28/7/11

El poso del pasado

Pasamos unos días en Matosinhos. Por ninguna razón. O justamente por no haberla. El domingo paseábamos por la playa a la hora del crepúsculo y descubrimos un tenderete con un cartel que rezaba Festa do Livro, no feira sino festa, quizá porque suena mejor en estos tiempos apretados por la crisis o porque consistía en un único puesto de venta con unos cientos de libros expuestos por iniciativa de la Cámara Municipal. De Matosinhos, sobra decir. Y allí nos encaminamos. Aquí está la cosecha:


Así que dejamos de lado las provisiones de lectura que llevábamos y probamos el acopio reciente. Ángeles eligió la novela de Lawrence Block, Na linha da frente -de la serie de Mattew Scudder-


y uno fue alternando el Kafka de Pietro Citati con el libro de Antonio Rodrigues en homenaje a Bénard da Costa, demorando el placer que me aguarda con la autobiografía de Preston Sturges. A la vista de los libros dio uno en pensar en algunos oficios felices. Como el de editor.


Debe ser muy feliz quien edita un libro de Citati -editorial Cotovia-, con buen papel y márgenes amplios, haciendo feliz a quien, habiendo leído a Kafka, lo relee ahora a través de los ojos de uno de sus mejores -y más felices- lectores.


Como feliz debió ser quien concibió y diseñó la colección Gato preto -también de Cotovia- que cobija las novelas de Lawrence Block. Como feliz debe sentirse un librero al sugerir o poner en las manos del lector propicio cualquiera de estos libros. Hubo un tiempo en que no podía imaginar ocupación más feliz -y aun asequible- que la de librero, pero según me cuenta Rosa Suárez, la librera de Trama (en Lugo), en estos tiempos una librería exige una latosa faena logística y administrativa, y no resulta fácil vivir de ella en una ciudad pequeña, por milenaria que sea, si se renuncia, como es el caso, a la venta de libros de texto. Allá por los setenta acaricié la idea de montar una librería. Claro que era una idea peregrina, si tenemos en cuenta el modelo que tenía en la cabeza -la librería Galimatías de Santiago-, apenas duró unos años, tres o cuatro -entre 1977 y 1980- si no recuerdo mal, pero cuánta felicidad repartió. El profesor Villegas iba conociendo tus gustos y lecturas a medida que frecuentabas la librería, te proponía nuevos autores, nuevas novelas, te las recomendaba con pasión, abriendo pasajes inesperados con otros libros o autores, presintiendo la lectura más propicia a tu estado de ánimo. Recuerdo unos días del verano del 78 en que andaba perdido -y presa del desasosiego e insomne, y... en fin- y Ángeles me cuidó a base de libros que me traía de Galimatías con la prescripción del profesor Villegas: Philip K. Dick, David Goodis, Horace McCoy... y las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. No era un librero, era un sanador de almas. Luego encontré la Michelena y, aunque no la montara, fue durante treinta años mi librería. Y ya no tengo una que pueda decir mía, como no vivo en Lugo, ni cerca... Pues eso, huerfanito -de librería- que se ha quedado uno.


Pero a día de hoy, si tuviera que decidirme por uno de esos oficios, o dejémoslo en ocupaciones, felices, elegiría la de programador. De cine, claro. De hecho, sin ejercerlo profesionalmente, he disfrutado del aquel de programador amateur, o sea, de amador, de quien ama dar a ver películas, dar a amar filmes; pongamos por caso a finales de los setenta y principios de los ochenta formando parte de la directiva del cine-club de Tui, o durante los noventa en la Escola de Imaxe e Son de A Coruña preparando ciclos de películas fundamentales que los alumnos no deberían dejar de ver. Bénard da Costa, como nos recuerda Antonio Rodrigues, uno de sus camaradas en la Cinemateca Portuguesa, y puede comprobarse en sus textos sobre las películas de su vida -os meus filmes da vida / os filmes da minha vida, decía (escribía)-, sentía predilección por el adjetivo fundamental, pero también por portentoso, y por el mejor de todos, inadjetivable. Algún día uno debería programar un ciclo de filmes llamado así, los inadjetivables, en homenaje a Bénard da Costa, y a cuantos aman, amaron o amarán el cine. Durante esos años noventa disfrutamos de los primeros tiempos del CGAI, cuando Pepe Coira era el director, ya he recordado aquí algunos de aquellos ciclos gloriosos -el de Tarkovski o Kurosawa, por ejemplo-, recuerdo ahora también el de Norman McLaren y el de Tex Avery ;


en aquellos años, hablamos más de una vez Pepe Coira y yo de programar ciclos temáticos, que permiten, por así decir, jugar con el cine -con las películas y con el espectador- y dar rienda suelta a la imaginación a la hora de enhebrar con un hilo secreto filmes que a primera vista no tienen nada que ver o abrir pasajes entre autores cuyas poéticas se juzgarían en las antípodas. Llegué a hacer listas de películas -programar consiste en gran medida en hacer listas de películas- sobre la frontera -físicas y mentales, geográficas y metafóricas, lingüísticas y temporales ...- desde Río abajo de Borau hasta Terciopelo azul de David Lynch, pasando por Persona de Bergman, El pequeño salvaje de Truffaut o No man´s land de Alain Tanner. Y, por supuesto, hice aún más listas, cada una con un orden de proyección distinto, porque ahí está otra de las claves de los ciclos temáticos, qué película le proyectamos primero al espectador y cuál después, y así sucesivamente, para crear una lectura virtual para un espectador ideal.

Bénard da Costa en la Cinemateca Portuguesa

Para compartir el placer de ver, de volver a ver, el goce del cine. Para mantener incandescente la pasión por el cine. He ahí el oficio que ejerció durante cuarenta años el recordado Bénard da Costa.


En una de las noches de Matosinhos pasaban en un canal francés Las horas del verano (2008) de Olivier Assayas, que tanto nos había gustado y de la que tanto le hablé al maestro, y se me ocurrió que podría formar parte de un ciclo temático sobre el verano, cae de cajón, pero también sobre la memoria, o sobre la herencia, o sobre el tiempo perdido, o sobre el arte, y ya puestos, también, mira por dónde, sobre la frontera... entre la civilización y la barbarie. Y quizá ése es uno de los síntomas de un buen filme, que puede enhebrarse con otros a través de muchos hilos secretos, abrir pasajes de ida o de vuelta o de ida y vuelta con las películas más diversas y aun -aparentemente- alejadas. Y síntoma, asimismo, de un buen ciclo temático, que nunca cesa atraer nuevos filmes a sus polos magnéticos, porque el programador de cine nunca deja de imaginar otras películas para atraparlas en la red significante del tema, porque, como nos recuerda Antonio Rodrigues a propósito de Bénard da Costa, no se puede ser un buen programador sin imaginación.

A la izda., Olivier Assayas en el rodaje 
de Las horas del verano

El pasado no ha muerto, ni siquiera ha pasado, decía Faulkner. La globalización -y la deslocalización que lleva aparejada- reclama la erradicación prescriptiva de la memoria. Así, el pasado –el relato fundador de la identidad- se convierte en una mercancía sospechosa, y aun en un lastre del que desprenderse presto, un estorbo del que deshacerse y una herencia que malbaratar. En esas coordenadas sitúa Olivier Assayas el relato que desarrolla en Las horas del verano.


La muerte de la madre reúne otra vez a los hermanos que trabajan en las cuatro esquinas del mundo. Deben decidir qué hacer con la casa y todo lo que en ella ha encontrado su lugar en el curso de los años, un mundo a punto de desvanecerse, arrasado por la urgencias de los calendarios, del designio irrefutable de los relojes. Una herencia como espejo de la identidad, que no es otra cosa, en definitiva, que el reconocimiento de la erosión del tiempo. La melancolía envuelve ese universo que tiene en la casa familiar su centro neurálgico. El mundo de la infancia. Las horas del verano perdidas. El pasado que uno podría rastrear en la memoria de algunos filmes de Renoir, cierta joie de vivre imposible de recuperar.


El filme de Assayas deviene casi una pieza de cámara atravesada por una larga conversación. Una obra mayor de un cineasta que domina con elocuencia el fluir de un relato que nos trabaja muy hondo en los adentros. Las imágenes de Eric Gautier y la música conjugadas con una puesta en escena chejoviana desprenden un inconfundible perfume proustiano. Los cuadros, los muebles, los objetos que acompañaron las vidas, vivos ellos mismos y vividos. Assayas filma con primor estos fantasmas de un tiempo olvidado, huellas de una civilización que se percibe como un peso muerto, como una experiencia desechable, en la era de la globalización.

A la dcha., Olivier Assayas en el rodaje 
de Las horas del verano

Pero quizá aún no está todo perdido si los nietos son capaces de intuir lo que están perdiendo con la venta de la casa familiar y el traslado a un museo de los objetos, de los cuadros, es decir, cuando el pasado se borra o se momifica. En un breve rasgo de lucidez late aún el pulso de la esperanza.


En las lágrimas de Sylvie. Comprendemos entonces que lo esencial –inmaterial e invisible- se ha transmitido y sobrevivirá. Un momento de revelación donde el filme condensa y cifra el poso del pasado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario