Hace once años empecé a escribir para Mareas vivas, una serie muy popular aquí. Creo que el primer guión que me encargaron correspondía al episodio 66 -si recuerdo bien, llegaron a emitirse 150- en el que aparecía -y se presentaba- un nuevo personaje, un médico con aficiones naturalistas al que destinaban en Portozás, el pueblo marinero de ficción en que acontecían las historias que nutrían el universo de la serie. En la trama correspondiente al médico recién llegado incluí una escena en la que relataba el hallazgo de un anidamiento de píllaras papudas. Hacía unos meses que Ángeles y yo vivíamos en este finisterre y unas semanas antes, guía de aves de litoral en mano, habíamos hecho un descubrimiento similar durante un paseo por las dunas del Vilar. Y, por supuesto, el naturalista aficionado no se privaba de espetar el nombre latino, charadrius alexandrinus; también se conoce como píllara das dunas y fuera de Galicia como chorlitejo patinegro. El caso es que las dos palabritas -píllara papuda- hicieron fortuna y el ave limícola siguió volando en diversos episodios de Mareas vivas, reapareciendo en alguna que otra trama o en los diálogos de éste o aquel personaje. A estas alturas considero que esas dos palabras representan mi única contribución -eso sí, alada- a la serie.
Acabamos de volver del Con de Agosto. Los turistas y veraneantes se han ido. El cielo enfoscado pone un gesto invernal y el viento del sudoeste nos empuja o nos frena según vamos o venimos. Las píllaras papudas recuperan las playas y caligrafían la arena con sus huellas, y las olas con sus vuelos fugaces. Como en un grabado japonés. Y este finisterre vuelve a ser como debe ser. O sea, vuelve a su ser. Queremos creer que nosotros también.
A mí también me gusta más la caligrafía de las bestias autóctonas que la de los veraneantes invasores.
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