30/6/10

Epílogo con Long John Silver


También podría titularse Principio y fin. El caso es que pensé que venía a cuento dedicarle siquiera un pellizco a los primeros años de Orson Welles y sobre todo a su experiencia en la radio que le permitirá convertirse en un verdadero creador del cine sonoro. A los 20 años ya era un cotizado actor radiofónico. Claro que Orson Welles fue precoz en todo, a los 16 ya había debutado como actor profesional en el Gate Theatre de Dublín, fue allí y a esa tierna edad cuando conoció a Micheál Mac Liammóir, el Yago de su filme Otelo. Y a los 21 el productor John Houseman lo reclutó como director escénico para el Federal Theatre Project en Nueva York, una iniciativa de la administración Roosevelt para dar trabajo a los actores en paro durante los años de la Depresión. Orson Welles pondrá en escena en 1936 un mítico Macbeth con actores negros ambientada en la corte del rey Henry Christophe en el Haití del XIX, un montaje conocido como el Macbeth negro o el Macbeth vudú.




En 1937 produce el serial The Shadow (La sombra) y se convierte en una figura de la radio. Ese mismo año, en julio, funda con John Houseman, que consigue financiación de varios mecenas y alquila una sala en Broadway, el Mercury Theatre, una compañía con la que Welles cultiva el hábito que ya nunca abandonará de simultanear varios proyectos en diverso grado de desarrollo: interpreta una obra por la noche, ensaya otra por la mañana, prepara una distinta por la tarde y en la madrugada teclea una adaptación de Shakespeare -para el teatro- o de Conrad -para la radio-, o redacta un discurso para un mitin antifascista en Nueva York. Entre 1938 y 1940 Orson Welles monta casi ochenta piezas de una hora para la radio. Ahí encontrará el futuro cineasta un laboratorio en el que experimentar todos los rasgos que dotan a sus películas de un tratamiento sonoro inconfundible -engarces espaciales, superposición de diálogos, narración off, hilvanado de elipsis, perspectivas acústicas- donde se integran efectos, música y diálogos en una banda de audio orgánica, una arquitectura para el oído -y la imaginación- tan intensa que dota a las imágenes de una pregnancia magnética y, por momentos, diríase que las imágenes representan apenas una forma leve, una epidermis visual, una huella visible, tal es el espesor del cuerpo sonoro del filme. Pero no sólo en el cine, también aprovechará su experiencia radiofónica en los montajes escénicos, hasta el punto de reconocer en Welles a un pionero de la sonorización en el teatro.


En alguna ocasión se definió como un Peter Pan que se niega a crecer -teatro, circo, radio y cine no dejaban de ser formas de jugar- y, al mismo tiempo, como un adulto que nunca fue joven -tan pronto se hizo profesional de tantas cosas a la vez-; aunque quizá nada lo defina mejor que su condición de maverick, una expresión de la jerga de los vaqueros para designar a los animales que no han sido marcados a fuego y que han conseguido vivir al margen del rebaño, errantes, independientes. "Los mavericks -comentó Orson Welles en 1973- somos una especie en vías de desaparición (...) Un maverick puede seguir su propio camino, pero no piensa que sea el único (...) Y no imaginéis que este canalla bohemio pretenda ser libre. Simplemente, algunas de sus necesidades de las cuales soy esclavo son diferentes de las vuestras. Como realizador, por ejemplo, me financio con mis trabajos de actor. Utilizo mi propio trabajo para subvencionar mi trabajo. En otras palabras, estoy loco. Pero no lo bastante loco para pretender ser libre. Es un hecho que muchos de mis filmes no podrían hacerse de otro modo. O si se hubiesen hecho de otro modo quizás hubiesen sido mejores. Pero, ciertamente, no habrían sido míos".

1938 tiene una especial significación en la trayectoria profesional de Orson Welles. En julio de ese año la CBS pone en sus manos el programa semanal The Mercury Theatre on the Air para la temporada de verano, pero alcanza tal éxito que le ofrecen un contrato en exclusiva, con total libertad dentro del presupuesto asignado. Welles adapta relatos de Chesterton, Hemingway, Dickens, Hammet o Dumas. Pero llega un punto en que ya no puede elaborar él mismo los guiones -es productor, realizador, maestro de ceremonias, narrador, protagonista, y además compagina el trabajo en la radio con el teatro-, así que echa mano de otros guionistas -el mismo Houseman, Howard Koch o Herman Mankiewicz (con el que escribirá Ciudadano Kane)- y él se limita a definir el tono y el estilo de la escritura radiofónica. En octubre de 1938 tendrá lugar la famosa emisión de La guerra de los mundos (con guión de Howard Koch) con la que Welles alcanza una celebridad que contribuirá a abrirle las puertas de Hollywood. En las producciones del Mercury Theatre encontramos a los actores que nos resultan familiares de las películas de Welles -Joseph Cotten, Agnes Moorehead, Everett Sloane, Paul Stewart o Ray Collins-, pero en sus programas de radio contará también con actores ajenos a su compañía, como Katherine Hepburn en Adiós a las armas de Hemingway, con Laurence Olivier en Beau Geste de P. C. Wren o Margaret Sullavan en Rebecca de Daphne du Maurier, y podríamos añadir a Joan Bennett, Roland Colman, Mary Astor, Walter Huston o Ida Lupino; y en la música con Bernard Herrmann, que también compondrá la música de Ciudadano Kane y El cuarto mandamiento.

Emisión de The Mercury Theatre on the Air
en julio de 1938. Detrás, a la izda., Orson Welles
y, al fondo, a la dcha., Bernard Herrmann

Las emisiones del The Mercury Theatre on the Air comenzaron el lunes 11 de julio de 1938 a las 21 horas de Nueva York con Drácula de Bram Stoker. Orson Welles ponía la voz al narrador, al Dr, Seward y al Conde Drácula. Al lunes siguiente, 18 de julio, y a la misma hora los oyentes de la CBS pudieron escuchar Treasure Island de R. L. Stevenson, con Orson Welles en los papeles de narrador y de Long John Silver.


El último papel de su filmografía lo interpretará en La isla del tesoro (1972) de John Hough/Andrew White (Andrea Bianchi) encarnando a Long John Silver. Lástima que ni siquiera su presencia convierta la película en algo memorable. Y podéis imaginar que he soñado con La isla del tesoro dirigida por Orson Welles. De hecho, tuvo entre manos el proyecto. Más de una vez, en el curso de la lectura de la novela, imaginé ésta o aquella escena filmada por él con su Cameflex al hombro, por ejemplo la escena en la que Jim Hawkins -en el barril de manzanas- descubre la verdadera identidad del cocinero de la goleta La Española. Me habría conformado incluso con La isla del tesoro -suya- inacabada. ¡Qué hermoso final para un maverick como Orson Welles: un pirata como Long John Silver!

26/6/10

Adiós a todo eso


Cuando Orson Welles volvió a Hollywood en 1956 y los dioses lares del cine -estoy convencido de su intervención- le pusieron delante la oportunidad de dirigir Sed de mal, llevaba ocho años en Europa desarrollando proyectos sin cesar, rodando cuando encontraba la mínima financiación para poner una película en pie, aunque fuera de la forma en que sólo un superdotado como él podría afrontar su realización.


Pongamos por caso Otelo (1952), donde Yago sale del pórtico de una iglesia en Torcello, una isla en la laguna de Venecia, y, por corte, continúa la acción en una cisterna portuguesa de la costa africana, o un personaje empieza una frase en una localización de un continente y la termina en otra localización de otro continente. Entre un plano y otro no sólo habían transcurrido miles de kilómetros, también meses. Welles rodaba a salto de mata -en Mogador (la actual Essaouira), Venecia, Roma, Viterbo y vuelta a Marruecos- entre junio de 1949 y enero de 1951. Y como no tenía script era el propio Welles quien llevaba en la cabeza cada raccord -la continuidad de mirada, posición y movimiento (en la acción) entre un plano y el que le sigue- y sólo en su cabeza los fragmentos de la película desperdigados entre tantas localizaciones distantes -en el espacio y el tiempo- cobraban unidad fílmica.

Orson Welles en el rodaje
de
Otelo en Mogador,
julio de 1949


Lo cuenta el cineasta en Filming Othello (1978), su última película acabada, un ensayo fílmico sobre su Otelo, o mejor, sobre las contingencias de la producción y cómo afectaron a la forma y a la sustancia estilística de la película. Encontramos otro ángulo de un asunto tan decisivo en Preparad la bolsa, el diario que Micheál Mac Liammóir (Yago) llevó durante su trabajo en la película, desde que recibió un telegrama de Welles en enero de 1949 hasta que rodó la última escena en marzo de 1950, es una forma estupenda de conocer no sólo el proceso de producción de Otelo sino la forma de trabajar -y aun la forma de ser- de Welles: Orson, preocupado por dinero, parece un toro en la plaza a punto de morir; sus ojos tan inyectados en sangre que casi no se ven (23 de marzo de 1949). Que no disponía del vestuario adecuado para rodar el asesinato de Rodrigo, pues sitúa la escena en unos baños -en realidad, un mercado de pescado en Mogador, lleno de vapor e incienso-: Welles dirigía gobernando los accidentes que se presentaban. Baste señalar que, mientras andaba de aquí para allá con su Otelo, rueda -como actor- El tercer hombre de Carol Reed y La rosa negra de Henry Hathaway (precisamente en el rodaje de esta película descubrió las localizaciones de Mogador). O sea, como hizo toda la vida. Actuando donde le llamaran para poder seguir gritando ¡acción! allí donde sus películas le llamaban.



Creo que nadie como Bazin -escribió la primera obra sobre Welles, que leí a principios de los 80-, supo cifrar las correspondencias estilísticas derivadas de las circunstancias de la producción, subrayando que los verdaderos creadores han sabido siempre utilizar de forma positiva los accidentes de la materia y avivar su imaginación ante la resistencia ofrecida por las cosas. De un contratiempo involuntario Welles ha sabido extraer un estilo de puesta en escena. Pero ruede como ruede, señala Bazin, sean cuales sean las condiciones de producción, crea las películas en la moviola: el montaje es para Welles una operación cardinal.

Orson Welles y la moviola en Filming Othello

En Filming Othello, se presenta ante nosotros sentado ante una moviola que define como la herramienta esencial del cineasta, una especie de instrumento musical. Conviene tenerlo muy presente, pues vamos a hablar de Sed de mal, quizá el filme-Welles por excelencia. Antes de volver a Hollywood cabe señalar que rodó Míster Arkadin (1954) durante seis meses en localizaciones de España, Alemania y Francia, y, dependiendo del origen de la financiación rodaba las mismas escenas con diferentes actores de distintos países, ¿puede extrañarnos que existan al menos tres versiones del montaje de la película? Nada nuevo, tratándose de Orson Welles. Vayámonos, entonces, a Hollywood.


En otoño de 1956, la Universal le ofrece a Orson Welles un papel en Man in the Shadow, que aquí se tituló Sangre en el rancho, dirigida por Jack Arnold, el de clásicos de la ciencia ficción como La mujer y el monstruo (1954) o El increíble hombre menguante (1957). No se trata de una película memorable, pero el productor Alfred Zugsmith queda satisfecho con el trabajo de Welles y quiere contratarle para interpretar a un policía corrupto en una película barata y rutinaria que iba a protagonizar Charlton Heston, un actor que está a punto de convertirse en una gran estrellas después de su Moisés en Los diez mandamientos de Cecil B. DeMille que se estrena ese mismo año. ¿Por qué iba a rodar Charlton Heston una película menor si ya tenía en cartera Horizontes de grandeza o Ben-Hur? Pues porque le debe una película -por contrato- a la Universal. Pero ¿por qué ésa de serie B? Pues porque Heston, enterado de que Welles interpretará un papel, les hace saber a la Universal que estaría dispuesto a rodar cualquier película que el cineasta dirigiera. Y la productora transige. Que Welles la dirija es un riesgo controlado tratándose de una película barata. En fin, uno sigue pensando que los dioses lares del cine metieron baza en el asunto, por más que Charlton Heston siempre se distinguió por su deseo de trabajar con directores -con una mirada personal- y, llegado el caso, defenderlos y respaldarlos. Lo hará también con Nicholas Ray (55 días en Pekín) y con Sam Peckinpah (Mayor Dundee). En el fondo, Welles suspiraba por una nueva oportunidad en Hollywood. ¿Recordáis lo que decíamos a propósito de La dama de Shanghai? En el cine de Welles, un hombre es siempre un hombre atrapado. Hasta el punto de que acepta reescribir el guión y dirigir la película por el mismo salario que iba a cobrar como actor. Lo contratan a primeros de enero de 1957 y un mes después, con fecha 5 de febrero, entrega el guión de una película que se titulará Touch of Evil cuando llegue el momento de su estreno.


La novela -Badge of Evil de Whit Masterson (seudónimo de Robert Wade y William Miller)- se había publicado en 1956, la Universal lo compró y le encargó la adaptación a Paul Monash, un guionista de series policíacas de televisión. El guión de Monash fechado el 21 de julio de 1956 servirá de base a la reescritura de Welles. Entre los cambios más significativos que se le deben al cineasta señalaremos el cambio de escenario, que se traslada a un villorrio de la frontera mejicana llamado Los Robles, y la inversión de la nacionalidad de los personajes principales, Miguel Vargas (Charlton Heston) será un investigador federal mejicano, su mujer -Susan (Janet Leigh)- será una joven de Filadelfia y Hank Quinlan (Orson Welles), un policía corrupto americano. Vale la pena leer la descripción que hace Welles de su personaje en la relación de personajes que encabeza el guión: Si el éxito de un policía se midiera por el número de condenas que haya conseguido, Quinlan estaría cerca de ser un gran hombre. Pero también es un matón y un intolerante. Se ve a sí mismo como un servidor público, pero también como un instrumento de la justicia inspirado por la divinidad. Representa los valores opuestos a los que encarna Vargas, y su dedicación personal es tan completa como la suya. Cuando la historia termine se habrá convertido no sólo en un criminal sino en un asesino, pero esto no será debido a ningún compromiso ni a ninguna desviación de sus principios, sino que derivará lógicamente de la extensión de los mismos. ¿Hace falta decirlo? Una vez más, el hombre atrapado, esta vez por sus propios principios.

Joe Grandi (Akim Tamiroff) y
Hank Quinlan (Orson Welles)

Otro de los giros que introduce Welles en el guión de Monash convierte a la familia Grandi (encabezada por el gran Akim Tamiroff) en una amenaza para Susan, más que para Vargas, y una turbia sexualidad se infiltra entonces en la trama oscura y asfixiante de la película a través de la pesadilla que experimentará Janet Leigh, en paralelo a la trama de corrupción policial que constituye la espina dorsal de Touch of Evil. En el último momento, Welles incluye dos personajes: Tanya (Marlene Dietrich), la amiga del pasado de Quinlan,


y el empleado del motel, encarnado por Dennis Weaver, en el que Susan sufrirá el acoso y los abusos de los Grandi.

Susan Vargas (Janet Leigh) vive su pesadilla
en el motel El Mirador



Cuando traje por esta escuela Psicosis de Alfred Hitchcock -de la se cumplieron hace unos días 50 años- ya comenté que las escenas del motel El Mirador de Sed de mal con Dennis Weaver y Janet Leigh inspiran las del motel Bates de Psicosis con la misma Janet Leigh y Antonhy Perkins, es más, no cabe duda que Hitchcock la eligió después de verla en la película de Welles. Dennis Weaver describió así la concepción del personaje -del portero de noche de El Mirador- con Orson Welles: Nos concentramos en su pasado, en su madre y en que el joven era un hijo sobreprotegido. Se sentía muy culpable en el terreno sexual y sin embargo experimentaba intensos impulsos sexuales. En el guión no se indicaba esto con palabras, pero cuando compusimos el personaje le dimos un modelo de conducta muy interesante. Lo principal era que las mujeres le atraían y al mismo tiempo le daban miedo.

Dennis Weaver observa
a Janet Leigh en el motel El Mirador


Palabra por palabra se podría definir con las mismas el personaje de Norman Bates en Psicosis. En gran medida, el papel de Dennis Weaver como portero de noche del motel El Mirador fue desarrollado durante el rodaje, a base de las instrucciones concretas con que Welles lo dirigía: esos movimientos nerviosos, ese tartamudeo, esa cabeza de pájaro avizorando a Janet Leigh, ese pavor con que reacciona cuando ella le pide que le ayude a hacer la cama, esa tensión que lo trastornaba cuando los Grandi invaden su territorio.

Peter Menzies (Joseph Calleia)
y Hank Quinlan (Orson Welles)

Una de las principales aportaciones de Paul Monash, recogidas por Welles, tiene que ver con un personaje fundamental, Peter Menzies -encarnado por Joseph Calleia-; amigo de Hank Quinlan -al que le debe la vida- tomará la decisión clave que abocará la trama hacia el clímax de Sed de mal. Cabe subrayar que se debe al guionista la inversión de "la deuda" entre Quinlan y Menzies respecto a la novela original.

El rodaje de Sed de mal se desarrolló entre el 18 de febrero y el 2 de abril de 1957. Si tenemos en cuenta la complejidad de buena parte de las escenas de Sed de mal, muchas de ellas nocturnas -en exteriores (y aun interiores) naturales-, que pudiera rodarse en seis semanas, simplemente, maravilla. Que Welles lo lograra denota también la sintonía y complicidad de los actores, del director de fotografía Russell Metty -con quien ya había trabajado once años antes en El extraño- y de los operadores de cámara John L. Russell y Philip Lathrop. Conviene recordar que Orson Welles ya no goza del poder de antaño, su estrella en Hollywood ha declinado definitivamente, y es un simple director asalariado. Pero no va a conformarse con rodar una película rutinaria de serie B, ni siquiera un thriller barato más o menos convencional, va a echar el resto y hará una película inconfundiblemente wellesiana. Así que prepara un golpe de efecto para abrir boca, toda una declaración de intenciones.

Orson Welles comenta con Philip Lathorp
el rodaje de un plano; tras ellos, Charlton Heston.

Decide empezar el rodaje con una de las escenas más complejas de la película, el registro del apartamento de Sánchez, sospechoso del asesinato que desencadena la trama de Sed de mal, y ha programado dos días para rodarla. Una escena estructurada en tres bloques, pautados por la salida de Vargas a llamar por teléfono a su mujer, la conversación con Susan y el regreso de Vargas al apartamento de Sánchez. La escena trascurre en un espacio reducido, con once personajes implicados, que entran y salen, y siete u ocho que interactúan en cada uno de los bloques, moviéndose y entrecruzando sus réplicas a ritmo vivo. Por no hablar de las complicaciones que generaba, no sólo en cuanto a los movimientos de cámara, sino, sobre todo, en cuanto a la iluminación. Y lo que es más importante, la escena se articula en torno a dos momentos privilegiados que lanzan la trama de corrupción policial. En el primer bloque debe quedar claro un detalle clave: Vargas advertirá en el cuarto de baño, sin ser aún consciente de la importancia de la observación, que una caja de zapatos está vacía; una caja de zapatos en la que Menzies encontrará cartuchos de dinamita en el tercer bloque. En pocas palabras, quince páginas y media de guión, y veinte planos por rodar. Pues bien, por si no hubiera ya dificultades de sobra, Welles concibe la escena como un solo plano -que devienen tres en pantalla, uno por cada bloque- y lo rueda en el decorado del apartamento de Sánchez construido en el plató 19 de los estudios Universal. Vayamos por partes.

Orson Welles en pleno rodaje de Sed de mal

En el guión de rodaje, el primer bloque de la escena se desglosaba en diez planos, que Welles resuelve en un solo plano: un complejo movimiento de cámara conjugado con los movimientos de los ocho personajes apretados en el apartamento, lanzando sus réplicas, y cuidando de que en determinados momentos la cámara debe estar suficientemente cerca de este o aquel personaje, como el de Vargas con la caja de zapatos vacía en las manos, debe encuadrarlo en un plano cercano para que nosotros advirtamos lo mismo que el personaje. La escena se interrumpe cuando sale Vargas a llamar por teléfono a Susan que se hospeda en el motel El Mirador, mientras entran en el apartamento Menzies y Grandi,


y continúa la escena, ahora con ocho personajes en el decorado, pero la cámara sigue moviéndose sin cortes hasta que un encadenado nos introduce en el cuarto de Susan en El Mirador donde recibe la llamada de Vargas.


Cuando Vargas vuelve al apartamento, se produce el sospechoso hallazgo de los cartuchos de dinamita en la caja de zapatos



y el enfrentamiento de Vargas con Quinlan, un antagonismo que alimentará en adelante la trama principal de la película.



Echemos cuentas a propósito de la escena del apartamento que acabamos de desglosar: el primer bloque dura 5' 10"; el segundo, 50"; y el tercer bloque, 5' 20". En total, 11' 20". Ahora bien, la contabilidad denota un cierto grado de complejidad que aumenta en progresión geométrica si pensamos en la coreografía de la escena: la organización del tráfico de personajes, el ritmo de los diálogos, el montaje dentro del plano a medida que los personajes -y la cámara- se alejan o se acercan en el curso de la acción, y se enfatizan las entradas o salidas de campo en función del desarrollo de la trama. Quizá ahora nos hacemos cargo de golpe de efecto que ha preparado Welles. Pues bien, aún nos quedamos cortos. Las cosas se desarrollaron más o menos así: la primera media jornada se va en preparativos, lo mismo ocurre durante la tarde; los jefes del estudio empiezan a temerse lo peor y merodean amenazadores por las cercanías del plató; a las seis menos cuarto de la tarde, Welles está listo para rodar; y menos de dos horas más tarde ha rodado los más de once minutos de la escena del apartamento. El director se declara satisfecho con el trabajo. Y ha ganado una jornada de rodaje. Obviamente se trataba de establecer las reglas del juego con el estudio, o sea, Welles había desplegado sus poderes frente al poder de la Universal: si le dejan trabajar a su manera, se ajustará a plazos y costes, y aun los reducirá. El estudio le deja las manos libres para dirigir la película a su manera. El Welles ilusionista ha jugado sus cartas y ha ganado. Y digo ilusionista porque, como comprenderéis se trataba de una puesta en escena -para el estudio- calculada... y trucada. El cineasta ensayó la escena del apartamento larga y minuciosamente en su casa con los actores protagonistas para que la "hazaña" en el plató funcionara. Y aun trucada, no deja de ser una hazaña que le devolvió el poder. Sólo durante el rodaje, es cierto, pero lo utilizó a fondo.

Charlton Heston y Orson Welles
en el rodaje de
Sed de mal

Ya sabemos de la predilección de Welles por los escenarios naturales -recordad La dama de Shanghai o, más reciente, Otelo- y le hubiera gustado rodar en la frontera mejicana, pero la Universal se niega en redondo. Entonces busca en las proximidades de Hollywood los exteriores de Sed de mal y encuentra en el desierto del Mojave una localización para el motel El Mirador y en Venice -una antigua estación balnearia al oeste de Los Ángeles, invadida por torres de perforación petrolífera y prácticamente abandonada- el escenario para Los Robles de la ficción, "el París de la frontera" -como reza en la película-, que representará para Welles una fuente de inspiración primordial para construir su frontera, donde, en palabras de Vargas, se reúne lo peor de cada país.


Welles no se limita a rodar en Venice los exteriores sino que aprovecha para rodar interiores naturales, que prefiere a los decorados que le esperan en la Universal, creando una continuidad visual que dota a las transiciones en movimiento entre unos y otras de una fluidez inusitada, al tiempo que fortalece la contigüidad entre la acción y el decorado en el que se desarrolla, como esa secuencia dialogada en un coche lanzado a toda velocidad y rodada con una cámara frontal al parabrisas y un gran angular que incrementa la sensación de fuga, con las fachadas de la calle de Venice doblegadas por la profundidad de campo y el aire vibrando en las ropas de los personajes; o esa otra en la que Vargas sube las escaleras del hotel mientras nosotros nos quedamos con los demás personajes en la cabina del ascensor y subimos con ellos, una escena rodada con la Cameflex de Welles, que no dejó de utilizarla para aprovechar la inspiración de los escenarios naturales que le ofrecía Venice. Y claro, cómo íbamos a olvidar la escena de apertura de Sed de mal, el mítico plano-secuencia, uno de los planos más famosos de la historia del cine. Welles lo rodó el 14 de marzo de 1957.


Un plano de 3' 20", lo que tarda en estallar la bomba que colocan al comienzo de la película en un coche, el tiempo que tarda en cruzar la frontera. A estas alturas creo que ya resulta inútil, pero no me cansaré de insistir en que la concepción de este complejísimo plano, resuelto mediante una cámara montada en una grúa que se desplaza siguiendo al coche en el que han puesto una bomba y luego al matrimonio Vargas que se cruza con él, refuerza el suspense al tiempo que nos mete de cabeza en el mundo en el que se desarrollará la película. Es decir, como la escena del registro del apartamento de Sánchez, no se trata de un alarde técnico, sino que revela una óptica sobre un laberinto y una mirada sobre la condición humana.


La de un hombre como Quinlan que, en palabras de su amiga Tanya, ya no tiene futuro en este mundo. Tan sólo un pasado que advertimos en la luz que alumbra en las miradas que se encuentran después de tanto tiempo, una luz que parece llegar desde una estrella distante, olvidada en algún recodo de un tiempo remoto.


Un laberinto físico en el entramado de calles, puentes, arcadas, canales y plataformas, un mundo gangrenado y una cloaca, pero sobre todo un laberinto mental. Un territorio de fantasmas, como esa muchedumbre que aparece en la noche bajo la ventana de Susan después de descubrir el cadáver de Grandi.


Un laberinto del que los seres humanos parecen haber desertado ya y se nos aparece habitado por las sombras. Una ciudad fronteriza casi abstracta que Welles ha destilado a partir de unos pocos signos visibles. Un laberinto que nos atrapa. Un laberinto en el que nos perdemos. Un laberinto wellesiano cifrado en el clímax de Sed de mal, una escena en la que despliega no sólo los poderes de la imagen sino también los del sonido, diríase que contemplamos una secuencia concebida por un hombre de la radio, como si en la despedida Welles nos remitiera a sus comienzos en The Mercury Theatre on the Air. Una escena magnífica en la que Vargas sigue con un magnetófono a Quinlan y a Menzies (que lleva un micrófono) para grabar la confesión del policía, donde el tejido sonoro se enhebra con los movimientos paralelos que siguen las intricadas trayectorias de Vargas y Quinlan para acabar ambos en las mismas aguas cenagosas del río en la frontera.


Después del rodaje, Welles trabaja dos meses en un primer montaje de Sed de mal, pero a finales de julio, cuando viaja a Méjico para rodar escenas destinadas a su Don Quijote, la Universal remonta los cinco primeros rollos de la película y, tras una proyección el 4 de octubre, se ruedan escenas adicionales, escenas en las que, en un primer momento, Heston se negó a participar pero en las que acabó colaborando. Welles vuelve, contempla el desaguisado y redacta un memorándum para intentar restaurar la película que había concebido con un montaje preñado de rupturas rítmicas. El memo de Orson Welles sobre Sed de mal es uno de esos documentos cardinales de la historia del cine, que comenta con admiración Walter Murch en El arte del montaje . Y no es para menos. Welles sólo pudo ver una proyección de la película el 3 de noviembre de 1958, un único visionado sin interrupciones, o sea vio lo que el estudio había hecho con su película una vez y de un tirón, y dos días después entregó un memorándum de 58 páginas dirigido a Ed Muhl, el jefe del estudio que no lo tragaba, tanto se le atragantaba Welles que cuarenta años después aún seguía echando pestes del cineasta que nunca había conseguido hacer una película que diera dinero. Y ahora apenas un párrafo de Walter Murch que remontó la película en 1998 según las notas del memorable memo:

Cuando empecé a trabajar en el proyecto, nunca pensé que íbamos a poder hacer todo lo que Welles quería. Por mi experiencia, aun contando con todos los recursos necesarios, tienes suerte si sale bien el 75% de las ideas -que para cualquiera sería una buena tasa de éxito de una serie de anotaciones sobre una película-. Pero en este caso todas y cada una de ellas mejoraban la película. (...) Cuarenta años después pudimos hacer todo lo él pedía.

Todo lo que el pedía en un memo redactado a partir de unas notas tomadas en la oscuridad de una sala de proyección, contemplando la película que le habían remontado, donde había incluido escenas que él no había rodado... Es fácil imaginar la desolación y la furia que lo arrebataban mientras escribía a pie de pantalla aquellos apuntes urgentes, trazados con rabia y, quizá, sin esperanza.


En los últimos treinta años llegué a ver tres versiones de Sed de mal. La primera versión que estrenó la Universal en mayo de 1958, de 93'; la que se estrenó a mediados de los 70, de 108'; y la llamada versión restaurada -montada por Walter Murch según el memo de Welles- de 1998, de 109'. Ninguna puede considerarse una película montada por Orson Welles. Las tres componen un testamento involuntario, no sólo de un cineasta, sino de un inventor de la forma sonora del cine. El mensaje cifrado de un director que, metafóricamente, murió en Sed de mal con las botas puestas.


La última palabra de la última escena de Sed de mal la pronuncia Tanya, Marlene Dietrich. La amiga de Hank Quinlan, de Welles. Adiós. Con Touch of Evil, Orson Welles le dijo adiós a Hollywood. Adiós a todo eso.

24/6/10

La tentación de los piratas


Ni atado con cadenas a una pareja de bueyes podría nadie obligarme a volver a aquella maldita isla. Así se refiere Jim Hawkins a la isla del tesoro en el último párrafo del libro de Robert Louis Stevenson. Para el protagonista y narrador de la más gozosa de las aventuras, aquella bendita isla de nuestra infancia es una fontana de pesadillas. Desde luego, es una experiencia (lectora) cardinal. Nunca olvidamos La isla del tesoro. Y cualquier momento es bueno para volver allí, donde las hogueras siguen ardiendo. Y nos llaman. Como si siempre fuera una noche de San Juan en las costas de la infancia. Y siempre vivo el corazón del niño que fuimos nos empuja a volver a sus páginas.


Cada vez que llega a mis manos un nuevo libro de La isla del tesoro se aviva la memoria de la primera vez. Y hoy, mira por dónde, los libros llegaron caminando, y uno imagina los pasos que llevaron a la mano amiga hasta las islas del tesoro y las encaminó hasta aquí. Gracias.


Los alisios volvieron a soplar sobre las cenizas del tiempo y me hicieron recordar qué bien entendió Kafka hasta qué punto La isla del tesoro nos devuelve la más hermosa de las tentaciones: una goleta, John Silver y navegar por esos mares que sólo existen en la infancia. La tentación de los piratas:

"Kafka abrió el cajón central de su escritorio y me dio un libro encuadernado en tela azul: La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson.
-Stevenson estaba enfermo de los pulmones -dijo Kafka mientras yo le echaba una ojeada a la cubierta y al índice-. Por eso se mudó a los Mares del Sur, donde vivió en una isla. Sin embargo, nunca llegó a verla bien. El mundo en que vivía era sólo el escenario de sus fantasías infantiles de piratas, un trampolín para la imaginación".
(p.91-92 Conversaciones con Kafka. Gustav Janouch. Ed. Destino, 1997)

22/6/10

Maldito genio

Orson Welles en 1946

Touch of Evil
(1958), que aquí se tituló Sed de mal -quizá a partir del título con que se distribuyó en Francia-, a estas alturas, es más que una película. Es una metáfora, un espejo, un emblema. Una metáfora de la imposibilidad de Welles de renunciar a ser quien era. Un espejo que nos devuelve una imagen elocuente de la imposibilidad del Hollywood de acoger a otra forma de hacer cine, y menos en el crepúsculo de los estudios, habría que aguardar a los últimos sesenta y los setenta para que el asalto al sistema fuera posible, un asalto a los cielos memorable pero efímero; de alguna manera los Coppola, Cimino o Scorsese eran los herederos de Welles.


Conviene no olvidar que, en 1941, Ciudadano Kane resulta en sí mismo un filme extraño, insólito, realizado a pesar de Hollywood, una película que Welles hizo con una libertad y un control sobre cada uno de sus aspectos casi inimaginable en un estudio como la RKO y totalmente inimaginable en un gran estudio (Paramount, Fox, Metro y Warner); dicho en pocas palabras: Ciudadano Kane era un objeto anómalo porque era una película de autor en Hollywood. Por eso también fue un filme insólito entre las películas de Welles allí. Casi cuarenta años después vivieron lo que podría definirse como la resurrección del fantasma de Welles. La última. De hecho, Hollywood se conjuró para que algo así no volviera a suceder jamás. Nunca jamás.

Fotograma de Heaven's Gate
de Michael Cimino

En 1980, la United Artist despedazó Heaven's Gate de Michael Cimino, tuve la suerte de ver hace diez años una copia en vídeo de una versión de 210', la que se considera como "el montaje del director", aunque la versión que Cimino defendió a brazo partido ante la productora duraba 360', como suena, una pelicula de seis horas; aquí se comercializó en dvd la versión -amputada es decir poco- de 148'. Aquella versión que pude ver hace diez años es una gran película -y apuntaba la maravilla que podría ser verla en una pantalla de cine- y no me extrañaría nada que la versión preferida por Cimino fuera aún mejor; podéis ver en youtube un documental de Michael Epstein sobre el desastre de esta obra de arte, Final Cut: The Making and Unmaking of Heaven's Gate (2004). Un emblema más de un cine alternativo a pesar de Hollywood que lo une, con un hilo palpable aunque invisible, con Stroheim y Welles. Evoco a ambos cineastas de un talento excepcional unidos también por el sadismo que padecieron a manos de los productores: Irving Thalberg despedazó Esposas frívolas (1922) en la Universal y Avaricia (1924) en la Metro, y aun peor -y de ahí el sadismo- se aseguró de que todo el material descartado fuera destruido; lo mismo aconteció con El cuarto mandamiento (1942) de Orson Welles, cuando el sucesor de George Schaefer, presidente de la RKO, ordenó que se destruyera todo el material negativo y positivo no utilizado en la versión de 88'.


Por eso no es de extrañar que un cineasta celoso de su independencia artística como Jim Jarmush se asegure siempre -y de forma irrenunciable- el final cut (el poder de decisión sobre el montaje definitivo) y la propiedad del negativo de sus películas; sólo bajo estas condiciones puede hablarse con propiedad y sensu stricto de cine independiente. Dos apuntes últimos, anecdóticos si se quiere pero significativos: durante la presentación del premio Irving Thalberg que ese año se entregaba a Steven Spielberg, el actor Richard Dreyfuss elogió el coraje de Thalberg, mira que podía valorar la producción de, pongamos por caso, Amanecer de Murnau o, puestos a hablar de coraje, por haber producido Freaks de Browning, pues no, elogió el coraje de Thalberg por haberle parado los pies a Stroheim, incluso, si de eso se trataba, podría haber sido más sincero, por haber acabado con Stroheim; en la ceremonia de los óscares de 1999 se entregó un premio a la trayectoria de Elia Kazan y se armó una polémica porque el cineasta había denunciado a muchos de sus compañeros ante la Comisión de Actividades Antiamericanas durante la caza de brujas -la caza de rojos-, no digo yo que no mereciera el óscar, tampoco que no mereciera el perdón si lo hubiese pedido -que no-, pero aún estoy esperando que algún día se le rinda un homenaje a quienes fueron denunciados y represaliados, padecieron cárcel, exilio o quedaron sin trabajo. Orson Welles en su momento había retratado Hollywood cuando cifró la causa de que los represaliados durante la caza de brujas no contaran -o sólo al principio- con la solidaridad del resto de la profesión: temían perder sus piscinas.


Además de ser una metáfora, un espejo o un emblema -o precisamente por serlo- Sed de mal también es una leyenda, un símbolo, una cifra. Recuerdo que El juego de Hollywood (The player, 1991), la película de Robert Altman, empieza con un plano secuencia -si no me equivoco, un travelling a derecha e izquierda- siguiendo a dos personajes que evocan el plano secuencia inicial de la película de Welles. Como si Hollywood no pudiera prescindir de la mitología aunque sea a base de los despojos de una película que el propio sistema destrozó treinta y tantos años antes. También recuerdo esa escena estupenda de Ed Wood (1994) cuando se encuentran en un bar, en 1957, el protagonista -el director del título, encarnado por Johnny Deep- y Orson Welles -al que pone cara un actor que no se le parece nada-, y comentan los problemas con que tienen que lidiar en las películas respectivas que tienen entre manos, Welles va a rodar Sed de mal y se queja de que tiene que tragar con que Charlton Heston, o sea el Moises de Los diez mandamientos (1956), en el papel de un policía ¡mejicano! Ed Wood casi se apiada de Orson Welles, si un genio como el director de Ciudadano Kane lleva a cuestas semejante baldón los desastres del propio Wood no tienen importancia. En la película de Burton, Sed de mal y el propio Welles constituyen la materia mítica pasada por el cedazo del humor (y del amor al cine), en una escena en que se hermanan dos cineastas independientes, aquél que fue calificado como "el peor director de la historia" y el director mítico; pero esa escena también destila una idea certera de cómo se trataba a un artista y en qué tipo de película estaba embarcado. Y para entenderlo quizá haya que retroceder diez años. Incluso doce. Sólo así entenderemos cabalmente en qué condiciones afrontará Orson Welles Sed de mal, la película con la se despidió de Hollywood. Y, a su pesar, dijo adiós a todo eso.


Después de la desastrosa experiencia de El cuarto mandamiento, Orson Welles dirige y protagoniza El extraño (1946), renunciando a cualquier intervención en las decisiones sobre el montaje, las mezclas de sonido y la música, y fue la única película de su filmografía que tuvo aceptables rendimientos de taquilla en el momento de su estreno. Aunque sobra decirlo, cabe imaginar los sustanciosos rendimientos que han generado hasta hoy películas como Ciudadano Kane o Sed de mal, sin ir más lejos. Digamos que, hasta cierto punto, Orson Welles renunció en El extraño a fases esenciales de su escritura fílmica, más de una vez señaló que el montaje era el momento donde disponía del control sobre el material fílmico, al fin y al cabo, dirigir era, sobre todo, gobernar accidentes, pero no sólo el montaje, como hombre de radio, las mezclas de sonido eran un instrumento primordial para dotar a la película, por así decir, del toque Welles. Aún así, bastan algunas escenas de El extraño para apreciar las huellas inequívocas del cineasta que encuentra en el director de fotografía Russell Metty a un cómplice (volverán a trabajar juntos en Sed de mal) que le propone una iluminación que transforme los desplazamientos laterales de los personajes en el encuadre en tránsitos reveladores entre la luz y la sombras, como ese plano de más de 4' rodado con un elegante y discreto -a pesar de su complejidad- movimiento de travelling y grúa siguiendo a Rankin -el protagonista encarnado por el propio Welles- y a Meinike, desde un claro hasta lo más profundo del bosque, primero con un picado desde lo alto para descender imperceptiblemente a la altura de los personajes y luego hasta un contrapicado para encuadrarlos mientras Rankin estrangula a Meinike y, como aquel que dice, recibir el cadáver a ras de tierra. Un plano brillante en la concepción y preñado de tensión dramática, pero ejecutado de forma casí íntima. Welles demostró en El extraño que podría haber hecho carrera en Hollywood. Le bastaba renunciar a ser él mismo. Así de claro.


La dama de Shanghai fue una de las primeras películas que grabé en vídeo -betamax, para más señas- allá por 1982. Y claro, fue la primera película de Welles que pude ver -y vi- una y otra vez y llegué a sabérmela de memoria. A esas alturas ya había visto también Ciudadano Kane y sólo unos mercaderes cabestros -y que me perdonen los cabestros- podían haberle hecho la vida imposible a un cineasta con semejante imaginación visual y sentido profundo de la puesta en escena en relación con el montaje de los planos -de imagen y sonido-; esto de 'imagen y sonido' puede parecer obvio, pero ya lo dije en la entrada anterior a propósito de Welles, con él lo sonoro dejó de ser un adjetivo que añadir al sustantivo cine para entrañarse en la sustantividad misma del cine. Lo que no sabía era que, cuando se perfila el proyecto de La dama de Shanghai en 1946, Welles quería rodar una película de bajo presupuesto, con una trama de thriller -basada en una novela de Sherwood King, If I Die Before I Wake (1938)- sin estrellas, con un plan de trabajo muy ajustado y en exteriores urbanos -"naturales"- de Nueva York, anticipándose a las películas de Anthony Mann con tramas criminales de uno o dos años después, buscando la autenticidad casi documental en las calles de las ciudades americanas. Digámoslo así: Welles quería experimentar en La dama de Shanghai la contaminación de la ficción criminal con las imágenes documentales de la vida urbana contemporánea. Incorregible Welles.

Harry Cohn

Pero Harry Cohn, el patrón de la Columbia, a quien, tratándose de películas, le gustaba espetar aquello de "no la quiero bonita, la quiero el martes", quería una estrella en la película de Welles, y no a cualquier estrella, a su gran estrella, a Rita Hayworth, que acababa de consagrase con Gilda. (A Harry Cohn le habría gustado esta versión, pero en realidad fue Rita Hayworth quien se empeñó en hacer la película en cuanto supo que Orson Welles había llegado a un acuerdo para dirigirla con el jefe del estudio.) El director y la actriz habían estado casados pero, cuando se reunieron para La dama de Shanghai, ya estaban separados. La primera decisión de Welles fue enterrar a Gilda: le cortó la melena pelirroja y la tiñó de rubio platino.

Orson Welles y Rita Hayworrth,
marido y mujer

Orson Welles y Rita Hayworth
reunidos por
La dama de Shanghai

Aunque la escena inicial, que transcurre en Central Park, se rodó en los estudios de la Columbia, Welles consiguió rodar los demás exteriores en escenarios naturales de Méjico -con las localizaciones principales en Acapulco- y San Francisco. Y la película de bajo presupuesto que imaginaba el cineasta se convirtió en la mayor producción de su filmografía.


Durante el verano de 1946, Orson Welles escribe varias versiones del guión que conserva la trama básica de la novela pero introduce algunos cambios. El protagonista, que en la novela es americano, en la película es un irlandés, Michael O'Hara, un agitador del sindicato portuario, que combatió en defensa de la República con las Brigadas Internacionales en la guerra cilvil española -y mató a un espía de Franco en Murcia-, y pasó algunas temporadas en cárceles de aquí y de allá. De los diálogos de Sherwood King apenas conservará unas líneas. Desde el momento en que Rita Hayworth va a interpretar a Elsa Bannister y Orson Welles a Michael O'Hara, el director tiene carta blanca para elegir el resto del reparto entre los actores del Mercury Theater y a viejos conocidos del teatro y de la radio. Y el 2 de octubre se ruedan las primeras tomas de La dama de Shanghai en los estudios de la Columbia.

Errol Flynn y Orson Welles celebran
el cumpleaños de Rita Hayworth
el 17 de octubre de 1946
en el yate del actor

Pero es el 13 de octubre, cuando embarcan en el yate de Errol Flynn, rebautizado para la película como Circe, cuando empieza realmente el zafarrancho. Viajan hasta Acapulco, ruedan hasta el 27 de noviembre y vuelven para filmar las escenas localizadas en San Francisco, Sausalito y Los Ángeles. El rodaje se prolongará hasta el 11 de marzo de 1947 con una interrupción de cuatro semanas en enero y febrero. Le harán pagar caro la decisión de rodar en exteriores, como si en vez de trabajar se hubiese ido de vacaciones. Un memorándum de Richard Wilson, la mano derecha de Welles en la producción de La dama de Shanghai, argumentado y verosímil -según Jean-Pierre Berthomé y François Thomas que estudiaron con detalle la documentación archivada sobre la película-, imputa a la Columbia los excesos de un 50% en el plan de producción previsto y un 30% del presupuesto -sencillamente, en exteriores se portaron como aficionados- que el estudio atribuía a extravagancias de Welles.

La trama criminal de La dama de Shanghai cristaliza en dos figuras -el laberinto y la telaraña-, que devienen matrices de las proyecciones metafóricas en que se anudan las pulsiones que movilizan a los personajes, y motivos visuales que inspiran la escenografía y que modulan la iluminación y los movimientos de cámara. El laberinto y la telaraña fraguan la idea temática encarnada en Michael O'Hara, perdido en una maquinación que lo supera y que visualizamos en las trayectorias nocturnas, escaleras escherianas y sinuosos toboganes, y doblemente atrapado por un Bannister -magnífico Everett Sloane- que se mueve con sus bastones con andares de arácnido y por Elsa -Rosalie para Michael- esa mantis que desgobierna y manipula las emociones del ingenuo protagonista, enredado en Circe o en la urdimbre del embarcadero de Sausalito o presa fácil de los depredadores: aquella historia de los tiburones que cuenta Michael en Acapulco será la historia que él mismo va a vivir, que ya está viviendo, y se materializará visualmente en la escena del acuario que acaba con el beso entre Rosalie y Michael en un gran primer plano sobre un fondo de sombras amenazantes, un beso como un nudo corredizo.


Laberinto y telaraña que se conjugan en la escena del clímax en la sala de los espejos, tantas veces citada, pongamos por caso en Misterioso asesinato en Manhattan de Woody Allen, con esos planos imposibles en los que se ve la mano del Welles ilusionista.




Desde la primera vez que vi La dama de Shanghai me cautivó cómo los cigarrillos cobraban un valor inusitado en el transcurso de la película, parafreaseando a Mamet y a Leadbelly podríamos hablar de los tres usos del cigarrillo. Cuando Michael encuentra a Elsa quiere llamarla Rosalie y le ofrece un cigarrillo que ella guardará con cuidado -un plano detalle inolvidable- entre los pliegues de un pañuelo, porque no fuma; más adelante, en el yate, será Elsa quien le pedirá que la llame Rosalie, anudando el lazo amoroso entre ellos, y además quiere un cigarrillo porque ya ha aprendido a fumar; y una noche, la circulación del cigarrillo encendido revelará los lazos sexuales entre Michael y Elsa sin necesidad de más añadidos carnales. Un cigarrillo -bueno, tres cigarrillos- le bastan a Welles para cuajar en la pantalla el deseo que atrapa a los protagonistas con toda su carga erótica. Y aún no agoté aquí el recorrido de los cigarrillos en la película.



La figuras metafóricas del laberinto y la telaraña alimentan esa pesadilla barroca en que se acaba convirtiendo La dama de Shanghai, donde los recursos expresivos del cine negro se conjugan en una fantasmagoría de luces y sombras, de visiones delirantes que encuentran en Rita Hayworth (Elsa/Rosalie) una encrucijada simbólica, una imagen sublimada en un espejo que acaba inmolada en un estallido, como estallan los propios códigos del género, y la realidad misma que nunca es lo que parece en una trama de falsos asesinatos y cadáveres verdaderos. Cada película de Orson Welles establece corrientes de sentido con el resto de su filmografía que acaba dibujando una red de significados que se expanden y retroalimentan, una obra que es laberinto y telaraña como La dama de Shanghai, en la que el cineasta es, a la vez, perseguidor y presa. Porque en el cine de Welles el hombre es siempre un hombre atrapado: he ahí el núcleo cardinal de su cine. Y quizá no sólo de su cine.


Sobre los últimos planos de La dama de Shanghai escuchamos la voz en off de Michael O'Hara: ¡Qué palabra "inocente"! "Estúpido" sería más adecuada. Todo el mundo hace el idiota por alguien. Sólo envejeciendo es posible librarse de las complicaciones. Así que me parece que voy a intentarlo. A la luz de lo que sabemos de la película, pareciera que es el mismo Orson Welles quien nos habla. A medida que rodaba La dama de Shanghai, Viola Lawrence iba montando las escenas y Harry Cohn contempla con gran pesar -no sé qué esperaba tratándose de Welles- que el cineasta no sigue la rutinaria planificación que cuidaba como oro en paño de los primeros planos de la estrella, nada de eso, Orson Welles reserva los contados planos medios y primeros planos a los personajes secundarios, excepto en la escena del acuario y en la del juicio.

Orson Welles en el rodaje
de La dama de Shanghai


Para disgusto de la montadora, Welles evita el primer plano tradicional mediante una serie de variantes: empieza en primer plano pero a continuación la cámara o el actor, o ambos, se desplazan; usa el perfil del rostro del actor a modo de pantalla o cortina, luego el actor se gira y descubrimos lo que escondía tras él; o termina en primer plano una toma en movimiento; o compone el encuadre con varios personajes en plano con un juego de distancias que refuerza el magnetismo de los rostros. En síntesis, Welles montaba dentro del plano como pocos y casi nadie combinaba ese montaje de distancias con la cámara en movimiento como Welles. Queda dicho. Pero Harry Cohn y la montadora echaban de menos planos/contraplanos, planos de reacción, primeros planos, primeros planos, primeros planos. Esta vez Welles ya no tenía, por contrato, todo el poder como en Ciudadano Kane y el estudio le echaba en cara un rodaje estrafalario y estaban deseando quitarle la película de las manos, así que el cineasta transige. ¿Queréis primeros planos? Pues tendréis primeros planos. Y filma primeros planos echando mano de transparencias y empieza a desplegar raccords de miradas a los que había renunciado durante el rodaje principal , por ejemplo aquellos correspondientes al cuento de los tiburones que había concebido como un plano fijo. Y haciendo de la necesidad virtud, transfigura los rostros mediante los primeros planos que cobran una cualidad onírica o perturbadora, como ése en que la cámara envuelve, como una segunda y porosa piel, el rostro sudoroso de Glenn Anders encarnando a George Grisby.


Welles era Welles hasta cuando rodaba los planos que no quería filmar. En realidad, había decidido transigir para salvar el tratamiento sonoro que había diseñado para la película, sobre todo para dotar del relieve necesario las escenas exteriores, para que el juego de distancias del sonido directo y de los efectos dotara a los encuadres de una perspectiva sonora. Diríase que había creado una arquitectura sonora con vistas a crear un espacio -real- en la imaginación del espectador que dotara de autenticidad a aquello que no mostraban las imágenes con visos documentales. Respecto a la música, Welles trabaja en la misma dirección, quería privilegiar la música popular mejicana y la música de la representación tetral en el barrio chino de San Francisco la graba el equipo del Mandarin Theatre. Pero el efecto-verdad que busca a través del diseño sonoro será abortado por decisiones capitales de la Columbia: privilegiar los diálogos -deben entenderse a la perfección-, el uso de una narración off de Michael O'Hara que Welles grabará pero no controlará su uso en el curso de la película, y el uso invasivo de la música que prescinde de los rasgos identitarios que habían guiado las elecciones del cineasta.


Tampoco le dejaron a Welles meter baza en el montaje de La dama de Shanghai, y se estrenó en mayo de 1948. Resulta muy significativo que los títulos de crédito de la película se cierren con un screenplay and prodution Orson Welles. No existe el crédito correspondiente al directed by. Una ausencia que cabe leer en clave de advertencia al espectador del propio Welles: escribió y produjo La dama de Shanghai pero no se considera director de la película en la medida en que no fue responsable de dos procesos esenciales en su escritura fílmica: el montaje y el tratamiento sonoro. No es la película que Welles había imaginado y aun así hay tanto cine -gran cine- en sus imágenes que si uno tuviera que elegir las cien mejores películas del cine de Hollywood, sin duda la incluiría. Ese Hollywood que prescindió de él enseguida, como quien extirpa un tumor maligno. Welles tardará ocho años en volver. Para rodar su última película en Hollywood: Touch of evil. Extirparon del sistema al más grande de los cineastas surgidos en el cine sonoro. Qué digo, se deshicieron del cineasta que había recibido el sonido en el cine y lo había trasformado en verdadero cine sonoro. Maldito genio.