A Borges le gustaba el cine. Y -¿aun más?- ir al cine. En compañía de amigas. No sé si de enamoradas. Pero no creo que se le pueda calificar como cinéfilo, por lo menos no en el sentido de filiación; Borges es un hijo de la literatura, o mejor, de todas las literaturas, de todas las lenguas. Las letras eran su patria. En sus últimos días, un profesor egipcio le dibujaba en la palma de la mano las letras del alfabeto árabe. Se fue con las caricias recientes de un idioma que lo devolvía al hogar de Las Mil y Una Noches -con las mayúsculas que reclamaba para una obra tan querida-, tan lejos de la calle Maipú. Y arrullado quizá por la memoria de Evelyn Brent, Betty Compson, Greta Garbo o Ava Gardner que lo habían arrobado una y otra vez en los cines de la calle Lavalle, la calle de los cines de su Buenos Aires, donde, según he leído, apenas quedan una o dos salas de tantas que la amojonaron.
Se equivocan los que piensan que no he conocido el amor. Puedo afirmar que he vivido enamorado. El primer amor de mi vida fue una actriz, Ava Gardner. Solía ver sus películas dos veces por día y apenas terminada la función deseaba que llegara el día siguiente para volver a verla. El amor exige pruebas, pruebas sobrenaturales... dice el escritor en Harto de Borges (2000), un documental de Eduardo Montes Bradley.
Ava Gardner y Burt Lancaster en The Killers (1946)
de Robert Siodmak
Sobra decir que Borges no quiere que se le tome en serio, que destila ironía, y que donde dice Ava Gardner podría mencionar también a Carole Lombard o Irene Dunne. Pero eso no quiere decir que no quiera que se le crea. Quizá sólo en el cine se enamoró y fue feliz. Las dos cosas que quizá nunca le fue dado vivir a la vez.
Cuando el cine no gozaba del prestigio que ahora lo envuelve -qué dudas me asaltan al escribir el verbo en presente-, en el prólogo de 1935 a su primer libro de relatos, Historia universal de la infamia, Borges remite los ejercicios de prosa narrativa que componen la obra a sus relecturas de Stevenson y de Chesterton y aun a los primeros films de von Sternberg.
Sergei Eisenstein, Marlene Dietrich y Josef von Sternberg
Y en El asesino desinteresado Bill Harrigan, uno de esos ejercicios, escribe: La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto igual que en alta mar... Un tributo al arte de la elipsis, de la síntesis, que ya era una dimensión primordial de la escritura de Borges, enhebrada con adjetivos hechiceros que se convertirán en señas de su prosa.
Aquellos primeros films de von Sternberg a los que se refiere Borges son La ley del hampa -Underworld (1927)-, de la que le gustaba tanto el laconismo fotográfico, la organización exquisita, los procedimientos oblicuos y suficientes, como escribe en Films -uno de los textos reunidos en Discusión-,
y Los muelles de Nueva York (1928).
Serán las películas que recuerde con mayor emoción junto a las de Lubitsch -Un ladrón en la alcoba o Ninotchka-. Y las de Buster Keaton.
Y los westerns.
Tres hombres malos (1926) de John Ford
Borges amaba el cine porque había rescatado la épica, desterrada de la literatura: Cuando yo frecuentaba el cinematógrafo, cuando mis ojos podían ver, a mí me gustaban mucho dos tipos de películas: los western y las películas de gansters. Sobre todo las de Josef von Sternberg. Yo pensaba: qué raro, los escritores han olvidado que uno de sus deberes es la épica y aquí está Hollywood que (...) ha salvado ese género, ese género que la humanidad necesita además. Usted ve que las películas de cowboys son populares en todo el mundo. ¿Por qué? Bueno, porque está lo épico en ellas. Está el coraje, está el jinete, está la llanura también. (...) Yo diría que la épica es un apetito elemental. La prueba está en que todas las literaturas empiezan por la épica. No se empieza por la poesía sentimental y personal. Se empieza por la loa del coraje... explicó en alguna entrevista. A Borges, el cine lo llevaba de vuelta a los orígenes de la literatura, a la casa de la ficción. Qué lejanas suenan hoy sus palabras. Qué huérfana, la épica.
Tres hombres malos
Pero Borges no sólo frecuentó el cine cuando pudo ver, ya ciego quizá no iba tanto, pero siguió yendo al cine y sólo renunció a él en sus últimos años. Siempre se sentaba en la fila tres, cuenta María Esther Vázquez, su amiga y biógrafa, que tantas veces fue con Borges al cine.
Borges y María Esther Vázquez en 1964
Se quedó definitivamente ciego a finales de los cuarenta o principios de los cincuenta mientras viajaba en tren a Mar del Plata y anochecía y era incapaz de abandonar una novela policial. Qué novela sería aquélla, la última que leyó por su cuenta. Cuando la terminó cerró los ojos y al abrirlos bailaron luces de colores apenas un instante, luego se hizo la oscuridad. En el cine, sólo uno de sus ojos podía ver por un único punto, por donde le llegaba la luz y la sombra, y atisbaba en la pantalla pedacitos de planos que cobraban un fulgor insólito. Era la ventanita de Borges. La que quiso siempre abierta. Para el cine.
Bonito homenaje. 'Adjetivos hechiceros' me parece una definición precisa y borgiana. Por cierto, ¿amojonar es para ti lo que austrohúngaro para berlanga, o son imaginaciones mías?
ResponderEliminarUn saludo
Pongamos que ahora, unos setenta y cinco años más tarde, un escritor está escribiendo la última novela que Borges leyó por su cuenta. La que aún no acabó de leer.
ResponderEliminarGran entrada.
Nuestras lecturas están amojonadas de -¿o es por?- tus entradas.