En cuanto quedan formados los crédito principales empezamos a escuchar la voz de Ferdinand/Pierrot (Belmondo) que lee, como sabremos poco después, unos fragmentos del cuarto volumen de la Historia del arte de Elie Faure:
Velázquez, pasados los cincuenta años, dejó de pintar cosas definidas.
Vemos una escena con dos chicas que juegan al tenis.
Se deslizaba entre los objetos con el aire y el crepúsculo, y divisaba en la sombra y la transparencia de los fondos las palpitaciones coloreadas que convertía en centro invisible de su callada sinfonía. Sólo extraía del mundo los cambios misteriosos...
Vemos a Ferdinand eligiendo libros de los expositores en la acera de una librería.
...para que las formas y los tonos se penetraran en una progresión continua que no pudieran interrumpir tropiezo o sobresalto alguno. El espacio reina.
Ferdinand acaba de elegir un último libro de un expositor, justamente un ejemplar de bolsillo de la obra de Elie Faure que le escuchamos leer y entra en la librería.
Cae el crepúsculo sobre el Sena y París.
Es como un soplo de aire que se deslizase sobre las superficies y se impregnase de sus emanaciones visibles para definirlas y moldearlas, y se llevase algo así como su perfume y su eco, para esparcirlos por toda la atmósfera circundante, como un polvillo imponderable.
Ahora vemos un primer plano de Ferdinand, recostado dentro de la bañera y con un cigarrillo en la boca, leyendo el libro de Elie Faure. Se lo lee y nos lo lee porque es de esos textos que pide ser compartido de viva voz, aunque sólo sea con uno mismo.
Vivía en un mundo triste. Un rey degenerado, unos hijos enfermos, idiotas, enanos, lisiados y algunos bufones monstruosos vestidos como príncipes, cuya función consistía en reírse de si mismos para divertir a quienes vivían de espaldas a la realidad, aherrojados por la etiqueta, las intrigas y las mentiras, unidos sólo por la fe y los remordimientos. A la espera de la Inquisición y el silencio.
Ferdinand pasa una página, entonces parece advertir la presencia de alguien (que hubiera sido atraído por la voz que desgrana las divinas palabras sobre Velázquez).
- Escucha esto, pequeña.
Corte a plano medio para recibir a una niña que entra en campo y se sienta cerca de su padre, que continúa leyendo.
Se palpa la nostalgia, pero no se advierte ni la fealdad ni la tristeza ni el fúnebre y cruel sentido de esa aniquilada infancia.
Ferdinand pasa otra página, da una calada, se quita el cigarrillo de la boca y llama la atención de la niña con un gesto.
Velázquez es el pintor de los anocheceres, de la inmensidad y del silencio.
Incluso si pinta en pleno día o en cuarto cerrado o cuando la guerra o la caza retumban en derredor.
Ferdinand se lleva el cigarrillo a la boca y lo deja allí.
Como no salían de día, cuando el aire abrasa y el sol lo quema todo, los pintores españoles comulgaban con el crepúsculo.
Ferdinand sonríe con el cigarrillo en la comisura de los labios y mira a la niña.
- ¿A que es precioso?
La niña dice que sí con la cabeza. Escuchamos la voz de la mujer de Ferdinand:
-(Off) Estás loco leyéndole eso.
Si Godard hubiera querido que Ferdinand siguiera leyendo, habríamos escuchado estas líneas:
A medida que se acercaba el final [Velázquez] buscaba con más ahínco esas armonías crepusculares. (...) Se diría que ciertas visiones se deslizan, que algún balanceo o un mecerse imperceptible evocan alguna música y, al esfumarse la aparición, seguimos buscando estas bellas sombras fugitivas en nuestros corazones, hermanas desvanecidas que hemos presentido antes de verlas y que volveremos a ver sin pretender verlas.
Para Alain Bergala, nada define mejor las reminiscencias del cine en el cine de Godard: imágenes pasadas por el olvido que regresarán para obsesionar al cineasta y resurgir bajo nuevas formas, como vuelven en Pierrot le fou las escenas de la isla de Un verano con Mónica de Bergman.
Después de ver por primera vez Pierrot le fou (1965), olvidé esas cuatro primeras escenas porque sólo podía recordar a Marianne Renoir, o sea, a Anna Karina, y ella aún no ha aparecido en la película. La segunda vez me gustó mucho cómo Godard le prepara el terreno, porque justo antes de que Anna Karina se apodere de la película aparece en una fiesta Samuel Fuller -en el papel de Sam Fuller, naturalmente-
y le cuenta a Ferdinand que está rodando Las flores del mal -las de Baudelaire, cuáles si no (qué lástima que ese filme sólo exista en la imaginación de Fuller y Godard en Pierrot le fou)-, y le suelta aquello de que una película es como un campo de batalla: hay amor, odio, acción, violencia y muerte; en resumen, emociones. Sí hay todo eso delante y detrás de la cámara, literal o simbólicamente. Y ya me tardó menos en aparecer Anna Karina.
Sólo después de ver por tercera vez Pierrot le fou, dejó Anna Karina que recordara también las palabras de Elie Faure y aun me empujó a una librería para seguir leyendo, y al Prado me hubiera ido tan contento para ver cara a cara a las princesas y a los bufones y los colores de la paleta del pintor en el autorretrato de Las meninas, escuchando con la memoria aquella voz que envuelve las primeras escenas. La verdad, sólo Anna Karina podía hacer que la olvidara las dos primeras veces.
De la tercera en adelante ya no puedo imaginar una forma mejor de esperar por Anna Karina que en el umbral del bellísimo texto sobre Velázquez.
Y qué bien lo lee Belmondo. Y nadie como Godard filma a alguien que lee. (Aunque nunca filmó nada mejor que los retratos de Anna Karina que destilan las películas que hicieron juntos, una de las más bellas constelaciones de la historia del cine, dicho sea entre paréntesis.)
:)
ResponderEliminarEsa escena de Belmondo en la bañera alimentó una de mis peores frustraciones, Daniel, soy incapaz de leer en la bañera, y no digamos, fumar...ya no fumo, pero cuando lo hacía, la idea de llenar la bañera y pasarme la tarde allí fumando y leyendo me parecía lo más...nunca fui capaz
Un abrazo enorme
Estupenda entrada sobre una película fascinante. Inolvidable. Y además, Anna Karina, claro, y su línea de la suerte...
ResponderEliminarUn beso.