12/10/11

El hombre de la cámara


No voy a escribir sobre la película de Dziga Vertov. Pero tomo aquel célebre título de su película de 1929, más célebre que conocida -vista, quiero decir-, para retratar a Johan van der Keuken, un cineasta que murió hace diez años, y para el que filmar, más que una forma de vivir, era su vida.


Como Joris Ivens, el holandés errante, Johan van der Keuken otro holandés que tal baila. Como si algún viento propicio los empujara a recorrer el mundo de uno a otro confín con una cámara en la mano. Van der Keuken nos dejó más de cincuenta películas entre cortos y largos que componen el cuaderno de bitácora de un cineasta viajero. Viajar era su forma de ver y su mirada cuajaba en un doble movimiento, mientras se desplazaba por el rostro de la Tierra y buscaba la distancia para encontrarse -cámara mediante- con el otro. Pero la cámara para van der Keuken no era sólo un instrumento sino la prolongación de su propio cuerpo. Por eso merece, no sé si más que nadie pero desde luego tanto como el que más, el título de el hombre la cámara.

El cine no se convirtió en mi medio de expresión hasta el momento en que quité la cámara del trípode y me propuse filmar a la altura de los ojos, a pulso.

El cuerpo y la cámara se convierten en instrumentos -y límites- de la mirada de van der Keuken y se conjugan -se perciben- en la materia de su cine como una experiencia corporal.

Tener que llevar la cámara me obliga a estar en forma. Tengo que mantener un buen ritmo físico. La cámara es pesada, al menos para mí. Pesa once kilos y medio, con una batería de cuatro y medio. En total dieciséis kilos. Es un peso con el que hay que contar, y que hace que los movimientos del aparato no puedan tener lugar gratuitamente. Cada movimiento cuenta, pesa.

La cámara Aäton es la mano con la que van der Keuken palpa el mundo, es una mano que ve, pero con todo el cuerpo. Dicho de otra forma, para el cineasta la sintaxis cinematográfica de lo filmado pasa por una sintaxis del cuerpo que filma. Cine directo: cuerpo y cámara unidos en el tiempo de la toma, escribió una vez. Y en el curso de ese tiempo -de la toma- la incertidumbre, el azar, las tentativas en sus aproximaciones -con la cámara y el cuerpo- hacia lo real, que se inscribían en el cuerpo de la película. La cámara se desplaza, la imagen se desencuadra, pero no para mostrarnos algo más interesante sino para que veamos que ese punto de vista no es más que uno de los posibles. Para van der Keuken, filmar consiste en dar cuerpo a las tentativas de la mirada en el proceso de aprehender lo real. Nadie lo dijo mejor que Serge Daney cuando escribió que en las películas de van der Keuken no hay propiamente planos, sino fragmentos. (...) Fragmentos de cine que llevan en ellos, con ellos, sobre ellos (ésta es toda la cuestión) el rastro de una operación imaginaria de la que serían el enigmático resto. De la misma forma que en un cuadro podemos apreciar el gesto del pintor que deja rastros en las pinceladas, y aun se advierten los pelos del pincel en la materia pictórica, así en las películas de van der Keuken resulta palpable su gesto fílmico. Un gesto que conjuga el cuerpo que mira con los cuerpos que filma e inscribe en el plano el trabajo -pensamiento y acción- de construirlo.

La imagen filmada tal y como yo trato de hacerla es más bien el resultado de un choque entre el campo de lo real y la energía que aporto al explorarlo.

Las películas de van der Keuken, más que una mirada sobre el mundo, nos entregan la experiencia del devenir de esa mirada, la respiración de un cuerpo -no sólo un ojo- que, como decía aquel personaje de las Comedias bárbaras de Valle-Inclán, nunca es canso en su aquel de mirar. Cada plano, por así decir, pone en escena su propia producción, el pensamiento de cómo filmar un rostro, cómo filmar un cuerpo, cómo filmar la vida. Es muy difícil tocar la realidad, dice van del Keuken al final de Hacia el sur (1981), mientras su mano entra en campo para tocar con los dedos lo que está filmando en El Cairo. Como si nada fuera suficiente para colmar la certeza de la mirada sobre el mundo, ni siquiera poniendo en cada plano cuanto tiene -todo él-, el cuerpo entero palpitando en la cámara.


En 1974 se toma unas vacaciones y se va con su mujer y sus hijos a un pueblo de la campiña francesa en el Aude. Y filma con su primera cámara, una Bolex que le regalaron sus padres cuando terminó sus estudios de cine en el Idhec de París y que sólo le permitía rodar planos de veinticuatro segundos, Las vacaciones del cineasta. Es una home movie de cuarenta minutos, pero cuando alguien como van der Keuken filma, una película casera se transfigura en puro cine. No diré que se trata de una obra maestra, solo apuntaré que es una maravilla donde lo íntimo y lo histórico, lo social y lo filosófico, el documental y el ensayo, los muertos y los vivos, la tierra y el viento, el agua y el fuego, la felicidad y la luz, se destilan con todo su peso y su milagrosa levedad. Escuchamos la voz (también es cuerpo) del cineasta mientras mueve la cámara hacia unos árboles y un otero en lontananza: No puedo ver el rostro de la tierra, pero filmo por encima de su hombro el crepúsculo.

A finales del siglo pasado, cuando le diagnosticaron un cáncer, su mujer le animó: Vayámonos a hacer bellos viajes. Van der Keuken ya estaba muy débil y no podía con la Aäton, así que tuvo que optar por una cámara digital mucho más ligera. Tuvo que aprender a usar su nueva mano para ver y tocar el mundo con un cuerpo que no podía dejar de mirar sin dejar de ser, y filmó Las largas vacaciones (2000). Viajar para contar. Como Ulises. Filmar para vivir, como el hombre de la cámara que era van der Keuken.

No hay comentarios:

Publicar un comentario