Touch of Evil (1958), que aquí se tituló Sed de mal -quizá a partir del título con que se distribuyó en Francia-, a estas alturas, es más que una película. Es una metáfora, un espejo, un emblema. Una metáfora de la imposibilidad de Welles de renunciar a ser quien era. Un espejo que nos devuelve una imagen elocuente de la imposibilidad del Hollywood de acoger a otra forma de hacer cine, y menos en el crepúsculo de los estudios, habría que aguardar a los últimos sesenta y los setenta para que el asalto al sistema fuera posible, un asalto a los cielos memorable pero efímero; de alguna manera los Coppola, Cimino o Scorsese eran los herederos de Welles.
Conviene no olvidar que, en 1941, Ciudadano Kane resulta en sí mismo un filme extraño, insólito, realizado a pesar de Hollywood, una película que Welles hizo con una libertad y un control sobre cada uno de sus aspectos casi inimaginable en un estudio como la RKO y totalmente inimaginable en un gran estudio (Paramount, Fox, Metro y Warner); dicho en pocas palabras: Ciudadano Kane era un objeto anómalo porque era una película de autor en Hollywood. Por eso también fue un filme insólito entre las películas de Welles allí. Casi cuarenta años después vivieron lo que podría definirse como la resurrección del fantasma de Welles. La última. De hecho, Hollywood se conjuró para que algo así no volviera a suceder jamás. Nunca jamás.
En 1980, la United Artist despedazó Heaven's Gate de Michael Cimino, tuve la suerte de ver hace diez años una copia en vídeo de una versión de 210', la que se considera como "el montaje del director", aunque la versión que Cimino defendió a brazo partido ante la productora duraba 360', como suena, una pelicula de seis horas; aquí se comercializó en dvd la versión -amputada es decir poco- de 148'. Aquella versión que pude ver hace diez años es una gran película -y apuntaba la maravilla que podría ser verla en una pantalla de cine- y no me extrañaría nada que la versión preferida por Cimino fuera aún mejor; podéis ver en youtube un documental de Michael Epstein sobre el desastre de esta obra de arte, Final Cut: The Making and Unmaking of Heaven's Gate (2004). Un emblema más de un cine alternativo a pesar de Hollywood que lo une, con un hilo palpable aunque invisible, con Stroheim y Welles. Evoco a ambos cineastas de un talento excepcional unidos también por el sadismo que padecieron a manos de los productores: Irving Thalberg despedazó Esposas frívolas (1922) en la Universal y Avaricia (1924) en la Metro, y aun peor -y de ahí el sadismo- se aseguró de que todo el material descartado fuera destruido; lo mismo aconteció con El cuarto mandamiento (1942) de Orson Welles, cuando el sucesor de George Schaefer, presidente de la RKO, ordenó que se destruyera todo el material negativo y positivo no utilizado en la versión de 88'.
Por eso no es de extrañar que un cineasta celoso de su independencia artística como Jim Jarmush se asegure siempre -y de forma irrenunciable- el final cut (el poder de decisión sobre el montaje definitivo) y la propiedad del negativo de sus películas; sólo bajo estas condiciones puede hablarse con propiedad y sensu stricto de cine independiente. Dos apuntes últimos, anecdóticos si se quiere pero significativos: durante la presentación del premio Irving Thalberg que ese año se entregaba a Steven Spielberg, el actor Richard Dreyfuss elogió el coraje de Thalberg, mira que podía valorar la producción de, pongamos por caso, Amanecer de Murnau o, puestos a hablar de coraje, por haber producido Freaks de Browning, pues no, elogió el coraje de Thalberg por haberle parado los pies a Stroheim, incluso, si de eso se trataba, podría haber sido más sincero, por haber acabado con Stroheim; en la ceremonia de los óscares de 1999 se entregó un premio a la trayectoria de Elia Kazan y se armó una polémica porque el cineasta había denunciado a muchos de sus compañeros ante la Comisión de Actividades Antiamericanas durante la caza de brujas -la caza de rojos-, no digo yo que no mereciera el óscar, tampoco que no mereciera el perdón si lo hubiese pedido -que no-, pero aún estoy esperando que algún día se le rinda un homenaje a quienes fueron denunciados y represaliados, padecieron cárcel, exilio o quedaron sin trabajo. Orson Welles en su momento había retratado Hollywood cuando cifró la causa de que los represaliados durante la caza de brujas no contaran -o sólo al principio- con la solidaridad del resto de la profesión: temían perder sus piscinas.
Además de ser una metáfora, un espejo o un emblema -o precisamente por serlo- Sed de mal también es una leyenda, un símbolo, una cifra. Recuerdo que El juego de Hollywood (The player, 1991), la película de Robert Altman, empieza con un plano secuencia -si no me equivoco, un travelling a derecha e izquierda- siguiendo a dos personajes que evocan el plano secuencia inicial de la película de Welles. Como si Hollywood no pudiera prescindir de la mitología aunque sea a base de los despojos de una película que el propio sistema destrozó treinta y tantos años antes. También recuerdo esa escena estupenda de Ed Wood (1994) cuando se encuentran en un bar, en 1957, el protagonista -el director del título, encarnado por Johnny Deep- y Orson Welles -al que pone cara un actor que no se le parece nada-, y comentan los problemas con que tienen que lidiar en las películas respectivas que tienen entre manos, Welles va a rodar Sed de mal y se queja de que tiene que tragar con que Charlton Heston, o sea el Moises de Los diez mandamientos (1956), en el papel de un policía ¡mejicano! Ed Wood casi se apiada de Orson Welles, si un genio como el director de Ciudadano Kane lleva a cuestas semejante baldón los desastres del propio Wood no tienen importancia. En la película de Burton, Sed de mal y el propio Welles constituyen la materia mítica pasada por el cedazo del humor (y del amor al cine), en una escena en que se hermanan dos cineastas independientes, aquél que fue calificado como "el peor director de la historia" y el director mítico; pero esa escena también destila una idea certera de cómo se trataba a un artista y en qué tipo de película estaba embarcado. Y para entenderlo quizá haya que retroceder diez años. Incluso doce. Sólo así entenderemos cabalmente en qué condiciones afrontará Orson Welles Sed de mal, la película con la se despidió de Hollywood. Y, a su pesar, dijo adiós a todo eso.
Después de la desastrosa experiencia de El cuarto mandamiento, Orson Welles dirige y protagoniza El extraño (1946), renunciando a cualquier intervención en las decisiones sobre el montaje, las mezclas de sonido y la música, y fue la única película de su filmografía que tuvo aceptables rendimientos de taquilla en el momento de su estreno. Aunque sobra decirlo, cabe imaginar los sustanciosos rendimientos que han generado hasta hoy películas como Ciudadano Kane o Sed de mal, sin ir más lejos. Digamos que, hasta cierto punto, Orson Welles renunció en El extraño a fases esenciales de su escritura fílmica, más de una vez señaló que el montaje era el momento donde disponía del control sobre el material fílmico, al fin y al cabo, dirigir era, sobre todo, gobernar accidentes, pero no sólo el montaje, como hombre de radio, las mezclas de sonido eran un instrumento primordial para dotar a la película, por así decir, del toque Welles. Aún así, bastan algunas escenas de El extraño para apreciar las huellas inequívocas del cineasta que encuentra en el director de fotografía Russell Metty a un cómplice (volverán a trabajar juntos en Sed de mal) que le propone una iluminación que transforme los desplazamientos laterales de los personajes en el encuadre en tránsitos reveladores entre la luz y la sombras, como ese plano de más de 4' rodado con un elegante y discreto -a pesar de su complejidad- movimiento de travelling y grúa siguiendo a Rankin -el protagonista encarnado por el propio Welles- y a Meinike, desde un claro hasta lo más profundo del bosque, primero con un picado desde lo alto para descender imperceptiblemente a la altura de los personajes y luego hasta un contrapicado para encuadrarlos mientras Rankin estrangula a Meinike y, como aquel que dice, recibir el cadáver a ras de tierra. Un plano brillante en la concepción y preñado de tensión dramática, pero ejecutado de forma casí íntima. Welles demostró en El extraño que podría haber hecho carrera en Hollywood. Le bastaba renunciar a ser él mismo. Así de claro.
La dama de Shanghai fue una de las primeras películas que grabé en vídeo -betamax, para más señas- allá por 1982. Y claro, fue la primera película de Welles que pude ver -y vi- una y otra vez y llegué a sabérmela de memoria. A esas alturas ya había visto también Ciudadano Kane y sólo unos mercaderes cabestros -y que me perdonen los cabestros- podían haberle hecho la vida imposible a un cineasta con semejante imaginación visual y sentido profundo de la puesta en escena en relación con el montaje de los planos -de imagen y sonido-; esto de 'imagen y sonido' puede parecer obvio, pero ya lo dije en la entrada anterior a propósito de Welles, con él lo sonoro dejó de ser un adjetivo que añadir al sustantivo cine para entrañarse en la sustantividad misma del cine. Lo que no sabía era que, cuando se perfila el proyecto de La dama de Shanghai en 1946, Welles quería rodar una película de bajo presupuesto, con una trama de thriller -basada en una novela de Sherwood King, If I Die Before I Wake (1938)- sin estrellas, con un plan de trabajo muy ajustado y en exteriores urbanos -"naturales"- de Nueva York, anticipándose a las películas de Anthony Mann con tramas criminales de uno o dos años después, buscando la autenticidad casi documental en las calles de las ciudades americanas. Digámoslo así: Welles quería experimentar en La dama de Shanghai la contaminación de la ficción criminal con las imágenes documentales de la vida urbana contemporánea. Incorregible Welles.
Pero Harry Cohn, el patrón de la Columbia, a quien, tratándose de películas, le gustaba espetar aquello de "no la quiero bonita, la quiero el martes", quería una estrella en la película de Welles, y no a cualquier estrella, a su gran estrella, a Rita Hayworth, que acababa de consagrase con Gilda. (A Harry Cohn le habría gustado esta versión, pero en realidad fue Rita Hayworth quien se empeñó en hacer la película en cuanto supo que Orson Welles había llegado a un acuerdo para dirigirla con el jefe del estudio.) El director y la actriz habían estado casados pero, cuando se reunieron para La dama de Shanghai, ya estaban separados. La primera decisión de Welles fue enterrar a Gilda: le cortó la melena pelirroja y la tiñó de rubio platino.
Aunque la escena inicial, que transcurre en Central Park, se rodó en los estudios de la Columbia, Welles consiguió rodar los demás exteriores en escenarios naturales de Méjico -con las localizaciones principales en Acapulco- y San Francisco. Y la película de bajo presupuesto que imaginaba el cineasta se convirtió en la mayor producción de su filmografía.
Durante el verano de 1946, Orson Welles escribe varias versiones del guión que conserva la trama básica de la novela pero introduce algunos cambios. El protagonista, que en la novela es americano, en la película es un irlandés, Michael O'Hara, un agitador del sindicato portuario, que combatió en defensa de la República con las Brigadas Internacionales en la guerra cilvil española -y mató a un espía de Franco en Murcia-, y pasó algunas temporadas en cárceles de aquí y de allá. De los diálogos de Sherwood King apenas conservará unas líneas. Desde el momento en que Rita Hayworth va a interpretar a Elsa Bannister y Orson Welles a Michael O'Hara, el director tiene carta blanca para elegir el resto del reparto entre los actores del Mercury Theater y a viejos conocidos del teatro y de la radio. Y el 2 de octubre se ruedan las primeras tomas de La dama de Shanghai en los estudios de la Columbia.
Errol Flynn y Orson Welles celebran
el cumpleaños de Rita Hayworth
el 17 de octubre de 1946
en el yate del actor
el cumpleaños de Rita Hayworth
el 17 de octubre de 1946
en el yate del actor
Pero es el 13 de octubre, cuando embarcan en el yate de Errol Flynn, rebautizado para la película como Circe, cuando empieza realmente el zafarrancho. Viajan hasta Acapulco, ruedan hasta el 27 de noviembre y vuelven para filmar las escenas localizadas en San Francisco, Sausalito y Los Ángeles. El rodaje se prolongará hasta el 11 de marzo de 1947 con una interrupción de cuatro semanas en enero y febrero. Le harán pagar caro la decisión de rodar en exteriores, como si en vez de trabajar se hubiese ido de vacaciones. Un memorándum de Richard Wilson, la mano derecha de Welles en la producción de La dama de Shanghai, argumentado y verosímil -según Jean-Pierre Berthomé y François Thomas que estudiaron con detalle la documentación archivada sobre la película-, imputa a la Columbia los excesos de un 50% en el plan de producción previsto y un 30% del presupuesto -sencillamente, en exteriores se portaron como aficionados- que el estudio atribuía a extravagancias de Welles.
La trama criminal de La dama de Shanghai cristaliza en dos figuras -el laberinto y la telaraña-, que devienen matrices de las proyecciones metafóricas en que se anudan las pulsiones que movilizan a los personajes, y motivos visuales que inspiran la escenografía y que modulan la iluminación y los movimientos de cámara. El laberinto y la telaraña fraguan la idea temática encarnada en Michael O'Hara, perdido en una maquinación que lo supera y que visualizamos en las trayectorias nocturnas, escaleras escherianas y sinuosos toboganes, y doblemente atrapado por un Bannister -magnífico Everett Sloane- que se mueve con sus bastones con andares de arácnido y por Elsa -Rosalie para Michael- esa mantis que desgobierna y manipula las emociones del ingenuo protagonista, enredado en Circe o en la urdimbre del embarcadero de Sausalito o presa fácil de los depredadores: aquella historia de los tiburones que cuenta Michael en Acapulco será la historia que él mismo va a vivir, que ya está viviendo, y se materializará visualmente en la escena del acuario que acaba con el beso entre Rosalie y Michael en un gran primer plano sobre un fondo de sombras amenazantes, un beso como un nudo corredizo.
Laberinto y telaraña que se conjugan en la escena del clímax en la sala de los espejos, tantas veces citada, pongamos por caso en Misterioso asesinato en Manhattan de Woody Allen, con esos planos imposibles en los que se ve la mano del Welles ilusionista.
Desde la primera vez que vi La dama de Shanghai me cautivó cómo los cigarrillos cobraban un valor inusitado en el transcurso de la película, parafreaseando a Mamet y a Leadbelly podríamos hablar de los tres usos del cigarrillo. Cuando Michael encuentra a Elsa quiere llamarla Rosalie y le ofrece un cigarrillo que ella guardará con cuidado -un plano detalle inolvidable- entre los pliegues de un pañuelo, porque no fuma; más adelante, en el yate, será Elsa quien le pedirá que la llame Rosalie, anudando el lazo amoroso entre ellos, y además quiere un cigarrillo porque ya ha aprendido a fumar; y una noche, la circulación del cigarrillo encendido revelará los lazos sexuales entre Michael y Elsa sin necesidad de más añadidos carnales. Un cigarrillo -bueno, tres cigarrillos- le bastan a Welles para cuajar en la pantalla el deseo que atrapa a los protagonistas con toda su carga erótica. Y aún no agoté aquí el recorrido de los cigarrillos en la película.
La figuras metafóricas del laberinto y la telaraña alimentan esa pesadilla barroca en que se acaba convirtiendo La dama de Shanghai, donde los recursos expresivos del cine negro se conjugan en una fantasmagoría de luces y sombras, de visiones delirantes que encuentran en Rita Hayworth (Elsa/Rosalie) una encrucijada simbólica, una imagen sublimada en un espejo que acaba inmolada en un estallido, como estallan los propios códigos del género, y la realidad misma que nunca es lo que parece en una trama de falsos asesinatos y cadáveres verdaderos. Cada película de Orson Welles establece corrientes de sentido con el resto de su filmografía que acaba dibujando una red de significados que se expanden y retroalimentan, una obra que es laberinto y telaraña como La dama de Shanghai, en la que el cineasta es, a la vez, perseguidor y presa. Porque en el cine de Welles el hombre es siempre un hombre atrapado: he ahí el núcleo cardinal de su cine. Y quizá no sólo de su cine.
Sobre los últimos planos de La dama de Shanghai escuchamos la voz en off de Michael O'Hara: ¡Qué palabra "inocente"! "Estúpido" sería más adecuada. Todo el mundo hace el idiota por alguien. Sólo envejeciendo es posible librarse de las complicaciones. Así que me parece que voy a intentarlo. A la luz de lo que sabemos de la película, pareciera que es el mismo Orson Welles quien nos habla. A medida que rodaba La dama de Shanghai, Viola Lawrence iba montando las escenas y Harry Cohn contempla con gran pesar -no sé qué esperaba tratándose de Welles- que el cineasta no sigue la rutinaria planificación que cuidaba como oro en paño de los primeros planos de la estrella, nada de eso, Orson Welles reserva los contados planos medios y primeros planos a los personajes secundarios, excepto en la escena del acuario y en la del juicio.
Para disgusto de la montadora, Welles evita el primer plano tradicional mediante una serie de variantes: empieza en primer plano pero a continuación la cámara o el actor, o ambos, se desplazan; usa el perfil del rostro del actor a modo de pantalla o cortina, luego el actor se gira y descubrimos lo que escondía tras él; o termina en primer plano una toma en movimiento; o compone el encuadre con varios personajes en plano con un juego de distancias que refuerza el magnetismo de los rostros. En síntesis, Welles montaba dentro del plano como pocos y casi nadie combinaba ese montaje de distancias con la cámara en movimiento como Welles. Queda dicho. Pero Harry Cohn y la montadora echaban de menos planos/contraplanos, planos de reacción, primeros planos, primeros planos, primeros planos. Esta vez Welles ya no tenía, por contrato, todo el poder como en Ciudadano Kane y el estudio le echaba en cara un rodaje estrafalario y estaban deseando quitarle la película de las manos, así que el cineasta transige. ¿Queréis primeros planos? Pues tendréis primeros planos. Y filma primeros planos echando mano de transparencias y empieza a desplegar raccords de miradas a los que había renunciado durante el rodaje principal , por ejemplo aquellos correspondientes al cuento de los tiburones que había concebido como un plano fijo. Y haciendo de la necesidad virtud, transfigura los rostros mediante los primeros planos que cobran una cualidad onírica o perturbadora, como ése en que la cámara envuelve, como una segunda y porosa piel, el rostro sudoroso de Glenn Anders encarnando a George Grisby.
Welles era Welles hasta cuando rodaba los planos que no quería filmar. En realidad, había decidido transigir para salvar el tratamiento sonoro que había diseñado para la película, sobre todo para dotar del relieve necesario las escenas exteriores, para que el juego de distancias del sonido directo y de los efectos dotara a los encuadres de una perspectiva sonora. Diríase que había creado una arquitectura sonora con vistas a crear un espacio -real- en la imaginación del espectador que dotara de autenticidad a aquello que no mostraban las imágenes con visos documentales. Respecto a la música, Welles trabaja en la misma dirección, quería privilegiar la música popular mejicana y la música de la representación tetral en el barrio chino de San Francisco la graba el equipo del Mandarin Theatre. Pero el efecto-verdad que busca a través del diseño sonoro será abortado por decisiones capitales de la Columbia: privilegiar los diálogos -deben entenderse a la perfección-, el uso de una narración off de Michael O'Hara que Welles grabará pero no controlará su uso en el curso de la película, y el uso invasivo de la música que prescinde de los rasgos identitarios que habían guiado las elecciones del cineasta.
Tampoco le dejaron a Welles meter baza en el montaje de La dama de Shanghai, y se estrenó en mayo de 1948. Resulta muy significativo que los títulos de crédito de la película se cierren con un screenplay and prodution Orson Welles. No existe el crédito correspondiente al directed by. Una ausencia que cabe leer en clave de advertencia al espectador del propio Welles: escribió y produjo La dama de Shanghai pero no se considera director de la película en la medida en que no fue responsable de dos procesos esenciales en su escritura fílmica: el montaje y el tratamiento sonoro. No es la película que Welles había imaginado y aun así hay tanto cine -gran cine- en sus imágenes que si uno tuviera que elegir las cien mejores películas del cine de Hollywood, sin duda la incluiría. Ese Hollywood que prescindió de él enseguida, como quien extirpa un tumor maligno. Welles tardará ocho años en volver. Para rodar su última película en Hollywood: Touch of evil. Extirparon del sistema al más grande de los cineastas surgidos en el cine sonoro. Qué digo, se deshicieron del cineasta que había recibido el sonido en el cine y lo había trasformado en verdadero cine sonoro. Maldito genio.
Increíble lo de elogiar "el coraje" de Thalberg. No lo sabía. La escena de la concesión del Oscar de honor a Kazan, sin embargo, la tengo muy presente. Yo si creo que Elia Kazan merecía el oscar, pero también creo que toda la gente que como Ed Harris permaneció sentada y se negó a aplaudir en recuerdo de todos esos olvidados de los que tú hablas hizo lo correcto, porque una cosa es que Brando esté soberbio chivándose en "La ley del silencio" y otra muy distinta que la actitud de Kazan, que puede ser entendible pero no elogiable, se eleve a la categoría de patriotrismo. No lo era.
ResponderEliminarHace mucho que no veo "La Dama de Shangai" y me han entrado muchísimas ganas de volver a verla. Espero poder hacerlo el fin de semana. Muchas gracias por esta escuela, Daniel. Y muchas gracias por etiquetar tan bien para que los alumnos del pelotón de los torpes, como yo, podamos ir poniéndonos un poco al día.
Un abrazo.