perdí.
Los años transcurrieron con su hilera

de estaciones sin nombre,
hasta que alguien me dijo, «Es ésta»,
y, estúpido de mí,
me bajé en un andén desierto
sin ninguna ciudad a la vista.

4 comentarios:

  1. Es cierto que es mucho mas hermosa en blanco y negro ;) El poema es maravilloso, todos hemos tenido la sensación de habernos apeado en una estación no sólo equivocada, también desierta.

    Abrazos :)

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  2. Tu entrada hace honor al bellísimo poema final de Simic. Y viceversa.
    abrazo de los grandes.

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  3. Pues yo venía a saludarte a ti y a Angeles y me encuentro esta entada tan estupenda, no se cuantes veces he visto la peli Laura y es que está entre mis favoritas.
    Me voy con una sonirsa tras leerte y una nota con el título del libro del cual desconocía título y autor.
    Un abrazo a los dos

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  4. Felicidades por la entrada y por lo que se dice en estas fechas, para ti, tu pareja y todos los que te leen.
    Leeré el libro igual que leí todos los que me recomendaste de cine. Gracias maestro.
    Miguel

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