23/7/11

Una chica, una pistola y un coche

Para que una película deje una huella perdurable y seminal en el cine no necesita una gran historia ni un gran guión ni grandes actores, tampoco -es obvio- un gran presupuesto, y aun puede no disponer de ninguno de esos ingredientes a la vez, pero necesita algo tan esencial como el celuloide: una cierta incandescencia. Se trata de una cuestión de mirada, de formas, en una palabra, de estilo. Se necesita un pirómano, un director que juegue con fuego, que incendie los fotogramas. Hacer cine, decía Pasolini, es escribir sobre un papel que arde. A esos cineastas, que con poca cosa o con casi nada son capaces de destilar imágenes memorables y aun filtrar entre las grietas de una producción convencional -como la del Hollywood clásico- relámpagos y arrebatos como zarpazos salvajes, Scorsese los llamaba contrabandistas del cine, ésos que podían renunciar a todo salvo al estilo.


El territorio propicio para esos contrabandistas del cine era la serie B, una frontera -de la producción-propensa a la experimentación, donde encontraban una libertad de la que carecían en los grandes estudios. En palabras de André de Toth: En las películas de serie B teníamos mayor libertad por la sencilla razón de que el control era menor. Películas baratas que se rodaban deprisa, y tantas veces deprisa y corriendo, he ahí las claves de la serie B. En esas condiciones sólo el estilo, la resolución visual y el ritmo, o dicho de otra forma, dirección, fotografía y montaje, podían convertir esas obras pobres en filmes memorables, porque rara vez podían echar mano de otros ingredientes de primera. Películas baratas -y aun pobres- pero con ese perfume del estilo que llamamos atmósfera, un clima visual creado a base de esculpir la noche y la niebla -y el humo de los cigarrillos-, las sombras con las luces y, llegado el caso, la lluvia, que aportaba los últimos y definitivos trazos a la oscuridad.

Fotograma de Yo anduve con un zombie 
de Jacques Tourneur, producida por Val Lewton

A las tinieblas del cine de terror -de clima onírico y atmósfera inquietante, no de sustos (véase como paradigma el ciclo de Val Lewton en la RKO)- y, cómo no, al cine negro -por definición- le sienta bien la serie B.

Fotograma de The Big Combo de Joseph H. Lewis

Al western no tanto, pero recuerdo algunos memorables como The Tall T (1956), Ride Lonesome (1959) o Estación Comanche (1960) de Budd Boetticher, un cineasta que descubrí en el verano del 75 o del 76 gracias a un ciclo de sus películas que programó TVE;

Fotograma de Ride Lonesome de Budd Boetticher

cuando le preguntaron si el estilo es siempre una consecuencia de las limitaciones, respondió: No te quepa duda. Si no se pueden hacer grandes cosas, se trata de hacer pequeñas grandes cosas. Ni Randy [Randolph] Scott -el actor de cuatro de sus westerns además de los citados- era Duke [John] Wayne ni el solar trasero del estudio era Monument Valley. Pequeñas grandes películas, una buena definición para lo mejor de la serie B.

Un fotograma de Detour de Edgar G. Ulmer

Claro que en la serie B habría que considerar un abanico entre las producciones baratas y las, digamos, menesterosas. Detour (1945) de Edgar G. Ulmer, producida por la PRC, costó unos 30.000 dólares, y Retorno al pasado (1947) de Jacques Tourneur, producida por la RKO, 700.000. Resulta evidente que aun en la frontera de la serie B había clases, contrabandistas con recursos magros y otros que habían de manejarse con presupuestos escuálidos. La película de Ulmer puede considerarse la cumbre de la serie B -negra- por excelencia; la película de Tourneur, la cumbre de la serie negra a secas.


Dos películas que resultan ejemplares de eso tan evasivo que llamamos film noir o cine negro, una serie que cuajó sus mejores obras desde el final de la 2ª guerra mundial hasta Sed de mal (1958) de Orson Welles; tras el horror de los campos, en los tiempos -paranoicos- de la caza de brujas y el miedo nuclear.  Torsiones narrativas, tramas oscuras, quiebras temporales y estructuras laberínticas que desafiaban la linealidad clásica; como alguien señaló, rara vez se ha visto en el cien americano una fascinación semejante por la experimentación narrativa y por reventar las costuras del relato. Móviles confusos y motivaciones larvadas contribuyen a borrar los marcos de referencia, todo se vuelve turbio y difuso a la hora de definir la identidad y la psicología de los personajes; la tensión se conjuga con el malestar del extrañamiento y un clima onírico impregna las formas del cine negro hasta devenir una atmósfera de pesadilla. Nada está -no puede estar- claro en un film noir.

Fotograma de La dama de Shanghai de Orson Welles

En 1955, el año en que nací, Raymond Borde y Étienne Chaumeton publican "Panorama del film noir americano" y la etiqueta causó furor. Pero ellos no fueron los autores de la marca, sólo le dieron cuerpo, la desarrollaron y, por así decir, la pusieron en valor. El padre de la etiqueta fue Nino Frank que, en 1946, la había utilizado en un artículo de L'Ecran Française para caracterizar algunas películas americanas estrenadas con retraso a causa de la ocupación alemana y la 2ª guerra mundial. En el verano de 1946 coincidieron en las pantallas de los cines de París El halcón maltés, Laura, Historia de un detective, Perdición y La mujer del cuadro. ¡Qué envidia la cartelera parisina de aquel verano!  Sombras densas, erotismo turbio, onirismo. Film noir.

Un fotograma de Scarlet Street de Fritz Lang

El cine negro empezó con películas de prestigio -de serie A-, contagió las tinieblas a westerns como Pursued de Raoul Walsh -iluminada por James Wong Howe-  o Blood on the Moon de Robert Wise -iluminada por Nicholas Musuraca (el director de fotografía de Retorno al pasado)-

 Fotogramas de Blood on the Moon de Robert Wise

y acabó con películas baratas -de serie B- e incluso más allá, en los márgenes de la producción cinematográfica donde la serie B pierde su nombre, y ahí destiló, quizá, las obras más amadas -y admiradas-, por imperfectas e inspiradas, por inspiradoras, porque los cineastas compensaban la pobreza de medios con la riqueza de ideas -una idea por plano, como le gustaba decir a los cahieristas que tanto amaron la serie B-, porque transfiguraban una película barata en una pequeña gran película, porque lograban algo memorable con casi nada. Una de esas películas amadas es Gun Crazy, titulada originalmente Deadly Is the Female y aquí El demonio de las armas.



Gun Crazy (1950) de Joseph H, Lewis fue producida por los King Brothers y costó 400.000 dólares, una película de la zona media del abanico de la serie B que conjuga el film noir y la road movie, en la estela de filmes de amantes arrastrados por fuerzas centrífugas que los empujan a la carretera en una huida desesperada, como Sólo se vive una vez (1937) de Fritz Lang o They Live by Night (1948) de Nicholas Ray, una fuga sin fin.

Dalton Trumbo

El mismo día que Dalton Trumbo -uno de los diez de Hollywood, durante la caza de brujas- volvía de su comparecencia ante la Comisión de Actividades Antiamericanas en 1947, los hermanos King le encargaron escribir el guión de la película que acabará titulándose Gun Crazy. Hasta finales de noviembre de ese año, Trumbo era uno de los guionistas mejor pagados de Hollywood, tenía contrato con la MGM y cobraba 75.000 dólares por película, o 3.000 dólares semanales. Pero cuando su nombre apareció el la lista negra, adiós contrato. Los hermanos King lo contrataron -clandestinamente, o sea, en negro- por 3.750 dólares a pagar en un periodo de año y medio. Conviene precisar que los productores no lo estaban explotando, simplemente pagaban lo que solían, lo que podían gastar.

En el centro, Dalton Trumbo conducido a la cárcel 
con otro compañero de los diez de Hollywood 
por negarse a declarar ante 
el Comité de Actividades Antiamericanas

El propio Trumbo lo explica así: Estos productores independientes se ofrecieron a contratar nuestros servicios [de los guionistas de la lista negra] porque creían que por ese dinero podían obtener un mejor trabajo. No se aprovechaban de los guionistas perseguidos, de hecho les ayudaban a ir tirando con esos encargos, sino de la existencia de la lista negra. En el guión de Gun Crazy, cuando se estrenó la película, aparecieron acreditados  MacKinlay Kantor, autor del relato original publicado en el Saturday Evening Post, y Millard Kaufman, uno de los -muchos- seudónimos de Dalton Trumbo mientras escribió clandestinamente; la primera película en la que volvió a aparecer acreditado con su nombre fue Espartaco (1960) de Stanley Kubrick, por decisión de Kirk Douglas, protagonista y productor.


Gun Crazy es una película nihilista construida en torno al viaje a ninguna parte de una pareja de fugitivos fascinados por las armas, Bart Tare (John Dall, que había encarnado en su anterior película a uno de los personajes principales de La soga de Hitchcock) y Annie Laurie Starr (Peggy Cummins, a la que volveremos a encontrar unos años después en La noche del demonio de Jacques Tourneur) -que remiten a la pareja legendaria de Bonnie Parker y Clyde Barrow-, dos seres perdidos que, al cruzarse, conciben la posibilidad de cumplir sus sueños pero cuya inmadurez los lleva a teñirlos de sangre; la fantasía se transforma en locura y el anhelo de infinito en deriva desesperada hasta donde la niebla de las marismas sólo es un reflejo de la pérdida de los marcos de referencia donde la razón se asienta, fantasmas de sus propios delirios, sin asideros ya en este mundo.

Gun Crazy traza desde los primeros compases una línea de fuga, pero acaba dibujando el círculo fatal de un amour fou que atrapa sin remedio a los amantes.


Por eso, a Gun Crazy le sobra todo lo que no es ese impulso suicida, le sobran las motivaciones de Bart que el guión -y la película- explicitan en las escenas de la infancia del protagonista, porque cuando su mirada se cruza con la de Annie Laurie toda explicación está de más. El motor dramático de Gun Crazy es el encuentro de la dinamita con su detonante. Aunque se ha señalado que ella es una femme fatale característica del film noir -y desde luego es una fiera-, creo que Gun Crazy pone en escena una química fatal entre Bart y Annie Laurie:

-Nunca he sido muy buena, al menos hasta ahora. No te llevas ningún ángel.

-Yo sé lo que me hago.


Claro que no lo sabe, pero no tardará en enterarse qué clase de mujer es Annie. Si no se hubieran encontrado, él acabaría sus días trabajando en una armería de pueblo y ella alcoholizada en un circo de mala muerte o pegándole un tiro al patrón, pero cuando sus miradas se encuentran, el relámpago de otro mundo estalla en sus cabezas y ya nada vuelve a ser igual. Y ya no pueden detenerse.


Hasta el fin. Vámonos juntos, Annie. No sé por qué. Tal vez como van de la mano la munición y las armas.


Y cuando llegue el final, Bart le confesará que, aunque pudiera, no cambiaría nada, no renunciaría a uno solo de los minutos que han vivido juntos.


En ese sentido, Gun Crazy no es una película que se distinga por partir de un gran guión aunque se le vea -o mejor, escuche- la mano de Trumbo en algunos diálogos, en esta o aquella réplica. Lo que transfigura a Gun Crazy en un filme memorable es la dirección de Joseph H. Lewis que destila esa química fatal en un caudal de ideas -de puesta en escena- y la presencia explosiva de Peggy Cummins que cuaja el papel de su vida. Algo parecido a lo que había sucedido cinco años antes en ese milagro titulado Detour un filme que conjugaba la febril dirección de Ulmer y la inolvidable Ann Savage.


El primer atraco de Bart y Annie Laurie, en el banco de Hampton, es una de las escenas más célebres de Gun Crazy. El director transformó diecisiete páginas -de guión- de un atraco detallado -y convencional- en un plano secuencia de tres minutos y medio. Plantó la cámara como si fuera sentada en el asiento trasero del coche, encuadrando el cartel indicador de la carretra con las millas que faltan para Hampton, panorámica a la izquierda para encuadrar por la espalda a Bart y Annie Laurie que se dirigen a atracar el banco.


Aparcan. Bart sale y entra en el banco. Nos quedamos con Annie Laurie y aguardamos con ella mientras el atraco se está cometiendo fuera de campo. Un policía se acerca al coche, la chica tiene que entretenerlo, entonces la cámara panoramiza a la derecha y se desplaza en travelling siguiendo el movimiento de Annie Laurie cuando sale del coche.


Bart aparece con el botín, consiguen desembarazarse del policía, y vuelven al coche, la cámara retrocede y panoramiza a la izquierda para recuperar el encuadre frontal mientras huyen del pueblo.


Sin cortes. Vivimos el atraco en tiempo real. Para Joseph H. Lewis, la palabra escrita, el guión, es sólo un mapa de carreteras. No tienes que tomar forzosamente esa carretera. Como director imaginas las cosas. Debes tomar las ruta más escénica. Creo que ésta es la función de un director, hacerlo mejor. Puede que no viera otro camino. Pero si hubiera rodado la escena del atraco siguiendo el guión, se habría convertido solamente en otro atraco con policías y ladrones... Y no me gustaba. (...) Si te excitas a ti mismo, te obligas a pensar. Para eso tienes un cerebro y eres realizador.


El cineasta le contó a Peter Bogdanovich que se le ocurrió la forma de rodar el atraco yendo en coche hasta el pueblo que se convertiría en la localización de la secuencia. Al día siguiente, cogió su propia cámara de 16 mm y su propia película, contrató a dos figurantes, se sentó en el asiento trasero del coche y filmó lo que había imaginado a modo de prueba. Entonces supo que había encontrado su escena del atraco. En otra entrevista, Joseph H. Lewis desgranó los pormenores del rodaje de la escena que vemos en la pantalla:

Convoqué a todo el equipo de rodaje para explicarles qué quería hacer: “Me gustaría empezar con una señal que diga ‘Bienvenidos a Hampton’, a una milla de la ciudad. Luego cruzamos la ciudad; el chico y la chica hablan, les hacemos entrar, atracar el banco; hacemos que ella tope con el policía en la calle; que hablen; ella le deja inconsciente; suben al coche y se marchan con el botín; salen de la ciudad, con una señal de ‘Está saliendo de Hampton’ a una milla. Y teniendo en cuenta todo el diálogo que hay en el guión, quiero hacerlo en una sola toma”. Usamos la parte delantera del mismo Cadillac, pero de un modelo alargado, uno de ésos con más asientos traseros para poder llevar a mucha gente. Sacaron todos los asientos. El técnico de sonido estaba detrás con un equipo móvil. En toda la parte trasera de aquella especie de camioneta o autobús había placas engrasadas de contrachapado, de 2×12. Encima pusimos una cabeza de cámara sobre una silla de montar, y el operador iba sentado en la silla, y para rodar los travellings simplemente le deslizaban en silencio por esas placas engrasadas. Sujetos con correas al techo del vehículo había dos técnicos de sonido con micrófonos, y dentro del coche, pequeños micrófonos de botón que registraban todos los sonidos. Cruzamos la ciudad, y antes de rodar la toma les dije a Peggy [Cummins] y a John [Dall]: “Vamos a ver, ya conocéis el objetivo de esta escena. No tengo diálogos porque no hay nada que escribir excepto las palabras que hay que decirle al policía. Éstas ya están acordadas. El diálogo que aportéis consistirá en lo que vayáis viendo. Entráis en una ciudad extraña y si hay gente en el camino, hablaréis de eso”. Esos dos chicos eran maravillosos. Lo hicimos en una toma. Y a las 10 de la mañana ya habíamos terminado.


A propósito de la escena del atraco se ha hablado mucho del tour de force que representa, pero, más allá de la brillante resolución técnica, su valor cinematográfico se desprende de la materialización de la idea central de la película: dos seres al margen del mundo, carretera adelante, en la burbuja de un coche, en una cápsula de tiempo donde ellos son la medida de todas las cosas. En definitiva, la escena donde anudan su destino y cristaliza la línea de fuga que traza el círculo que los cobija y atrapa a la vez,


donde se sutura la crisis de la escena anterior, en el motel, cuando Bart, en plano medio, se dispone a empeñar su colección de pistolas porque se niega a convertirse en atracador. Ella le da la espalda y se aleja hacia la cama. Se vuelve:

-Será mejor que nos despidamos.

La cámara pica levemente sobre Annie mientras se tumba en la cama con un cigarrillo encendido y le lanza a Bart una mirada fugaz y retadora:

-No estaré aquí cuando vuelvas.

Aparta de él la mirada unos instantes. Vuelve a mirarlo de reojo:

-Vamos, Bart. Acabemos esto como empezamos.

Mira al frente, fuma. Bart no se decide a irse, se acerca a ella. La cámara avanza mientras deja el maletín de las pistolas a los pies de la cama y queda fuera de campo, la cámara continúa hasta un primer plano de Annie, que aguarda anhelante.


Entonces él entra en campo por la izquierda y se besan apasionadamente. Fundido negro. La planificación y el movimiento de cámara como alquimia de las emociones, la puesta en escena como destilado del presente y presentimiento del destino de los personajes, que arden en una pasión sin futuro, iluminados por Russell Harlan soplando sobre las brasas de la excitación de Joseph H. Lewis.


Eres lo único real, Annie. El resto es una pesadilla. Por eso, cuando se disponen a separarse después de atracar un matadero y cada uno se aleja en su coche, el amor se impone a la razón y cuaja una de esas escenas que justifican una película, que denotan los poderes de un estilo y la incandescencia de una mirada, una de esas escenas donde el celuloide quema.


En su momento dejamos constancia de la deuda de Arthur Penn en Bonnie and Clyde con Gun Crazy. Godard dedicó su primer largometraje, A bout de souffle, a la Monogram Pictures, una productora que simbolizaba la serie B, y Detective a Cassavetes, Ulmer y a Eastwood (el año que estrenaba El jinete pálido). Y en Pierrot le fou rindió tributo a la escena de la imposible despedida de los amantes en Gun Crazy.


Quizá Glauber Rocha estaba pensando en Joseph H. Lewis cuando sentenció que para hacer una película basta una cámara en la mano y una idea en la cabeza o Godard cuando dijo que sólo hace falta una chica y una pistola (en realidad, citaba a Griffith, el padre de todo cuanto en el cine ha sido).


Desde luego, Joseph H. Lewis es de esos contrabandistas que, para atravesar la frontera con fotogramas candentes, sólo necesitaban una chica, una pistola y un coche.

1 comentario:

  1. Hola. Dar con este blog ha sido todo un hallazgo para mí. Me gustaría felicitarle sinceramente.

    Por otra parte, le dejo una petición para cuando disponga de un rato: que suba una entrada donde pueda encontrar -según su criterio, que para mí es de gran fiabilidad- una antología sobre cine político, tipo "La batalla de Argel", "Missing", "El atentado", "Libertarias", etc, etc.

    Soy consciente que, aunque he visto bastantes películas de este género, gracias a usted descubriré tesoros de los que siempre hay pendientes de emerger por más larga que sea la vida.

    Un cordial saludo.

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