¿Por qué hemos tardado tanto en ver otra vez esta película? Eso pregunta Ángeles cuando acaba
Esplendor en la hierba. Se estrenó por estas fechas hace cincuenta años y han pasado casi cuarenta desde que la vimos en aquel cine Yut de aquel Tuy, imagino que se trataba de una reposición porque aquí se había estrenado en enero de 1963.
La pasaron varias -por no decir muchas- veces en televisión, la tuvimos grabada en vídeo y, desde hace años, a menudo le he puesto los ojos encima al dvd. Pues nunca la habíamos vuelto a ver, ni la he recomendado ni siquiera mencionado nunca en ninguna clase, y en esta escuela la cité apenas en tres ocasiones, pero dos de ellas a propósito del director de fotografía y del actor protagonista respectivamente, y la otra incluyéndola en una
serie de películas con un poema dentro. Y la verdad, si hemos visto otra vez
Esplendor en la hierba, es porque anda uno
remirando algunas de esas películas con
poemas de cine para continuar aquella serie.
Por qué hemos tardado tanto... Recordaba como si fuera ayer la última secuencia de la película, sin duda uno de los más bellos -y tristes- finales de la historia del cine; un final nada Hollywood y realmente moderno.
Desde luego temía que la memoria hubiera hermoseado esa secuencia pero, las cosas como son, si no he vuelto a
Esplendor en la hierba antes, es porque se trata de una película de Elia Kazan, con el que casi siempre mantuve una relación digamos incómoda, de profundo malestar, y eso que había empezado muy bien con
Pánico en las calles (1950) en una sesión continua a mediados de los sesenta en el Teatro Principal,
aunque en aquel tiempo no me fijaba en el director,
Elia Kazan en el rodaje de Pánico en las calles
y continuó a finales de la década o a principios de la siguiente -a esas alturas ya sabía que Kazan era un director del que había visto aquella película- con una novela suya que encontré en la biblioteca municipal,
El arreglo, sin saber que con ese material había hecho una película titulada aquí
El compromiso (1969)-, que pude ver cuando se pasó por televisión.
Elia Kazan dirige a Faye Dunaway y Kirk Douglas
en El compromiso
Hasta que en una sesión del Cine-club de Tui, en 1974, durante la presentación de
La ley del silencio (1954) Miguel Ángel Santos Guerra nos habló de la
caza de brujas y de cómo Elia Kazan había delatado a sus compañeros. Desde aquel día el cineasta se convirtió para uno en el símbolo de la traición y en
el delator por excelencia del cine (por encima incluso de
El delator de Ford).
A la dcha., Elia Kazan con Marlon Brando y Eva Marie Saint
en el rodaje de La ley del silencio
Conviene añadir que vi casi todas las películas de Kazan, y leí sus exuberantes memorias -las casi mil páginas de
Mi vida- y el libro de entrevistas con Michel Ciment, pero desde aquel día de
La ley del silencio vi todo lo de Kazan con el colmillo retorcido. Y aun así me gustaron mucho algunas de sus películas, en especial las tres que encadenó a principios de los sesenta:
Río salvaje (1960),
Esplendor en la hierba (1961) y
América, América (1963). Me resultan cargantes algunas de sus películas más famosas
Un tranvía llamado deseo (1951),
Viva Zapata (1952) o
Al este del Edén (1955).
Elia Kazan con Julie Harris en el rodaje
de Al este del Edén
En fin, que mi relación con Kazan fue irritante, enojosa y, por momentos, perturbadora pero, como queda demostrado, amojonada por la fidelidad. Creo que tampoco está de más apuntar que el hecho de que Kazan se convirtiera en un símbolo de la delación -y aun de toda aquella época infausta- se debió en buena medida a su notoriedad como director teatral -el más importante del teatro americano a comienzos de los cincuenta- y a una carrera cinematográfica en alza, pero también a su propia actitud que se percibía como desafiante, insolente y arrogante.
Porque, todo hay que decirlo, si Kazan denunció a dieciséis personas, Robert Rossen delató a más de cincuenta, pero el director de
El buscavidas nunca concitó el rechazo público de aquél, aunque sí el desprecio de aquéllos que se sintieron traicionados y de los que fueron perseguidos. Pero si Rossen arrastró aquella debilidad como un baldón, Kazan lo hizo con la cabeza alta y, eso sí, nunca, ni en una sola línea de sus memorias intentó gustar a nadie ni que se le perdonara lo que había hecho, lo contó pero no lo justificó, desgranó sus razones pero no descargó su conciencia, simplemente lo llevó a cuestas. Aquel malestar, ese exceso, este desbordamiento de Kazan lo encontramos también en sus películas, donde se destila un retrato doloroso y nada complaciente de América y del propio cineasta.
Elia Kazan trabajando en El arreglo / El compromiso
A finales del pasado abril
David Pérez Iglesias escribió para contarme que un grupo de sus alumnos de SonCine, mientras rodaban una peliculita sobre el
cine Queiruga (de Queiruga) abandonado desde hace años, quizá décadas, encontraron en la ya ruinosa cabina de proyección un programa de mano de
Baby Doll (1956) -iluminada (como
La ley del silencio y
Esplendor en la hierba) por Boris Kaufman, el director de fotografía de las películas de Jean Vigo, como
L'Atalante- y nos preguntamos que impresión causaría aquella película en la parroquia, qué les removería por dentro a quienes la vieron, de qué hablarían a la salida del cine, a pesar de que la censura la masacró con cortes que la volvían casi incomprensible (la versión íntegra no se estrenó hasta 1982);
a principios del verano Esther me preguntó si no pensaba continuar la serie de
poemas de cine y, de paso, hablar de
Esplendor en la hierba; y el pasado domingo vi
Carta a Elia, un tributo fílmico de Scorsese a Kazan, el cineasta que despertó su vocación con películas que lo
veían mejor de lo que él mismo se conocía y que le hablaban de cosas que nadie podría contarle, y que le hizo preguntarse qué tipo de persona debía ser un director de cine.
Analizarse a sí mismo sin luces favorecedoras -declaraba Kazan-,
eso es lo que hace ese tipo de persona que es director de cine. Eso se lo debemos. Parecía que los azares conspiraban -sería el destino- para traer
Esplendor en la hierba a esta
escuela.
Esplendor en la hierba puede verse como un retrato de una América a las puertas de la gran depresión a través de los protagonistas -Deanie (Natalie Wood) y Bud (Warren Beatty)- y sus familias en una pequeña ciudad de Kansas. Una historia de padres e hijos pespuntada con una historia de amor. Cuando la vi por primera vez no pude dejar de verla, más allá de las apariencias (americanas) como un retrato de Tui en aquella frontera de los sesenta y setenta, sobre todo en aquel vector que me atravesaba más directamente: la represión sexual. También se ve como una muestra del genio de Kazan como cineasta, con pleno dominio de los resortes del lenguaje cinematográfico, tanto en la vertiente de la dirección de actores, recuperando a Natalie Wood -a la que todos daban por acabada tras la fulguración de
Rebelde sin causa- y llevándola con mano firme aun en el paroxismo de la escena de la bañera, donde conjuga una vez más el simbolismo del agua -pureza, sexualidad, amenaza, olvido, muerte- que enhebra significativamente toda la película,
como en la puesta en escena y los encuadres donde aflora aquello que las palabras acabarían por neutralizar, aplastar o ensordecer, como el último plano de Deanie en la clínica,
o aquél que nos la muestra de vuelta en su habitación, en la casa familiar, ante el espejo donde sólo quedan las huellas del altar que un día dedicó a Bud.
Pero quizá la grandeza de la película se cifra en ese desenlace donde cristaliza todo cuanto hemos visto y vivido -sueños y heridas, esperanzas y dolores, recuerdos y pérdidas que se injertan en el encuentro (y despedida) de los protagonistas-, donde Bud y Deanie no pueden decir lo que quizá quisieran expresar pero que tampoco sabrían cómo hacerlo, porque no hay palabras que dieran cuenta de lo que sólo el silencio y las miradas pueden ayudarnos a vislumbrar.
Después de verla otra vez, compruebo que la memoria no me había traicionado, aquel final que tan bien recordaba es, si cabe, aun mejor, quiero decir que ahora puedo valorarlo, por así decir, con más conocimiento de causa, y no tiene nada de extraño que se convirtiera en la motivación primordial de Kazan para realizar la película. El cineasta confiesa en sus memorias que el ultimo rollo de
Esplendor en la hierba es lo que prefiere de cuanto rodó.
Elia Kazan con Warren Beatty y Natalie Wood en el rodaje
de Esplendor en la hierba
Esplendor en la hierba germina en una historia de William Inge, el autor de libretos como
Picnic y
Bus Stop, llevados al cine por Joshua Logan a partir de respectivos guiones de Daniel Taradash y George Axelrod. Elia Kazan y William Inge se hicieron amigos en el curso del montaje teatral de
La oscuridad al final de la escalera y, cuando el cineasta le preguntó si tenía algún material que se pudiera convertir en un guión, el dramaturgo le contó la historia de una pareja de jóvenes de Independence (Kansas), el pueblo donde había vivido. A Kazan le valía, pero lo que le impresionó de verdad fue
sobre todo el final, aunque también le tocó la fibra íntima la motivación que le confesó Inge:
Me gustaría contar una historia de cómo debemos perdonar a nuestros padres (resulta ejemplar el abrazo de Deanie con su madre donde se conjuga el perdón con la distancia con que ya se ha alejado). Así que Inge escribió un tratamiento que Kazan convirtió en un guión que Inge reescribió y que Kazan pulió.
El rodaje parece que transcurrió como la seda, fue la película más fácil de dirigir para el cineasta:
Las escenas escritas por Bill [Inge]
fueron las más sencillas que nunca he realizado. En sus memorias y en entrevistas, Kazan no ahorra elogios sobre el talento del escritor como narrador de historias y la de
Esplendor en la hierba tenía el ingrediente esencial:
era un desarrollo de incidentes que llevaban a un verdadero desenlace.
Para Kazan, el desenlace de
Esplendor en la hierba es el que, de todos sus filmes, muestra una mayor madurez. Vale la pena reproducir aquí cómo lo evoca el cineasta con Michel Ciment:
Cuando ella [Deanie / Natalie Wood]
visita al muchacho [Bud / Warren Beatty]
y éste está casado, hay algo ahí muy hermoso y que no logró comprender verdaderamente [en toda su profundidad, debería haberse traducido].
Esto va más lejos de todo lo que he hecho; y surgió así sin más. No es un final feliz en los términos de la mitología hollywoodiense, pero sí en términos de la vida real. Sobra decir que lo de
surgió así sin más no debe entenderse en un sentido literal, sino más bien como el deslumbramiento de una epifanía. Y Kazan acaba confesándole a Ciment que fue por ese final que hizo la película, un final en el que Tavernier y Coursodon han percibido la huella de un pasaje de
Mi Antonia de Willa Cather:
nos reencotramos como en la vieja canción, en silencio, al borde de las lágrimas. Y justo en ese
no comprender verdaderamente es donde los versos de Wordsworth despliegan, desde el centro de gravedad de la película (los escuchamos por primera vez cuando casi ha transcurrido la primera hora) toda su pregnancia reveladora en el sentido del que hablaba Thoreau a propósito de la poesía:
Es, en realidad, todo lo que no sabemos.
What though the radiance which was once so bright
Be now for ever taken from my sight,
Though nothing can bring back the hour
Of splendour in the grass, of glory in the flower;
We will grieve not, rather find
Strength in what remains behind;
In the primal sympathy
Which having been must ever be;
In the soothing thoughts that spring
Out of human suffering;
In the faith that looks through death,
In years that bring the philosophic mind.
(Fragmento de
Intimations of Immortality from Recollections of Early Childhood de William Wordsworth.)
...aunque el resplandor que brilló tanto un día
esté ahora para siempre lejos de mis ojos,
aunque nada pueda devolverme el instante
del esplendor en la hierba, de la gloria de las flores,
en vez de llorar, saquemos
fortaleza de todo lo que vimos,
de esa primordial simpatía
que existió entonces y siempre existirá;
del pensamiento en calma que surge
del sufrimiento humano,
de la fe que es capaz de mirar a través de la muerte
y de los años que forjan la mentalidad meditativa.
(La traducción -la única que tengo ahora a mano- es de Ángel Rupérez, imagino que básicamente literal, y ganas me dan de "recauchutarla", pero, a fuerza de voluntad, me resisto.)
Es decir, el
poema de cine no aclara ni simplifica sino que revela el profundo misterio que destila el aquel de vivir, como una frágil candela en las tinieblas; eso que se nos escapa y del que las palabras apenas consiguen aprehender una bella sombra fugitiva, esos versos que nunca podremos olvidar
... aunque nada pueda devolverme el instante / del esplendor en la hierba, de la gloria de las flores... y que vuelven a la memoria de Deanie al final, mientras se aleja para siempre del amor de su vida, que regresa al presente y alienta en su mirada, la memoria de aquella belleza perdida donde encuentra la iluminación para seguir viviendo.
Le debo a
Esplendor en la hierba el descubrimiento de Wordsworth y quizá también el trabajo (demoledor) del tiempo, en aquellos años cuando uno se creía a salvo de sus ultrajes. Nadie lo ha dicho mejor que Rivette en el número de junio de 1962 de
Cahiers du cinéma: [
Esplendor en la hierba]
se aplica a describir el trabajo mismo del tiempo, esa oscura degradación y metamorfosis que convierte a una pareja de enamorados en dos extraños para ellos mismos, que hace de un poderoso un hombre roto, de un país estable un país a la deriva, de una moral establecida una moral caduca. El desplome o la transformación de los valores, de todos los valores, tal es el eje de una película cuyas diversas voces se unen bajo el común denominador de la idea de crisis. Ahora también me pregunto yo por qué hemos tardado tanto...