31/1/10

Los de abajo

Howard Zinn
hace cuatro años en Nueva York


Estaba visto que este enero iba a amojonarse de obituarios. Leo en El País el que Barbara Celis le dedica al historiador Howard Zinn que murió el pasado miércoles. Hace unos nueve años leí La otra historia de los Estados Unidos, su obra más conocida, su obra capital diríamos y cuyo título original es A People's History of the United States: 1492 to present. Creo que fueron Cheché Carmona y Eligio Montero quienes me hablaron del libro y debieron hacerlo de una forma muy convincente porque ese mismo día encontré un ejemplar en la librería Xiada que aún tenía el precio en ptas. (3.500), editado por Hiru (creo que también hay una edición en siglo XXI). Y esa misma noche empecé a leerlo. Fue una lectura estimulante por dos razones: por una razón de mirada y por una razón de pasión. La pasión salta a la vista desde las primeras páginas: "Quiero hacer hincapié en que todavía nos acompaña la costumbre de aceptar las atrocidades como el precio deplorable pero necesario que hay que pagar por el progreso (Hiroshima y Vietnam por la salvación de la civilización occidental; Kronstadt y Hungría por la del socialismo; la proliferación nuclear para salvarnos a todos). Una de las razones que explican por qué nos merodean todavía estas atrocidades es que hemos aprendido a enterrarlas en una masa de datos paralelos, de la misma manera que se entierran los residuos nucleares en contenedores de tierra".

Y la mirada se revela con pasión desde los primeros párrafos. Howard Zinn se niega a aceptar que las naciones y los estados puedan ser vistos como familias o comunidades, o sea, deniega la óptica -siempre interesada- del poder: "La historia de cualquier país, si se presenta como si fuera la de una familia, disimula terribles conflictos de intereses (algo explosivo, casi siempre reprimido) entre conquistadores y conquistados, amos y esclavos, capitalistas y trabajadores, dominadores y dominados por razones de raza y sexo. Y en un mundo de conflictos, en un mundo de víctimas y verdugos, la tarea de la gente que piensa debe ser -como sugirió Albert Camus-elegir el bando de las víctimas". Con esta premisa (óptica) no debe sorprendernos que Zinn prefiera contarnos (con pasión) "la historia del descubrimiento de América desde el punto de vista de los arawaks; la de la Constitución, desde la posición de los esclavos; la de Andrew Jackson tal como la verían los cherokees; la de la Guerra Civil, tal como la vieron los irlandeses de Nueva York; la de la Guerra de Méjico, desde el punto de vista de los desertores de Scott; la de la eclosión del industrialismo, tal como lo vieron las jóvenes obreras de las fábricas textiles de Lowell; la de la Guerra Hispano-Estadounidense vista por los cubanos; la de la conquista de las Filipinas, tal como la vieron los soldados negros de Luzón; la de la Edad de Oro, tal como la vieron los agricultores sureños; la de la 1ª Guerra Mundial, desde el punto de vista de los socialistas [y anarquistas], y la de la 2ª vista por los pacifistas; la del New Deal de Roosvelt, tal como la vieron los negros de Harlem; la del Imperio Americano de posguerra, desde le punto de vista de los peones de Latinoamérica".

Pero no se trata de una visión de los buenos de la Historia. Zinn es demasiado lúcido para caer en semejante ingenuidad: "Mi línea no será la de llorar por las víctimas y denunciar a sus verdugos. Esas lágrimas, esa cólera, proyectadas hacia el pasado, hacen mella en nuestra energía moral actual. Y las líneas no siempre son claras. A largo plazo, el opresor también es víctima. A corto plazo (y hasta ahora la historia humana sólo ha consistido en plazos cortos), las víctimas, desesperadas y marcadas por la cultura que les oprime, se ceban en otras víctimas".

Para Zinn, la Historia constituye una herramienta crítica para descubrir en los episodios olvidados (y silenciados) del pasado la capacidad de resistencia, de unidad y de esperanza de los explotados. Y una herramienta para proyectar las luchas futuras. De los de abajo. Porque Zinn era un historiador, es cierto, pero conviene recordar que era, también -y al mismo tiempo-, un activista. Un rojo. Con razones. De pasión y mirada. Desde los de abajo.

30/1/10

La palabrita

Un aire frío, diáfano y brillante envolvía el Con de Agosto. La luz arrancaba destellos argentinos en los cantiles de la Illa de Rúa y rompía en un clamor de grises más allá de Sálvora, atronando sobre la línea del horizonte.

-No te quejarás. Es un cielo como los que te gustan. Hay tantos grises que no se pueden contar y la luz no puede caer más "deitadiña". Estarás contento.

-Estoy deprimido.

-¿Por qué?

-Ya sabes por qué.

-Pero eso fue el miércoles. Y hoy es sábado.

-Pero duele como si fuera miércoles.

-No será tanto. Comiste con mucho apetito.

-Para olvidar.

-Y escribiste tres entradas desde el miércoles.

-Para quitármelo de la cabeza.

-Y ya no estás preocupado.

-¿Cómo voy a estar preocupado si estoy deprimido?

-No sé si te prefiero preocupado imaginando que no les va a gustar la película que quieres hacer o deprimido porque ya has confirmado que, definitivamente, no les gusta.

-A C. le gusta.

-Pero a A. y a B. no.

-No me lo recuerdes.

-Y L.

-Ni la nombres.

-L. piensa que la película que quieres hacer no tiene ni pies ni cabeza. Que es...

-Por favor, no repitas la palabrita.

-L. piensa que es incoherente la película que quieres hacer con el guión que escribiste.

-Eres genial hurgando en la herida.

-Y eso que pasaste cuatro meses dándole forma a cada escena, a cada plano, a cada detalle, dejándote la piel. Sacándote la película de dentro, de donde más te dolía, de donde te acorazabas en el silencio.

-Yo no quería. Tú me obligaste.

-Yo y nuestro hijo.

-Los dos contra mí.

-Es incoherente.

-¡Otra vez la palabrita!

-Es incoherente.

-Y dale. ¿Así que estás de acuerdo con L.?

-L. es idiota.

-Menos mal.

-Y tú serías igual de idiota si dejas que te deprima lo que diga L.

-Es fácil de decir. Tú no estabas allí. Tú no escuchaste el tonillo.

-Porque ella jamás conseguiría escribir ni una línea de tú guión ni podría imaginar una escena de tu película.

-Pero dijo que era... incoherente.

-Qué sabrá ella. Es lo mejor que has escrito nunca.

-Eso quizá no sea decir mucho.

-Te vaciaste en esa película.

-Eso es verdad.

-Y hoy tienes delante un cielo como los que te gustan.

-Y te tengo a ti.

-Puedes contar con eso.

-Entonces no puedo quejarme.

-Eso es coherente.

-Casi me dan ganas de...

-Hazlo.

La otra película


En toda película yace enterrada otra película. Detrás de la cámara que filmó la película que vemos se vivió otra película. El cine clásico procuraba borrar de la pantalla cualquier huella de la otra película. Digámoslo así, el cine clásico depende de la trasparencia y de la identificación: arrastra al espectador hacia el universo de la ficción mediante una estrategia invisible que lo implica emocionalmente y busca que viva la historia como propia. Cualquier rastro de la producción y de los mecanismos de representación rompería el encanto del espectador y por lo tanto se cuidan los procedimientos del borrado de las marcas que delatan el 'engaño' ficcional. Y sobre todo borran al autor, de tal forma que la película pareciera inventarse y hacerse sola ante nuestros ojos fascinados.


El cine moderno quiebra la trasparencia y la identificación a través de distintas marcas de escritura, y despliega estrategias que proponen una fruición alternativa. No sólo cuenta de forma distinta sino que cuenta otras cosas. Sobra decir que no hay una frontera definida entre el cine clásico y el cine moderno, más bien la historia del cine registra desplazamientos, aventuras, abandonos, recuperaciones, retornos y anticipaciones. Hoy puede resultar vanguardista recuperar las formas del cine de los Lumière en la misma medida que Citizen Kane resultaba innovadoramente deslumbrante en 1941, pero esas formas wellesianas hoy día resultarían manieristas. Y Citizen Kane nos sirve también para subrayar lo que irrumpía en el cine desde las primeras imágenes de la película: un autor -Orson Welles, claro- pero sobre todo la voluntad de cambiar las reglas del juego de la representación.


En realidad, si el cine moderno llama la atención sobre el lenguaje visible de las formas, ¿cómo podría no hacerlo? Efectos, sensaciones y atmósferas, incluso bajo las apariencias más realistas, cobran en la gran pantalla visos surrealistas. Pongamos por caso Rashomon, ¿acaso la lluvia espesa al comienzo de la película o los travellings y panorámicas en el claro del bosque no devienen esencialmente gestos gráficos, brochazos, formas visuales sobre el lienzo desmesurado de la pantalla? ¿Y qué decir de las cabalgadas en Kagemusha o Ran? ¿Y de las manchas impresionistas en los bosques de Dersu Uzala? ¿Y de los colores expresionistas de Dodeskaden? De igual manera, apreciamos en Sauve qui peut (la vie) el gusto por la belleza de las formas que revela el descubrimiento de Godard del paisaje de su infancia y del gesto de los cuerpos mediante los ralentizados (manuales) que trasforman la proyección en un efecto de trazo pictórico.


Cabe añadir que el cine moderno revienta las costuras narrativas clásicas, de la dramaturgia canónica digamos, pero basta contemplar algunas de las películas más significativas de John Ford -una obra que hemos frecuentado en esta escuela- para percibir su modernidad en cuanto a los vacíos dramáticos y el minimalismo narrativo. Y desde luego no podemos obviar la obra de Jean Renoir -Toni, Un día de campo, La regla del juego o El río- que explora, como pocas en su tiempo, la mutua fecundación formal entre la realidad y la representación En fin, lo dicho, las rutas del cine moderno representan tránsitos de ida y vuelta. En resumidas cuentas, las formas fílmicas no se producen en el vacío sino en un momento concreto de una cadena de relaciones y referencias, de filiaciones: una película lleva inscrita la memoria del cine en la que se inscribe.


Fotograma de Un día de campo

Una de las vertientes del cine moderno se nutre de películas que conservan huellas que nos permiten rastrear la otra película, es decir, en la película que contemplamos en la pantalla advertimos rastros de lo que se vivía tras la cámara. Esa otra película cobra visos en la pantalla con dos modulaciones: lo real que irrumpe en la ficción bajo la apariencia de los imprevisto -la película deja margen al azar- y las estrategias tras la cámara que rasgan la máscara de la ficción para que asome lo real. Si Rossellini lleva a Ingrid Bergman a Stromboli, está inscribiendo en la ficción un hecho simbólico: abandona a una actriz sin la red del guión en un paisaje inhóspito para que surja algo que no hemos visto antes, una nueva dramaturgia, si se quiere, en la encrucijada de la vida y la representación. En la contigüidad de lo real y la ficción se revela una herida irremediable que en Stromboli percibimos en el desamparo de Ingrid Bergman y en su plegaria final la verdad se abre en carne viva.

Rossellini e Ingrid Bergman
en el rodaje de
Stromboli

De esas películas que nos permiten rastrear la otra película, uno siente especial predilección -bueno, debería decir devoción- por esas películas en que la otra película que subyace es una historia de amor entre el cineasta y la actriz protagonista. A veces, los rastros de esa otra película no son más que huellas en la nieve que aparecen durante un tramo, desaparecen y volvemos a encontrarlos más tarde, pero qué delicia representa para nosotros el aquel de reconstruir esa historia de amor que cristalizó en la frontera invisible entre el campo y el contracampo de la cámara. He mencionado Stromboli, y hace algún tiempo Un verano con Mónica de Bergman, añadiré Le petit soldat, la primera película de Godard con Anna Karina. Pero hoy quiero hablar de À nos amours (A nuestros amores, 1983), la película de Maurice Pialat que (nos) descubrió a Sandrine Bonaire.



Maurice Pialat es de esos cineastas que buscan el cuerpo a cuerpo entre la cámara y los actores. Como Cassavetes o Desplechin. Los personajes de Pialat se reconocen en la refriega y el abrazo de los cuerpos. Las películas de Pialat se reconocen en las elipsis abruptas que revelan líneas de fuga que el relato va dejando a sus espaldas. Como si avanzáramos por una carretera y de pronto descubrimos que nos hemos saltado un cruce, quizá a izquierda o derecha hubiera algo interesante, pero seguimos adelante. Si la narrativa clásica se nos presenta bajo la forma de un relato irremediable, Pialat deja tras de sí el rastro de otras historias que quizá valdría la pena explorar, pero que deja a criterio del espectador el aquel de abismarse en ellas por su cuenta. Y si hemos de señalar el adn de su cine diríamos que Pialat se juega cada película en el momento del rodaje, como si el guión fuera una preparación para el combate definitivo y el montaje un proceso para afilar aristas y dejar aún más netos los bloques entre cortes temporales.

Maurice Pialat en el rodaje de À nos amours

Hijo de una familia empobrecida, iba para pintor y probó suerte en las tablas (del teatro) pero acabó rodando películas cuando ya había pasado de los cuarenta. Más viejo que los de la nouvelle vague empezó en el cine con diez años de retraso y cuando murió hace siete años nos dejaba la herencia de diez filmes. Nunca ocultó el resentimiento contra los Godard, Truffaut o Rivette que podían rodar películas mientras él se veía obligado a buscarse la vida en la televisión. A veces, leyendo sus entrevistas, tiene uno la impresión de que Pialat extrajo del resentimiento la energía para su cine, o más bien, que hizo sus películas contra aquéllos que él consideraba unos privilegiados y por los que sentía algo parecido a un odio de clase. Era impertinente, irritante e insolente. Para echarle de comer aparte, vamos. Agotador, manipulador y provocador en los rodajes. Pocos trabajaron con él que no quisieran matarlo y casi todos acabaron reconociendo que en el fondo tenía buen corazón, pero debajo de una coraza de espinas.


Durante el rodaje de Nosostros no envejeceremos juntos (1972), varias veces estuvieron a punto de plantarlo sucesivamente el productor, los técnicos y siempre el protagonista y alter ego Jean Yanne que consideraba insoportable al personaje -un trasunto del propio Pialat- que debía encarnar, hasta el punto de que se negó a recibir el premio de interpretación masculina con que fue galardonado en Cannes por esa película. Sólo la protagonista, Marlene Jobert conserva gratos recuerdos de aquel rodaje: uno de los filmes más sinceros, dolorosos y devastadores sobre el desamor de una pareja. Basta contemplar la escena en que Jean Yanne, tras sujetar violentamente a Marlene Jobert, trata de comprobar si se acaba de acostar con otro, para confirmar que se trata de una película no ya a flor de piel sino en carne viva.


¿Hace falta decirlo? Pialat se parecía a sus películas, o viceversa. Y À nos amours puede verse, entre otras visiones posibles, como su autorretrato. Como uno de sus autorretratos posibles.

Sandrine Bonnaire y Maurice Pialat
en el rodaje de
À nos amours

La película germinó en Les filles du faubourg, un tratamiento de unas 50 páginas de Arlette Langmann (guionista y ex-mujer de Pialat), basado en sus recuerdos de adolescencia y cuajó en Suzanne, un guión escrito con Pialat. Llegado el momento del casting para elegir a la actriz que encarnara a la protagonista, se produce el encuentro del cineasta con una chica de dieciséis años llamada Sandrine Bonaire, que no sólo no tenía experiencia en el cine, sino que ni siquiera era actriz y que, por lo visto, había aparecido por el casting acompañando a su hermana. Tanto Pialat como la guionista coinciden en que no se parece nada al personaje que aparece trazado en el guión. Pero el cineasta ya ha decidido que Sandrine será Suzanne. Y el guión se irá transformando en el transcurso del rodaje al compás de la relación (amorosa) entre la actriz y el director hasta devenir À nos amours, la historia de una adolescente que busca en cada hombre al padre ausente y quizá por eso es incapaz de cristalizar el amor que siente por el único chico que la quiere.

Sandrine Bonaire evocó, unos años después de la muerte del cineasta, los días del rodaje de la película: Pialat fue como un segundo padre. Teníamos una relación de padre e hija. Le compraba la ropa, la lleva a casa después del rodaje y al final de la película les pagó a Sandrine y a su novio un viaje a San Diego, como vemos en la última escena de la película. Si añadimos que Pialat encarnaba el papel del padre de Suzanne, podemos hacernos una idea muy precisa de cómo se estableció desde el primer momento una corriente (de vida y cine) entre la película que se desarrollaba ante la cámara y la que florecía tras la cámara, la otra película. Pero quizá podemos cerrar el círculo entre ambas películas si añadimos que el padre, interpretado por Pialat, según el guión moría al poco de comenzar la película, por eso se lo había adjudicado, porque era un papel pequeño. Sin embargo, no fue así. Sandrine Bonaire recuerda que Pialat se negó a morir como personaje y así se lo hace decir al hermano mayor de Suzanne, "papá nos ha dejado", en vez de "papá ha muerto". El cineasta quiso permanecer a ambos lados de la cámara y prolongar su dirección desde fuera y desde dentro del plano. Porque À nos amours es dos películas a la vez: la una y la otra película.


De hecho, Pialat incorporó de improviso en sus escenas con Sandrine Bonnaire lo que sabía de ella y de la relación de la actriz con su verdadero padre, y así esos fragmentos de À nos amours trasmiten una incómoda y conmovedora verdad más allá de la ficción, o mejor, en la frontera entre la ficción y la vida, porque en esa frontera es donde cuaja esa película que son dos. Por eso se nos encoge el corazón cuando el padre (Pialat) echa de menos uno de los hoyuelos del rostro de su hija (Suzanne/Sandrine) -efectivamente, Sandine Bonnaire tenía dos hoyuelos y perdió uno al crecer-; se trata de una escena crucial en la que el padre le confiesa a su hija que quizá se vaya y al mismo tiempo es consciente que ella se aleja de él para siempre, que ya no es la niña que fue; el padre siente el peso y el paso del tiempo, y está harto, y la hija apunta que como el hoyuelo que falta, harta también de la niña que aún es sin saber muy bien qué quiere ser; y todo nace de la verdad de la escena, de la verdad de un hoyuelo perdido, ¿o habría que decir del hoyuelo de la 'otra escena'?


Y qué decir de la escena de la sobremesa de la cena en que para sorpresa de todos (personajes/actores) irrumpe el padre desaparecido y se ven obligados a reajustar sus expectativas, como cuando lo inesperado irrumpe en lo real, como cuando la verdad aflora en la representación.


Como la vida revienta las costuras de la ficción en la última escena de la película, cuando el padre acompaña a la hija al aeropuerto. Después de unos diálogos seguramente previstos, se quedan en silencio, se miran, ella no sabe qué hacer, quizá está esperando que Pialat (el padre/el director) ponga punto final a la escena. Pero él prolonga la escena, le pregunta si les olvidará. Ella sonríe, nerviosa, no sabe muy bien qué decir. Él le pide que le dé un beso. Ella le pone las manos en los hombros y lo besa. Es la primera vez que no me rechazas, le dice ella. La segunda, ¿recuerdas?, dice él, y le señala el hoyuelo. Estamos en el cine, sí, pero en una película que ha sido ensanchada por la vida, que deviene la representación fílmica de lo imprevisible, de lo irrepetible, de un cineasta y una actriz que se niegan a abandonar el plano, que dilatan el adiós para estar juntos de verdad veinticuatro fotogramas por segundo un poco más.


Sandrine Bonnaire, tras la primera proyección de À nos amours, le dijo a Pialat que se veía muy fea y que no le gustaba la película. El cineasta apenas si pudo disimular el dolor que le producía esa declaración de su actriz. Sandrine Bonnaire tardó mucho tiempo en comprender el regalo que le había hecho Pialat. Pasaron los años y Sandrine se convirtió en una de las grandes actrices francesas. Cinco días antes de morir Pialat, cuando el cineasta se encontraba sedado con morfina, Sandrine fue a visitarlo y le dijo que À nos amours había cambiado su vida, que le debía a esa película ser quien era. Así que en el último momento, la actriz le devolvió al director el regalo que él le había hecho veinte años antes. Seguramente Pialat no podía esperar un final mejor para su vida. Y también para la otra película.

Sandrine Bonnaire y Maurice Pialat
en el rodaje de
À nos amours

29/1/10

El chico que odiaba el cine

Ayer regresaba de A Coruña por la autopista y a la altura de Santiago me enteré, escuchando El ojo crítico de RNE, que había muerto J. D. Salinger. Durante más de diez años tuve sobre la mesa de trabajo esta fotografía del autor de El guardián entre el centeno,

J. D. Salinger en los años 80

junto a una de Stevenson en la cama y otra de un Tolstoi que parece un mendigo. Eran fotografías de escritores que no parecían escritores. Y sin embargo los tres llegaron a ser escritores famosos. Y escritores incómodos en su condición de escritores, extraños en su propio país, atrapados (y fugitivos) en su propia piel.

Ayer, después de ocho horas a pico y pala, estaba demasiado cansado como no fuera para buscar en los adentros los ecos de la primera lectura de El guardián entre el centeno. Yo tenía 23 años y desde el primer párrafo la voz de Salinger me encontró:

"Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D. B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. El será quien me lleve a casa cuando salga de de aquí, quizá el mes próximo. Acaba de comprarse un Jaguar, uno de esos cacharros ingleses que se ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora está forrado el tío. Por si no saben quién es, les diré que ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cuentos fenomenal. El mejor de todos es el que se llama igual que el libro. Trata de un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D. B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren."

Se trata de la traducción de Carmen Criado editada por Alianza Editorial en 1978. Un libro con una portada sin ilustraciones y una contraportada sin texto. Un título y un autor. Una historia y silencio alrededor. ¿Para qué más? Tan sólo el sentimiento de haber encontrado en Holden Caulfield a aquel adolescente que uno había sido unos años antes y que aún permanecía agazapado bajo la piel de un adulto que se negaba a olvidar, aunque olvidar quizá hubiera sido el lenitivo justo para la herida de haber empezado ya a traicionar la pureza de los sueños. Porque ése es el corazón de El guardián entre el centeno, la odisea de Holden Caulfield a lo largo de tres días por Nueva York representa una fuga alimentada por el miedo a convertirse en un adulto como esos que odia aún más que el cine, una metamorfosis presentida y temida, como quien se ve abocado a una traición vergonzosa y echa a correr hacia ninguna parte. Y descubre en el camino que quizá la única salvación sea la escritura, aunque haya que pagar un precio, digamos que nos veremos atrapados en la memoria y la melancolía, que nos haremos viejos antes de tiempo, en el aquel de vivir tantas vidas, como nos advierte Salinger/Holden Caulfield en las últimas tres líneas de El guardián entre el centeno:

"No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo."

Diez años después de leer El guardián entre el centeno y dos después de los Nueve cuentos, encontré una biografía -en grado de tentativa- de Ian Hamilton, En busca de J. D. Salinger. Fue decepcionante. Cómo no iba a serlo. En realidad, lo más jugoso era que en Holden Caulfield había mucho de Salinger. Y cómo no iba a haberlo. Qué nos iba a aportar saber que había combatido en la 2ª guerra mundial, que había sido uno de esos soldados que desembarcaron el Normandía el 6 de junio de 1944, aunque esa experiencia fagocite como un agujero negro a Seymour Glass en Un día perfecto para un pez plátano, el primero de los Nueve cuentos. Y que su huida -o su retiro o su escondite- era una forma de callar. Y que quizá fue un adulto (y un padre) insoportable. Porque quizá también era insoportable lo que veía o lo que anhelaba, y lo cercaban la noche oscura o ese día ideal para terminar de una vez como Seymour Glass. Es lo que pasa con los cristales perfectos, ¿cómo no cortarse con ellos? Todo Salinger está ya en El guardián entre el centeno. A los 15 años decidió ser escritor y tardó otros tantos en encontrar la voz inconfundible -y el sismógrafo perfecto- de las turbulencias adolescentes. De los rebeldes sin (una) causa. Y luego se borró. Porque el arte de la literatura no tiene que ver con la producción ni con el mercado ni con el éxito. Tiene que ver sólo con una luz íntima y fugitiva que ilumina un tramo del camino. Lo demás es silencio. Ése que presentía tras cada esquina -afilada como un cristal- de la gran manzana el chico que odiaba el cine.

27/1/10

Un escritor en el paraíso y en el infierno

Todas las formas de violencia tienen algo de espantoso, pero existe una metafísica especial en la explosión de una bomba. La muerte llega de forma inesperada, en el instante; es como un pequeño apocalipsis, como un pequeño fin del mundo. De hecho, el mundo comenzó así: con una gran explosión. A veces alguien dice que los medios se centran en exceso en los atentados con bomba, como si fuesen la única violencia que existe, y en gran parte es cierto. Pero es fácil comprender por qué es así: el atentado es la noticia por antonomasia, un hecho súbito y brutal que sucede en un lugar casi siempre cotidiano y reconocible para el espectador, y que deja una huella muy visible, un paisaje de color negro y rojo. Es cierto que las cámaras están enamoradas de los atentados, pero es un amor compartido: los atentados aman las cámaras, y ambos se buscan y casi siempre se encuentran. El atentado nació antes de la era de la televisión, como una especie de artista brutal adelantado a su tiempo, pero estaba esperando por ella, y desde que se encontraron ya no se separan.

Miguel Anxo Murado en Palestina

El fragmento anterior pertenece a Fin de século en Palestina de Miguel Anxo Murado editado por Galaxia en 2008. La traducción del fragmento es mía pero hay una edición en castellano -Fin de siglo en Palestina- en Lengua de Trapo (no sé de quién es la traducción). Contexto del fragmento que leemos en la mitad del libro de 365 págs. -de la edición en gallego-, más o menos: Murado acaba de vivir una explosión en Jerusalén y parece que fue un coche bomba, entonces inserta esta reflexión a propósito de la cita esperada entre los atentados y las cámara de televisión, y luego el autor descubrirá que el escenario de ese amor compartido no era un coche bomba sino una cafetería que había saltado por los aires, entonces marca el número de la agencia en Madrid y...

-Atentado en Jerusalén.. -dije-. Dadme espacio, es grande.



En el año 1998 Miguel Anxo Murado fue enviado por Naciones Unidas a Jerusalén para colaborar con la Autoridad Palestina. Allí descubre un malentendido: lo reciben como un gran experto en estadísticas agrarias, pero él no es un ingeniero agrónomo sino un periodista. Aun así, se queda. Cinco años. Cuando Juan Pablo II viaja a Tierra Santa durante las celebraciones del segundo milenio de Belen, Murado ejerce de jefe de prensa de la Autoridad Palestina. Y ése apenas es uno de los episodios que comparte con nosotros en su Fin de siglo en Palestina, un libro que conjuga el diario de viajes, la crónica periodística y la mirada de un escritor que revela la complejidad de uno de los conflictos más explosivos de nuestro tiempo a través de una prosa que nos transporta a las calles de Ramala o Jerusalén, que nos trasmite la ternura y la tragedia, la esperanza y la catástrofe, la algarabía de las calles y el estallido de la violencia, la irrupción de lo surreal y la comicidad que diluye las máscaras de la política, lo sagrado y la guerra sin fin de las religiones del libro -de los orígenes de todas las cosas- en el centro del mundo. Una escritura ágil. Con nervio. Y humor. En ningún otro libro encontré un relato más cercano, cálido y lúcido de una situación poliédrica, vidriosa y tantas veces dibujada con trazo grueso. Miguel Anxo Murado construye una distancia tan justa que ilumina una historia que es un gran reportaje pero que se lee como una gran novela.



En su web encontraréis los textos periodísticos del día a día, pero si queréis probar su escritura ficcional os recomiendo Ruido (Relatos de guerra), cuentos que germinaron a partir de su experiencia como reportero de guerra en el conflicto de los Balcanes en los 90, pero la edición de Montesinos creo que la han descatalogado. En gallego podéis encontrar otros dos libros de relatos Mércores de cinza (quizá el que prefiero entre los de ficción) y O soño da febre, ambos en Galaxia. También vale la pena Otra idea de Galicia que publicó Debate, una mirada sobre el país a través de un ensayo cocinado con rigor histórico, amenidad e ironía. Un libro suyo que me gustó mucho fue Lapidario de heterodoxos, poemas a modo de epitafios de escritores en la estela de la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters -que también pide a gritos una entrada en esta escuela-, un libro que probablemente en su primera versión es inencontrable y que en este momento no tengo a mano; de mil amores os dejaría aquí alguna de las piezas. Miguel Anxo Murado no es de los escritores gallegos más celebrados ni más publicitado por la crítica española, bueno, ellos se lo pierden, eso sí, flaco favor le hacen a los posibles lectores. En fin, si se trata de vuestro primer contacto con Miguel Anxo Murado ahí tenéis Final de siglo en Palestina, la crónica de un escritor en el paraíso y en el infierno. Un libro cuya lectura cuesta interrumpir.

24/1/10

Una cara de ángel, el ogro y un lobo feroz

Ante la perspectiva de varias semanas a pico y pala (léase escribir con la única motivación de pagar las facturas), uno se ha curado en salud y se ha entregado este fin de semana a un uso gozosamente improductivo del tiempo. Y como si la meteorología quisiera pasarnos la mano por la espalda con el aquel de "venga, hombre, ya verás como lo vas a pasar bien después de todo", nos ha regalado un domingo luminoso y azul como esos días de la infancia de los últimos versos de Antonio Machado. El camino de las dunas, que se llama Camiño do Río do Mar, desprendía una fragancia húmeda y la vegetación reverdecía con las últimas lluvias que han sembrado los arenales de cursos y ojos de agua.

Jean Simmons

Ayer nos enteramos de la muerte de Jean Simmons, cuánto me gustó siempre esa actriz (bueno, y la mujer, una belleza de las de antes, diríamos), la hemos disfrutado en muy buenas películas desde Cadenas rotas (1946), la adaptación de Grandes esperanzas de Dickens por David Lean, pasando por el Hamlet (1948) de Laurence Olivier, Ellos y ellas (1955) de Joseph Mankiewicz, Horizontes de grandeza (1958) de William Wyler, El fuego y la palabra (1960) de Richard Brooks, hasta Espartaco (1960) de Stanley Kubrick. En su día me conmovió en Con los ojos cerrados (Richard Brooks, 1969) pero no volví a verla y no sé si me gustaría tanto a estas alturas.

Ayer, a modo de merecido homenaje póstumo volvimos a ver Cara de ángel (1952) de Otto Preminger, lástima que tuviera que rodar esa película con una peluca, por lo visto el suyo se lo había rapado después de una bronca con Howard Hughes, que produjo el filme de Preminger cuando gobernaba la RKO, y aprovechó para vengarse de la actriz metiéndola en el reparto de Cara de ángel para que no se fuera de rositas sin haber trabajado hasta el último día que estipulaba el contrato. Como el tiempo se echaba encima y apenas iban a contar con dieciocho días de rodaje, Hughes le encargó la película a Preminger, un déspota redomado que hizo repetir una y otra vez la escena de la bofetada de Robert Mitchum a Jean Simmons, quejándose de que el actor no la abofeteaba con la suficiente fuerza, hasta que Mitchum se volvió hacia el director, le soltó una bofetada con todas sus ganas y le preguntó si era así de fuerte como le gustaba. Jean Simmons tenía 22 años y borda ese papel de mantis religiosa.

Leo la última novela de Jordi Soler, La fiesta del oso. No había leído nada suyo, y me tentó ésta por una recomendación que dejó Javier Cercas en uno de sus artículos. Yo fui de esos a los que gustó mucho Soldados de Salamina, la novela quiero decir, que no sé por qué algunos lectores se quejaron en su día de que perdiera el tiempo contado la historia de Rafael Sánchez Mazas, justo lo que dice uno de los personajes de la propia novela, cuando Soldados de Salamina trama el desvelamiento de un héroe a su pesar. Bueno, y me gusta cómo escribe, así que le hice caso. La fiesta del oso es otra novela sobre la guerra civil, aunque yo creo que lo raro es que no se hayan escrito más y no se hayan hecho más películas sobre el asunto, porque pocos acontecimientos históricos han cifrado las esperanzas del mundo y han representado una encrucijada más preñada de idealismo, sacrificio y heroísmo. La última novela de Jordi Soler es la tercera de las suyas sobre la guerra civil, o mejor, sobre su propia historia familiar que hunde sus raíces en la guerra civil, pero sus 157 páginas tienen entidad propia y uno lee La fiesta del oso sin echar de menos las otras dos, Los rojos de ultramar y La última hora del último día.


En la página 94 de La fiesta del oso leemos: ...me siento como quien jala la punta de una raíz y al tirar de ella descubre que es mucho más larga de lo que había calculado y que toda esa longitud no es más que una mínima parte de la red de raíces que va ganando grosor conforme se acerca al tronco de un árbol enorme, que está muchos metros más allá, y que es la criatura que mantienen viva todas esas raíces, un árbol inmenso y saludable que me gustaría llamar La Guerra Perdida. Un párrafo que define muy bien el motivo temático de la novela (o de la trilogía de la guerra civil probablemente), pero quisiera resaltar dos elementos compositivos: por un lado, la construcción de la voz narrativa que le permite al lector en dos o tres momentos claves mantener una cierta distancia sobre la narrado, la distancia justa para anticipar lo que vamos a descubrir y vivir esos momentos -diferidos y dilatados con maestría- con una mezcla de incomodidad y conmoción que duele; por otro, la potencia metafórica del texto que sin forzar los hechos nos permite leer una historia de derrota como si se tratara de un cuento terrible con un gigante, una bruja y un ogro en el corazón del bosque.

Y hoy, claro, fui a recoger El País con la motivación añadida de La isla del tesoro que entregaban con el periódico y que algunos de los lectores de esta escuela se cuidaron tan amablemente de que no olvidara. De paso nos enteramos de que Xosé Luís Méndez-Ferrín ya es el Presidente de la Real Academia Galega. Y uno se alegra, sobre todo por la Academia. Las instituciones se engrandecen por los hombres que las ocupan, pobres hombres los que necesitan de las instituciones para engrandecerse, pobres instituciones también. Uno se alegró cuando José Luis Borau fue elegido presidente de la Academia del Cine, porque es un gran cineasta. Y se alegra ahora con la elección de Méndez-Ferrín para presidir la Real Academia Galega porque es un gran escritor.


Xosé Luís Méndez-Ferrín

Arraianos
desde su primera edición en 1991 se convirtió en uno de mis libros favoritos, creo que es el mejor libro de cuentos de la literatura gallega y Lobosandaus, el primer cuento del libro, uno de los mejores que se hayan escrito nunca; sin olvidar Botas de elástico un cuento estremecedor sobre la represión brutal en Galicia aquel verano de 1936. Pero en 1982 había publicado Amor de Artur -creo que acaba de publicarlo Impedimenta en castellano- y allí leímos Fría Hortensia, un cuento inolvidable, y aprendimos fragmentos enteros, porque Ferrín cuando escribe, por encima de todo, mejora el idioma, le arranca ecos olvidados y alumbra resonancias secretas, y por eso engrandece a la Academia que la presida un escritor tan grande. Porque Ferrín es un poeta que en 1976 publica Con pólvora e magnolias, una obra cuyos poemas aprendimos de memoria como antes habíamos memorizado los de Rosalía de Castro o Manoel Antonio. Podéis encontrar una antología de sus relatos traducido al castellano en Fría Hortensia y otros cuentos en Alianza ed., y Con pólvora y magnolias en Hiperión. Por eso resulta triste -y revelador- que en un día como hoy el periódico, en vez de celebrar a un escritor como Méndez-Ferrín, se dedique a subrayar la controversia derivada de su peligrosidad ideológica a cuenta de su militancia independentista y de izquierdas, y que el Presidente de la Real Academia Galega haya tenido que dedicar sus primeras declaraciones a precisar que no es un lobo feroz.

23/1/10

La canción del viejo marinero


El viejo Tristán, así lo consideran en Santa Mariña de Cormare, aunque en realidad sólo cumplió cincuenta y cinco años. Dejó de ir al mar. Nadie lo quiere en su barco. Trae mala suerte llevar a un marinero que ha sobrevivido a tres naufragios. Pero Tristán está convencido de que su peor naufragio, el definitivo, sucedió en tierra. Su mujer, Isolina, lo abandonó hace treinta años y Tristán reconoce que con toda la razón del mundo.

Hace treinta años y parece que fue ayer. Por aquel tiempo navegaba en un mercante y llevaba año y medio lejos de Santa Mariña de Cormare, de puerto en puerto, por todos los mares del mundo. Entregado en el aquel de ahorrar cada peseta que ganaba para construir una casa para su mujer, Isolina, para darle al fin el hogar que merecía. Se acercaba el momento del regreso: el mercante haría puerto en Veracruz y dos días después pondrían rumbo a Vigo. Y luego a Santa Mariña de Cormare, a casa, con Isolina.

Faro Venustiano Carranza
en el puerto de Veracruz


Aún hoy no se explica qué le pasó por la cabeza, qué mal consejo le susurró el diablo al oído. Dejó el barco y se quedó en Veracruz, alquiló una suite en el mejor hotel de la ciudad y la llenó con una docena de putas, un grupo de mariachis y tequila sin tasa. Y en un mes gastó cuanto había ahorrado en años. Por supuesto, perdió el barco. Y a Isolina. Lo perdió todo. Casi se olvida de quién era, si no llega a ser por un corrido que aún se canta en las noches de Veracruz, que lleva su nombre y cuenta su historia.

La única explicación que le encuentra a su comportamiento es que en aquel año y medio dio tantas vueltas al mundo que perdió el sentido de la orientación. En Santa Mariña de Cormare ahoga sus penas en vino, cuenta historias peregrinas que ya casi nadie quiere escucharle, pero uno se acerca al viejo porque ni en siete vidas se hubiera podido vivir la tercera parte de lo que cuenta Tristán.

En Santa Mariña de Cormare perdieron un mareante pero han ganado un contador de historias, historias de un mundo perdido que los cuentos del viejo marinero celebran como quien desgrana una elegía Y es como escuchar a Sherezade. Pero cuando Tristán tiene la borrachera triste y le pesa la memoria de Isolina canta corridos y es como si leyéramos los posos con que Veracruz amojonó su alma.

20/1/10

La pluma y el tintero


Hoy se cumplen noventa años del nacimiento de Fellini. He recordado el verano de 1993 cuando escribía con Carlos Amil el guión de Blanca Madison en Ponte da Lima y cómo seguíamos el estado de salud del cineasta que no hizo sino empeorar desde que el 3 de agosto sufrió un ictus en Rímini, donde había nacido, y se prolongó en una dolorosa agonía en Roma agravada por las negligencias médicas y hospitalarias hasta su muerte el 31 de octubre, un proceso indigno que fue calificado por su más íntimo entrevistador, Costanzo Costantini, como "el infierno de Fellini".

El director de Amarcord nunca abandonó el Rímini natal por más que hiciera de Roma su hogar, o dicho de otra forma, siempre estuvo regresando a Rímini, aunque fuera al plató 5 de Cinecittâ, donde recreaba el universo de su infancia con música de Nino Rota. Porque en realidad, Roma, en sus propias palabras, sólo era la ciudad para esperar el fin del mundo. Uno le fue fiel a Fellini en los setenta y ochenta, se distanció en los noventa y ha ido regresando a él en lo que va de siglo. Porque cada año que pasa uno tampoco hace sino regresar a la infancia y la compañía de Fellini y Rota le sientan bien a los ensueños de la memoria y de la melancolía.


Fellini es una de las encrucijadas ineludibles del gran cine italiano. Y sentimos debilidad por ese cine, por lo mejor de ese cine. Y por aquellos que lo escribieron. Uno, al que le bastan los dedos de una mano para contar a aquellos con los que escribiría de mil amores un guión, recuerda a veces cómo contaba los guionistas acreditados en las películas italianas e imaginaba sesiones gozosas, con humo, voces y risas en algún pequeño apartamento de un piso alto sin ascensor de la Plaza de España o en la terraza de una trattoria, también con humo, voces y risas -pero sin perder de vista a la mujeres hermosas de una noche en Roma-, en compañía de tantos maravillosos guionistas. Digamos que más de una vez uno ha tenido esa fantasía, porque hasta en este oficio se permiten ensueños aunque vivamos malos tiempos para la lírica.

Cesare Zavattini

Porque ya puestos, aunque resulta inherente al guión su inacabamiento, su aquel de criatura sietemesina, su carácter meramente combustible, mejor en compañía de guionistas italianos. "La escritura de un guión es un coitus interruptus". dijo una vez Cesare Zavattini. Bastarían tres de sus innumerables guiones para que tuviera un lugar reservado a los grandes en el cielo del cine: El limpiabotas (1946), Ladrón de bicicletas (1948) y Umberto D (1952) de Vittorio de Sica. Y claro, si el guionista de tales joyas vive y siente así la escritura de películas, tampoco es para hacerse ilusiones. Pero, en fin, de hacérselas -y de eso hablamos-, mejor en una fiesta romana.


Pero hasta las fiestas romanas se acaban y la edad dorada de humo, voces y risas de cuatro o cinco guionistas dando vida a una película es cosa del pasado desde hace por lo menos tres décadas. "Hay que restaurar la relación entre varios guionistas o entre el director y el guionista. Es el mejor método para escribir una película, un trabajo hecho de charlas y bromas. De vez en cuando se toman notas; surge una idea, se anota. Lo demás se suprime pero nos ha permitido llegar a cualquier sitio. No comprendo que se pueda trabajar en un guión si no es en equipo. A partir de dos se consigue la posibilidad de un control, de una crítica. Nos pone al abrigo de errores que no son siempre remediables. Las discusiones provocadas por los distintos puntos de vista son muy importantes". Así veía el trabajo de escritura de un guión, Agenore Incrocci, que firmaba como Age, en compañía de Furio Scarpelli -Age&Scarpelli-, entre otros los guiones de Rufufú (1958) y La gran guerra (1959) de Mario Monicelli, El bueno, el feo y el malo (1966) de Sergio Leone y La terraza (1980) de Ettore Scola. Y él mismo admitía a finales de los setenta que quizá ya era demasiado tarde para recuperar un método de trabajo que había surgido en tiempos más pobres pero quizá, si no mejores, sí más esperanzados. Aquellos tiempos que empezaron cuando Fellini era un joven dibujante en Roma y escribía sus primeros guiones, a finales de los treinta y principios de los cuarenta del siglo pasado.


Durante diez años a partir de 1942 Fellini trabaja como guionista con una dedicación cada vez más exclusiva. Es muy conocida su participación en el guión de Roma città aperta de Rossellini. Pero siempre le quitó importancia a esos trabajos. Contaba que empezó en el cine trabajando sin acreditar para Zavattini, al que llamaban Za, que había montado en su casa un verdadero taller de guionistas -no lo que ahora se entiende por tal-, era simplemente el negro de Za. Pero la historia del Fellini guionista no empieza verdaderamente en el cine sino en el teatro de variedades escribiendo números cómicos para Aldo Fabrizzi. Y por su relación con el actor se ve involucrado en Roma città aperta.


Fellini con Flaiano

Aunque ya habían colaborado antes, en 1953 Ennio Flaiano pasa a convertirse en uno de los habituales de la familia fílmica de Fellini. Tiene 43 años y es un hombre de letras: crítico cinematográfico y teatral, argumentista. guionista, periodista, autor teatral y novelista. Ya en 1947 había ganado el Premio Strega con su novela Tiempo de matar. Brillante, irónico, punzante, paradójico y culo de mal asiento es uno de los grandes del cine italiano. Además de Fellini, trabajó con Monicelli, Antonioni, Germi, Zampa... Ya conté que gracias a él, el final cínico de El verdugo imaginado por Berlanga y Azcona se reescribió transformándose en uno de los finales gloriosos de la historia del cine, más aún, en palabras de Alexander Mackendrick -sí, el de Viento en las velas-, el mejor final que se haya rodado nunca. O sea, de paso, contribuyó al guión de una de las obras maestras del cine (español). Con uno de tantos infartos que había sufrido, la vida de Flaiano echó el telón el 20 de noviembre de 1972.

Flaiano y Fellini

Digamos que para Fellini escribió, en mayor o menor medida, Los inútiles (I vitelloni, 1953), La strada (1954), Almas sin conciencia (I bidone, 1955), Las noches de Cabiria (1957), La dolce vita (1960), Ocho y medio (1963) y Giuletta de los espiritus (1965). Comparte los créditos del guión de esas películas con el propio Fellini y con Tullio Pinelli, y de las tres últimas también con Brunello Rondi. En las siguientes películas, Fellini buscará nuevos colaboradores en la escritura como Bernardino Zapponi -Casanova (1976), por ejemplo- o Tonino Guerra -Amarcord (1973), E la nave va (1983) y Ginger y Fred (1986).


Tullio Pinelli explica así el desencuentro: "Mientras hacía Giulietta de los espíritus nos dimos cuenta de que ya no nos entendíamos. La colaboración había terminado. Fellini y yo nos separamos automáticamente, sin traumas, y tanto fue así, que cuando en 1984-1985 volvió a llamarme para que participara en el guión de Ginger y Fred, me pareció de lo más natural. Por eso entre Fellini y yo no hubo desacuerdos ni malhumores o rencores como entre Flaiano y él, entre nosotros no hubo un pleito como el que lo llevó a romper prácticamente cualquier contacto con Flaiano. Los malentendidos y desavenencias entre Fellini y Flaiano empezaron en Almas sin conciencia, es más, desde que preparábamos La strada".

Fellini con Pinelli

Quizá eso de la "separación sin traumas" de Pinelli habría que ponerlo en duda, pero lo de Flaiano y Fellini fue una ruptura airada y aireada. Poco antes de que se presentara La strada en el Festival de Venecia, el guionista publicó un artículo en la revista Cinema el 10 de agosto de 1954 donde aclara su contribución a la escritura del guión: básicamente fue el "abogado del diablo" de Fellini y Pinelli, evidenciando atmósferas distorsionadas y afectaciones de los personajes, haciendo que la historia tocara tierra y los símbolos se diluyeran en el cuento. Es decir, en resumidas cuentas Flaiano precisa que la película no sería tan buena si él no hubiera ejercido su labor crítica. ¿A qué venían tales precisiones? Todo había empezado, al menos públicamente, a principios de ese año cuando en un artículo de Il Mondo se le atribuían a Fellini esta declaración: "Es tonto preguntarse quién es el autor de la película. Sería como preguntar a un poeta si el autor de los versos es él o el papel y la tinta que usa". Flaiano se cabreó al verse reducido a material fungible y Fellini publicó el 23 de febrero en el mismo medio una carta en la que corregía sus declaraciones en el sentido de reconocer su inmodestia, la contribución de Pinelli y Flaiano a la escritura de los guiones de sus películas, y se congratulaba de haber encontrado a esos escritores -el episodio más afortunado- en su carrera de director.


Tullio Pinelli retrató a Flaiano como un tipo imprevisible: "Era un loco, genial pero desconcertante. Ejercitaba sobre nosotros una especie de magisterio crítico. Casi siempre tenía ideas brillantes y nos hacía observaciones atinadas, pero a veces se iba por la tangente y no se le podía seguir". Y además era muy susceptible. Pero, la verdad, tampoco le faltaban motivos. Continúa Pinelli: "Un colaborador tan difícil no podía no chocar con Fellini. Fellini era un genio, pero tendía a comportarse como si todo fuera suyo, no el fruto de un trabajo común. Además no tenía mucha consideración con los escritores, o al menos por las aportaciones que los escritores podían hacer a sus películas. Los escritores eran para él la pluma y el tintero, se usaban y se tiraban. Había que vencer todo resentimiento para trabajar con él. A mí no me costaba trabajo, pero Flaiano, que era más sensible que yo y también un poco más quisquilloso, empezó a resentirse muy pronto con Fellini, hasta que llegaron a la ruptura".

Flaiano, Fellini y Anita Ekberg

Fellini mete la pata, Flaiano se siente humillado y se enfada, Fellini se hace perdonar, Flaiano vuelve con él; como no consiguen aclarar sus diferencias hablando, se escriben cartas y las cartas acaban empeorando las cosas. Y vuelta a empezar. Cuando nominan Ocho y medio para el Oscar a la mejor película extranjera -que acabará ganando-, Fellini y Flaiano viajan a Hollywood, pero a Fellini le asigna la productora un asiento en primera clase y a Flaiano uno en clase turista, y el guionista en Nueva York se da la vuelta y regresa a Roma. Algo así -cosas de hoteles y aviones y declaraciones de prensa desafortunadas- acabó también con la ruptura entre Iñárritu y Arriaga, tras Babel, una de los desencuentros guionista-director más aireada del cine reciente. En fin, Fellini elogia a Flaiano a menudo pero entre elogio y elogio se le escapan frases como ésta: "Flaiano no redactaba materialmente los guiones de mis películas. Pero sus ocurrencias eran fantásticas". Uno transcribe esto y se cabrea, cómo no iba a cabrearse -y a dolerse- Flaiano al ver reducidas sus aportaciones a "ocurrencias". Y ahí se acabó la colaboración con Fellini.


Y es una triste historia, como son casi todas las historias de los guionistas. Hasta en aquel paraíso de guionistas que era el cine italiano se sembraban humillaciones y se cobraban decepciones. Uno piensa a veces qué más reconocimiento necesitaba Fellini, el más laureado, universalmente reconocido y admirado por los más grandes de sus contemporáneos -Bergman, Kurosawa, Welles-, el hacedor de algunas de las imágenes que identifican el arte del siglo XX, como para que se portara de forma tan avara con los guionistas. Pero quizás Fellini no había dejado de ser nunca un niño, ése que se construyó un sueño de infancia en un plató de cine, un niño que creía que todos los juguetes eran suyos y podía usarlos a su antojo, como la pluma y el tintero, cuando dibujaba sus películas, ese niño egoísta que habitaba en el corazón de un cineasta irrepetible.


Ese cineasta que ha poblado su filmografía de niños grandes que se niegan a crecer, monstruos del circo felliniano, monstruos que en el mejor de los casos devienen fantasmas en la niebla que bailan con los fantasmas de un sueño -como en Amarcord- o sombras -como en Ginger y Fred-, cuando el apagón en el plató de televisión borra las máscaras de Marcello Mastroianni y Giulietta Masina. Porque si vemos con atención la filmografía de Fellini descubriremos el dramatis personae de una parada de los monstruos de la segunda mitad del siglo XX, un universo en el que desaguan, como en una cloaca, las utopías y horrores de la primera mitad. No es de extrañar que los niños se nieguen a crecer y se refugien en el circo aunque sea al precio de devenir monstruos.


Ese cineasta que tan bien retrata Costanzo Costantini en su libro de conversaciones Fellini. Les cuento de mí editado por Sexto Piso, quizá el más íntimo y cercano de los que se han escrito sobre el director que hizo del plató 5 de Cinecittà el sitio de su recreo.

19/1/10

El corazón delator

Cada vez con más frecuencia en cursos para guionistas suelen hacerme una de esas preguntas que nunca debería hacerse quien escribe, o dicho de otra forma, si se hace uno en serio esa pregunta, es decir, si no se trata de una queja retórica, y responde a una cuestión íntima, entonces acaba de dar con el síntoma inequívoco de que no debería dedicarse a escribir jamás: ¿vale la pena escribir? ¿Compensa? Y me extraña que me lo pregunten porque suelo menudear algunas de estas advertencias -disuasorias: respecto a lo de escribir y a lo de preguntas semejantes- espigadas de mi Casa de citas (para guionistas).

Ésta que nos devuelve a los tiempos de las cavernas es una de mis favoritas:

E. M. Forster

El hombre neanderthal escuchaba cuentos, a juzgar por la forma de su cráneo. El público primitivo era un público desgreñado que se reunía alrededor del fuego de campamento, fatigado de su lucha contra el mamut o los rinocerontes lanudos, y solamente se mantenía despierto por el suspense. El narrador continuaba recitando monótonamente, y tan pronto como el público adivinaba lo que sucedía a continuación, o se dormía o le mataban. (E. M. Forster)

Ésta que sigue cifra una fantasía que me valió no pocos comentarios irónicos de mi hijo cuando estudiaba los últimos cursos de la EGB y empezaba a saber de la inclemencia de los tiempos oscuros en torno al primer milenio: "¿Y tú crees que ibas a ser de esos pocos juglares a los que trataban a cuerpo de rey? Lo más normal es que te saltearan en cualquier camino, te robaran la bolsa con las pocas monedas que hubieras mendigado con tus cuentos y te dejaran malherido, si no muerto, en una cuneta". Cosas así me soltaba. Cría hijos... En fin, la cita:

Robertson Davies

Un escritor de verdad desciende de los contadores de historias medievales que solían ir a la plaza de las ciudades, extender una alfombrilla en el suelo, sentarse sobre ella, golpear un cuenco y decir: 'Si me das una moneda de cobre, te daré un cuento de oro'. Si el narrador era bueno, reunía a un pequeño grupo a quienes contaba una historia hasta que llegaba al punto más interesante; entonces se detenía y pasaba de nuevo el cuenco. Así se ganaba la vida: si no conseguía retener a su público, debía dedicarse a otra cosa. Eso debe hacer un escritor. (Robertson Davies)

Jean-Claude Carrière

Jean- Claude Carrière ha recopilado un montón de historias por el mundo adelante -como las que reunió en El círculo de los mentirosos. Cuentos filosóficos del mundo entero, un libro para disfrutar-, algunas tienen un aquel de poética y las suele sembrar en sus cursos y conferencias a propósito de la escritura del guión. Como ésta:

Quiero contaros una breve alegoría del siglo VIII que viene de Persia: El contador de historias es un hombre que está de pie delante del océano y le narra historias y el océano escucha tranquilo o interesado. Si un día el contador de historias calla o alguien le hace callar, nadie puede decir lo que hará el océano.

También ha acopiado preceptivas sugerentes, ésta me gusta especialmente:

Hay unas reglas del teatro de la India del siglo III a. C. que ofrecen tres leyes para que una obra de teatro resulte perfecta: 1) debe ofrecer respuestas a alguien el público: aquel que se pregunta sobre su vida personal o profesional; 2) proponer respuestas a otra persona que se interesa sobre el cosmos, la existencia de Dios y la vida de su alma; y 3) la misma obra debe ofrecer consuelo al borracho que entró por casualidad en la sala.

Un guionista argentino ha compuesto con humor este cuento a propósito del poso de decepción -y tantas veces amargura- que lleva aparejado el oficio de guionista:

Había una vez un campesino llamado Toshikiro que vivía en el Monte Fuji y quería ser guionista. Vendió el búfalo y los útiles de labranza y se mudó a la ciudad donde vio miles de películas, leyó a Aristóteles y a Bordwell, soportó todo el teatro Nô, se apuntó en talleres, escribió decenas de guiones. Un día aceptaron uno de sus proyectos y cuando, desbordante de ingenua esperanza, fue al estreno, ¡catástrofe! No quedaba nada de sus intenciones ni de su estilo. Esto se repitió tantas veces que finalmente decidió consultar a un sabio maestro. Esperó hasta la primavera y cuando llegó el Festival de la Diosa de la Fertilidad -en el fondo seguía siendo un campesino- fue hasta el santuario donde, después de una larga cola, el maestro lo atendió. El desdichado guionista le preguntó si existía en el mundo algún director capaz de realizar bien sus guiones. Su corazón latió con más fuerza y los ojos se le humedecieron cuando escuchó la respuesta: "Sí, lo hay. Pero... -añadió el maestro después de una pausa eficaz- no necesita ningún guionista". (Roberto Scheuer)

Y una confesión en carne viva, sin concesiones al sarcasmo o al cinismo, por una escritora de lengua afilada:

Dorothy Parker

A través del sudor y de las lágrimas que derramé ante mi primer guión, percibí una gran verdad -una de esas verdades eternas, universales, que sirven para que uno se sienta mucho peor que cuando empezó- y ésta es que ningún escritor, ya escriba por vocación o por dinero, puede hacer concesiones en lo que escribe. No puede inclinarse ante lo que pone por escrito. No sé por qué no puede, pero no puede. No importa la forma que tome, no importa el resultado ni lo cáusticamente burlón que se sienta después. Lo hizo lo mejor que pudo y hacer algo lo mejor que uno puede es siempre duro. (Dorothy Parker)

En realidad, olvidamos que nuestra patrona es Sahrazad -o Sherezade, o Scherezade- que se jugó mil y una noches la vida en torno a una pregunta definitiva, su cuello dependía de que el sultán quisiera saber cómo seguía la historia. Conservo cerca una edición de Los más bellos cuentos de las mil y una noches desde hace más de treinta años traducidos por Juan Vernet. Como indica el título, no es una edición completa sino una antología de unas setenta de las historias que cuenta Sherezade, pero para nosotros representa un libro sagrado. Allá por 1979 Ángeles me fue leyendo el libro cada noche a lo largo de tres meses. Un trimestre memorable. Como si las noches se hilvanaran en una cinta de sueños, como alguien -¿quién?- definió las películas. Es fácil advertir después de semejante experiencia que Sherezade se olvidaba cada noche del hacha que pendía sobre su cabeza, tal era el encanto desplegado por los cuentos, el poder de fascinación del propio poder de contar, de la capacidad de metamorfosis de la propia voz. Un contador de historias despliega el poder de resultar necesario. Un poder que deriva de la capacidad de metamorfosis con que dota a las palabras. Las palabras hacen ver... lo que no existe. Un contador de historias se la juega cada vez que cuenta un cuento. Preguntar si vale la pena revela como el corazón delator del cuento de Poe el latido de aquél que no ha sido llamado a la cofradía de los juglares.