2/6/10

Monstruos


Era octubre de 1961. Emile de Antonio, que se convirtió en un brillante cineasta underground durante los 60 con películas experimentales y documentales de carácter político, llevó a Diane Arbus al New Yorker Theater, un cine mítico entre las calles 88 y 89 de Manhattan, en el Upper West Side. Lo habían abierto el año anterior Toby y Dan Talbot, un matrimonio de amantes del cine, y se mantuvo hasta 1973, en ese tiempo el New Yorker Theater se convirtió en un templo de los cinéfilos neoyorquinos con una programación exquisita. En su libro The New Yorker Theater and other scenes from a life at the movies, prologado por Martin Scorsese y editado primorosamente por la Columbia University Press en 2009, Toby Talbot cuenta aquella aventura de amor al cine. Emile de Antonio, amigo de John Cage, Robert Rauschenberg y Jaspers Johns, y a quien todos conocían como De, quería que Diane Arbus viera una película que programaban esa semana: Freaks, de Tod Browning, estrenada en 1932.


En la trayectoria de Diane Arbus hay dos encuentros cardinales: uno en 1958, cuando se dedicaba a la fotografía de moda, con Lisette Model; otro, en 1961, con Freaks en el New Yorker Theater. La película cautivó a la fotógrafa porque los monstruos -los fenómenos de feria- eran reales, es decir, no eran el producto de prótesis, maquillaje y efectos especiales, pongamos por caso como Frankenstein, en Freaks, se produce un efecto de lo real: Tod Browning miraba a los montruos a la cara y nos los daba a ver. Nos los ponía delante para que viésemos. En buena medida, Freaks perturba porque nos remueve los adentros, conmueve por lo que nosotros proyectamos en los monstruos o por lo que ellos proyectan de nosotros. Remite a los bufones, enanos y meninas de Velázquez. A un misterio en el que Diane Arbus se abismó durante los años que le quedaban. Y no le bastó con ver Freaks una vez. Quería mirar con más atención. Y volvió una y otra vez esa semana, con De o con una amiga, y allí, en el cine, fumando hierba, contemplando a las cabezas de alfiler, al esqueleto viviente, a la mujer sin brazos, a la oruga humana, a la mujer barbuda, al asombroso medio chico, a la chica pájaro, a la hermafrodita, a los enanos, a las siamesas. Freaks.

Tod Browning con sus actores
en el rodaje de
Freaks, en 1931

Una de las frecuentadoras y devotas del New Yorker Theater era Susan Sontag, e insistió para que programaran Freaks de Tod Browning una película que habían retirado de la circulación casi treinta años antes justo después de su exhibición en Nueva York, porque buena parte de la crítica, parte del público y, sobre todo, los grupos de presión cristianos fundamentalistas lo consideraban depravado, nauseabundo y horroroso. Podría decirse que fue gracias a Susan Sontag que Diane Arbus vio la película decisiva en su obra. Y gracias a Susan Sontag -a través de su libro Sobre la fotografía-, supo uno allá por 1986 de la Arbus. No sé si era la Sontag o si ella citaba a alguien, pero allí leí que cualquier foto suya devenía el retrato de un monstruo, de un freak. Y tiene razón quien lo haya dicho, porque para Diane Arbus la cámara siempre fotografía lo desconocido, o mejor, lo que nosotros desconocemos. Alguna vez dijo que una fotografía es un secreto acerca de un secreto, cuanto más te dice menos sabes.




Había algo en aire de los tiempos para que Freaks resucitara precisamente en los sesenta, justo cuando a través de la obra de Arrabal, Jodorowsky y, en particular, de Fellini, los monstruos experimentaron un revival como motivo artístico. Cuando Diane Arbus empezó a fotografiar sus fenómenos, a principios de los 60, se proscribió la próspera Exhibición de Monstruos en Coney Island -donde la mayoría de los freaks de Browning no sólo habían hecho carrera sino que se habían convertido en estrellas del circo- y se presiona para que "limpien" Times Square de travestis y prostitutas. A medida que los monstruos son expulsados del mundo visible, reaparecen como tema artístico, como fantasmas de un revelado fotográfico. En esos encuadres frontales de Diane Arbus que insinúan vívidamente una colaboración entre la cámara y el modelo.

Desde muy pequeño, el circo y sus atracciones me provocaron una mezcla de fascinación y repulsión, de excitación y tristeza, de camino y clausura. Hasta hoy. Desde que asistí a las primeras funciones de circo a los cinco o seis años en la explanada, que llamaban en Tui, el campo de los soldados. Sentía lástima por las fieras y miedo por el domador, lloraba con los payasos y cerraba los ojos con los trapecistas. Todo ese amasijo de emociones resucitan cada vez que veo Freaks. Así que tendremos que hablar despacio de la película de Tod Browning, el cineasta que dio cobijo en la pantalla a los monstruos. De verdad.

3 comentarios:

  1. Hace años vi Freaks en un cine de verano. Recuerdo que el público se reía a carcajadas cada vez que salía el torso humano arrastrándose por el suelo. Aquellas risas... Yo no entendía a santo de qué se reía la gente. Me pareció fuera de lugar.
    Bueno, al fin me he decidido a dejarte un comentario, y eso que hace meses que te leo (como un alumno aplicado). Saludos. Es un placer leerte.

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  2. El relatito que hay en mi blog “Ramón recuerda perfectamente como eran las cacas de su perro” esta sacado de una foto de Diane Arbus del año en que nací (Diane Arbus, A young Brooklyn Family going for a Sunday outing, N.Y.C. 1966 Copyright © 1966 Estate of Diane Arbus LLC)
    Comparto contigo lo de “Desde muy pequeño, el circo y sus atracciones me provocaron una mezcla de fascinación y repulsión, de excitación y tristeza, de camino y clausura” En mi pueblo hay un sitio que se llama “El Estambul” alli se instalo en tiempos remotos (“cuando el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre”) el circo Estambul. Ahora ya no van circos por mi pueblo y en ese sitio han construido un (monstruoso) chalet. Dejo pendiente ver Freaks.
    Un abrazo

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  3. Freaks é unha das miñas pelis preferidas. Supoño que debido a iso que chamas "efecto do real" fai que non actúe sobre o mesmo plano emocional que cando ollamos a Frankstein (se cadra máis onírico e menos carnal), prodúcese unha identificación moito máis forte (ou de distinta natureza) entre o espectador e os freaks. Chegando, nalgún intre, a querermos ser como eles; e iso pode suceder mesmo cando nolos mostra, dende un punto de vista formal, como máis monstruosos, poñamos por caso a secuencia cando lle van dando forma a vinganza reptando por baixo das carretas entre a choiva e lama.
    E deixo a cousa, que para comentario xa é demasiado longo.

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