1/10/11

El viaje detrás de las luces



A primeros de septiembre me pidieron de La Voz de Galicia un texto sobre Sandra Sánchez, en vísperas de la participación de su primer largometraje, Tralas luces, en el Festival de Cine de San Sebastián que se clausuró el domingo pasado. El texto venía a cuento de que uno fue profesor suyo; de eso hace veinte años. Como me resulta imposible enlazaros el texto que apareció en las páginas de Culturas -un suplemento que no volcaron en la edición digital-, os lo traduzco aquí.

La epifanía de una mirada

Siempre pensamos que algo así llegaría. Algo así como la selección de Tralas luces para la sección  Zabaltegui del Festival de Cine de San Sebastián. Pero no pensamos esperar veinte años. Creo que puedo hablar por Manolo González, Ignacio Pardo, Carlos Amil o Carlos Oro, mis más cercanos camaradas de la vieja guardia de la Escola de Imaxe e Son de A Coruña, que conocimos a Sandra Sánchez como alumna de la primera promoción. No, no presumimos de haberle enseñado nada. A los cineastas no se les enseña; son ellos los que aprenden. La EIS les proporcionó una atmósfera propicia, y basta. Desde aquellos cuatro cortometrajes en la escuela -O muro (sobre la lonja de A Coruña), Psicokiller (una ficción a la sombra de Hitchcock), Vén a bens (una pieza espléndida, para enmarcar, sobre los que vivían de las basuras en el viejo vertedero de A Coruña) y Lagarto, lagarto (a partir de un relato de Bernardo Atxaga)-, Sandra Sánchez nos reveló una voluntad de guardar las formas del cine, de encontrar en el registro de lo real la música invisible de las cosas, y una capacidad para animar el misterio de las apariencias, el aquel poético de iluminar el mundo donde pone los ojos. Por eso, lo que celebramos hoy, es haber abrigado ese aprendizaje, ver cómo se convertía en una cineasta y asistir a la epifanía de una mirada.

Sandra Sánchez, 
en una foto publicada en La Opinión 

Hasta aquí el texto publicado el 10 de septiembre en La Voz de Galicia. Desde aquellos trabajos de la escuela, Sandra Sánchez ha desarrollado una intensa trayectoria como montadora. Al poco de llegar a este finisterre, tras acompañar a Ángeles al instituto, escuché unas voces que me llamaban: eran Sandra y su equipo -todos habían sido alumnos míos en la EIS- que rodaban con las gentes del mar de Aguiño la serie Moito mar (2000). Un años después, un desastre la devolvería a estos confines para rodar el documental Aguiño, sobrevivir al Prestige (2003). Apenas una muestra de su experiencia como directora. Para nosotros, más que una culminación, Tralas luces representa -debe representar- un punto de inflexión en el camino, un paso más allá y más hondo, de la mirada de Sandra Sánchez amojonando la experiencia de la realidad con el cine. Ayer se estrenó en Barcelona (en el cine Alexandra), en Madrid (en el cine Paz) y en A Coruña (en los Rosales), estas salas que yo sepa. Que la película haya llegado a las salas, y aun que se haya hecho, es decir, que haya sido posible, se debe -seguro que los dioses lares del cine tuvieron algo que ver- al encuentro de Sandra con Fernanda del Nido (también fue alumna mía), la productora de Tic-Tac, que creyó en la cineasta y en el proyecto, que alentó a la una y acompañó al otro, que luchó por Tralas luces y logró que ahora pueda verse en los cines. Se necesitarían muchas líneas para dar cuenta de todas los obstáculos que tuvo que afrontar, pero, al menos, que quede constancia.


Tralas luces nos lleva de viaje con una familia de feriantes que recorren las fiestas del noroeste durante el verano con su pista de coches de choque. Se ha calificado la película como un documental o como un filme de no ficción.Y no voy a negarle semejante condición, sólo quiero señalar que, ante todo, se trata de cine, cine del bueno, para más señas. Y cabe añadir que cine con una mirada propia, cine arriesgado, cine necesario. No trata ningún tema candente, esos temas que a menudo se convierten en agujeros negros que devoran el cine que pudieran haber alentado. La incandescencia de Tralas luces aflora en el curso de la película; en las formas, no en el asunto. Lo que no quiere decir que el tema que propone no sea importante, todo lo contrario, se trata de uno de los grandes temas: las ilusiones perdidas, la demolición de los sueños por el paso del tiempo, el desencanto. Pero en la película de Sandra Sánchez el tema funciona como núcleo magnético que no sólo no ahoga sino que le permite desplegar el cine que atesora. Leed lo que sigue -no voy a desvelar ningún ingrediente argumental relevante- como un zurcido apenas de las impresiones que fueron aflorando mientras conversaba con Ángeles y nuestro hijo a propósito de Tralas luces, un tejido de imágenes más allá de lo documental, y también más allá de la ficción.

El viaje de Tralas luces -también podríamos decir el viaje detrás de las luces (de la feria, de la fantasía, del grial de la felicidad)- es, sobre todo, el viaje de Lourdes, su protagonista, y a través de ella, motivo primordial de la puesta en escena y del dispositivo que arma Sandra Sánchez para aprehender la realidad, la película con visos de road movie, de western -por algo se trata de una película del oeste-, deviene un hondo retrato en el camino. Y ahora conviene decir algo a propósito de ese dispositivo, un asunto central en Tralas luces. Como Sandra pretendía mezclarse con los feriantes, necesitaba aligerar el aparato técnico que toda película lleva aparejado a la hora de rodar, es decir, debía reducir el equipo al mínimo indispensable para grabar la imagen y el sonido. Por eso decidió llevar ella misma la cámara, acompañada por Claudio Canedo (¿a que no os sorprende si os digo que también fue alumno mío?) con la grabadora y la pértiga del micrófono. Había que sacrificar todo lo demás. Y en todo lo demás, debe incluirse la soltura, el acabado, la perfección diríamos, que le hubiera otorgado a las imágenes un director de fotografía profesional. Sandra Sánchez eligió lo esencial despojándose de toda pretensión formalista (que no significa abandonar las formas sino todo lo contrario). Y los dioses lares del cine están siempre del lado de los valientes que hacen lo que sea -y sacrifican lo que haga falta- por su película; así, una cierta tosquedad en determinados movimientos -nunca en el sentido del encuadre- no hace sino contribuir a la cercanía y calidez de lo narrado. Lo que Sandra no estaba dispuesta a sacrificar era el vínculo -casi íntimo- con Lourdes que enhebra la película.    

Sandra Sánchez (con la cámara) 
y Claudio Canedo (con el sonido) 
en el rodaje de Tralas luces

Me referí a la aprehensión de la realidad. Lourdes es Lourdes, una feriante real, con una familia real, con unos empleados reales; real es lo que hacen, lo que dicen, lo que viven. Nada ha sido escrito previamente en un guión. Sandra Sánchez ha acompañado a Lourdes y compañía, como nosotros -espectadores- los acompañamos desde este lado de la pantalla; es la vida transfigurada por el cine lo que contemplamos. Si de guión puede hablarse -y se puede-, es por ese arduo y solitario trabajo de la cineasta después del rodaje, cuando se encontró frente a más de doscientas horas -sí, habéis leído bien, 200 horas- de material grabado para encontrar, trazar y luego esculpir en el montaje Tralas luces. Que no se perdiera en ese viaje solitario es otro de los milagros que le debemos a los dioses lares del cine.  

Sólo que en esa aprehensión de la realidad a través del dispositivo montado por Sandra Sánchez, esa íntima fricción de la cámara con los cuerpos transforma el registro de las apariencias en una poderosa herramienta de proyección (de esperanzas y pérdidas), de revelación de lo invisible. Otra Lourdes emerge de la Lourdes real -y visible- en el curso del tiempo, en el curso de la relación que Sandra -tras la cámara- cultiva con ella. Me acuerdo de aquellas palabras que el pintor -Michel Piccoli le dice a su modelo -Emmanuelle Béart- mientras la pinta en La bella mentirosa (1991) de Rivette : No es usted y sí lo es. Es usted más que usted misma. Más de lo que usted se imagina de sí misma. Es lo que acontece en el retrato de Lourdes por Sandra en Tralas luces. La cineasta modificó lo menos posible lo real, pero es imposible evitar que la cámara haga su doble trabajo a la hora de catalizar lo íntimo y explorar la intimidad de los seres expuestos a ella. La cámara desnuda siempre si la mirada del cineasta hace su trabajo. Y Sandra lo hizo. Es este sentido insistía uno más arriba en la reducción que se practica con la potencia cinematográfica de Tralas luces si se la encorseta en lo documental. Porque se trata de una película que nos permite asistir al milagro de la vida (como dramaturgia) en el filo peligroso de la tragedia y la comedia, con momentos dignos del más grande dramaturgo y del más inspirado de los guionistas, pongamos por caso cuando Lourdes acaba de recibir un informe médico y su hija pequeña quiere arrastrarla a hacer de comer, o cuando espera que le traigan una pastillas.


El cine moderno ha transitado los pasajes entre el presente y su representación, entre los cuerpos y los personajes, entre uno y otro lado de la cámara; y podemos recorrer ese tránsito a través de los desgarrones de lo real en la piel del cine. Esas heridas representan la vertiente más fecunda del cine moderno. Es inevitable recordar a Rossellini y Renoir, y sus películas con Ingrid Bergman. De un lado, el cine ha tratado de arrancar la máscara del personaje a la mujer que lo encarnaba para mostrar la carne viva, la desnudez del ser, como en Stromboli; de otro, ha hecho de las máscaras un espejo de las más íntimas conmociones, como en Elena y los hombres. Entre la desnudez y la máscara transita el retrato de Lourdes en Tralas luces, un viaje interior con huellas en lo visible y un viaje exterior con reverberaciones de lo invisible, entre un cuerpo desnudo de personaje y un personaje encarnado en un cuerpo. En ese tránsito se cifra la riqueza fílmica de la película de Sandra Sánchez.


Otra resonancia viene de Nicholas Ray, el cineasta de los errantes (su última película, inacabada, lleva por título Nunca volveremos a casa). Me acordé de The Lusty Men (1952), porque en algunos planos de Lourdes encontraba ecos  de Louise (Susan Hayward) en la puerta de la caravana que ve alejarse el sueño de una casa propia, como le sucede a la propia Lourdes, aquel hogar con tantas escaleras con el que había fantaseado y por el que se enterró bajó la hipoteca de cuarenta toneladas de una pista de coches de choque. Pero debo precisar que estas referencias las desgrana uno, no porque las manejara Sandra mientras construía Tralas luces, me consta que se despojó de cualquier referencia cinéfila a la hora de abordar el proyecto, para encontrar las formas que cobijaran su mirada; sólo trato de trazar los hilos que confluyen en su película y dar cuenta de la pregnancia de sus imágenes.

Si hay algún don que anida en las imágenes que han cuajado en cine y llueven desde la pantalla sobre nuestra mirada es el don de imaginar -y aun de ver- lo que no está en los planos sino entre los planos. Es el don de transfigurar lo real en forma preñada de sentido y la película en cine. Y ningún personaje de Tralas luces como Arturo, ese hombre callado, una figura casi espectral que parece salido de un western crepuscular -un John Carradine-,  para despertar ese más allá o más acá de las imágenes, que se nos graban en la mirada y destilan memoria, como ese plano en que lo vemos de noche, entre la pista de los coches de choque y la caravana, revisando las instalaciones, tras las luces de la fiesta, tras la fiesta de este mundo, fuera ya del tiempo, en algún lugar que sólo podemos conjeturar. Decía Clarice Lispector que escribir es usar las palabras, para pescar lo que no es palabra. Lo mismo puede decirse del dispositivo de Sandra Sánchez en Tralas luces. Por eso nuestra mirada ve más allá de lo visible.


Habría que insistir en el miramiento -atención, cuidado, paciencia, dedicación, perseverancia- de Sandra Sánchez con las presencias que habitan Tralas luces, el ritual de las formas desplegadas -rimas, pasajes, correspondencias (esos retratos que pespuntan el camino)-, la pasión contenida, la emoción represada, el juego de distancias para que la mirada del espectador habite las imágenes y las cargue de sentido, y sienta y se ría y quizá llore. En Tralas luces se respira lo provisional como forma de vida, lo transitorio como estado del alma; los tiempos muertos y la espera conviven con las rutinas de los trabajos y los días en el curso del viaje ¿a ninguna parte? Sandra ha vuelto a la escena secreta de los feriantes que despertaban su curiosidad en las fiestas de la infancia: quiénes eran, cómo vivían, de dónde venían, a dónde iban... ¿Qué había tras las luces? Empleó cuatro años de trabajo para fecundar con sus preguntas la pantalla.Tralas luces no es una respuesta, tan sólo un viaje, nuestro viaje hacia Lourdes, hacia Arturo, hacia los feriantes... para ver en su espejo nuestro propio rostro. Y los estragos del tiempo.  

1 comentario:

  1. Supongo que todos nos sentimos alumnos tuyos en esta escuela de los domingos.

    Me ha sonado la cita de Clarice Lispector.

    Salgo corriendo hacia el Alexandra.

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