16/8/11

La última de las películas de nuestra vida


Ver Make Way for Tomorrow no fue un descubrimiento -ya sabíamos quién era Leo McCarey- sino la verificación de que Miguel Marías, Tavernier y Coursodon, Bénard da Costa (que programó una retrospectiva integral del cineasta en la Cinemateca Portuguesa hace veinte años), Robin Wood, Bogdanovich... no exageraban al encomiarla. Llevaba tanto tiempo queriendo verla que llegué a olvidar -es lo que pasa con el tiempo- que la había incluido en una lista de clásicos pendientes, quién sabe si también imprescindibles. No la editaron aquí en dvd -que yo sepa (hay una edición cuidada en Criterion)- y sólo la pasaron alguna vez -que nos perdimos- por televisión. Al fin pudimos verla y llevo varios días en que, a menudo, me descubro rememorándola, y de vez en cuando nos aguarda en un recodo de las conversaciones con el aquel de "¿te acuerdas cuando..?"

Leo McCarey en el rodaje de Make Way for Tomorrow

Bogdanovich consiguió entrevistar al director de Make Way for Tomorrow gracias a la mediación de Irene Dunne, la encantadora protagonista de La pícara puritana y la mejor amiga de Leo McCarey, y esa conversación se ha convertido en un testimonio primordial del cineasta clásico menos biografiado y estudiado. La entrevista se desarrolló a lo largo de once sesiones entre noviembre de 1968 y mayo de 1969; el cineasta padecía un enfisema pulmonar, respiraba a duras penas y necesitaba sedación constante y frecuente suministro de oxígeno. Bogdanovich vio cómo se iba apagando mientras lo ayudaba a recordar sus películas y cómo las había hecho. Estaba muriéndose pero no perdía el humor, en la primera de las sesiones aun fumaba puritos sin parar y en las últimas, cuando Bogdanovich le proyectó algunas de sus películas en 16 mm para avivarle la memoria, se rio con ganas. Era el cineasta que inventó a Laurel y Hardy, o sea, el autor del gordo y el flaco; quien dirigió Sopa de ganso, quizá la mejor película de los Marx; y durante los treinta y los cuarenta fue uno de los directores mejor pagados y de más éxito de Hollywood. Hay quien piensa que también inventó a Cary Grant, en La pícara puritana; digamos, como señala -con mucha intención- Bogdanovich, que fue la primera película en la que Cary Grant fue Cary Grant.


En la introducción a la entrevista con Leo McCarey, editada aquí en el segundo volumen de conversaciones con directores, Bogdanovich se refiere a Make Way for Tomorrow como una devastadora y preciosa película sobre la vejez que no conoce casi nadie, y más adelante como la película más desoladora que ha dado el cine americano sobre la vejez. Era también la película preferida de su director. Y su más doloroso fracaso de público, un desastre comercial. En 1937, Leo McCarey hizo dos películas: Make Way for Tomorrow -aquí, Dejad paso al mañana- y La pícara puritana. Cuando agradeció el óscar al mejor director por La pícara puritana no se resistió a señalar que se lo habían concedido por la película equivocada. Y McCarey tenía toda la razón, aun siendo ésta una comedia screwball deliciosa, Make Way for Tomorrow no es que sea una gran película, es mucho más que eso: una obra esencial de la historia del cine, una película de reclinatorio,  una obra de arte. Les encantaba a Renoir, Capra o Welles, y era una de las películas favoritas de John Ford.


Make Way for Tomorrow no pudo germinar de forma más azarosa. McCarey acababa de perder a su padre -lo admiraba mucho y éramos muy amigos- y se fue a pasar unos días con su mujer a Palm Springs hasta que se encontrara mejor. En un garito de las afueras donde tomaba una/s copa/s se encontró con una chica muy atractiva e intentó pegar la hebra pero ella no le hizo ni caso. Su mujer le había recomendado que leyera un artículo estupendo que había aparecido en Cosmopolitan: era una reseña sobre The Years Are So Long, una novela de Josephine Lawrence. Como a su mujer, a McCarey no le interesó la novela sino el artículo, el tono con que escribía sobre los viejos; lo firmaba una tal Viña Delmar. El director llamó a la Paramount y les pidió que concertaran una cita con ella. Me llamaron y me dijeron que estaba en Palm Springs. Mira que bien, él también estaba en Palm Springs. Otra ronda de llamadas y me dijeron que estaría en mi hotel a tal hora. (...) Imagínese cuál fue mi sorpresa, y la suya, cuando descubrí que era la chica con la que yo había intentado hablar en el garito. La química entre ambos funcionó de inmediato y se entendieron a la perfección: los dos teníamos cerebro de narradores, estábamos en la misma longitud de onda. Y escribieron juntos Make Way for Tomorrow y La pícara puritana, aquellas dos joyas de 1937.

Detrás, Leo McCarey y Viña Delmar; 
delante, Victor Moore y Beulah Bondi

Los adjetivos -devastadora y desoladora- con los que Bogdanovich describe el tono de Make Way for Tomorrow explican hasta cierto punto el fracaso comercial de la película. Pero se entiende mejor si añadimos que se trata de una película sobre la familia, o mejor, sobre padres e hijos, y aun más precisamente sobre unos padres que se convierten en una carga para sus hijos. Y la visión que desprende McCarey sobre la familia y sobre las relaciones entre padres e hijos no puede ser más sombría. Ni tampoco más humana, demasiado humana diríamos, porque, como dice el personaje que interpreta el propio Renoir en su película La regla del juego, todos tienen sus razones. Los padres, ya viejos, pierden la casa donde vivieron toda la vida por no poder amortizar la hipoteca -un coletazo de la depresión del 29- y ahora sus tres hijas -a Addie, que vive en California, no la vemos en toda la película- y sus dos hijos deben hacerse cargo de ellos. Cuando arranca la película, los viejos Cooper -Barkley (Victor Moore) y Lucy (Beulah Bondi)- no saben que esas noches serán la últimas que van a dormir juntos.



Los hijos no tienen sitio para los dos, así que han de separarse: el padre dormirá en un sofá de la casa de su hija Cora (Elisabeth Risdon) que vive en pueblo a unos cientos de kilómetros de Nueva York donde la madre vivirá en casa de su hijo George (Thomas Mitchell), compartiendo la habitación de su nieta Rhoda (Barbara Read). Cuando acaba la película, después de reunirse antes de que el padre se vaya a California con Addie, no saben -aunque ella lo teme (y está casi segura) y él no quiere ni pensarlo (y sueña con que se sea una separación transitoria)- que esas horas que acaban de vivir -durante el tercer acto- serán la últimas que habrán disfrutado juntos.


Leo McCarey maneja un material que puede destilarse en clave de comedia o de tragedia, pero la carga melodramática de la situación empuja hacia el desbordamiento emotivo y los riesgos de la sensiblería acechan por las cuatro esquinas. Dicho de otra forma, resulta muy difícil no deslizarse -o precipitarse- por la pendiente del melodrama y naufragar en un mar de lágrimas fáciles y buenos sentimientos. Pero Make Way for Tomorrow deviene un prodigio de contención, sutileza, elegancia y sensibilidad, y, muy importante, finamente enhebradas con humor, tal como lo hizo notar en el momento de su estreno Frank Nugent, a la sazón crítico de cine del New York Times, pero un humor que, como señalan muy acertadamente Tavernier y Coursodon, no atenúa la intensidad dramática de la situación ni enmascara su aflicción, sino, por el contrario, las refuerza y las revela con mayor autenticidad, es decir, con una verdad más delicada y conmovedora, justamente porque mezcla la comedia y el drama en proporciones variables en el curso de la película, al tiempo que embrida las tendencias melodramáticas propensas a desbocarse. Así, la emoción que genera la película es proporcional al represado del caudal de sentimientos que podrían desbordarse. En ese sentido, Make Way for Tomorrow debe verse -sólo puede verse- como un milagro del cine, y sólo conozco una película comparable: Tokyo monogatari de Ozu.


Cuando la película ha terminado y nos vamos paseando hasta el Con de agosto, esta o aquella escena regresan a nosotros con el apremio de ser revividas: nos acordamos cuando Barkley ha perdido las gafas y le pide al tendero con el que ha hecho amistad que le lea una carta de Lucy, pero cuando llega a la parte final, se la devuelve con pudor, ya leerá esas líneas cuando encuentre las gafas, un gesto revelador -por omisión- de la intimidad que todavía conservan los dos viejos;



o cuando Lucy tiene que hablar por teléfono con Barkley en el curso de una de la clases de bridge que imparte Anita (Fay Bainter) en casa para obtener un dinero extra, y todos se sienten embargados por la tristeza que desprenden las palabras de la vieja y por la incomodidad de estar privándola de la intimidad que anhela;


o cuando Lucy, que sabe de la intención de George y Anita de internarla en una residencia de ancianos, le pide a su hijo, como si de un favor se tratara que la dejen irse allí, sacándole así a George un peso de encima, pero Barkley, que se marcha a California para pasar ahora una temporada con Addie -la hija a la que no conocemos-, deberá seguir creyendo que Lucy vive con George, porque está chapado a la antigua y no lo entendería.




A medida que las imágenes de Make Way for Tomorrow se despliegan en la pantalla experimentamos una combinación de malestar y melancolía, congoja y ternura, emoción e ironía; nos apena el desamparo de los viejos, nos duele el egoísmo y la ruindad de los hijos, al tiempo que comprendemos que no lo tienen fácil y que los padres esperaron un milagro que les salvara de la hipoteca sin contarles nada, y al final el único consuelo que nos queda es el mismo que llueve sobre Lucy y Barkley, que cada uno de los pedacitos de tiempo que han vivido juntos esos cincuenta años ha valido la pena, ésa es la sensación que destilan las escenas del último acto que alguien definió como la despedida más larga de la historia del cine, y uno añadiría que una de las más bellas.


Al contemplar el adiós de Barkley y Lucy en el andén de la estación, cómo no íbamos a recordar la despedida de Murieron con las botas puestas, cómo no imaginar -y suponer-, entonces, que Lenore Coffee y Raoul Walsh se inspiraron en la escena final de McCarey. La belleza de esa larga y emocionante despedida aflora en el sentimiento de fragilidad que emana de la propia remembranza: en esas últimas horas que pasan juntos, Barkley y Lucy reviven su luna de miel en Nueva York, pero ese pasado empieza a desvanecerse cuando la memoria ya no es capaz de conservar todos los preciosos momentos que vivieron juntos, quizá lo único que a esas alturas  merece ser conservado, pero incluso su historia de amor va ser derrotada por el tiempo, condenada a la fugacidad de las cosas de este mundo.  


Y ese último acto de Make Way for Tomorrow nos depara alguna de los mejores momentos que nos haya sido dado ver en una pantalla, como ése en el que Barkley finge que quiere comprar algo en una tienda y le pide a su mujer que lo espere fuera, entonces Lucy descubre en el escaparate un cartel ofreciendo un puesto de dependiente y comprende que su marido intenta desesperadamente encontrar un empleo para poder vivir juntos otra vez -puro, elocuente cine mudo-; o aquella escena en el restaurante del hotel donde pasaron la luna de miel y están a punto de besarse -la cámara, tras ellos, nos los muestra en plano medio-, entonces Lucy se vuelve hacia nosotros y nos mira, es decir, mira a cámara, interpelándonos, como si nos dijera: "sabemos que estáis ahí".


Una fractura de la transparencia clásica firmada por un cineasta tan clásico, tan transparente. Doce años antes de They Live by Night de Nicholas Ray, dieciséis años antes que Un verano con Mónica de Ingmar Bergman. Una fractura que no produce la mínima quiebra ni el más leve rasguño en nuestra empatía, en nuestra conmoción, en nuestro goce como espectadores. Y sólo a punto de separarse para siempre Lucy y Barkley se permiten el último beso, quizá el primero que se hayan dado nunca en público, cuando ya las lágrimas nos velan la mirada.


Make Way for Tomorrow es de esas películas de las que nunca olvidaremos el día que la vimos por primera vez. La última de las películas de nuestra vida.

2 comentarios:

  1. "Sopa de ganso, quizá la mejor película de los Marx" con esta y el resto de menciones, me has trasladado al tiempo del descubrimiento del cine como "arte" no como "ir solo al cine las tardes de los domingos".
    Un abrazo

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  2. Esta sí que es de mis favoritas.

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