A Claude Chabrol le gustaba rodar en familia. En cincuenta años trabajó con sólo cuatro directores de fotografía; con Jean Rabier rodó treinta películas. Lo mismo podría decirse de los músicos, sonidistas y ayudantes de dirección. O de Monique Fardoulis, su montadora desde mediados de los sesenta hasta su última película. Y aun de numerosos actores secundarios.
Stéphane Audran, Chabrol y Jacqueline Sassard
en el rodaje de Las ciervas
Y, desde luego, la filmografía de Chabrol se podría estudiar en función de las actrices; por ejemplo las diecinueve películas con Stéphane Audran o las siete con Isabelle Huppert, sin duda las dos protagonistas más importantes de su cine.
Chabrol con Isabelle Huppert
en el rodaje de Borrachera de poder
Chabrol no podía imaginar mejor plan de vida que reunirse con su familia cinematográfica y hacer una o dos películas al año. Algunos de los miembros de esa familia profesional lo eran también de la civil: Stéphane Audran, su mujer entre 1964 y 1980; Aurore Paquiss, su script desde Las ciervas y su mujer desde 1980; su hijo Mathieu, que compuso la música de sus filmes desde principios de los ochenta; y Thomas (el hijo que tuvo con la Audran), un actor frecuente en sus películas desde finales de los ochenta. Era feliz rodando y no podía imaginar otra razón más poderosa para hacer cine. Para nuestra ventura cinéfila, los dioses lares del cine le fueron propicios a Chabrol.
Detrás de Chabrol, tres de los los actores de la familia:
Jean Carmet, Stéphane Audran e Isabelle Huppert
en Cannes durante la presentación
de Violette Nozière en 1978
Chabrol rodó Los primos en el verano de 1958. Su opera prima. También era la primera película de Stéphane Audran. Su primera película juntos. Allí la Audran era Françoise. Pero en el cine de Chabrol será sobre todo Hélène.
Stéphane Audran, Chabrol y Jacques Charrier
en el rodaje de L'oeil du malin
Hélène Hartman en L'oeil du malin (1961); Hélène Desvallées en La mujer infiel (1968); Hélène Lanson en Que la bète meure (Accidente sin huella, 1969); la señorita Hélène, la maestra, en El carnicero (1969); Hélène Régnier en La ruptura (1970); y Hélène Masson en Al anochecer (1971). Hélène es la ambigüedad encarnada en Stéphane Audran, el erotismo frío, la sensualidad distante, el sigiloso estremecimiento; la esposa adúltera y la amante fiel, y viceversa. Y la ambigüedad -de las apariencias- deviene el motivo enhebrado por Chabrol en su filmografía, observando el microcosmos de la familia burguesa con un aquel de entomólogo.
Stéphane Audran en El carnicero
La maestra de El carnicero es la Hélène que prefiero, pero también me gusta mucho la de La mujer infiel. Creo que, con Las ciervas (1967) -allí la Audran es Frédèrique-, son las obras mayores del ciclo de películas con el productor André Génovès entre finales de los sesenta y principios de los setenta, una de las mejores épocas de Chabrol, donde cuajan las señas de su estilo, amojanado por filmes construidos a partir del triángulo Charles-Hélène-Paul, la piedra angular del cine de Chabrol con Stéphane Audran.
Stéphane Audran y Jacqueline Sassard en Las ciervas
Llevaba tiempo queriendo ver otra vez La mujer infiel y un día de estos la encontré sin buscarla, como si estuviera aguardando que le pusiera las manos encima. A Ángeles también le gusta, aunque le pone dos o tres "peros". Ella no lo confiesa pero uno sabe que los tres "peros" se deben, en realidad, a que me guste tanto la Audran.
Más que un contador de historias, Chabrol era un constructor de relatos fílmicos. Un heredero de Lang. Desde el mismo título -y el cartel-, La mujer infiel pone las cartas boca arriba: una trama de adulterio.
Un triángulo que acabará en un asesinato. Vamos, un polar: ese particular destilado francés de la novela negra donde se cocina con especial fruición lo familiar y lo turbio, lo doméstico y lo criminal, lo aparente y lo latente, con atmósfera y ambigüedad. Pero, como humorista consumado y estilista discreto, lo que cuenta Chabrol es cómo lo cuenta.
Chabrol, un devorador de polar
Para Chabrol, el asesinato era una herramienta sintética para revelar la verdadera naturaleza de los personajes; un temperamento que, a menudo, ni siquiera ellos mismos conocen. El polar le pareció siempre un medio práctico, simple y sin ambigüedad de contar una historia, cuyo objeto de exploración era justamente la ambigüedad en el marco de la familia burguesa; una forma narrativa que le permite al espectador pensar enseguida que se trata de otra cosa. O sea, que el qué es el cómo.
En definitiva, una estrategia económica -por funcional- para atravesar el espejo de la realidad y transportarnos al otro lado de las cosas; una figura estilística que le permite a Chabrol dedicarse a lo que realmente le importa: la construcción de las relaciones entre los personajes y la forma de mostrar el dibujo de las pulsiones -ardorosas y sensuales- tras las apariencias -frías y rituales-, el movimiento interno del relato que se alimenta de las pasiones latentes bajo las máscaras. Con esa perspectiva, el polar le sirve a Chabrol como microscopio para explorar el enjambre familiar.
La familia burguesa -la atmósfera de bienestar, la ausencia de apreturas, las rutinas domésticas y sociales- en La mujer infiel representa un cordón de seguridad, un refugio al margen y frente a un mundo hostil, pero donde la efusión amorosa se ha reducido a esa pera pelada que le ofrece Charles a Hélène a la hora de la cena.
Charles mata al amante de su mujer para proteger ese nido que no podría existir sin Hélène -aunque sea infiel-, mata cuando aflora el vértigo de perder ese pequeño mundo, y Hélène lo entiende y aun lo quiere más, tras la conmoción inicial al descubrir que su marido es un asesino, ese momento que Chabrol dilata para destilar la pena y la exaltación que conviven en la mirada de la mujer.
En La mujer infiel nos asomamos con Chabrol a una colmena donde se entreveran las relaciones de poder y dependencia, amor y posesión, el sexo -y la impotencia- y la culpa. La tragedia latente nutre la película como una corriente subterránea, pero la distancia irónica -y aun la sorna- de Chabrol sólo permite que nos llegue algún rumor. Como en todo su cine, la tragedia está muy cerca de la comedia, y la trama del asesinato acaba resultando una historia de amor -pasional- que necesita del crimen para manifestarse. O dicho de otra forma, la trama de asesinato permite que marido y mujer se descubran, se conozcan y reconozcan. Como quería Chabrol, se trataba de otra cosa.
Algo parecido a lo que acontece en Misterioso asesinato en Manhattan donde Woody Allen y Diane Keaton investigan un crimen cometido en el apartamento de al lado, pero esa trama criminal va pasando a segundo plano a medida que aflora la historia de este matrimonio que necesita el combustible de la adrenalina para re-enamorarse.
Charles descubre cuánto ama a Hélène mientras la espía y acecha -como James Stewart a Kim Novak en Vértigo-, tratando de desentrañar -como nosotros- quién es esa otra mujer bajo la piel de la suya.
Y Hélène descubre cuánto ama a Charles mientras llega a la certeza de que mató a su amante y entonces alcanza a ver al otro que habita tras la máscara de su marido.
Hasta el asesinato y "desaparición" del cadáver -una secuencia deudora de Psicosis donde Chabrol rinde un inspirado homenaje al maestro Hitchcock- vemos La mujer infiel bajo el foco principal de la mirada de Charles sobre Hélène, luego será ella quien guíe la nuestra hasta el desenlace: Te quiero con locura, se despide Charles de Hélène.
La secuencia final anuda ambas miradas con un travelling de retroceso, cuando Charles se aleja con los policía, conjugado con un zoom hacia Hélène que no aparta los ojos de él hasta que los árboles de un recodo del camino impiden que se sigan viendo. Un recurso, es cierto, empleado por Hitchcock al final de Vértigo, pero trascendido aquí por Chabrol en una puesta en escena que destila culpa e inocencia, fatalidad trágica.
La mirada de Chabrol opera un efecto de extrañamiento sobre las rutinas domésticas a través de una puesta en escena que desprende malestar y nos convierte a los espectadores en analistas de los rituales familiares, decantados con detalles precisos que generan tensión y desasosiego. El tono insólito, decía Chabrol, se obtiene suprimiendo los detalles inútiles. La cámara deviene así una lente para aprehender los rasgos significativos -por reveladores- de las apariencias.
Y los detalles esenciales se estilizan y cobran potencia visual a través de una puesta en escena como ejercicio de abstracción: Hélène abriendo la ventana una noche para refrescarse mientras Charles lee en la cama; el zippo enorme que Charles le regaló a Hélène por un aniversario y encuentra en el cuarto donde se acuesta con su amante,
la escena magistral donde se conjugan el desgarro, la tensión, el humor y el vértigo -al descubrir una mujer que hasta ese instante sólo existía para el otro-, y que precede al asesinato; el olvido de Charles de poner el freno de mano cuando llega a casa tras haber comprobado la infidelidad de su mujer; la simetría entre Hélène sobre las sábanas, con su marido, y bajo ellas, con su amante...
Pero -y aquí reside una de las claves de su estilo- a Chabrol no le interesa la psicología, o mejor, no le otorga a la psicología el poder de desnudar las almas de los personajes, por eso los detalles con que enhebra la puesta en escena resultan sintomáticos pero, al mismo tiempo, demuestran la imposibilidad de arrancarles -completamente- la máscara con que se esconden -y protegen-; una reserva de misterio permanece intacta, inasible, oculta, y se evade del escrutinio de la cámara. He ahí la ironía de Chabrol, del constructor cuyas obras reconocen los límites -la ya imposible transparencia clásica- de la puesta en escena a la hora de resolver los enigmas del alma. Un microscopio, por polar que sea, no es todopoderoso.
Siento de veras no poder disponer de tiempo para leer tus estupendas entradas ,que por cierto cada vez me gustan más,últimamente de tarde en tarde.Otras ocupaciones entretienen mi tiempo y no de manera grata.
ResponderEliminarEspero podaís disfrutar de unas merecidas vacaciones.
Un saludo para los dos.