Apenas conocía cinco filmes de Joris Ivens: El puente (1928), Lluvia (1929), Miseria en el Borinage (con Henri Stork, 1934), Tierra de España (1937) y Paralelo 17 (con su mujer, Marceline Loridan,1968). Pero hace quince días Felipe Vega me mandó un paquete con ocho películas que no había visto -"para que escribas algo sobre Ivens en tu escuela"- y amojoné con ellas estas dos últimas semanas. Con La Seine a rencontré Paris (1957), ...à Valparaíso (1963) o su última película, Une histoire de vent (con Marceline Loridan,1988)
Joris Ivens con Marceline Loridan
en el rodaje de Une histoire de vent
Joris Ivens se merece, quizá como ningún otro, el título de cineasta del mundo. El historiador del cine Georges Sadoul lo definió como el holandés errante. Y eso que iba para tendero. Su abuelo había sido un fotógrafo prestigioso y su padre montó la primera cadena de tiendas de material fotográfico en Holanda. El futuro cineasta estaba destinado a heredar el negocio. Tras licenciarse en economía en Rotterdam, estudió fotografía -fotoquímica, óptica y construcción de cámaras- en Berlín e hizo prácticas en varias empresas del ramo, como la fábrica de lentes Zeiss. Pero en Alemania se apasiona por el cine -Pabst, Dupont, Murnau...- y el comunismo. Vuelve a Holanda, se instala en Amsterdam, y en 1927, cuando ya ejerce como vicepresidente de la empresa familiar, funda la noche del 13 de mayo en compañía de otros cinéfilos la Filmliga, con objetivo de dar a ver el cine invisible, aquellas películas que estaban prohibidas o no se proyectaban en las salas comerciales, pongamos por caso Nanook, el esquimal (1922) de Flaherty o La madre (1926) de Pudovkin.
Se interesa sobre todo por el cine soviético y las vanguardias: Eisenstein, Dovjenko y Vertov, Clair, Cavalcanti y Dulac, y le maravilla Berlín: sinfonía de una gran ciudad (1927) de Walter Ruttman. A menudo se llevará las películas a casa tras la proyección para estudiarlas "con lupa" fotograma a fotograma.
Y decidió hacer su primera película. Ya había rodado películas caseras -de indios y vaqueros- en su infancia
y ya en tiempos de la Filmliga experimentos visuales con cámara subjetiva o sobre el tráfico de París,
pero ahora se trataba de filmar un estudio en profundidad de las formas visuales de un lugar y un análisis sistemático del movimiento de un objeto. Si Ruttman había hecho un estudio de los ritmos y movimientos de Berlín, Ivens filmaría un puente, el De Hef de Rotterdam, que se había inaugurado en octubre de 1927, un puente levadizo que permitía el tránsito de trenes y barcos.
Se pasó horas y horas observándolo, todo el tiempo que le dejaban libre su trabajo habitual y las actividades de la Filmliga, para conocer al detalle sus mecanismos y cadencias, luces y texturas, dinámica y atmósferas, líneas y composición, conjugados en el objetivo de la cámara, para expresar las armonías de aquel tejido metálico, para desnudar a través de la música de las formas el alma del puente. Filmando El puente (1928) durante meses con su Kinamo, Ivens aprendió que la observación demorada y creativa es la única forma de asegurarse de haber mirado y destilado la riqueza de la realidad que tienes delante de los ojos.
Joris Ivens con su Kinamo
en los primeros fotogramas de El puente
Ahora Ivens quiere explorar una ciudad a través de un aguacero. Elige Amsterdam, la ciudad en la que vive y trabaja, y tiende con sus amigos una red de espías de la lluvia que le avisaban por teléfono al primer síntoma de que iban a caer unas gotas. Vivía con la cámara al lado y cuando se acostaba la dejaba sobre la mesilla de noche y si cuando despertaba llovía podía filmar la ventana desde la cama. Se acostumbró a acechar lo imprevisible -e irrepetible-, como aquel día cuando vio en una plaza a tres niñas que, mientras llovía, saltaban en los charcos y se cubrían con una capa; dudó un instante pero tuvo la intuición -heraclitiana- de que nadie se moja dos veces bajo el mismo aguacero, y echó a rodar la cámara: nunca volvería a ver a aquellas niñas bajo la misma luz ni jugando de las misma forma en los mismos charcos. Filma innumerables tomas con los más variados ángulos en decenas de aguaceros durante meses, tratando de aprehender la metamorfosis de la ciudad -su rostro cambiante- a través del fluir del agua, recordando aquellos versos de Verlaine: Llueve en mi corazón / como en el corazón de la ciudad.
Y monta una película que destila un hechizo de la lluvia (como El puente el hechizo de las líneas), una poética de los elementos, una visión lírica de una ciudad transfigurada por la lluvia, un cine-poema del agua y el viento. Lluvia se estrenó el 14 de diciembre de 1929.
Si me he recreado desgranando las primeras películas de Ivens, sendos cortometrajes de apenas 12' cada uno, es porque aun en sus películas militantes -y propagandistas- nunca, por así decir, perdió las formas y siempre podemos encontrar en ellas la respiración de las calles y los campos, el movimiento de las gentes, los juegos de los niños. Como militante comunista, filmó todas las batallas, todas las convulsiones, todas los frentes de la esperanza del siglo XX.
Fotograma de Miseria en el Borinage
Hemingway e Ivens en Guadalajara, en 1937,
durante el rodaje de Tierra de España
A la izda., Joris Ivens en el rodaje
de Power and the Land (1940)
A la izda., Joris Ivens en el rodaje
de Power and the Land (1940)
Fotograma de Paralelo 17
Pero nunca olvidó que no hay documento sin mirada ni verdad sin forma, por eso la belleza era su trinchera en los combates por la revolución. Porque la belleza era la forma en que un cineasta del mundo abrazaba la humanidad y sólo la belleza podía despertar íntimas resonancias en cada ser humano. La belleza cifraba para Ivens su compromiso con la vida. Y quizá la belleza -sólo la belleza- le permitió sobrevivir al derrumbe de la utopía que lo había movilizado y de la ideología que había defendido con una cámara en la mano. La misma cámara que le permitirá filmar la belleza del viento que todo se había llevado.
Joris Ivens es uno de los grandes documentalistas de la historia del cine, pero sus mejores filmes desbordan el cauce que pretende embridar la corriente del cine documental y atraviesan con fluidez la frontera entre el documental y la ficción. La mirada de Ivens fecunda la materia sobre la que se posa y la forma fílmica transfigura el documento en un cine lírico que atrapa la música efímera de los seres en el aquel de habitar el mundo. Quizá por esa razón me gustaron mucho justo aquellas películas menos políticas y más poéticas, donde el documental devenía una herramienta de investigación formal y la materia fílmica un territorio de experimentación cinematográfica. Como La Seine a rencontré Paris (1957), una película que nos devuelve el espíritu de L'Atalante de Jean Vigo, y el del propio Ivens cuando contemplamos el episodio de la lluvia y evocamos las imágenes de Lluvia treinta años antes;
una película que cuenta París a través del Sena o, dicho de otra forma, muestra que sólo a través del Sena podemos ver -de verdad- París;
O como esa maravilla de ...á Valparaíso (1963), cine-poema, cuaderno de viaje, sinfonía de una ciudad, cine-ensayo (en palabras de Godard, una forma que piensa)... un destilado de lo mejor de Ivens. El cineasta pasó un par de días en casa de Pablo Neruda y se enamoró de la ciudad.
Rodó la película con alumnos suyos -entre ellos Patricio Guzmán, el de La batalla de Chile (1973-1979)- de un taller de cine, pero cuando ya la tenía montada no era capaz de encontrar el tono para el texto que debería escucharse.
Entonces, confesó el cineasta en su autobiografía, Chris Marker me salvó la vida. No pocas veces se ha apuntado la autoría de Chris Marker -frente a la de Ivens- en ...à Valparaíso, pero lo cierto es que sólo colaboró en la película durante la fase final, es más, sólo tuvo dos días para escribir el texto antes de la grabación y de las mezclas de sonido. Se encerró con las notas que había tomado Ivens durante la preparación del filme y, con una botella de ron cubano -quiero imaginar que se trataba de ron Caney (el Caney, en palabras de Esther)- como único estimulante, escribió las páginas del off de ...à Valparaíso que escuchamos en la voz de Roger Pigaut, un texto poético enhebrado con humor y con un fraseo que reverbera en las imágenes, dotándolas de nuevas resonancias, activando el imaginario que cobijan y transfigurando su materialidad en teatro de la mirada; un texto revelador, en fin, de hasta qué punto Chris Marker hizo suya la película, una posesión a la que no puede ser ajena esa cabeza de gato -su animal favorito- en una de las cometas que los niños echan a volar en las últimas escenas de ...à Valparaíso.
Pero agradeciendo a los dioses lares del cine la intervención de Marker, la película es puro Ivens, en la música de las formas que desvelan el alma de la ciudad, en los movimientos -ascensores, escaleras, gentes que suben y bajan- en los que respira, en la aprensión de la vida a través de los elementos, en definitiva, en el desposamiento de la mirada con el viento, como volveremos a comprobar, por no ir más lejos, en Pour le Mistral (1966). Nous irons à Valparaíso, canta Germaine Montero, la amiga de Lorca de los tiempos de La Barraca. ...à Valparaiso podéis verla aquí.
Y a los 90 años, Ivens quiso filmar el viento en el Taklamakán, el desierto de Asia central, al norte de China, cuando presiente próximo su último suspiro, el fin del soplo vital. Tuvo la suerte -y la dicha- de contar con la complicidad de Marceline Loridan, su compañera en los últimos treinta años,
Joris Ivens y Marceline Loridan
en el rodaje de Une histoire de vent
la chica pelirroja que les preguntaba a los transeúntes "¿Es usted feliz?" en Cronica de un verano (1961) de Jean Rouch y Edgar Morin, un filme-emblema del cinéma vérité.
Edgar Morin, Marceline Loridan y Jean Rouch
en Crónica de un verano
y el testamento de un cineasta hechizado por la imagen del viento en la infancia -las aspas de los molinos-,
la memoria onírica -y mitológica- de una búsqueda amojonada por tantas películas que deviene una reflexión poética sobre la belleza, la fragilidad y la incertidumbre de la existencia humana cifrada en el soplo vital -esencial e invisible-, el motivo cinematográfico por excelencia también de John Ford.
¿Puede imaginarse mejor despedida para un cineasta poseído por una imagen de la infancia, como también le gustaba decir a Chris Marker, que filmar el viento del Taklamakán?
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