Tampoco mencionó que la había dirigido Raoul Walsh, mi padre nunca me habló de directores, sólo de actores y de actrices. De Errol Flynn y Olivia de Havilland en Murieron con las botas puestas. No le pregunté de qué trataba ni él quiso contarme más. Sólo me miró desde la cabecera de la mesa con aire burlón, le dio una calada al Ducados y me envolvió con el humo. Como en un sueño. De cine. No era la primera película que soñaba durante años. Algunas eran mejores soñadas. Pero no fue el caso de Murieron con las botas puestas, un sueño de película.
Se estaba rodando por estas fechas hace setenta años y todo empezó un año antes por el título que me cautivó de niño; por así decir, con el aquel de "a ver qué historia inventamos para Murieron con las botas puestas". En diciembre de 1939, Hearst, el magnate de la prensa, le recomendó a Jack Warner -de la Warner Bros., naturalmente- que comprara la biografía de John Wesley Hardin que había escrito Thomas Ripley, uno de sus editores, y el 20 de enero de 1940, el productor compró los derechos por 750 dólares. El libro se titulaba -¿hace falta decirlo?- Murieron con las botas puestas. Pero en el estudio no sabían qué hacer con aquel material: la historia de un asesino, eso sí, encantador, pero una mala bestia que disfrutaba matando a negros e hispanos. Los story editor Richard Macauly y Jerry Wald, es decir, dos tipos del departamento de argumentos de la Warner, que habían escrito con Mark Hellinger y Robert Rossen Los violentos años veinte (1939) y ellos solitos They Drive by Night (1940) -aquí Pasión ciega-, ambas de Raoul Walsh, le recomendaron al productor ejecutivo Hal Wallis (el de Robín de los bosques, Camino a Santa Fe, Casablanca...) que se olvidara de producir una película sobre el susodicho -asesino encantador- Hardin, pero había que hacer algo con un título tan bueno.
En julio de 1940, el productor Robert Fellows -que acabará produciendo con Hal Wallis la película- le encargó a Aeneas Mackenzie y Wally Kline, dos guionistas de la casa, que buscaran algún tema de western para Murieron con las botas puestas. Tres meses después, los guionistas propusieron un biopic del general Custer que culminara en la batalla de Little Big Horn. Y Hal Wallis dio el visto bueno. Desarrollaron un tratamiento que le gustó al productor y el 5 de diciembre les encargó un primer borrador del guión. En marzo de 1941, Wallis aún no contaba con un guión definitivo pero ya le había asignado a Errol Flynn el papel protagonista, no será hasta mayo cuando los guionistas le entregan un primer guión que se centraba en el vínculo entre Custer y el 7º de Caballería. Mackenzie y Kline le explican a Wallis que, ante la previsible implicación de EEUU en la 2ª guerra mundial, esa línea argumental resultaba de lo más oportuno -y oportunista, claro-. A partir de ahí se completó el reparto de la película, con Olivia de Havilland en el papel de Libby, la mujer de Custer, aunque -y parece inverosímil- la primera opción fue su hermana Joan Fontaine pero, por lo visto, no le apetecía ser un florero en el altar de las hazañas de Custer. Qué equivocada estaba -aunque, hay que ser justos, no podía saberlo, y era previsible que por ahí fueran los tiros- y qué suerte para nosotros, pero dejemos este tema -central, como se verá- de momento. El proyecto iba camino de convertirse en una re-edición de La carga de la brigada ligera, así que Wallis le encarga a Michael Curtiz la dirección de Murieron con las botas puestas, pero Errol Flynn estaba harto de trabajar a sus órdenes y se negó en redondo. Podía, era Errol Flynn, el actor que había nacido, como Scaramouche, con el don de la risa. También Olivia de Havilland estaba harta, pero de la Warner, y se querellará contra el estudio en 1943, acabará ganando el pleito y conseguirá con la sentencia -que se conocerá como la ley Havilland- el derecho para todos los actores a elegir los papeles que interpretarán en la pantalla: sería el principio del fin de las relaciones abusivas que caracterizaban la política de las productoras con los actores que tenían bajo contrato. Murieron con las botas puestas fue la octava película juntos de Errol Flynn y Olivia de Havilland, y la última, y se palpa la despedida: nada mejor para una película que deviene una gran despedida, una despedida mítica.
Wallis aprueba un presupuesto de un millón de dólares y cuarenta días de rodaje para Murieron con las botas puestas y elige a Raoul Walsh como director. ¡Ah, qué atentos estaban los dioses lares del cine por aquellas fechas! Por más que en la Warner le aseguraban que Walsh era un director de hombres y que no iba a tener problemas, Errol Flynn no las tenía todas consigo, nunca había trabajado con el cineasta, pero Olivia de Havilland lo tranquilizó, acaba de rodar con Walsh The Strawberry Blonde (1941) -donde le espeta a James Cagney: Somos amantes y el mundo es nuestro- y había representado una experiencia maravillosa.
Fotograma de The Strawberry Blonde
con James Cagney y Olivia de Havilland
En el rodaje de Murieron con las botas puestas, Walsh y Flynn se hicieron amigos íntimos -y aun el actor encontró en el cineasta un hermano mayor- y juntos rodaron otros clasicos como Objetivo Birmania (1945) o filmes oscuros como Silver River (1948).
Bert Glennon con John Ford en el rodaje de La diligencia
Walsh se entendió a la perfección con Bert Glennon, uno de los directores de fotografía en blanco y negro preferidos por John Ford. El rodaje comenzó el 2 de julio de 1941, a finales de ese mes se rodaron las batallas de la guerra civil y el 12 de agosto comienza el rodaje del clímax de la película, la batalla de Little Big Horn. Llevaban cinco días de retraso según el plan de rodaje. La batalla fue coreografiada por el gran especialista Breezy Reeves Eason. Los partes de rodaje consultados por Dan Gagliasso en los archivos de la Warner contradicen lo que contó Walsh en su autobiografía, que la secuencia de la batalla final había sido la primera que había rodado de Murieron con las botas puestas, porque acostumbraba a quitarse lo más dificil de delante cuanto antes; el cineasta contribuía con esa leyenda a la que había destilado en el filme alrededor de la figura de Custer. El 30 de septiembre, a las cinco y cuarto de la tarde acabó el rodaje con veintiséis días de retraso y 350.000 dólares por encima del presupuesto. Max Steiner enhebró un score con Garry Owen -"el jardín (en gaélico) de Owen", un barrio de Limerick- una marcha militar irlandesa del siglo XVIII, que un regimiento inglés, el 5º de lanceros reales, acuartelado en la ciudad, había adoptado para animar sus francachelas, y acabó como marcha del 7º de Caballería, tal como se pespunta en la película. Murieron con las botas puestas se estrenó el 1 de diciembre de 1941 y se convirtió en uno de los western más taquilleros de la historia.
Errol Flynn, Olivia de Havilland y Raoul Walsh
en el rodaje de Murieron con las botas puestas
Cada visionado de Murieron con las botas puestas, y a estas alturas vete a saber cuántos van, más allá del placer cinéfilo que nos produce cada vez que la vemos -es, sobra decirlo, una de nuestras películas favoritas, también de nuestro hijo-, vuelve más difícil definir lo que acabamos de contemplar y no digamos desentrañar la experiencia vivida, las emociones destiladas por un filme para el que merecería haberse inventado ese querido adjetivo de Bénard da Costa: inadjetivable. Conviene señalar que a Walsh no le interesa la verdad histórica sino la mitológica, no aborda un relato histórico sino un cantar de gesta o, como alguien señaló muy acertadamente, un cantar de ciego. Pero hay más, una intensidad trágica que la agilidad y la ausencia de énfasis del cineasta vuelve casi invisible, y que emerge del conflicto encarnado en Custer, entre las convicciones militaristas y la conciencia de que el enemigo tiene razón, un personaje que conjuga su inutilidad civil con los irracionales sueños de gloria a los que no duda en sacrificar su propio regimiento. La ligereza de Walsh permite que la película transite de forma, diríase que alada,
desde la comedia (de aventuras) de Custer en West Point al drama del derrumbe alcohólico fuera del ejército y de ahí hacia la resurrección a través del 7º de caballería y a la épica de la marcha suicida. Pero es que hay más, porque Murieron con las botas puestas es -iba a decir (y lo escribo) sobre todo- una gran historia de amor. Y quizá sea esa historia de amor la que nos empuja a verla otra vez. Y son las escenas de comedia romántica, de drama y de tragedia que amojonan esa trama amorosa las que convierten a Murieron con las botas puestas en una película memorable, y no olvido una secuencia como la de la batalla final maravillosamente filmada, con los pieles rojas surgiendo en el perfil de la cresta de una colina, la carga ciega de la caballería y los planos picados que nos muestran el orden de combate y el despliegue de los jinetes indios... Una delicia plástica. Pero es la historia de amor de Custer y Libby, de Errol Flynn y Olivia de Havilland la que me ha empujado a escribir sobre Murieron con las botas puestas.
Pero esa historia de amor no la escribieron Aeneas Mackenzie y Wally Kline. Bien es verdad que les hubiera bastado escribir la escena en la que Custer emborracha a Sharp en vísperas de la batalla de Little Big Horn para merecer un lugar de honor como guionistas. Con la fiebre del oro de las Colinas Negras, el expolio de los territorios indios está a punto de consumarse mediante una alianza del capital con el poder -el poder del capital-, donde el ejército acaba siendo una herramienta de exterminio. Custer es consciente de la traición a los pueblos indios y de la corrupción política que lo instrumentaliza, pero no concibe otro destino que en el seno del regimiento que contribuyó a formar y su sed de gloria sólo se saciará apurando el cáliz de su inmolación con el 7º de Caballería. Con ese magma emocional hirviendo en los adentros acude aquella noche de agonía al bar del fuerte para enfrentarse con Sharp -un estupendo Arthur Kennedy-, su antiguo compañero de West Point y de armas durante la guerra civil y ahora peón de la corrupción política y el expolio de las tierras de los verdaderos americanos, que están acampados al otro lado del Little Big Horn y llevan plumas en la cabeza, como alguien le señalará a Custer la noche anterior a la batalla. Sharp por dentro de la barra del bar y Custer por fuera, compartiendo una botella de güisqui, en un duelo a base de tragos, que empieza con un ajuste de cuentras entre ellos para derivar en un ajuste de cuentas con ellos mismos: con lo que quisieron ser, con lo que fueron, con lo que son en estas horas decisivas. La puesta en escena de Walsh, aun hoy, sorprende por su modernidad, conjugando eficacia y arrebato, incandescencia y contención, furia e ironía.
Joan Fontaine no podía imaginar, cuando desdeñó el papel de Libby que Murieron con las botas puestas iba a convertirse en una gran historia de amor. Tampoco Aeneas Mackenzie y Wally Kine. Pero es lo que buscaba Hal Wallis cuando le encargó a Lenore Coffee, una guionista que había empezado en el cine en 1919 y había escrito papeles para Joan Crawford, Jean Harlow o Bette Davies, que escribiera los diálogos de las escenas de la trama romántica. Lenore Coffee no figura en los créditos de guión de Murieron con las botas puestas, que firman únicamente Aeneas Mackenzie y Wally Kline, pero a ella se debe una de las grandes escenas de amor de la historia del cine, la despedida de Custer y Libby, la última escena que rodaron juntos Errol Flynn y Olivia de Havilland.
En plano americano Libby ultima el equipaje de Custer, que hace memoria a ver si le falta algo. ¡El reloj! Una panorámica a la izquierda sigue a Custer en busca del reloj. Corte a plano medio de Custer con el reloj. Plano detalle del reloj, que le regalaron sus camaradas de armas de la Brigada Michigan durante la guerra civil, con un retrato de Libby. Se alternan planos medios de Custer con primeros planos de Libby que procura no mirarlo para poder represar las emociones siempre a punto de desbordarse en toda la escena, pero no puede evitar una mirada, le sonríe, por no ponerse a gritar. Plano medio de Custer que rompe la cadena del reloj y finge que fue sin querer. A Libby se le borra la sonrisa y vuelve la mirada al equipaje. Un travelling lateral hacia la derecha vuelve a reunir en el encuadre -y en plano medio- a Custer con Libby. No puede llevarse el reloj sin la cadena. Será la primera vez que marche sin él. Besa a Libby. Deja el reloj en el cajón de la cómoda. Ya queda poco tiempo. Ella sale de campo hacia la derecha. Plano detalle del retrato de Libby del reloj. Corte a plano medio: Custer se guarda el retrato de Libby en el bosillo interior de la casaca. Entra en campo Libby desde la derecha para ponerle el cinturón, él se gira para facilitarle los movimientos y queda a su derecha. Para aliviar la tensión, Custer le cuenta que acabará gordo como el general al que conocimos durante las escenas de la guerra civil. Corte a plano americano: se mueve pesadamente como si tuviera barriga y se acerca a Libby para que le abroche el cinturón. Libby: Engordaremos y seremos felices / Custer: Juntos / LIbby: Y la gente dirá: No me digáis que la vida en Dakota era difícil. Ella se va hacia la derecha y una panorámica la acompaña para recomponer el plano cuando procede a abrochar el petate. Custer le pregunta si fue feliz allí, con él. Libby lo mira: ¿No lo parezco? El asiente, se acuerda de las órdenes. Ella sin atreverse a mirarlo señala el cajón. Es imposible no acordarnos de una escena, casi una hora antes, cuando Custer, alejado del ejército tras la guerra civil, se había convertido en un alcohólico pero le aseguraba a Libby que nunca había sido tan feliz y ella fingía creerlo y lo abrazaba, y veíamos como una lágrima se deslizaba desde su ojo izquierdo y casi parecía mirarnos y decirnos sin palabras que haría cualquier cosa por verlo feliz. Ahora, Custer sale de campo hacia la izquierda. Corte con un travelling de retroceso para mantenerlos juntos en el encuadre. Él coge las órdenes y encuentra el diario de Libby. Se suceden alternativamente el plano medio de Custer con el primer plano de Libby. Él lee la última entrada del diario donde ella presiente que los días de felicidad se acaban porque su marido se va a la guerra. Ella le quita importancia -una lágrima se desliza desde su ojo izquierdo-, escribió algo parecido cada vez que se iba aunque fuera por un día, pero se le vela la voz. Ahora lo mira intentando sonreír: son los nervios de las despedidas. Primer plano de Custer con ella en primer término: Cuanto más triste es la despedida, más alegre es el regreso.
Contraplano, escuchamos el cornetín de órdenes, Libby: Ya te llaman. Contraplano, Custer: Adiós. Contraplano, Libby no puede hablar ni apartar lo ojos de Custer. Primer plano lateral: se funden en un abrazo. Nos acercamos un poco más a ellos con un travelling corto cuando acaba el beso. Custer: Pasear a vuestro lado por la vida, señora, ha sido muy grato. Vuelven a besarse.
Y entonces acuden a nuestra memoria cuando Custer le pidió la primera cita y le propone dar un paseo esa noche, y Libby le dice que no han hecho otra cosa desde que se conocieron hace un rato, él estaba de guardia y andaba de un lado a otro mientras ella le preguntaba por la casa a la que se dirigía y él no podía contestarle porque lo prohibían las ordenanzas, y Custer le asegura que no puede imaginar nada mejor que pasear por la vida a su lado.
Y decían que Raoul Walsh era sólo un director de acción, un director de hombres... Pero volvemos a ver Murieron con las botas puestas para disfrutar una vez más de una de las más bellas despedidas que se hayan filmado nunca. Para escuchar otra vez pasear a vuestro lado por la vida, señora... Y velar el desmayo de Olivia de Havilland.
Es un auténtio placer leer tus entradas Daniel, a veces no comento porque no sé que decir...creo que no estoy a la altura y prefiero guardar silencio, pero leerte siempre lo hago.
ResponderEliminarUn abrazo
Coincido con Madison. Me ocurre lo mismo.
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