30/7/11

Pasear a vuestro lado por la vida, señora

De niño, la soñé sin verla durante años. Desde que mi padre me habló de ella. Le bastó decir que era una película con Errol Flynn y Olivia de Havilland, no me perdía una película suya desde que vi a los ocho años Robín de los bosques, luego vinieron El capitán Blood, , La carga de la brigada ligera, Camino de Santa Fe Dodge, ciudad sin ley. No sabía que todas ellas las había dirigido Michael Curtiz, eso vendría después. Le bastó decir que era una película con Errol Flynn y Olivia de Havilland, bueno, no una película, dijo que era la mejor película que había hecho juntos, y el título. Aquel título: Murieron con las botas puestas.


Tampoco mencionó que la había dirigido Raoul Walsh, mi padre nunca me habló de directores, sólo de actores y de actrices. De Errol Flynn y Olivia de Havilland en Murieron con las botas puestas. No le pregunté de qué trataba ni él quiso contarme más. Sólo me miró desde la cabecera de la mesa con aire burlón, le dio una calada al Ducados y me envolvió con el humo. Como en un sueño. De cine. No era la primera película que soñaba durante años. Algunas eran mejores soñadas. Pero no fue el caso de Murieron con las botas puestas, un sueño de película.


Se estaba rodando por estas fechas hace setenta años y todo empezó un año antes por el título que me cautivó de niño; por así decir, con el aquel de "a ver qué historia inventamos para Murieron con las botas puestas". En diciembre de 1939, Hearst, el magnate de la prensa, le recomendó a Jack Warner -de la Warner Bros., naturalmente- que comprara la biografía de John Wesley Hardin que había escrito Thomas Ripley,  uno de sus editores, y el 20 de enero de 1940, el productor compró los derechos por 750 dólares. El libro se titulaba -¿hace falta decirlo?- Murieron con las botas puestas. Pero en el estudio no sabían qué hacer con aquel material: la historia de un asesino, eso sí, encantador, pero una mala bestia que disfrutaba matando a negros e hispanos. Los story editor Richard Macauly y Jerry Wald, es decir, dos tipos del departamento de argumentos de la Warner, que habían escrito con Mark Hellinger y Robert Rossen Los violentos años veinte (1939) y ellos solitos They Drive by Night (1940) -aquí Pasión ciega-, ambas de Raoul Walsh, le recomendaron al productor ejecutivo Hal Wallis (el de Robín de los bosques, Camino a Santa Fe, Casablanca...) que se olvidara de producir una película sobre el susodicho -asesino encantador- Hardin, pero había que hacer algo con un título tan bueno.


En julio de 1940, el productor Robert Fellows -que acabará produciendo con Hal Wallis la película- le encargó a Aeneas Mackenzie y Wally Kline, dos guionistas de la casa, que buscaran algún tema de western para Murieron con las botas puestas. Tres meses después, los guionistas propusieron un biopic del general Custer que culminara en la batalla de Little Big Horn. Y Hal Wallis dio el visto bueno. Desarrollaron un tratamiento que le gustó al productor y el 5 de diciembre les encargó un primer borrador del guión. En marzo de 1941, Wallis aún no contaba con un guión definitivo pero ya le había asignado a Errol Flynn el papel protagonista, no será hasta mayo cuando los guionistas le entregan un primer guión que se centraba en el vínculo entre Custer y el 7º de Caballería. Mackenzie y Kline le explican a Wallis que, ante la previsible implicación de EEUU en la 2ª guerra mundial,  esa línea argumental resultaba de lo más oportuno -y oportunista, claro-. A partir de ahí se completó el reparto de la película, con Olivia de Havilland en el papel de Libby, la mujer de Custer, aunque -y parece inverosímil- la primera opción fue su hermana Joan Fontaine pero, por lo visto, no le apetecía ser un  florero en el altar de las hazañas de Custer. Qué equivocada estaba -aunque, hay que ser justos, no podía saberlo, y era previsible que por ahí fueran los tiros- y qué suerte para nosotros, pero dejemos este tema -central, como se verá- de momento. El proyecto iba camino de convertirse en una re-edición de La carga de la brigada ligera, así que Wallis le encarga a Michael Curtiz la dirección de Murieron con las botas puestas, pero Errol Flynn estaba harto de trabajar a sus órdenes y se negó en redondo. Podía, era Errol Flynn, el actor que había nacido, como Scaramouche, con el don de la risa. También Olivia de Havilland estaba harta, pero de la Warner, y se querellará contra el estudio en 1943, acabará ganando el pleito y conseguirá con la sentencia -que se conocerá como la ley Havilland- el derecho para todos los actores a elegir los papeles que interpretarán en la pantalla: sería el principio del fin de las relaciones abusivas que caracterizaban la política de las productoras con los actores que tenían bajo contrato. Murieron con las botas puestas fue la octava película juntos de Errol Flynn y Olivia de Havilland, y la última, y se palpa la despedida: nada mejor para una película que deviene una gran despedida, una despedida mítica.    


Wallis aprueba un presupuesto de un millón de dólares y cuarenta días de rodaje para Murieron con las botas puestas y elige a Raoul Walsh como director. ¡Ah, qué atentos estaban los dioses lares del cine por aquellas fechas! Por más que en la Warner le aseguraban que Walsh era un director de hombres y que no iba a tener problemas, Errol Flynn no las tenía todas consigo, nunca había trabajado con el cineasta, pero Olivia de Havilland lo tranquilizó, acaba de rodar con Walsh The Strawberry Blonde (1941) -donde le espeta a James Cagney: Somos amantes y el mundo es nuestro- y había representado una experiencia maravillosa.

Fotograma de The Strawberry Blonde
 con James Cagney y Olivia de Havilland

En el rodaje de Murieron con las botas puestas, Walsh y Flynn se hicieron amigos íntimos -y aun el actor encontró en el cineasta un hermano mayor- y juntos rodaron otros clasicos como Objetivo Birmania (1945) o filmes oscuros como Silver River (1948).  

Bert Glennon con John Ford en el rodaje de La diligencia

Walsh se entendió a la perfección con Bert Glennon, uno de los directores de fotografía en blanco y negro preferidos por John Ford. El rodaje comenzó el 2 de julio de 1941, a finales de ese mes se rodaron las batallas de la guerra civil y el 12 de agosto comienza el rodaje del clímax de la película, la batalla de Little Big Horn. Llevaban cinco días de retraso según el plan de rodaje. La batalla fue coreografiada por el gran especialista Breezy Reeves Eason. Los partes de rodaje consultados por Dan Gagliasso en los archivos de la Warner contradicen lo que contó Walsh en su autobiografía, que la secuencia de la batalla final había sido la primera que había rodado de Murieron con las botas puestas, porque acostumbraba a quitarse lo más dificil de delante cuanto antes; el cineasta contribuía con esa leyenda a la que había destilado en el filme alrededor de la figura de Custer. El 30 de septiembre, a las cinco y cuarto de la tarde acabó el rodaje con veintiséis días de retraso y 350.000 dólares por encima del presupuesto. Max Steiner enhebró un score con Garry Owen -"el jardín (en gaélico) de Owen", un barrio de Limerick- una marcha militar irlandesa del siglo XVIII, que un regimiento inglés, el 5º de lanceros reales, acuartelado en la ciudad, había adoptado para animar sus francachelas, y acabó como marcha del 7º de Caballería, tal como se pespunta en la película. Murieron con las botas puestas se estrenó el 1 de diciembre de 1941 y se convirtió en uno de los western más taquilleros de la historia.

Errol Flynn, Olivia de Havilland y Raoul Walsh 
en el rodaje de Murieron con las botas puestas

Cada visionado de Murieron con las botas puestas, y a estas alturas vete  a saber cuántos van, más allá del placer cinéfilo que nos produce cada vez que la vemos -es, sobra decirlo, una de nuestras películas favoritas, también  de nuestro hijo-, vuelve más difícil definir lo que acabamos de contemplar y no digamos desentrañar la experiencia vivida, las emociones destiladas por un filme para el que merecería haberse inventado ese querido adjetivo de Bénard da Costa: inadjetivable. Conviene señalar que a Walsh no le interesa la verdad histórica sino la mitológica, no aborda un relato histórico sino un cantar de gesta o, como alguien señaló muy acertadamente, un cantar de ciego. Pero hay más, una intensidad trágica que la agilidad y la ausencia de énfasis del cineasta vuelve casi invisible, y que emerge del conflicto encarnado en Custer, entre las convicciones militaristas y la conciencia de que el enemigo tiene razón, un personaje que conjuga su inutilidad civil con los irracionales sueños de gloria a los que no duda en sacrificar su propio regimiento. La ligereza de Walsh permite que la película transite de forma, diríase que alada,


desde la comedia (de aventuras) de Custer en West Point al drama del derrumbe alcohólico fuera del ejército y de ahí hacia la resurrección a través del 7º de caballería y a la épica de la marcha suicida. Pero es que hay más, porque Murieron con las botas puestas es -iba a decir (y lo escribo) sobre todo- una gran historia de amor. Y quizá sea esa historia de amor la que nos empuja a verla otra vez. Y son las escenas de comedia romántica, de drama y de tragedia  que amojonan esa trama amorosa las que convierten a Murieron con las botas puestas en una película memorable, y no olvido una secuencia como la de la batalla final maravillosamente filmada, con los pieles rojas surgiendo en el perfil de la cresta de una colina, la carga ciega de la caballería y los planos picados que nos muestran el orden de combate y el despliegue de los jinetes indios... Una delicia plástica. Pero es la historia de amor de Custer y Libby, de Errol Flynn y Olivia de Havilland la que me ha empujado a escribir sobre Murieron con las botas puestas.


Pero esa historia de amor no la escribieron Aeneas Mackenzie y Wally Kline. Bien es verdad que les hubiera bastado escribir la escena en la que Custer emborracha a Sharp en vísperas de la batalla de Little Big Horn para merecer un lugar de honor como guionistas. Con la fiebre del oro  de las Colinas Negras, el expolio de los territorios indios está a punto de consumarse mediante una alianza del capital con el poder -el poder del capital-, donde el ejército acaba siendo una herramienta de exterminio. Custer es consciente de la traición a los pueblos indios y de la corrupción política que lo instrumentaliza, pero no concibe otro destino que en el seno del regimiento que contribuyó a formar y su sed de gloria sólo se saciará apurando el cáliz de su inmolación con el 7º de Caballería. Con ese magma emocional hirviendo en los adentros acude aquella noche de agonía al bar del fuerte para enfrentarse con Sharp -un estupendo Arthur Kennedy-, su antiguo compañero de West Point y de armas durante la guerra civil y ahora peón de la corrupción política y el expolio de las tierras de los verdaderos americanos, que están acampados al otro lado del Little Big Horn y llevan plumas en la cabeza, como alguien le señalará a Custer la noche anterior a la batalla. Sharp por dentro de la barra del bar y Custer por fuera, compartiendo una botella de güisqui, en un duelo a base de tragos, que empieza con un ajuste de cuentras entre ellos para derivar en un ajuste de cuentas con ellos mismos: con lo que quisieron ser, con lo que fueron, con lo que son en estas horas decisivas. La puesta en escena de Walsh, aun hoy, sorprende por su modernidad, conjugando eficacia y arrebato, incandescencia y contención, furia e ironía.


Cuanto mayor es el peligro, mayor es la gloria, le espeta Custer a Sharp mientras se acaban la botella. Un travelling nos lleva de desde un plano medio hasta un primer plano de ambos.  Sharp le recuerda a Custer su llegada a West Point vestido como su admirado Murat, con la aspiración de tener algún día una de ésas estatuas con las que se rinde tributo a los héroes inmortales, entonces, como si le pasara por la cara sus anhelos de gloria,  propone ahora brindar por el dinero. Custer no tiene inconveniente pero le recuerda que hay algo a favor de la gloria. Corte a primer plano de Custer: La lleva uno consigo cuando le llega la hora. Corte a primer plano de Sharp que retrocede hasta plano medio, como impelido por la mención de la muerte. Primer plano frontal de Custer que le mira fijamente desde el otro lado de la barra. Plano americano de ambos, Sharp coge otra botella, le quita el cocho con los dientes, bebe un trago a morro, sale de detrás de la barra, pasa por delante de Custer con pasos inseguros de borracho, lo seguimos con una panorámica hacia la derecha mientras va a sentarse a una mesa sobre la que se acaba debruzando. Ha culminado un combate incruento entre dos borrachos, cofrades de sendas deidades tiránicas: la gloria, de Custer; el dinero, de Sharp. Pero el broche de la puesta en escena  de Walsh nos permite visualizar algo de lo que todavía no es consciente Sharp, un movimiento íntimo: sin quererlo, quizá movido por algún resorte de su pasado de camaradas de armas, lo ha llevado al otro lado de la barra, dicho de otra forma, del lado de Custer, como confirmará la secuencia de la batalla final, cuando ambos se dirigen, en palabras del protagonista -lúcido en la hora decisiva- al infierno o la gloria, depende el punto de vista.


Joan Fontaine no podía imaginar, cuando desdeñó el papel de Libby que Murieron con las botas puestas iba a convertirse en una gran historia de amor. Tampoco Aeneas Mackenzie y Wally Kine. Pero es lo que buscaba Hal Wallis cuando le encargó a Lenore Coffee, una guionista que había empezado en el cine en 1919 y había escrito papeles para Joan Crawford, Jean Harlow o Bette Davies, que escribiera los diálogos de las escenas de la trama romántica. Lenore Coffee no figura en los créditos de guión de Murieron con las botas puestas, que firman únicamente Aeneas Mackenzie y Wally Kline, pero a ella se debe una de las grandes escenas de amor de la historia del cine, la despedida de Custer y Libby, la última escena que rodaron juntos Errol Flynn y Olivia de Havilland.


En plano americano Libby ultima el equipaje de Custer, que hace memoria a ver si le falta algo. ¡El reloj! Una panorámica a la izquierda sigue a Custer en busca del reloj. Corte a plano medio de Custer con el reloj. Plano detalle del reloj, que le regalaron sus camaradas de armas de la Brigada Michigan durante la guerra civil, con un retrato de Libby. Se alternan planos medios de Custer con primeros planos de Libby que procura no mirarlo para  poder represar las emociones siempre a punto de desbordarse en toda la escena, pero no puede evitar una mirada, le sonríe, por no ponerse a gritar. Plano medio de Custer que rompe la cadena del reloj y finge que fue sin querer. A Libby se le borra la sonrisa y vuelve la mirada al equipaje. Un travelling lateral hacia la derecha vuelve a reunir en el encuadre -y en plano medio- a Custer con Libby. No puede llevarse el reloj sin la cadena. Será la primera vez que marche sin él. Besa a Libby. Deja el reloj en el cajón de la cómoda. Ya queda poco tiempo. Ella sale de campo hacia la derecha. Plano detalle del retrato de Libby del reloj. Corte a plano medio: Custer se guarda el retrato de Libby en el bosillo interior de la casaca. Entra en campo Libby desde la derecha para ponerle el cinturón, él se gira para facilitarle los movimientos y queda a su derecha. Para aliviar la tensión, Custer le cuenta que acabará gordo como el general al que conocimos durante las escenas de la guerra civil. Corte a plano americano: se mueve pesadamente como si tuviera barriga y se acerca a Libby para que le abroche el cinturón. Libby: Engordaremos y seremos felices / Custer: Juntos / LIbby: Y la gente dirá: No me digáis que la vida en Dakota era difícil. Ella se va hacia la derecha y una panorámica la acompaña para recomponer el plano cuando procede a abrochar el petate. Custer le pregunta si fue feliz allí, con él. Libby lo mira: ¿No lo parezco? El asiente, se acuerda de las órdenes. Ella sin atreverse a mirarlo señala el cajón. Es imposible no acordarnos de una escena, casi una hora antes, cuando Custer, alejado del ejército tras la guerra civil, se había convertido en un alcohólico pero le aseguraba a Libby que nunca había sido tan feliz y ella fingía creerlo y lo abrazaba, y veíamos como una lágrima se deslizaba desde su ojo izquierdo y casi parecía mirarnos y decirnos sin palabras que haría cualquier cosa por verlo feliz. Ahora, Custer sale de campo hacia la izquierda. Corte con un travelling de retroceso para mantenerlos juntos en el encuadre. Él coge las órdenes y encuentra el diario de Libby. Se suceden alternativamente el plano medio de Custer con el primer plano de Libby.  Él lee la última entrada del diario donde ella presiente que los días de felicidad se acaban porque su marido se va a la guerra. Ella le quita importancia -una lágrima se desliza desde su ojo izquierdo-, escribió algo parecido cada vez que se iba aunque fuera por un día, pero se le vela la voz. Ahora lo mira intentando sonreír: son los nervios de las despedidas. Primer plano de Custer con ella en primer término: Cuanto más triste es la despedida, más alegre es el regreso.


Contraplano, escuchamos el cornetín de órdenes, Libby: Ya te llaman. Contraplano, Custer: Adiós. Contraplano, Libby no puede hablar ni apartar lo ojos de Custer. Primer plano lateral: se funden en un abrazo. Nos acercamos un poco más a ellos con un travelling corto cuando acaba el beso. Custer: Pasear a vuestro lado por la vida, señora, ha sido muy grato. Vuelven a besarse.


Y entonces acuden a nuestra memoria cuando Custer le pidió la primera cita y le propone dar un paseo esa noche, y Libby le dice que no han hecho otra cosa desde que se conocieron hace un rato, él estaba de guardia y andaba de un lado a otro mientras ella le preguntaba por la casa a la que se dirigía y él no podía contestarle porque lo prohibían las ordenanzas, y Custer le asegura que no puede imaginar nada mejor que pasear por la vida a su lado.


Y aun después, cuando acude a casa de Libby para disculparse por no haber acudido a la cita, porque se había incorporado a su primer regimiento al comienzo de la guerra civil, le confiesa que no puede imaginar nada peor que pasear por la vida sin ella al lado. Volvemos al final de la escena de la despedida. Tras el beso, Custer recoge el petate y, con una panorámica y un travelling hacia la derecha lo seguimos hasta que sale de la habitación. Corte a plano medio de Libby entre el retrato de Murat y el reloj de pared. Travelling de retroceso hasta plano entero. Libby se desmaya y con una panorámica vertical la recogemos en el suelo. Han trascurrido cuatro minutos y medio.


Y decían que Raoul Walsh era sólo un director de acción, un director de hombres... Pero volvemos a ver Murieron con las botas puestas para disfrutar una vez más de una de las más bellas despedidas que se hayan filmado nunca. Para escuchar otra vez pasear a vuestro lado por la vida, señora... Y velar el desmayo de Olivia de Havilland.

28/7/11

El poso del pasado

Pasamos unos días en Matosinhos. Por ninguna razón. O justamente por no haberla. El domingo paseábamos por la playa a la hora del crepúsculo y descubrimos un tenderete con un cartel que rezaba Festa do Livro, no feira sino festa, quizá porque suena mejor en estos tiempos apretados por la crisis o porque consistía en un único puesto de venta con unos cientos de libros expuestos por iniciativa de la Cámara Municipal. De Matosinhos, sobra decir. Y allí nos encaminamos. Aquí está la cosecha:


Así que dejamos de lado las provisiones de lectura que llevábamos y probamos el acopio reciente. Ángeles eligió la novela de Lawrence Block, Na linha da frente -de la serie de Mattew Scudder-


y uno fue alternando el Kafka de Pietro Citati con el libro de Antonio Rodrigues en homenaje a Bénard da Costa, demorando el placer que me aguarda con la autobiografía de Preston Sturges. A la vista de los libros dio uno en pensar en algunos oficios felices. Como el de editor.


Debe ser muy feliz quien edita un libro de Citati -editorial Cotovia-, con buen papel y márgenes amplios, haciendo feliz a quien, habiendo leído a Kafka, lo relee ahora a través de los ojos de uno de sus mejores -y más felices- lectores.


Como feliz debió ser quien concibió y diseñó la colección Gato preto -también de Cotovia- que cobija las novelas de Lawrence Block. Como feliz debe sentirse un librero al sugerir o poner en las manos del lector propicio cualquiera de estos libros. Hubo un tiempo en que no podía imaginar ocupación más feliz -y aun asequible- que la de librero, pero según me cuenta Rosa Suárez, la librera de Trama (en Lugo), en estos tiempos una librería exige una latosa faena logística y administrativa, y no resulta fácil vivir de ella en una ciudad pequeña, por milenaria que sea, si se renuncia, como es el caso, a la venta de libros de texto. Allá por los setenta acaricié la idea de montar una librería. Claro que era una idea peregrina, si tenemos en cuenta el modelo que tenía en la cabeza -la librería Galimatías de Santiago-, apenas duró unos años, tres o cuatro -entre 1977 y 1980- si no recuerdo mal, pero cuánta felicidad repartió. El profesor Villegas iba conociendo tus gustos y lecturas a medida que frecuentabas la librería, te proponía nuevos autores, nuevas novelas, te las recomendaba con pasión, abriendo pasajes inesperados con otros libros o autores, presintiendo la lectura más propicia a tu estado de ánimo. Recuerdo unos días del verano del 78 en que andaba perdido -y presa del desasosiego e insomne, y... en fin- y Ángeles me cuidó a base de libros que me traía de Galimatías con la prescripción del profesor Villegas: Philip K. Dick, David Goodis, Horace McCoy... y las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. No era un librero, era un sanador de almas. Luego encontré la Michelena y, aunque no la montara, fue durante treinta años mi librería. Y ya no tengo una que pueda decir mía, como no vivo en Lugo, ni cerca... Pues eso, huerfanito -de librería- que se ha quedado uno.


Pero a día de hoy, si tuviera que decidirme por uno de esos oficios, o dejémoslo en ocupaciones, felices, elegiría la de programador. De cine, claro. De hecho, sin ejercerlo profesionalmente, he disfrutado del aquel de programador amateur, o sea, de amador, de quien ama dar a ver películas, dar a amar filmes; pongamos por caso a finales de los setenta y principios de los ochenta formando parte de la directiva del cine-club de Tui, o durante los noventa en la Escola de Imaxe e Son de A Coruña preparando ciclos de películas fundamentales que los alumnos no deberían dejar de ver. Bénard da Costa, como nos recuerda Antonio Rodrigues, uno de sus camaradas en la Cinemateca Portuguesa, y puede comprobarse en sus textos sobre las películas de su vida -os meus filmes da vida / os filmes da minha vida, decía (escribía)-, sentía predilección por el adjetivo fundamental, pero también por portentoso, y por el mejor de todos, inadjetivable. Algún día uno debería programar un ciclo de filmes llamado así, los inadjetivables, en homenaje a Bénard da Costa, y a cuantos aman, amaron o amarán el cine. Durante esos años noventa disfrutamos de los primeros tiempos del CGAI, cuando Pepe Coira era el director, ya he recordado aquí algunos de aquellos ciclos gloriosos -el de Tarkovski o Kurosawa, por ejemplo-, recuerdo ahora también el de Norman McLaren y el de Tex Avery ;


en aquellos años, hablamos más de una vez Pepe Coira y yo de programar ciclos temáticos, que permiten, por así decir, jugar con el cine -con las películas y con el espectador- y dar rienda suelta a la imaginación a la hora de enhebrar con un hilo secreto filmes que a primera vista no tienen nada que ver o abrir pasajes entre autores cuyas poéticas se juzgarían en las antípodas. Llegué a hacer listas de películas -programar consiste en gran medida en hacer listas de películas- sobre la frontera -físicas y mentales, geográficas y metafóricas, lingüísticas y temporales ...- desde Río abajo de Borau hasta Terciopelo azul de David Lynch, pasando por Persona de Bergman, El pequeño salvaje de Truffaut o No man´s land de Alain Tanner. Y, por supuesto, hice aún más listas, cada una con un orden de proyección distinto, porque ahí está otra de las claves de los ciclos temáticos, qué película le proyectamos primero al espectador y cuál después, y así sucesivamente, para crear una lectura virtual para un espectador ideal.

Bénard da Costa en la Cinemateca Portuguesa

Para compartir el placer de ver, de volver a ver, el goce del cine. Para mantener incandescente la pasión por el cine. He ahí el oficio que ejerció durante cuarenta años el recordado Bénard da Costa.


En una de las noches de Matosinhos pasaban en un canal francés Las horas del verano (2008) de Olivier Assayas, que tanto nos había gustado y de la que tanto le hablé al maestro, y se me ocurrió que podría formar parte de un ciclo temático sobre el verano, cae de cajón, pero también sobre la memoria, o sobre la herencia, o sobre el tiempo perdido, o sobre el arte, y ya puestos, también, mira por dónde, sobre la frontera... entre la civilización y la barbarie. Y quizá ése es uno de los síntomas de un buen filme, que puede enhebrarse con otros a través de muchos hilos secretos, abrir pasajes de ida o de vuelta o de ida y vuelta con las películas más diversas y aun -aparentemente- alejadas. Y síntoma, asimismo, de un buen ciclo temático, que nunca cesa atraer nuevos filmes a sus polos magnéticos, porque el programador de cine nunca deja de imaginar otras películas para atraparlas en la red significante del tema, porque, como nos recuerda Antonio Rodrigues a propósito de Bénard da Costa, no se puede ser un buen programador sin imaginación.

A la izda., Olivier Assayas en el rodaje 
de Las horas del verano

El pasado no ha muerto, ni siquiera ha pasado, decía Faulkner. La globalización -y la deslocalización que lleva aparejada- reclama la erradicación prescriptiva de la memoria. Así, el pasado –el relato fundador de la identidad- se convierte en una mercancía sospechosa, y aun en un lastre del que desprenderse presto, un estorbo del que deshacerse y una herencia que malbaratar. En esas coordenadas sitúa Olivier Assayas el relato que desarrolla en Las horas del verano.


La muerte de la madre reúne otra vez a los hermanos que trabajan en las cuatro esquinas del mundo. Deben decidir qué hacer con la casa y todo lo que en ella ha encontrado su lugar en el curso de los años, un mundo a punto de desvanecerse, arrasado por la urgencias de los calendarios, del designio irrefutable de los relojes. Una herencia como espejo de la identidad, que no es otra cosa, en definitiva, que el reconocimiento de la erosión del tiempo. La melancolía envuelve ese universo que tiene en la casa familiar su centro neurálgico. El mundo de la infancia. Las horas del verano perdidas. El pasado que uno podría rastrear en la memoria de algunos filmes de Renoir, cierta joie de vivre imposible de recuperar.


El filme de Assayas deviene casi una pieza de cámara atravesada por una larga conversación. Una obra mayor de un cineasta que domina con elocuencia el fluir de un relato que nos trabaja muy hondo en los adentros. Las imágenes de Eric Gautier y la música conjugadas con una puesta en escena chejoviana desprenden un inconfundible perfume proustiano. Los cuadros, los muebles, los objetos que acompañaron las vidas, vivos ellos mismos y vividos. Assayas filma con primor estos fantasmas de un tiempo olvidado, huellas de una civilización que se percibe como un peso muerto, como una experiencia desechable, en la era de la globalización.

A la dcha., Olivier Assayas en el rodaje 
de Las horas del verano

Pero quizá aún no está todo perdido si los nietos son capaces de intuir lo que están perdiendo con la venta de la casa familiar y el traslado a un museo de los objetos, de los cuadros, es decir, cuando el pasado se borra o se momifica. En un breve rasgo de lucidez late aún el pulso de la esperanza.


En las lágrimas de Sylvie. Comprendemos entonces que lo esencial –inmaterial e invisible- se ha transmitido y sobrevivirá. Un momento de revelación donde el filme condensa y cifra el poso del pasado.

23/7/11

Una chica, una pistola y un coche

Para que una película deje una huella perdurable y seminal en el cine no necesita una gran historia ni un gran guión ni grandes actores, tampoco -es obvio- un gran presupuesto, y aun puede no disponer de ninguno de esos ingredientes a la vez, pero necesita algo tan esencial como el celuloide: una cierta incandescencia. Se trata de una cuestión de mirada, de formas, en una palabra, de estilo. Se necesita un pirómano, un director que juegue con fuego, que incendie los fotogramas. Hacer cine, decía Pasolini, es escribir sobre un papel que arde. A esos cineastas, que con poca cosa o con casi nada son capaces de destilar imágenes memorables y aun filtrar entre las grietas de una producción convencional -como la del Hollywood clásico- relámpagos y arrebatos como zarpazos salvajes, Scorsese los llamaba contrabandistas del cine, ésos que podían renunciar a todo salvo al estilo.


El territorio propicio para esos contrabandistas del cine era la serie B, una frontera -de la producción-propensa a la experimentación, donde encontraban una libertad de la que carecían en los grandes estudios. En palabras de André de Toth: En las películas de serie B teníamos mayor libertad por la sencilla razón de que el control era menor. Películas baratas que se rodaban deprisa, y tantas veces deprisa y corriendo, he ahí las claves de la serie B. En esas condiciones sólo el estilo, la resolución visual y el ritmo, o dicho de otra forma, dirección, fotografía y montaje, podían convertir esas obras pobres en filmes memorables, porque rara vez podían echar mano de otros ingredientes de primera. Películas baratas -y aun pobres- pero con ese perfume del estilo que llamamos atmósfera, un clima visual creado a base de esculpir la noche y la niebla -y el humo de los cigarrillos-, las sombras con las luces y, llegado el caso, la lluvia, que aportaba los últimos y definitivos trazos a la oscuridad.

Fotograma de Yo anduve con un zombie 
de Jacques Tourneur, producida por Val Lewton

A las tinieblas del cine de terror -de clima onírico y atmósfera inquietante, no de sustos (véase como paradigma el ciclo de Val Lewton en la RKO)- y, cómo no, al cine negro -por definición- le sienta bien la serie B.

Fotograma de The Big Combo de Joseph H. Lewis

Al western no tanto, pero recuerdo algunos memorables como The Tall T (1956), Ride Lonesome (1959) o Estación Comanche (1960) de Budd Boetticher, un cineasta que descubrí en el verano del 75 o del 76 gracias a un ciclo de sus películas que programó TVE;

Fotograma de Ride Lonesome de Budd Boetticher

cuando le preguntaron si el estilo es siempre una consecuencia de las limitaciones, respondió: No te quepa duda. Si no se pueden hacer grandes cosas, se trata de hacer pequeñas grandes cosas. Ni Randy [Randolph] Scott -el actor de cuatro de sus westerns además de los citados- era Duke [John] Wayne ni el solar trasero del estudio era Monument Valley. Pequeñas grandes películas, una buena definición para lo mejor de la serie B.

Un fotograma de Detour de Edgar G. Ulmer

Claro que en la serie B habría que considerar un abanico entre las producciones baratas y las, digamos, menesterosas. Detour (1945) de Edgar G. Ulmer, producida por la PRC, costó unos 30.000 dólares, y Retorno al pasado (1947) de Jacques Tourneur, producida por la RKO, 700.000. Resulta evidente que aun en la frontera de la serie B había clases, contrabandistas con recursos magros y otros que habían de manejarse con presupuestos escuálidos. La película de Ulmer puede considerarse la cumbre de la serie B -negra- por excelencia; la película de Tourneur, la cumbre de la serie negra a secas.


Dos películas que resultan ejemplares de eso tan evasivo que llamamos film noir o cine negro, una serie que cuajó sus mejores obras desde el final de la 2ª guerra mundial hasta Sed de mal (1958) de Orson Welles; tras el horror de los campos, en los tiempos -paranoicos- de la caza de brujas y el miedo nuclear.  Torsiones narrativas, tramas oscuras, quiebras temporales y estructuras laberínticas que desafiaban la linealidad clásica; como alguien señaló, rara vez se ha visto en el cien americano una fascinación semejante por la experimentación narrativa y por reventar las costuras del relato. Móviles confusos y motivaciones larvadas contribuyen a borrar los marcos de referencia, todo se vuelve turbio y difuso a la hora de definir la identidad y la psicología de los personajes; la tensión se conjuga con el malestar del extrañamiento y un clima onírico impregna las formas del cine negro hasta devenir una atmósfera de pesadilla. Nada está -no puede estar- claro en un film noir.

Fotograma de La dama de Shanghai de Orson Welles

En 1955, el año en que nací, Raymond Borde y Étienne Chaumeton publican "Panorama del film noir americano" y la etiqueta causó furor. Pero ellos no fueron los autores de la marca, sólo le dieron cuerpo, la desarrollaron y, por así decir, la pusieron en valor. El padre de la etiqueta fue Nino Frank que, en 1946, la había utilizado en un artículo de L'Ecran Française para caracterizar algunas películas americanas estrenadas con retraso a causa de la ocupación alemana y la 2ª guerra mundial. En el verano de 1946 coincidieron en las pantallas de los cines de París El halcón maltés, Laura, Historia de un detective, Perdición y La mujer del cuadro. ¡Qué envidia la cartelera parisina de aquel verano!  Sombras densas, erotismo turbio, onirismo. Film noir.

Un fotograma de Scarlet Street de Fritz Lang

El cine negro empezó con películas de prestigio -de serie A-, contagió las tinieblas a westerns como Pursued de Raoul Walsh -iluminada por James Wong Howe-  o Blood on the Moon de Robert Wise -iluminada por Nicholas Musuraca (el director de fotografía de Retorno al pasado)-

 Fotogramas de Blood on the Moon de Robert Wise

y acabó con películas baratas -de serie B- e incluso más allá, en los márgenes de la producción cinematográfica donde la serie B pierde su nombre, y ahí destiló, quizá, las obras más amadas -y admiradas-, por imperfectas e inspiradas, por inspiradoras, porque los cineastas compensaban la pobreza de medios con la riqueza de ideas -una idea por plano, como le gustaba decir a los cahieristas que tanto amaron la serie B-, porque transfiguraban una película barata en una pequeña gran película, porque lograban algo memorable con casi nada. Una de esas películas amadas es Gun Crazy, titulada originalmente Deadly Is the Female y aquí El demonio de las armas.



Gun Crazy (1950) de Joseph H, Lewis fue producida por los King Brothers y costó 400.000 dólares, una película de la zona media del abanico de la serie B que conjuga el film noir y la road movie, en la estela de filmes de amantes arrastrados por fuerzas centrífugas que los empujan a la carretera en una huida desesperada, como Sólo se vive una vez (1937) de Fritz Lang o They Live by Night (1948) de Nicholas Ray, una fuga sin fin.

Dalton Trumbo

El mismo día que Dalton Trumbo -uno de los diez de Hollywood, durante la caza de brujas- volvía de su comparecencia ante la Comisión de Actividades Antiamericanas en 1947, los hermanos King le encargaron escribir el guión de la película que acabará titulándose Gun Crazy. Hasta finales de noviembre de ese año, Trumbo era uno de los guionistas mejor pagados de Hollywood, tenía contrato con la MGM y cobraba 75.000 dólares por película, o 3.000 dólares semanales. Pero cuando su nombre apareció el la lista negra, adiós contrato. Los hermanos King lo contrataron -clandestinamente, o sea, en negro- por 3.750 dólares a pagar en un periodo de año y medio. Conviene precisar que los productores no lo estaban explotando, simplemente pagaban lo que solían, lo que podían gastar.

En el centro, Dalton Trumbo conducido a la cárcel 
con otro compañero de los diez de Hollywood 
por negarse a declarar ante 
el Comité de Actividades Antiamericanas

El propio Trumbo lo explica así: Estos productores independientes se ofrecieron a contratar nuestros servicios [de los guionistas de la lista negra] porque creían que por ese dinero podían obtener un mejor trabajo. No se aprovechaban de los guionistas perseguidos, de hecho les ayudaban a ir tirando con esos encargos, sino de la existencia de la lista negra. En el guión de Gun Crazy, cuando se estrenó la película, aparecieron acreditados  MacKinlay Kantor, autor del relato original publicado en el Saturday Evening Post, y Millard Kaufman, uno de los -muchos- seudónimos de Dalton Trumbo mientras escribió clandestinamente; la primera película en la que volvió a aparecer acreditado con su nombre fue Espartaco (1960) de Stanley Kubrick, por decisión de Kirk Douglas, protagonista y productor.


Gun Crazy es una película nihilista construida en torno al viaje a ninguna parte de una pareja de fugitivos fascinados por las armas, Bart Tare (John Dall, que había encarnado en su anterior película a uno de los personajes principales de La soga de Hitchcock) y Annie Laurie Starr (Peggy Cummins, a la que volveremos a encontrar unos años después en La noche del demonio de Jacques Tourneur) -que remiten a la pareja legendaria de Bonnie Parker y Clyde Barrow-, dos seres perdidos que, al cruzarse, conciben la posibilidad de cumplir sus sueños pero cuya inmadurez los lleva a teñirlos de sangre; la fantasía se transforma en locura y el anhelo de infinito en deriva desesperada hasta donde la niebla de las marismas sólo es un reflejo de la pérdida de los marcos de referencia donde la razón se asienta, fantasmas de sus propios delirios, sin asideros ya en este mundo.

Gun Crazy traza desde los primeros compases una línea de fuga, pero acaba dibujando el círculo fatal de un amour fou que atrapa sin remedio a los amantes.


Por eso, a Gun Crazy le sobra todo lo que no es ese impulso suicida, le sobran las motivaciones de Bart que el guión -y la película- explicitan en las escenas de la infancia del protagonista, porque cuando su mirada se cruza con la de Annie Laurie toda explicación está de más. El motor dramático de Gun Crazy es el encuentro de la dinamita con su detonante. Aunque se ha señalado que ella es una femme fatale característica del film noir -y desde luego es una fiera-, creo que Gun Crazy pone en escena una química fatal entre Bart y Annie Laurie:

-Nunca he sido muy buena, al menos hasta ahora. No te llevas ningún ángel.

-Yo sé lo que me hago.


Claro que no lo sabe, pero no tardará en enterarse qué clase de mujer es Annie. Si no se hubieran encontrado, él acabaría sus días trabajando en una armería de pueblo y ella alcoholizada en un circo de mala muerte o pegándole un tiro al patrón, pero cuando sus miradas se encuentran, el relámpago de otro mundo estalla en sus cabezas y ya nada vuelve a ser igual. Y ya no pueden detenerse.


Hasta el fin. Vámonos juntos, Annie. No sé por qué. Tal vez como van de la mano la munición y las armas.


Y cuando llegue el final, Bart le confesará que, aunque pudiera, no cambiaría nada, no renunciaría a uno solo de los minutos que han vivido juntos.


En ese sentido, Gun Crazy no es una película que se distinga por partir de un gran guión aunque se le vea -o mejor, escuche- la mano de Trumbo en algunos diálogos, en esta o aquella réplica. Lo que transfigura a Gun Crazy en un filme memorable es la dirección de Joseph H. Lewis que destila esa química fatal en un caudal de ideas -de puesta en escena- y la presencia explosiva de Peggy Cummins que cuaja el papel de su vida. Algo parecido a lo que había sucedido cinco años antes en ese milagro titulado Detour un filme que conjugaba la febril dirección de Ulmer y la inolvidable Ann Savage.


El primer atraco de Bart y Annie Laurie, en el banco de Hampton, es una de las escenas más célebres de Gun Crazy. El director transformó diecisiete páginas -de guión- de un atraco detallado -y convencional- en un plano secuencia de tres minutos y medio. Plantó la cámara como si fuera sentada en el asiento trasero del coche, encuadrando el cartel indicador de la carretra con las millas que faltan para Hampton, panorámica a la izquierda para encuadrar por la espalda a Bart y Annie Laurie que se dirigen a atracar el banco.


Aparcan. Bart sale y entra en el banco. Nos quedamos con Annie Laurie y aguardamos con ella mientras el atraco se está cometiendo fuera de campo. Un policía se acerca al coche, la chica tiene que entretenerlo, entonces la cámara panoramiza a la derecha y se desplaza en travelling siguiendo el movimiento de Annie Laurie cuando sale del coche.


Bart aparece con el botín, consiguen desembarazarse del policía, y vuelven al coche, la cámara retrocede y panoramiza a la izquierda para recuperar el encuadre frontal mientras huyen del pueblo.


Sin cortes. Vivimos el atraco en tiempo real. Para Joseph H. Lewis, la palabra escrita, el guión, es sólo un mapa de carreteras. No tienes que tomar forzosamente esa carretera. Como director imaginas las cosas. Debes tomar las ruta más escénica. Creo que ésta es la función de un director, hacerlo mejor. Puede que no viera otro camino. Pero si hubiera rodado la escena del atraco siguiendo el guión, se habría convertido solamente en otro atraco con policías y ladrones... Y no me gustaba. (...) Si te excitas a ti mismo, te obligas a pensar. Para eso tienes un cerebro y eres realizador.


El cineasta le contó a Peter Bogdanovich que se le ocurrió la forma de rodar el atraco yendo en coche hasta el pueblo que se convertiría en la localización de la secuencia. Al día siguiente, cogió su propia cámara de 16 mm y su propia película, contrató a dos figurantes, se sentó en el asiento trasero del coche y filmó lo que había imaginado a modo de prueba. Entonces supo que había encontrado su escena del atraco. En otra entrevista, Joseph H. Lewis desgranó los pormenores del rodaje de la escena que vemos en la pantalla:

Convoqué a todo el equipo de rodaje para explicarles qué quería hacer: “Me gustaría empezar con una señal que diga ‘Bienvenidos a Hampton’, a una milla de la ciudad. Luego cruzamos la ciudad; el chico y la chica hablan, les hacemos entrar, atracar el banco; hacemos que ella tope con el policía en la calle; que hablen; ella le deja inconsciente; suben al coche y se marchan con el botín; salen de la ciudad, con una señal de ‘Está saliendo de Hampton’ a una milla. Y teniendo en cuenta todo el diálogo que hay en el guión, quiero hacerlo en una sola toma”. Usamos la parte delantera del mismo Cadillac, pero de un modelo alargado, uno de ésos con más asientos traseros para poder llevar a mucha gente. Sacaron todos los asientos. El técnico de sonido estaba detrás con un equipo móvil. En toda la parte trasera de aquella especie de camioneta o autobús había placas engrasadas de contrachapado, de 2×12. Encima pusimos una cabeza de cámara sobre una silla de montar, y el operador iba sentado en la silla, y para rodar los travellings simplemente le deslizaban en silencio por esas placas engrasadas. Sujetos con correas al techo del vehículo había dos técnicos de sonido con micrófonos, y dentro del coche, pequeños micrófonos de botón que registraban todos los sonidos. Cruzamos la ciudad, y antes de rodar la toma les dije a Peggy [Cummins] y a John [Dall]: “Vamos a ver, ya conocéis el objetivo de esta escena. No tengo diálogos porque no hay nada que escribir excepto las palabras que hay que decirle al policía. Éstas ya están acordadas. El diálogo que aportéis consistirá en lo que vayáis viendo. Entráis en una ciudad extraña y si hay gente en el camino, hablaréis de eso”. Esos dos chicos eran maravillosos. Lo hicimos en una toma. Y a las 10 de la mañana ya habíamos terminado.


A propósito de la escena del atraco se ha hablado mucho del tour de force que representa, pero, más allá de la brillante resolución técnica, su valor cinematográfico se desprende de la materialización de la idea central de la película: dos seres al margen del mundo, carretera adelante, en la burbuja de un coche, en una cápsula de tiempo donde ellos son la medida de todas las cosas. En definitiva, la escena donde anudan su destino y cristaliza la línea de fuga que traza el círculo que los cobija y atrapa a la vez,


donde se sutura la crisis de la escena anterior, en el motel, cuando Bart, en plano medio, se dispone a empeñar su colección de pistolas porque se niega a convertirse en atracador. Ella le da la espalda y se aleja hacia la cama. Se vuelve:

-Será mejor que nos despidamos.

La cámara pica levemente sobre Annie mientras se tumba en la cama con un cigarrillo encendido y le lanza a Bart una mirada fugaz y retadora:

-No estaré aquí cuando vuelvas.

Aparta de él la mirada unos instantes. Vuelve a mirarlo de reojo:

-Vamos, Bart. Acabemos esto como empezamos.

Mira al frente, fuma. Bart no se decide a irse, se acerca a ella. La cámara avanza mientras deja el maletín de las pistolas a los pies de la cama y queda fuera de campo, la cámara continúa hasta un primer plano de Annie, que aguarda anhelante.


Entonces él entra en campo por la izquierda y se besan apasionadamente. Fundido negro. La planificación y el movimiento de cámara como alquimia de las emociones, la puesta en escena como destilado del presente y presentimiento del destino de los personajes, que arden en una pasión sin futuro, iluminados por Russell Harlan soplando sobre las brasas de la excitación de Joseph H. Lewis.


Eres lo único real, Annie. El resto es una pesadilla. Por eso, cuando se disponen a separarse después de atracar un matadero y cada uno se aleja en su coche, el amor se impone a la razón y cuaja una de esas escenas que justifican una película, que denotan los poderes de un estilo y la incandescencia de una mirada, una de esas escenas donde el celuloide quema.


En su momento dejamos constancia de la deuda de Arthur Penn en Bonnie and Clyde con Gun Crazy. Godard dedicó su primer largometraje, A bout de souffle, a la Monogram Pictures, una productora que simbolizaba la serie B, y Detective a Cassavetes, Ulmer y a Eastwood (el año que estrenaba El jinete pálido). Y en Pierrot le fou rindió tributo a la escena de la imposible despedida de los amantes en Gun Crazy.


Quizá Glauber Rocha estaba pensando en Joseph H. Lewis cuando sentenció que para hacer una película basta una cámara en la mano y una idea en la cabeza o Godard cuando dijo que sólo hace falta una chica y una pistola (en realidad, citaba a Griffith, el padre de todo cuanto en el cine ha sido).


Desde luego, Joseph H. Lewis es de esos contrabandistas que, para atravesar la frontera con fotogramas candentes, sólo necesitaban una chica, una pistola y un coche.