Uno de estos días, aprovechando una escena que se me resistía, enderezaba la espalda caminando por el pasillo y recorría los anaqueles de libros que frecuento apenas, muy de tarde en tarde, cuando venimos a Tui por más tiempo que una "visita de médico", que dice la madre de Ángeles. Le puse entonces la vista encima al lomo de Las palabras y las cosas, un libro de Foucault que compré, como dejé constancia en la portadilla, el 25 de mayo de 1985 en Tui, en una de esas colecciones -baratas- de bolsillo que se vendían en los quioscos. Recuerdo muy pocas cosas de ese libro, creo que sólo leí dos o tres capítulos, los dedicados a las Meninas y al Quijote, al que describe como un largo grafismo flaco como una letra, [que] acaba de escapar directamente del bostezo de los libros, y poco más; encuentro subrayados que no son míos sino de Ángeles, aquel año de finales de los ochenta cuando preparó unas oposiciones de Filosofía (se va a llevar una sorpresa cuando se lo recuerde en estas líneas). Me sigue gustando el título -Las palabras y las cosas- que remite al hiato entre el significante y el significado, a la herida -de los signos- que se abre entre las cosas y las palabras que las nombran, a esa quiebra entre el mundo y el lenguaje.
Este libro nació de un texto de Borges -cuenta Foucault en el prólogo de Las palabras y las cosas-, del encanto de otro pensamiento, el destilado en El idioma analítico de John Wilkins -publicado en Otras inquisiciones-, que cita "cierta enciclopedia china donde los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas". Las palabras y las cosas nace del asombro de esta taxonomía y busca comprender dónde hunde sus raíces el conocimiento y cómo el lenguaje deviene un desgarro con el mundo que nos define, que define al hombre. El arte no sería otra cosa que la tentativa -no inútil pero, quizá sí, ya condenada al fracaso- de restaurar la armonía entre las palabras y las cosas, entre el mundo y el lenguaje, ese mundo remoto, contiguo con aquél tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, que García Márquez cartografía en Macondo con las primeras líneas de Cien años de soledad. Creo que iban por ahí las cosas que me rondaban en las cavilaciones de hace más de veinticinco años y que a veces se enhebraban con las conversaciones gozosas -el güisqui, el tabaco, las horas de la madrugada- con el maestro, con Ángeles y Esther. Y en ésas andaba, olvidada ya la escena que se me resistía, cuando recordé un hatillo, de palabras y cosas, de cosas y palabras.
Cuenta Alberto Manguel en Historia de la lectura que en 1964, a sus dieciséis años, encontró un trabajo para después de clase en la librería Pygmalión de Buenos Aires. Una tarde entró Borges, acompañado por su madre de 88 años, en busca de libros para sus estudios de anglosajón. ¡Ah, Georgie!, dijo la madre de Borges, no sé por qué pierdes el tiempo con eso en vez de estudiar algo útil como el latín o el griego. Cuando ya se despedía, Borges le preguntó a aquel diligente muchacho que le había encontrado los libros si estaba ocupado por las noches, porque -se disculpó- necesitaba a alguien que le leyese, puesto que su madre se cansaba pronto. Durante los dos años siguientes, Manguel leyó para Borges. Un día "mientras me escuchaba leer el relato de Kipling Más allá del muro, Borges me interrumpió después de una escena en que una viuda hindú envía a su amante un mensaje hecho con diferentes objetos recogidos en un hatillo, y me señaló lo poéticamente adecuado de la acción, preguntándose en voz alta si Kipling había inventado aquel lenguaje simbólico y concreto al mismo tiempo".
En una nota al texto -de Historia de la lectura-, Manguel añade una fuente que por entonces ni Borges ni él conocían, la Historia de la escritura de Ignace J. Gelb, que despeja las dudas sobre el mensaje de Kipling. No se trataba de una invención. Una joven del Turkestán Oriental envió a su amante un hatillo que contenía un puñado de té, una brizna de hierba, un fruto rojo, un orejón [pedazo de fruta seca], un trozo de carbón, una flor, un terrón de azúcar, un guijarro, una pluma de halcón y una nuez. El mensaje decía: "Ya no puedo beber té, sin ti estoy tan pálida como la hierba, mi corazón arde como el carbón, eres tan hermoso como una flor, tan dulce como el azúcar, pero ¿tienes una roca en lugar de corazón? Volaría hasta ti si tuviese alas, soy tan tuya como una nuez que estuviera en tu mano".
En el lenguaje ordinario, las palabras sirven para nombrar las cosas, pero cuando el lenguaje es realmente poético, las cosas sirven para nombrar las palabras, escribía Joseph Joubert. Sólo la poesía cicatriza la herida de los signos. Con un hatillo de palabras y cosas.
[Las fotografías son de Chema Madoz]
[Las fotografías son de Chema Madoz]
Muy interesante tu blog Me encanta haberte encontrado
ResponderEliminarQue gozada de entrada Daniel.
ResponderEliminarEl libro de Manguel ya lo he leido pero el e Michel Foucault no, así que tomo nota.
Un abrazo