1/8/11

El maestro en Termidor


1 de agosto. Un año sin el maestro. 365 días. Lo hemos recordado cada uno de ellos. Dicen que el tiempo lo cura todo, pero no es verdad; tiene razón Ferlosio, sería como decir que el tiempo acaba traicionando lo que queremos tanto. A menudo duele la ausencia del maestro y la pérdida se vuelve topografía. Aquella mesa del Central en Tui donde compartimos el último Lagavulin mientras nos hablaba de los cuadros de Monet cuando ya estaba casi ciego y la pintura era ya casi sólo materia, aquel restaurante en Valença donde me habló de Rothko y me dijo que algún día debería visitar la The Houston Chapel, aquel viaje de vuelta de Ourense escuchando Corpo iluminado de Cristina Branco donde canta un soneto de Camões, Memoria de meu bem...

Memória de meu bem, cortado em flores
por ordem de meus tristes e maus Fados,
deixai-me descansar com meus cuidados
nesta inquietação de meus amores.


Basta-me o mal presente, e os temores
dos sucessos que espero infortunados,
sem que venham, de novo, bens passados
afrontar meu repouso com suas dores.


Perdi nua hora quanto em termos
tão vagarosos e largos alcancei;
leixai-me, pois, lembranças desta glória.


Cumpre acabe a vida nestes ermos,
porque neles com meu mal acabarei
mil vidas, não ua só, dura memória!



A veces su memoria llueve, como un orvallo, y me trae sus palabras, que enhebran a Pasolini con Duffy en Accattone; descubriéndome las pinturas, los grabados y las tipografías de Ben Shahn cuando un día le hablé de sus fotografías; y la belleza de los retratos del Fayum cuyas resonancias encontramos en las cabezas que él mismo pintaba y que tanto tanto nos miran, aun con los ojos cerrados...


Hace quince días Esther nos abrió una carpeta en la que el maestro había reunido algunas de esas cabezas; había pintado tantas y sabía cuánto nos gustaban que a él le acabó apeteciendo verlas juntas, y por esa razón quizá empezó a reunirlas, pensando en una futura exposición, quizá...


Y ayer mismo pasamos unas tres horas con Esther en el estudio del maestro, en la casiña, entre sus obras... Nos embargaba algo parecido a ese contentamento descontente, con que Camões define el amor en uno de sus más hermosos sonetos. Al final, Esther nos dio a ver -y a amar- algunas de las últimas obras que el maestro dejó preparadas, no sus últimas obras, aunque alguna quizá lo fuera, sino aquellas que últimamente le apetecía mostrar y que devienen un itinerario íntimo de su pintura, como si nos dijera "aquí me veis, de aquí vengo yo, hasta aquí he venido..." Y contemplamos cuánta belleza nos ha dejado en este mundo.


En los últimos veranos, solíamos vernos para pasear un rato o comer, pero sobre todo para charlar; cuando nos separábamos ya en las horas candentes de julio o agosto -los dos preferíamos la lluvia, los cielos nublados, las luces deitadiñas-, como quien busca un lenitivo para los días de Termidor, siempre me pedía que le recomendara una película para pasar esas horas ardientes. Era un juego, claro: él sabía que yo sabía qué películas prefería que le recomendara. Ahora que ya no está, echo de menos el aquel de programador de cine para el maestro. Era nuestro ciclo del verano.


Una de esas películas -fundamentales e inadjetivables- que él esperaba que le recomendara y de la que tanto nos gustaba hablar era Centauros del desierto de John Ford. Hoy hemos vuelto a verla. Y cuando John Wayne se aleja hacia el desierto y la puerta se cierra y la pantalla va a negro, desde la memoria del cine, el maestro en Termidor se volvía -como la última vez que lo vi-, se llevaba dos dedos al ala de su panamá y seguía su camino.

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