John Ford por Richard Avedon, 1972
Consulto la lista de etiquetas y compruebo que he traído 58 veces a John Ford -con ésta 59- a esta escuela y he comentado ocho de sus más de cien películas conservadas, la última hace cuatro meses. En algún momento Stemboat Round the Bend (Barco a la deriva -vete a saber por qué- 1935), They Were Expandable (1945), The Sun Shines Bright (El sol siempre brilla en Kentucky, 1953), The Long Gray Line (Cuna de héroes -que falsea la idea del título original-, 1955), Dos cabalgan juntos (1961) o Siete mujeres (1966) pudieron venir y quizá vengan algún día a impartir su varia lección, por no hablar del episodio de la guerra civil americana que Ford rodó para How the West Was Won (La conquista del oeste, 1962), una obra maestra de 20', los únicos memorables de las dos horas y media que dura aquella película producida para mayor -y efímera- gloria del Cinerama. Claro que, para que vengan -y continuando con la cadencia de una película de Ford cada tres meses más o menos-, esta escuela deberá permanecer abierta un par de años más y, la verdad, produce vértigo. Veremos.
John Ford, en primer término, durante el rodaje
de Pasión de los fuertes
Hace casi medio siglo que uno descubrió a John Ford en una sesión infantil del Teatro Principal de Tui sin saber que era de Ford ni quién era Ford, se trataba de Pasión de los fuertes, el título original como todo el mundo sabe es My Darling Clementine (1956),
pero a mí Pasión de los fuertes me sigue sonando de maravilla, y desde entonces las películas de Ford me han acompañado toda la vida. Pero hay una, no diré la mejor ni siquiera la que prefiero, podría barajar una docena y disponerlas en un orden distinto cada cinco o diez años, sólo diré que se trata de una de las más bellas películas -de cualquier cineasta y de cualquier cinematografía-, con la más bella escena de apertura -nunca mejor dicho- que se haya filmado nunca. Me refiero, lo habréis adivinado, a Centauros del desierto, una de esas ocasiones en que me gusta más el título español inventado que la traducción del original, The Searchers (1956), o sea, "Los buscadores" o "Los perseguidores",
y que cualquiera de las otras versiones: La prisonnière du désert -en francés-,
Cartel belga de The Searchers
A desaparecida -en portugués-, Sentieri selvaggi -en italiano-
o Más corazón que odio -en Argentina, Méjico y creo que en toda Hispanoamérica-. ¿Qué dirá el título en japonés?
En el título Centauros del desierto late un aquel mítológico -homérico, diríamos- que se corresponde con el corazón de la película.
A la izda., John Ford en su silla de director,
en el rodaje de una escena de Centauros del desierto
Pero me tiró de la lengua y me tuvo hablando de la película mientras paseábamos por el camino de las dunas, un escenario propicio para cribar Centauros del desierto -y también para Tres padrinos (1948), dicho sea de paso, la primera película de Ford con el director de fotografía Winton C. Hoch (qué iluminará, además de aquélla, filmes tan bellos como She Wore a Yellow River (La legión invencible, 1948) y The Quiet Man (El hombre tranquilo, 1953)-, y ya de vuelta en casa me sugirió que podía escribir lo que había decantado esa tarde, que, sin hablar de todo Ford, todo Ford está en la mirada que cuaja en Centauros del desierto y que basta con desgranar esos primeros doce minutos, que tanto me gustan, y tirar de los hilos de esas imágenes para, en el aquel de tejerlos, atrapar el corazón de una película donde late el alma del cineasta. Y uno obedece. Qué remedio.
Se han escrito muchas páginas sobre Centauros del desierto y, sobra decirlo, leí parte de esa literatura. Lo que sigue es también deudor de algunos de esos textos -de Peter Bogdanovich, Joseph McBride, Michael Wilmington, Tag Gallagher, Miguel Marías, Bénard da Costa, Santos Zunzunegui, Jean-Louis Leutrat, Brian Henderson, Fabio Troncarelli...- y de las conversaciones con el maestro que iluminaron y prolongaron la fruición de la película.
Si mucho se ha escrito sobre Centauros del desierto no se debe tanto a la capilaridad con el resto de la filmografía de Ford a la que me referí más arriba, sino en buena medida a la -supuesta- singularidad de una película sombría, amarga y torturada en la obra del cineasta, una percepción sólo explicable desde el desconocimiento o una mirada poco atenta de los filmes anteriores -y aun muy anteriores- y, claro, posteriores de Ford.
Como señaló Bénard da Costa, hay que estar muy distraído para no ver esa singular negra sombra o amargura en películas como, sin ir más lejos, Qué verde era mi valle. Bien es verdad que se trata de una de las películas más oscuras -no por su opacidad, sino por la oscuridad emocional sobre la que se abisma- y que su protagonista, Ethan Edwards -encarnado por John Wayne-,
Cabe añadir una circunstancia que multiplicó la literatura crítica -y hermenéutica- a propósito de la película: Centauros del desierto se convirtió en la película de culto por antonomasia del llamado nuevo Hollywood y Ford en un director para directores. Los cineastas -Scorsese, Schrader o Cimino-, que cambiaron la industria americana del cine en los 70, profesaron su admiración por The Searchers y confesaron cuánto les inspiró, y hasta qué punto películas -de búsqueda y rescate y negra sombra- como Taxi driver o El cazador son deudoras del filme de Ford; y aun más, la mirada de Cimino sobre el paisaje del oeste americano -véase Las puertas del cielo- se nutre de la emoción con la que el director de Centauros del desierto contempló aquellas tierras.
Pero esos motivos, sin ser desdeñables, no explican tantas páginas sobre Centauros del desierto. Creo que la razón primordial tiene que ver con la forma de la película cuya puesta en escena abre puertas a lo oscuro -lo no mostrado, lo invisible, lo oculto- para que la mirada del espectador -que debe imaginar toda la violencia, todo el horror, ya que sólo contempla los efectos- precipite el sentido de lo elidido, de lo sólo sugerido -miradas, gestos, objetos, muebles-, de lo que late en el corazón delator de unas imágenes tan bellas como hondas, que conservan su misterio intacto después de verlas una y otra vez.
Además del principio y del final, el guionista -es obvio que a sugerencia de Ford- introdujo tres cambios muy significativos en relación a la novela que viene muy a cuento reseñar: Martin Pawley (Jeffrey Hunter), por un lado, vuelve para casarse con Laurie (Vera Miles) -en la novela, ella se casaba con Charlie- tras un periplo de cinco años en el que acompaña a Ethan Edwards en busca de Debbie, y, por otro, tiene sangre india, un octavo de sangre cherokee, especifica en una de las primeras escenas de la película -en la novela era un blanco-;
y Debbie (Natalie Wood), la niña secuestrada por los comanches, acaba siendo una de las esposas del jefe indio Scar, una relación amorosa que no existía en la novela.
Como ha señalado Tag Gallagher, en el cine de Ford, el mal siempre es el fruto de las mejores intenciones y las ideologías que ayudan a consolidar una comunidad acaban envenenándola. Para el cineasta, la tragedia de los indios no sólo se cifra en que fueron prácticamente exterminados sino en que se ha perdido su historia y no forma parte de la herencia común: por eso el mestizo Martin Pawley se integra en la comunidad de adopción pero ha debido pagar la deuda con los blancos que lo acogen -acompaña a Ethan Edwards en la búsqueda y rescate de Debbie y mata al jefe comanche Scar- y también el precio del olvido de su historia, de su lengua cherokee. Lo mismo puede decirse hoy mismo a propósito de los negros, no han sido exterminados -en su momento fueron esclavizados y segregados-, pero su historia tampoco forma parte del patrimonio estadounidense.
Por eso, Centauros del desierto no es una visión políticamente correcta del problema racial, sino la obra radical y desgarrada de un artista contradictorio que muestra las fracturas de la identidad y nos aboca al pozo negro donde se revuelven los posos de las mitologías y las pulsiones de lo indecible con las que se amasan nuestras vidas, donde se abisman los límites de la comprensión humana, por eso casi nunca resultan visibles ni palpables. Lo que anida en la mirada de Ethan Edwards cuando sólo ve a Debbie como una comanche a la que debe matar, lo que germinó en aquella mirada suya mientras almohazaba su caballo años antes,
la mirada a un contracampo que sólo podemos vislumbrar: presiente lo que está a punto de acontecer, no podría pasar nada peor, pero no puede hacer nada para evitarlo porque sucederá a sesenta millas. En el único hogar al que aún podría regresar.
Ha llegado entonces el momento de abordar la apertura de Centauros del desierto, donde todo comienza, tras los créditos durante los que escuchamos la canción con el mismo título de la película -The Searchers- que se pregunta por qué un hombre se convierte en un errante y abandona el hogar y su vida deviene un eterno cabalgar: What makes a man to wander? / What makes a man to roam? / What makes a man leave bed and board? / and turn his back on home? / Ride away... ride away... ride away... La pantalla se va a negro y apararece un lugar y una fecha: Texas 1868. La frontera, tres años después del final de la guerra civil americana. Y un filo de luz en el tercio izquierdo de la pantalla taja la oscuridad: una puerta se abre en violento contraluz y nos deja a ver a una mujer de espaldas, poco después sabremos que se llama Martha. Martha Edwards.
Mientras, suenan los compases de Lorena, una canción de amor que para Ford destilaba una visión lírica del hogar y que volverá a emplear en The Horse Soldiers (Misión de audaces, 1958).
La forma en que está filmado este plano nos trasmite la idea de que algo íntimo ha movido a la mujer a abrir la puerta, como si acudiera a una llamada de los adentros. Luego, antes de que ella dé los primeros pasos hacia el exterior, ya la cámara se mueve en travelling anticipándose por un instante al movimiento de Martha, como si la empujara al encuentro de la historia, y sentimos ya lo que aún no podemos saber, que es ella el hilo cardinal que enhebra el tejido de Centauros del desierto. Pero hay más, ese motivo de la mirada desde dentro de un refugio -casa o cueva- pespuntará el curso del relato, tan expuestos están los personajes a la intemperie de una tierra inhóspita y de pulsiones que los arrastran.
Martha cruza el umbral, empujada primero y acompañada después por la cámara, y se detiene junto a la columna del porche. El territorio desértico de Monument Valley se despliega ante nosotros, un paisaje que en el curso de la película cobrará visos de monumento funerario. Apenas alcanzamos a distinguir un jinete que se acerca en lontananza.
El contracampo, nos muestra por primera vez el rostro de Martha (Dorothy Jordan), con la mirada prendida en el horizonte y con un gesto de la mano izquierda tan querido por Ford, tanto como el viento que sopla durante la escena; tanto le gusta que no lo registra, como hacía Joris Ivens, sino que lo dispone para contar el presente fugitivo como si ya fuera parte del pasado. Porque, como veremos muy pronto, Ford está contando una gran historia de amor -imposible-, una de esas historias que sólo pueden evocarse, recordarse, y ¿qué despierta la memoria sino el viento que sopla sobre las cenizas del pasado?
Un plano y un gesto que tendrán sus ecos en Misión de audaces, esta vez con Constance Towers.
El jinete, pronto sabremos que se trata de Ethan Edwards, se acerca. En primer término, sobre la baranda para atar los caballos -figura liminar del hogar frente a un mundo hostil-, vemos una manta tejida por los navajos, mecida por el viento.
Y los miembros de la familia Edwards se acercan al porche hasta formar una composición que lleva la inimitable firma de Ford.
Cuenta Joseph McBride que vio la película en compañía de Winton C. Hoch y el director de fotografía le hizo notar la disposición de los personajes en este plano de grupo: Ahí tiene el genio de Ford, ahí mismo. Una imagen simétrica con su correspondiente de la última secuencia, esta vez con los Jorgensen en el porche y el viejo Moses disfrutando de su anhelada mecedora.
Aunque uno está de acuerdo con Winton C. Hoch -los planos de grupo en el porche figuran entre lo más hermoso de la obra de Ford-, Centauros del desierto nos brinda otras muestras soberbias del genio de Ford -y de su director de fotografía- para la composición:
Ya dijimos que Frank Nugent -de acuerdo con Ford- había cambiado en el guión el principio y el final de la novela de Alan LeMay, en la que Ethan se llamaba Amos y no era un errante sino que vivía con la familia Edwards, aunque se encuentra fuera cuando se produce el ataque de los indios con que comienza la novela; respecto a la clausura de la historia, en la obra de LeMay, Amos -o sea, Ethan- moría a manos de un comanche y era Martin quien volvía con Debbie a casa. Pero conviene señalar que ni el principio ni el final de la película se corresponden con las respectivas escenas del guión. Ford introdujo en el rodaje variantes significativas. En el guión, era Ethan el primero en aparecer acercándose a la casa de los Edwards y era Debbie quien descubría al jinete desde el porche, luego se le unían Aaron -el hermano de Ethan-, Lucy -la hermana mayor de Debbie- y finalmente Martha, Ben -el hermano de Debbie- y aun Martin. Al reestructurar a fondo la escena, subraya la idea fundadora del relato: es Martha quien sale al exterior arrastrada -o empujada- por fuerzas que desbordan cualquier cualquier explicación racional -las razones del corazón que la razón no entiende, que decía Pascal- y establece el vínculo con Ethan -anudado de miradas y silencios- del que emana la corriente subterránea que nutre las imágenes de Centauros del desierto desde el instante en que presiente -justo antes de que la película comience, un instante germinal, elidido como otros cruciales de la película- que el errante vuelve a casa.
Es un hombre que viene de muy lejos, del otro lado de la frontera, y aun más lejos, tan lejos como las profundidades de su corazón, donde silencia el amor por Martha, la mujer de su hermano. Por esa razón, sólo en el instante en que Ethan descabalga y se acerca a besarla, y sólo entonces, Ford nos muestra un plano del hogar:
Sí, Ethan ha vuelto a casa, es decir, a Martha. En la escena siguiente, Aaron le confesará a su hermano que si fuera por él ya se hubieran ido hace tiempo, pero Martha por nada del mundo abandonaría esa casa en los confines de la civilización. Martha no quiere irse, lo comprendemos enseguida, porque sabe que es a esa casa adonde volverá su amor errante. No me resisto a mostrar ese beso, a falta de una imagen mejor -no será la última-, fotografiado directamente de la pantalla:
Martha cierra los ojos, y cuando se separan nos es dado contemplar uno de los más bellos planos nunca filmados por Ford, uno de los más bellos de Centauros del desierto, toda ella tan hermosa. Martha no puede apartar la mirada de los ojos de Ethan y entonces -en un movimiento nada natural, y menos aún naturalista- echa a andar de espaldas, retrocediendo a medida que Ethan avanza hacia el umbral. Es la imagen de un exceso, es decir, la puesta en escena del único desbordamiento posible, el de la mirada.
Es el mismo movimiento de Huw, el niño de Qué verde era mi valle, al quedar prendado de Bronwyn (Anna Lee) nada más conocerla: va retrocediendo a medida que ella entra en la casa de los Morgan.
Es la puesta en escena fordiana del amor que nunca podrá consumarse. Claro que, en una película como Centauros del desierto, que nos obliga a imaginar a partir de gestos y miradas, podemos llegar a conjeturar que, en realidad, Debbie es la hija de Martha y Ethan, lo que vuelve todavía más dolorosa y terrible si cabe la peripecia de la película. Miradas, gestos, cargados de tiempo suspendido, de tiempo perdido.
Hasta el capote de Ethan se carga de sentido, y Martha, no pudiendo abrazar y acariciar como quisiera el cuerpo amado, abraza y acaricia su sinécdoque. Lo indecible cuaja en imágenes donde el pensamiento arde.
Y lo acaricia -no sabe que por última vez- antes de la partida de Ethan, uno de mis momentos preferidos de Centauros del desierto.
Y llega el momento de la despedida, en presencia del reverendo Clayton (Ward Bond) que se ha dado cuenta como nosotros de lo que siente Martha por Ethan.
Entonces, cuando Ethan se dirige hacia el umbral, Martha lo sigue con las manos en la misma posición en que acogió los brazos de aquél, como si quisiera conservar en ellas la forma de cuerpo amado, como si presintiera que no volverán a verse.
Pero el fantasma de Martha seguirá vagando en los intersticios de las imágenes de Centauros del desierto. La puesta en escena construirá espejos de su historia de amor con Ethan. Qué es la historia de amor de Martin Pawley y Laurie Jorgensen sino la historia posible que pudieron vivir ambos si Ethan hubiera desertado de la errancia por el hogar donde Martha lo esperaba. Resulta revelador que la segunda vez que Ethan y Martin vuelven a casa de los Jorgensen llegan en el momento en que Laurie, harta de esperar, iba a casarse con Charlie. Algo parecido debió suceder para que Martha se casase con Aaron, quizá se convenció de que Ethan era un errante incorregible.
Martin llega a tiempo de interrumpir la boda, pero cuando vuelve a marcharse al saber que Scar y su tribu están cerca -debe impedir a toda costa que Ethan mate a Debbie-, Laurie se lo reprocha y le espeta que si Martha viviera ella misma le pediría a Ethan que la matase.
Y aun otro espejo más relevante. Qué es Scar -Cicatriz- sino un doble de Ethan. Odia a los blancos porque mataron a sus hijos. Es el Otro que violó y mató a Martha, y a Lucy, que convirtió a Debbie en su esposa, en Otra definitivamente. Objetos ambos de venganza y exterminio. Pero cuando Ethan tiene a su merced a Debbie,
es incapaz de matarla, no porque se arrepienta de su racismo, sino porque, en el curso de una panorámica breve y elocuente,
comprendemos con él que no tiene en los brazos a la comanche en que se ha convertido, sino a la niña que levantó en sus brazos cuando volvió a casa, al principio de la película.
Y en el desenlace, la película se cierra sobre si misma. Hemos asistido a una ilíada -los comanches no hacen más que dar vueltas, como Ethan y Martin que los asedian y persiguen- entre dos odiseas, la de Ethan al principio y la de Martin al final. Ethan no tiene sitio en el hogar al que ha devuelto a Debbie. Los centauros del desierto vagan como fantasmas insomnes en torno a una fortaleza movediza, no cesan de dar vueltas en torno al pozo de los deseos inconfesables, van y vienen, retornan a un hogar donde ya no hay lugar para ellos, expulsados del jardín y condenados a la errancia por el desierto salvaje, donde purgar sin remisión la culpa de haber sido los guerreros sanguinarios de la tribu, los que han causado tantas muertes para que la civilización prevaleciera. Y Ethan se aleja hacia el desierto, donde el viento lo lleve a reunirse con el fantasma de Martha.
A través de una historia de amor imposible, Ford se interroga sobre el racismo y Centauros del desierto es una respuesta nada complaciente, que no resuelve ninguna contradicción, porque, como decía Faulkner a propósito de la escritura, apenas representa una frágil candela que tan sólo señala la negra sombra que la rodea, más oscura y espesa de lo que imaginábamos. Es lo que hace un artista. O un poeta. El autor de algunas de las más bellas elegías del siglo XX.
Amo esa película y al leer su hermoso comentario me han dado ganas de verla nuevamente. Estaré siempre visitándolo. Muchas gracias
ResponderEliminarGenial.
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