30/9/09

El tío Celerino, el cuaderno escolar y la mesa de ping-pong




Antes de fotografíar estos paisajes con su Rolleiflex, Juan Rulfo ya los había inventado en una obra esculpida hasta quedar condensada en 250 páginas que cimentan un mundo inagotable. Lo demás es silencio. Pero en nuestro mundo parece que el silencio resulta insoportable así que durante años, desde 1955 en que públicó Pedro Páramo hasta su muerte en 1986, Juan Rulfo tuvo que justificar que hubiera dejado de escribir. Cómo no apreciar en los sucesivos pliegos de descargo los veneros de su voz inconfundible, esencial e inimitable.

Juan Rulfo en la capilla de Tlalmanalco

Uno de esos momentos, esencialmente literarios, que contribuirán a la leyenda rulfiana tuvo lugar el 13 de marzo de 1974 durante un encuentro del escritor con los estudiantes de la Universidad Central en Caracas:

"Yo tenía un tío que se llamaba Celerino. Un borracho. Y siempre que íbamos del pueblo a su casa o de su casa al rancho que tenía él, me iba platicando historias. Y no sólo iba a titular los cuentos de El llano en llamas como los Cuentos del tío Celerino, sino que dejé de escribir el día que se murió. Por eso me preguntan mucho por qué no escribo: pues porque se me murió el tío Celerino que era el que me platicaba todo… Pero era muy mentiroso. Todo lo que me dijo eran puras mentiras, y, entonces, naturalmente, lo que escribí eran puras mentiras. Algunas de las cosas que me platicó él fueron precisamente sobre la guerra de los Cristeros, el bandolerismo, la miseria que él había vivido… Pero no era tan pobre el tío Celerino. Él, debido a que era un hombre respetable, según dijo el arzobispo de allá por su rumbo, fue nombrado para confirmar niños, de pueblo en pueblo. Porque ésas eran tierras peligrosas y los sacerdotes tenían miedo de ir por allí. Yo le acompañaba muchas veces al tío Celerino. A cada lugar donde llegábamos había que confirmar a un niño y luego cobraba por confirmarlo. Toda esa historia no la he escrito, pero algún día quizá lo haga. Es interesante cómo nos fuimos rancheando, de pueblo en pueblo, confirmando criaturas, dándoles la bendición de Dios y esas cosas, ¿no? Y él era ateo, además."

Fotografía de Juan Rulfo

La voz de Juan Rulfo ha llegado hasta nosotros gracias a Mª Elena Ascanio que transcribió el encuentro y lo editó en la revista Escritura, Caracas 1976. Cabe agradecerle también a Vila-Matas que lo haya resucitado en su Bartleby y compañía.

Juan Rulfo

Juan Rulfo llegó a contar que en realidad él no había escrito Pedro Páramo, simplemente lo había copiado: "En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que durante años había ido tomando forma en mi cabeza (…). Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara [¿el tío Celerino?]. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules".

Por lo visto, el título provisional de Pedro Páramo fue Los murmullos. Y no es de extrañar si pensamos que se trata de una novela preñada de ruidos, voces y rumores. Palabras sueltas de vete a saber quién que van y vienen por el aire, como si el viento mismo fuera el telégrafo de los fantasmas de las tierras calientes de Comala. Así, Juan Rulfo pregonó la existencia de Pedro Páramo como un eco de sombras, voces anónimas, porque le sienta bien a la leyenda de la novela que nadie la haya escrito sino que naciera hablada. Obra también Pedro Páramo de almas perdidas entre Los Encuentros, Los Confines y La Andrómeda, en esa geografía de arena cuajada de espejismos, en esa tierra pasmada olvidada del destino, donde se han muerto hasta los perros y ya no hay quien le ladre al silencio. Donde sólo en el recuerdo de las mujeres sopla un aire oloroso a limones.


María Félix en el rodaje de La Escondida.

Fotografía de Juan Rulfo

Pero para ser una obra hablada, no puede haber novela más escrita. Tan escrita que Juan Rulfo cercenó más de trescientas páginas para dejarla en las ciento veinte de la edición que tengo aquí al lado. Porque, como decía Robert Louis Stevenson (que además de narrador y poeta era un gran crítico y ensayista), sólo existe un arte en la escritura: el de la omisión. La cualidad ambigua, fronteriza y fantasmática es un efecto de la precisión de una prosa decantada hasta los bordes del delirio, una prosa diríase que espectral, que está a punto de desvanecerse, de escurrírsenos como arena entre los dedos. Una escritura que crea un habla que tuviera pasos pero que no dejara huellas, pura tierra ya. Puro símbolo de los más íntimos confines.

Juan Villoro se hace eco de una escena mil veces contada por los feligreses de Pedro Páramo, esa escena en que Juan Rulfo despliega las cuartillas que había escrito en desorden sobre una mesa de ping-pong hecha por Juan José Arreola, con una laca china que garantizaba el bote de 17 cm. de la pelota. La leyenda dice que la idea original de Juan Rulfo era escribir una trama lineal y en las discusiones con Arreola decidió cruzar escenas de distintos planos temporales (aunque mejor sería hablar de universos paralelos en un tiempo suspendido). Quién sabe, quizá.


En todo caso, Arreola atinó al definir la visión de Rulfo como la mirada a través de una rendija. Todo parece entrevisto y en cada escena Rulfo nos hace ver a través de una rendija diferente el fragmento de un universo poblado por fantasmas sonámbulos. Pero es tal el poder de la escritura que basta el hilo de una voz envuelta en un favor del aire para atraparnos en la telaraña de un siseo de la lluvia como un murmullo de grillos, en un laberinto cartografiado por los ojos de los exilados del mundo de los vivos, en la promesa arrancada por la madre de Juan Preciado. Y como a las manos de Juan Preciado les costó trabajo zafarse de sus manos muertas, a nosotros nos cuesta desentrañarnos de las lejanías a donde nos ha transportado Susana San Juan.

"Un fantasma recorre la obra entera de Juan Rulfo en forma de viento, polvo, desolación y tristeza", ha escrito Augusto Monterroso quien encontró fuertes resistencias entre conocedores del género fantástico a la hora de incluir en él a Pedro Páramo, tal vez porque en México las cosas son así. Monterroso no pretende llevarles la contraria. "Y bueno cada quien tiene los fantasmas que puede. Los de Rulfo son tan humildes que no tratan de asustarnos sino tan sólo que le ayudemos a encontrar el descanso eterno con una oración. Sobra decir que son fantasmas muy pobres, como el campo en que se mueven, muy católicos y, sobre todo, resignados de antemano a que no les demos ni siquiera eso. En pocas palabras, lo que ocurre con los fantasmas de Rulfo es que son fantasmas de verdad".


Por eso están vivos. Como nosotros, y eso es más asombroso aún tras sumirnos en Pedro Páramo. Y todo por culpa del tío Celerino, un cuaderno escolar y una mesa de ping-pong. Hay que ver.

Juan Rulfo y Carlos Velo
(que adaptó
Pedro Páramo al cine en 1967)
en 1961

(Las fotografías sin pie son de Juan Rulfo)

29/9/09

El guionista

Cuando los jóvenes de hoy hablan de la comedia clásica, citan en el mejor de los casos a Billy Wilder. Rara vez, casi nunca, a su maestro, al que él consideraba un genio. Casi nadie se acuerda ya de Ernst Lubitsch.

Ernst Lubitsch

Y durante veinte años fue uno de los autores cinematográficos más relevantes. Autor con un control sobre su obra como muy pocos cineastas en los años 20 y 30. Eso sí un autor que siempre necesitó (y disfrutó) de los escritores.


Con Hans Kräly escribió El gato montés (1921), esa película deliciosa con Pola Negri, la hija del jefe de los bandoleros se enamora del jefe de los militares enviados para capturar a su padre, un delirio maravilloso que en su tiempo resultó un fracaso y que contemplada hoy parece un milagro de los dioses lares del cine.

Pola Negri

Lubitsch se llevó a Hans Kräly a Hollywood en 1922. Pero nunca volvió a trabajar con él desde que descubrió que se la pegaba con su mujer. Entonces encontró a Samson Raphaelson, a quien todo el mundo llamaba Rafe menos Lubitsch que lo llamaba Sem.

Samson Raphaelson

Raphaelson nació el 30 de marzo de 1896 en el Lower East Side de Nueva York. Sus abuelos le dieron una educación yiddish clásica y no tenía mayor interés en ser escritor. Creció alimentando una pasión, huir de la pobreza y trabajar lo menos posible; y soñando con haciendas, coches y criados; y con dormir hasta tarde.

Como el cuento le parecía la forma literaria más fácil, tras un breve periodo como reportero de sucesos en The New York Times, empezó a escribir relatos por la noche; por el día trabajaba en una agencia publicitaria. Vivía en un nirvana de mediocridad confesa, dijo Raphelson.

En enero de 1922, Everibody’s Magazine publicó una de sus historias, El día de la expiación. Su secretaria lo convenció para que lo adaptara para el teatro y la obra se estrenó el 14 de septiembre de 1925. Se titulaba El cantor de jazz. Fue un éxito, permaneció en cartel treinta y ocho semanas, y la Warner compró los derechos para el cine.

La obra había germinado a partir de aquel día en que Raphaelson, en sus años de estudiante en la universidad de Illinois, había presenciado, mira por dónde, una actuación de Al Jolson que protagonizaría la versión cinematográfica que pasó a la historia del cine como, es un decir, el primer filme sonoro. Una película que avergonzaba a Raphaelson por más que admirara a Jolson.

Estreno de El cantor de jazz en 1927

Pero tampoco es de extrañar, como recuerda Scott Eyman en su recomendable biografía de Ernest Lubitsch, Risas en el paraíso, a Raphaelson lo avergonzaban la mayoría de las películas. Y eso que los derechos de la película El cantor de jazz le habían devengado cincuenta mil dólares, una suma que el crack del 29 evaporó.

Entonces Samson Raphaelson se vendió a Hollywood. Escribió un par de guiones para la Paramount y cobraba 750 dólares a la semana. Se fue a ver a B. P. Schulberg -el padre de Budd Schulberg, el autor de Por qué corre Sammy, El desencantado y De cine. Memorias de un príncipe de Hollywood, y guionista de La ley del silencio, que murió el 5 de agosto pasado- y le espetó: Si me da un trabajo de 750 dólares no voy a hacer nada bueno. Déme un trabajo de 2.500 dólares, se ahorrará un montón de dinero. En vez de despedirlo, B.P. Schulberg se lo presentó a Lubitsch, el director al que más admiraba Raphaelson.

Conectaron enseguida. Escribieron nueve películas juntos –entre ellas Un ladrón en la alcoba (1932), Ángel (1937), El bazar de las sorpresas (1940), El diablo dijo no (1943)- durante diecisiete años y eso que Lubitsch, uno de los directores más poderosos de la Paramount –y de Hollywood-, era un rácano y Raphaelson tuvo que imponerse –y volver a Broadway- más de una vez para que le pagaran lo que merecía.


Lubitsch y Raphaelson seguían una rutina de trabajo invariable. Escribían en la misma habitación de lunes a viernes, de nueve a doce de la mañana y de dos a seis de la tarde. Entremedias comían, daban un paseo y, a veces, echaban una cabezadita. En realidad, lo de escribir es una manera de hablar, nunca mejor dicho. Los guiones no se escribían sino que se hablaban, una secretaria tomaba nota de todo. Si trabajaban en casa de Lubitsch en vez de en la Paramount, Raphaelson se quedaba a cenar, pero entonces el único tema del que no se podía hablar era del guión.

Fotograma de Un ladrón en la alcoba

Cada guión empezaba siempre de la misma manera. Lubitsch quedaba a comer con Raphaelson y le contaba una historia que había sacado –o eso decía él- de una obra de teatro de algún húngaro –Lubitsch sintió siempre debilidad por Budapest desde su juventud-, pongamos por caso The Honest Zinder de Aladar Laszlo fue la base de Un ladrón en la alcoba; Parfumerie de Nikolaus Laszlo, de El bazar de las sorpresas; o Birthday de Laszlo Bus-Feketé, de El diablo dijo no.

Lubitsch se encargaba de trazar una escena y con Raphaelson trataba de encontrar la mejor solución posible para contarla en la pantalla. La escritura era cosa de Raphaelson. Bueno, en realidad dictaba las escenas improvisando verbalmente y la secretaria apuntaba y mecanografiaba. Luego los dos estudiaban las páginas, ajustaban y pulían, añadían y cortaban, escena por escena. No había reescrituras, ni borradores ni revisiones. Cuando se terminaba el guión, ese guión era el único guión.


De todas las películas que escribieron juntos, siento debilidad (y cada vez más) por El bazar de las sorpresas, quizá el más bello y tierno cuento de navidad que haya visto sobre una pantalla. Lubitsch había caído del pedestal de la Paramount, ya no era el director poderoso que había sido, ya había descubierto cómo el público le había dado la espalda.


Lubitsch entre Margaret Sullavan y James Stewart
durante el rodaje de
El bazar de las sorpresas

El bazar de las sorpresas
es la obra de un hombre que empieza a estar de vuelta, que se vuelve sobre sí mismo y se reconoce en alguien que fue y que estuvo a punto de olvidar. Es de esas obras que requieren haber vivido, haber sido herido, haber conocido el dolor.

Es una película que requieren cicatrices y memoria. Y un velo de tristeza. O sea, el poso de experiencia humana que encontramos bajo toda emoción verdadera.

Samson Raphaelson, en sus últimos años, evocó con nostalgia el respeto y la alegría que al cineasta le inspiraba trabajar con un buen escritor, incluso echaba de menos escribir juntos un guión, porque Lubitsch buscaba a los guionistas, nunca los rebajaba.

Quizá no esté de más recordar que a los guionistas les costó lo suyo que los respetaran, sólo hasta hace muy pocos años consiguieron que su nombre aparezca justo antes del director en los créditos (al principio de la película) o justo después (al final); hablamos del cine americano, claro.

Pero ya con Lubitsch, un guionista nunca era menos que un escritor, era el guionista.

24/9/09

Palabras, palabras, palabras

William Shakespeare
(o como se llame quien sea)

Resulta ya un lugar común aquello de que, si Shakespeare viviera hoy, sería guionista. Pues no le arrendaría yo la ganancia. Cuántas veces tendría que escuchar aquello de "eso no lo diría tal o cual personaje". Podría darse con un canto en los dientes si escribiera series para la HBO, no me lo imagino escribiendo películas sobre adolescentes hioperhormonados, o hipertrofiadas de efectos especiales. Además, seamos francos, Shakespeare era un gran autor de comedias, pero no era un gran constructor de tramas -dramáticas o trágicas-, ni siquiera inventaba argumentos la mayor parte de las veces, se limitaba a usar historias ya inventadas. Lo suyo era contarlas sobre un escenario descargando el corazón (humano, demasiado humano) a base de palabras. Y, tratándose de palabras, ahí sí que Shakespeare era un maestro. Y aún hoy, decirlas, repetirlas, es como deletrear nuestro adn, desgranar la materia que nos forma, pulsar las entrañas de nuestra intimidad y palpar las pulsiones de nuestros arrebatos. Shakespeare iluminaba el alma con palabras; los anhelos y sus abismos, las pasiones y sus tempestades, los sueños y sus naufragios. Y con las palabras empujaba a ver, porque le hablaba al oído del espectador como si fuera un ojo. Las palabras de Shakespeare tenían poder eidético. Se veían. Se ven. El verso que cierra el soneto XXIII, oír con los ojos es de amor don delicado (la traducción es de Agustín García Calvo), resume a la perfección su poética. Escenario, atrezo, vestuario no era más que un sistema de proyección para las palabras. Palabras con el don de ver. De hacer ver.

En tiempos de Shakespeare para que una sala fuera rentable tenía que atraer a 2000 espectadores diarios durante 200 funciones al año. La competencia era durísima. La mayoría de las compañías representaban cinco o seis obras a la semana. Apenas tenían tiempo libre: lo tenían que emplear en memorizar y ensayar nuevos guiones. Cada obra nueva se representaba tres veces al día, luego quedaba en reserva o se abandonaba. Pocas obras alcanzaban las diez funciones anuales, así que había que producir material nuevo urgentemente. Así que no sorprende el descuido de Shakespeare en muchas de sus obras, sobre todo en los dos últimos actos. Por otro lado, todo indica que lo que le motivaba era representarlas, después se desinteresaba de ellas. Ni siquiera se preocupó de reunir sus obras para editarlas en vida como hizo Ben Jonson. Aunque sí aparecieron en cuarto la mitad de su producción conocida, por ejemplo el Hamlet, cuya función duraría más de cuatro horas y probablemente nunca se representó de forma íntegra, pero los amantes del teatro de Shakespere pudieron leerla en su, digamos, versión extendida.

Los trabajadores eran el público de Shakespeare. Cuesta imaginar cómo hacían para ir al teatro cuando las guerras, la peste, las malas cosechas, la desnutrición y la inflación cuajaron un marco económico depresivo en los últimos años del siglo XVI, al final del periodo isabelino. Pero la documentación existente de las compañías demuestra que la clase trabajadora suspiraban por el goce y el consuelo del teatro, algo muy parecido a lo que sucedió con el cine durante los años treinta del siglo pasado. Cabría tirar del paralelismo y sugerir que también el cine americano tuvo un Shakespeare (de varias cabezas) en directores como Ernst Lubitsch, Leo MacCarey, Frank Capra o Gregory La Cava; y guionistas como Samson Raphaelson, Ben Hecht, Robert Riskin o Morrie Ryskind. Cabría también extraer oportunas reflexiones del hecho de que aquellos trabajadores de los últimos años del siglo XVI escuchaban expresiones y metáforas que nunca se habían pronunciado, que quizá no entendían todo lo que escuchaban -que el mismo Shakespeare experimentaba con un idioma, el inglés, en pleno periodo de formación-, pero que se sentían confortados por el poder mismo del lenguaje como quien recibe la bendición de la divinas palabras. A nadie se le ocurría aquello de ponerse a la altura del público, sino que mediante el poder del espectáculo arrebataban a los espectadores hasta las tablas del escenario. Buena parte del cine y una parte abrumadora de la televisión que se hace tiene que ver con una idea de los gustos del público y con un diagnóstico sobre lo que el público quiere. Pero hubo tiempos en que el público encontraba en el teatro y en el cine aquello que necesitaban: una ficción que producía dolor y placer, no porque la confundieran con la realidad, sino porque nos la recuerda, pero con la plenitud de un sentido y la belleza de un lenguaje.

En su estupendo Shakespeare, Bill Bryson cuenta que el vestuario no era muy realista. En Tito Andrónico, por ejemplo, convivían ropas de época con el más puro estilo Tudor. Pero eso sí, las vísceras no es que fueran realistas, es que eran reales. Tripas de oveja o de cerdo y corazones sangrantes dotaban de verismo a las escenas de asesinato. El realismo escénico era puro gore. Cuenta también cómo en la noche del 2 de diciembre de 1598 la compañía de los Chambelan's Men (la compañía de la que formaba parte Shakespeare) con la ayuda de una docena de currantes trasladaron en secreto al otro lado del Támesis el Theatre -le había caducado la licencia- y volvieron a erigirlo antes de que depuntara el alba del día siguiente. O eso dice la leyenda. A la nueva sala la bautizaron como el Globe, de la que los miembros de la compañía eran copropietarios.


El mito del Globe ha perdurado como un teatro levantado por actores para actores. Una mítica O de madera -según una acotación del Enrique V-, aunque seguramente, tratándose de un teatro de madera de cedro, fuera más bien un polígono. Lo que caracterizaba al Globe, mitología aparte, era un uso exclusivamente teatral, no como otras salas que también obtenían beneficios de peleas de gallos, jaurías y otros espectáculos populares. Sabemos cómo era el Globe gracias a un tal Platter, un joven viajero suizo que asistió a una función del Julio César el 21 de septiembre de 1599. Allí se estrenaron Hamlet, Noche de reyes, Otelo, El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra, Cuento de invierno... Tiene razón Bill Bryson cuando dice que no debe haber en la historia muchos sitios mejores que el Globe. El teatro ardió en 1613 cuando las centellas de una antorcha del escenario alcanzaron el techo de paja. Parece ser que tras el incendio del Globe Shakespeare no volvió a escribir.


En el otoño de 1623, siete años depués de la muerte de Shakespeare, sus amigos íntimos y colegas John Heminges y Henry Condell editaron sus obras completas, la conocida como Primer Folio. Dieciocho de esas obras se imprimían por primera vez (La tempestad, Como gustéis, Medida por medida, Coriolano, entre ellas) y no sería nada extraño que se hubieran perdido para siempre si no fuera por Heminges y Condell. Además, Shakespeare no era el autor más popular de la escena londinense. Francis Beaumont, John Fletcher o Ben Jonson tenían mayor reputación y popularidad. Incluso la edición de las obras completas de Ben Jonson era mucho más cuidada que el Primer Folio.

David Garrick y su mujer,
por Hogarth, 1757

Habrá que esperar a las producciones del actor y empresario David Garrick a partir de 1740 y a la edición de su amigo Samuel Johnson de las obras de Shakespeare en 1765 para la recuperación definitiva y la puesta en valor del autor de Romeo y Julieta. Algo parecido a lo que sucedió, en paralelo, con Cervantes de la mano de ingleses y alemanes.

Samuel Johnson

Samuel Johnson inaugura también la lectura crítica moderna de Shakespeare. Basta leer su Prefacio a Shakespeare, un librito que me recomendó Raúl Dans y que me encantó, además de confirmar una valoración con la que Eligio R Montero, a mediados de los 90, me animó a leer las comedias de Shakespeare cuando era alumno mío en la EIS, bueno hizo algo más, me las trajo fotocopiadas y encuadernadas (aún las consevo). Escribe Samuel Johnson: "En sus escenas cómicas parece crear sin esfuerzo lo que ningún esfuerzo mejoraría. En la tragedia está buscando la mínima oportunidad para lo cómico, mientras que en la comedia parece solazarse (...) Su obra trágica parece fruto de la habilidad; la cómica, del instinto". Tiene toda la razón, en las tragedias podemos ponerle algún pero, sin embargo en las comedias supera cuanto podíamos imaginar. A Shakespeare le debemos, nos recuerda Samuel Johnson, la cristalización de recursos dramatúrgicos como el alivio cómico, la combinación de la comedia con el drama y haber prescindido de las unidades de tiempo y espacio (que torturaban al dramaturgo muy por encima del placer que le deparaban al espectador). A Shakespeare le interesaba únicamente la unidad de acción, o sea aquélla que es consustancial con el desarrollo de la trama. Y las palabras.

Samson Raphaelson

Un día Samson Raphaelson, el guionista de El bazar de las sorpresas (casi nada), evocó así a Lubitsch al que le encantaba trabajar con buenos escritores (no como Hitchcock, por ejemplo, que lo hacía a su pesar): "Si Shakespeare hubiera estado vivo en su época, Lubitsch le habría abrazado con alegría. Y Shakespeare habría sido un poco mejor que él... Lubitsch nunca te rebajaba". Quizá, quizá Shakespeare se hubiera sentido en su salsa con Lubitsch. En todo caso, cabe imaginarlos escribiendo juntos...


Eso sí, seguramente nunca se haya tributado más hermoso homenaje a Shakespeare que en Pasión de los fuertes, con aquel viejo actor ambulante desgranando el monólogo del Hamlet sobre la mesa de un saloon de Tombstone ante la mirada fascinada de Doc Holliday:



Palabras, palabras, palabras.

23/9/09

Negra, black, noir

Jim Thompson

Tengo aquí al lado 1280 almas, la novela de Jim Thompson publicada por Bruguera en la colección LibroAmigo en marzo de 1980. En la página del título anoté debajo: Santiago, abril 80. Era la primera obra de Jim Thompson que leía. Durante años la novela negra colmó de forma preferente mis lecturas. Desde aquel día de 1977, durante la mili en Valencia, me iba de permiso y compré Cosecha roja de Dashiell Hamett, con aquella portada sangrienta de la edición de Alianza de bolsillo, en un quiosco de la estación. Hubo otros permisos en que me abastecí en un quiosco de la estación de Atocha en Madrid. En mi memoria, la prosa de Hammett y Chandler tiene el ritmo de un tren que atraviesa la península hacia el noroeste. Luego vinieron James M. Cain, Horace McCoy, Ross MacDonald, Chester Himes, David Goodis, William Irish. Y Jim Thompson. La mayoría de LibroAmigo que costaban alrededor de 150 ptas. Los amantes de la novela negra éramos casi una cofradía. Si descubrías a alguien que le gustaba la novela negra, las coordenadas de la conversación eran propicias y no tardaba en fluir envuelta humo de cigarrillos, en medio de la noche. También le gustaría el cine negro, o sea sería alguien de gusto, de buen gusto. Extraños en un paraíso común, cifrado en volúmenes que se descuajaringaban (¡cuantas ganas tenía de colocar esta palabrita!) de mano en mano, de lectura en lectura, y a fe mía que no necesitaban de muchas para que empezaran a caérsele las páginas.

Donald Westlake en su cuarto de trabajo

Luego llegaron Donald Westlake que murió el pasado 31 de diciembre cuando acudía a la cena familiar de fin de año y que adaptó para el cine Los timadores de Jim Thompson, una estupenda película dirigida por Stephen Frears, y Elmore Leonard, quizá los últimos con los que disfrutamos casi como hace veinte o treinta años. Y los más recientes, Dennis Lehane y George Pelecanos, a los que debemos también los guiones de varios episodios de The Wire.


Creo que la última novela negra que leí fue El jardinero nocturno de Pelecanos, este verano, en la que resuena el mundo de la serie de David Simon, o viceversa. Y la última película de cine negro quizá haya sido Adiós pequeña, adiós, basada en una novela de Lehane, escrita y dirigida por Ben Affleck y protagonizada por su hermano Casey. Lo que más nos gustó de la película fue el clímax, que no es un estallido de violencia, sino un dilema moral de gran calado, de esos cuya resolución -cualquiera que sea- te va a cambiar la vida para siempre, pero además un dilema convincente, porque tanto el protagonista como el antagonista tienen sus razones, dicho de otra forma, nosotros mismos nos vemos arrastrados a poner las razones de uno y otro en la balanza de lo justo, y no lo tenemos nada claro, y somos conscientes de lo que se le viene encima al protagonista ante la decisión que va a tomar.


Me he extendido sobre este filme porque me acabo de enterar, con meses de retraso, de que la última película de Michael Winterbottom -creo que se estrenará en 2010- es una adaptación de El asesino dentro de mí, una de las mejores novelas de Jim Thompson. Y por lo visto, y me cuesta verlo, Casey Affleck interpreta a Lou Ford, uno de esos sheriffs thompsonianos por excelencia, como el Nick Corey de 1280 almas. Y no es que sea un mal actor, me gustó en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007), pero imaginarle como esa mala bestia -una mezcla de crueldad brutal y pulsión sexual- creada por Thompson... Alguna vez Carlos Amil nos comentó que Tom Waits bordaría el papel de Nick Corey. Quizá, no me cuesta imaginar a Tom Waits dando vida a un tipo taimado bajo la máscara de un badulaque, puro cálculo tras la fachada de un cateto (me puse a pensar y pensé, pensé y luego pensé otro poco; y por fin llegué a una conclusión: no sabía qué mierda hacer, ¿recordáis?); y más de una vez durante estos treinta años ensoñé con actores que pudieran encarnar a Nick Carey (tampoco me convenció Coup de torchon, la adaptación de Tavernier, y eso que tenía su aquel, y la Huppert)... pero Casey Affleck como Lou Ford... Tampoco veo a Winterbottom dando forma a un material como El asesino dentro de mí, de la que Kubrick dijo que era la historia más escalofriante que había leído sobre una mente deformada por el crimen, y no lo veo por más que sea un director que cambia de registro de película en película y ha rodado más de una al año en veinte años -ninguna me gustó tanto como Wonderland (1999)-. En fin, veremos.


Si tipos como Nick Corey devienen personajes memorables, es porque emergen de una voz inconfundible. Jim Thompson no era un estilista como Hammett o Chandler, nada de eso, poseía una escritura febril en el aquel de abrir en canal la América profunda, destapando el pozo negro de la corrupción en pueblos de mala muerte, sajando con el filo del humor el velo de las apariencias, hasta el punto de alcanzar visos oníricos en un territorio fantasmagórico, que no era otra cosa que el retrato fiel e inesperado de una sociedad enferma. Jim Thompson no sólo escribía novelas negras, no sólo reflejaba en el espejo de la literatura realista el mundo en que vivía, sino que creaba un universo verbal que era su adn de escritor. Una voz que destilaba una experiencia en los límites de la razón, donde apenas quedaban grietas para la esperanza, porque por esas hendiduras en el edificio de lo real lo que asomaba era la verdad, una verdad que aún consevaba las huellas de los abismos de los que la había arrancado. Un cuchillo en la mirada, Una mujer endemoniada, Sólo un asesinato, Libertad condicional, Tierra sucia, Al sur del paraíso... Le bastaban doscientas páginas para demoler las apariencias y poner al desnudo la maquinaria implacable del orden social. A golpes de Underwood.

Jim Thompson

En las novelas de Jim Thompson oímos la voz de un escritor que vagabundeó por todo tipo trabajos eventuales, ingresó en el Partido Comunista en Oklahoma en 1936 (más que nada porque con los comunistas de allí tenía temas interesantes de conversación), que escribió, bebió y fornicó a destajo (su mujer le obligó a hacerse una vasectomía), hasta que arruinó la salud y acabó en la miseria, y, lo que es peor, incapaz de escribir una línea. Entonces un amigo suyo, productor de Adiós, muñeca (Dick Richards, 1975) -la adaptación de la novela de Chandler- le dio un pequeño papel en la película -Mr. Grayle, el esposo de la mujer que interpreta Charlotte Rampling-. No era su primer trabajo en el cine, en 1955 había interrumpido la producción novelística para escribir, gracias a la mediación del productor James B. Harris, el guión de Atraco perfecto con Kubrick, y repetirán dos años después en Senderos de gloria. Jim Thompson murió el 7 de abril de 1977. En cada novela podemos rastrear retales de su biografía, especialmente en El trueno, Aquí y ahora, y En bruto; y personajes como Nick Corey o Lou Ford tienen rasgos de su propio padre, un sheriff de Cado County en Oklahoma, y de otro al que conoció en su errancia tejana.


Hay 32 maneras de escribir una historia, y yo las he usado todas, pero sólo hay una trama y es que las cosas nunca son lo que parecen,
dijo alguna vez Jim Thompson. Esa trama única nutrió una de las corrientes realistas más fecundas de la literatura del siglo XX de la que él fue un maestro: la novela negra, black, noir.

22/9/09

Sesión continua: la corrección y la metáfora

Hacía un montón de tiempo que no pasaba una tarde con una sesión continua de cine. Funciones corridas le dicen en México. Y como ayer me dejaron solito pues aproveché la ocasión. Fue como volver a la infancia aunque el cine ahora sea, en gran medida, resabiado, como si los cineastas dirigieran con una mueca de suficiencia o como si estuvieran de vuelta de todo. O como si ya no confiaran en lo que cuentan, si no es como mero pretexto para la broma intertextual o el simulacro espectacular, que viene siendo algo así como enmendarnos la plana a los espectadores. En fin, que uno preferiría para pasar la tarde una película de Clint Eastwood, que parece ser el único director que queda para que nos traten de tú a tú, sin trucos ni aspavientos, y otra de Enrique Urbizu que es de los pocos directores de aquí que sabe dónde colocar la cámara para que no nos volvamos locos intentando comprender qué nos están contando. Algo así resultaría apetecible para una sesión continua casi como en la infancia. Pero esto es lo que hay.

Un cine para redimir la Historia

¿Quién no ha imaginado alguna vez que la Historia fuera otra historia? ¿Quién puede resistirse a la fantasía placentera de imaginar que las cosas hubieran sido diferentes? ¿Quién no ha soñado con redimir a los vencidos? ¿Quién se ha sustraído al difrute de la alucinación de la venganza? ¿Quién se ha privado de fantasear con la utopía del cine como corregidor de las condenas de la Historia? Como decía Buñuel, la imaginación no delinque. En fin, cómo no imaginar que Franco y sus asesinos pagaban sus crímenes. Aquí, una película así ni se plantea, pero pongamos que se hiciera, pues se abrirían las carnes los de siempre y los de la adoración nocturna se flagelarían a la puerta de los cines donde se estrenara.


Pues Tarantino ha hecho una película, no sobre el tema, pero sí en esa línea: los judíos, o mejor, un comando de judíos (que corta cabelleras de nazis, como si fueran apaches) por un lado y, por otro, una judía dueña de un cine (el Le Gamaar de la primera ilustración) y un proyeccionista negro le hacen pagar el Holocausto a Hitler y compañía usando, respectivamente, la dinamita y el celuloide como arma (cargada de futuro virtual), y de paso, acaban la 2ª guerra mundial un año antes. Imaginad una película bélica (Aldrich y Fuller) filmada como un western (Ford y Leone) pero como si fuera un thriller de suspense (Hitchcock y Lang) realizada por un cineasta que le hizo al cine lo mismo que Warhol le hizo a la pintura y tendréis Malditos bastardos, la última historia de venganza de Tarantino. Un filme -pulp y pop- antinazi que podría verse como una secuela de Man Hunt (Fritz Lang, 1941) casi setenta años después.

Quentin Tarantino en el rodaje
de
Malditos bastardos


Tarantino despliega los poderes de la película mediante secuencias preñadas de suspense en las que el tiempo se dilata hasta el paroxismo para dinamitar la acción dramática en interminables (y por momentos brillantes) diálogos trufados de referencias cinéfilas (no olvidemos que será el cine quien acabe con Hitler en el filme) como aquella réplica de la (judía) dueña del cine: En este país [Francia] se respeta a los directores, o la conversación a propósito de G. W. Pabst entre un soldado (crítico de cine) y un general británicos (la cinefilia es un ingrediente imprescindible a la hora de asignarle una misión). Y, si de poderes hablamos, no podemos olvidarnos de un personaje memorable, quizá la piedra de toque -un auténtico metteur en scène- de la película, el coronel Landa de las SS, un personaje magníficamente interpretado por Christoff Waltz.

Christoff Waltz como el coronel Landa
en una de las primeras escenas
de
Malditos bastardos

Al cineasta le sobra energía y capacidad para mantenernos en la butaca, a base de ingenio combinado con dosis suficientes de humor y transgresión, pero le sobran caprichos y, por lo menos, media hora de metraje. Eso sí, cumple sus promesas: si antícipábamos la fruición de la venganza, por Tarantino no va a quedar. Y se queda tan campante, imaginamos que frotándose las manos, como quien prepara un regalo y espera, relamiéndose, la reacción que imaginaba.


Malditos bastardos
es una muestra reveladora de una tendencia (manierista) del cine actual: los efectos son más importantes que la historia; los mecanismos dramatúrgicos, más sustanciosos que el drama mismo; y la puesta en escena, más decisiva que el conflicto. En definitiva, un cine en que la violencia ya no deviene catarsis sino parodia. ¿Entonces la venganza? Simulacro de un simulacro. Juego de máscaras. ¿Habrá algo tras ellas? Un síntoma de los tiempos. Del cine. De la Historia como ilusionismo, inluida la corrección. Por eso Man Hunt acababa como acababa y Malditos bastardos acaba como acaba. Pero ¿alguien se acuerda de Man Hunt, de Lang? Para eso sí que habría que imaginar una corrección.


Disctrito 9 es una película neozelandesa pero ambientada en Johanesburgo, rodada al amparo de la factoría que montó allí Peter Jackson, el de El Señor de los Anillos, y la dirige Neill Blomkamp, un tipo que no conocía pero tiene todas las trazas de saber lo que se trae entre manos. Basta ver el cartel (ahora es todo lo que hay, nada de cuadros) para darse cuenta de que se trata de una película de ciencia-ficción con extraterrestres, y si estos viven confinados en un lugar como Soweto, entonces la metáfora empieza a definirse. Estamos ante una película que nos cuenta, mediante una historia de alienígenas, un relato que remite al presente. Hoy mismo la policía francesa intervino en la llamada "selva de Calais" para detener a un ciento o más de sin papeles, todos los días vemos llegar pateras, bueno ya no pateras, simples balsas neumáticas de juguete con niños subsaharianos. En Districto 9 llegaron hace veinte años un millon de extraterrestres de golpe y ahora se plantean trasladarlos doscientos km., o sea, para quitarse el marrón de delante de las narices. Y ahí empiezan todos los problemas, claro.


En algún momento me acordé de Pánico en las calles (Elia Kazan, 1950), una película que también había visto en sesión continua durante mi infancia, quizá porque también se planteaba la caza de un infectado. Distrito 9 no es una gran película, o lo sería si sostuviera el tono verista -documental- de reportaje televisivo con que nos introduce en la historia -al que contribuyen actores desconocidos, como el protagonista-: la primera parte de la película tiene garra, pulso narrativo y convicción. Con brochazos casi documentales nos mete de cabeza en Johanesburgo y en el corazón del relato, y sin asomo de dudas, y expuesto verbalmente el planteamiento se las traía. Creo que se resiente del cambio de registro de la segunda parte, aunque mantiene el vigor suficiente en la progresión dramática como para disfrutarla. Una película más que solvente para una sesión continua. Y un espejo sobre el presente, sin resabios. Una metáfora quizá ingenua, pero metáfora al fin y al cabo.

Píllara papuda

Le iba contando la película a Ángeles a la hora del crepúsculo y no sonaba mal mientras caminábamos de vuelta del Con de Agosto. Pero descubrimos en la playa una bandada de mazaricos curlí parsimoniosos y, unos metros detrás, otra de píllaras papudas correteando por la arena: al fin, han tomado el relevo definitivo a los turistas, este primer día de otoño. Y ésa fue la mejor película, pequeñita eso sí, un haiku diríamos, para terminar el día.

21/9/09

El seductor

Si hay algún concepto esquivo, equívoco y movedizo es el de "película documental". Ni siquiera cumple una función descriptiva y, de paso, resulta improductivo. Vale la pena apuntar que hoy día se habla incluso de "documental de animación", ya ni siquiera la captura de la imagen (y el tiempo) de lo preexistente en el mundo (viviente) es condición sine qua non de lo documental. En fin, se trata de un concepto de adscripción rutinaria y propio de una catalogación fílmica caduca. Cada vez que decimos que tal filme es una película documental, a continuación hay que precisar, es un documental pero no un documental como tal o cual sino más bien como éste o aquél. Ya lo decía Godard, toda película de ficción es un documento de un rodaje, y toda película documental es una ficción en la medida en que deviene la producción de una mirada. Otra cosa es lo que documente, pero el cine no puede sino documentar. Confieso una cierta debilidad por aquella definición de John Grierson -el documental como tratamiento creativo de la realidad-,

John Grierson

pero vale tanto para un roto como para un descosido. Además, el filósofo Ricardo Costas seguro que nos sacaría los colores a propósito de eso tan pantanoso que llamamos "la realidad", por más que los franceses hayan preferido en los últimos tiempos "cine de lo real" a documental. En realidad, valga la redundancia, cuanto mejor es una película (documental) menos nos dice de ella el concepto (documental). Pongamos por caso, Innisfree (1990) de José Luís Guerín, El sol del membrillo (1992)de Víctor Erice o Cravan vs. Cravan (2002) de Isaki Lacuesta. Por no hablar de O quarto da Vanda (2002) de Pedro Costa, de Sans soleil (1982) de Chris Marker, o de Of Time and the City (2008) de Terence Davies, que traje por esta escuela. Y lo de documental resulta completamente inoperante ante la obra del cineasta que el propio Grierson consideró el padre del documental cinematográfico y cuya definición nació de una de sus películas, Moana (1926). Obviamente, hablamos de Robert Flaherty, uno de los grandes cineastas de la historia.

Robert Flaherty

Y le hubiera bastado su primera película, Nanook el esquimal (1922), para alcanzar un lugar imperecedero en nuestra memoria, pero además hizo Hombre de Arán (1934), la película más gallega de la historia, eso sí hecha por un tipo que había nacido en Iron Mountain, Michigan, en 1884, rodada en las islas del occidente de Irlanda y producida por la Gaumont. Por lo demás, gallega de pura cepa, de puro finisterre, de puro atlántica. Quizá si Manolo González en su periplo argentino hace veinte años hubiera encontrado Mariñeiros (1936), la película perdida del gran fotógrafo Xosé Suárez, quizá... Quién sabe.



Fotografías de Xosé Suárez
de la serie
Mariñeiros, c. 1934

Pero a falta de Mariñeiros, y dejando a salvo Percebeiros (1998) de Paco Cuesta, nos quedamos con Hombre de Arán.


Robert Flaherty escuchó hablar de las islas de Arán (Inis Mór, Inis Oírr e Inis Meáin), frente a la bahía de Galway, a un isleño, emigrante en EEUU, mientras venía en el barco que lo traía a Inglaterra invitado por John Grierson a comienzos de los años 30, como parte de una estrategia destinada a consolidar el movimiento documentalista británico y a garantizarle una resonancia internacional al integrar al autor de Nanook, al padre del documental.

John M. Synge

Luego leería Las islas Arán (1907) de John M. Synge, el dramaturgo irlandés que había frecuentado las islas entre 1898 y 1902, y había vivido en Inis Meáin varios meses al año, una experiencia que le inspirarán tres obras de teatro -Jinetes hacia el mar (1904), por ejemplo- y que plasmará en su única obra narrativa, que publicó dos años antes de que muriera a los 38 años.

Araneses fotografiados
por John M. Synge


El cineasta recorrió las islas de Arán por primera vez en noviembre de 1931, visitó la casa de Synge y comprobó personalmente las historias que había escuchado (el aislamiento, la cultura gaélica, la dureza -piedra, mar, viento- y la belleza) y, lo que era más importante, descubrió la pervivencia de una cierta pureza en la relación de los isleños con el mar, un cierto primitivismo en el vínculo esencial del hombre con la naturaleza, en definitiva, las huellas del mundo primordial, el tema que inspiró a Robert Flaherty toda su vida. Fueron justamente los nutrientes de la inspiración del director los que acabaron por quebrar la relación con John Grierson y el movimiento documentalista británico. A Flaherty le movía la capacidad del cine para documentar y revelar la poesía -telúrica- del encuentro desnudo del hombre con los elementos. A Grierson y a los documentalistas británicos de los años 30 les interesaba dar cuenta de las condiciones sociales y económicas en que se desarrollaba la actividad productiva. Los separaba una mirada sobre el mundo: la de Grierson y compañía, sobre el presente; la de Flaherty, sobre el tiempo de los orígenes.

En un manual ya clásico sobre la dirección de documentales, Michael Rabiger asegura que la calidad de un documental es directamente proporcional a la calidad de las relaciones forjadas entre el cineasta y las personas reales que registra su cámara antes del rodaje. Y tiene toda la razón, sólo que ese mismo aserto podría aplicarse con frecuencia al cine de ficción, aunque el término "calidad" signifique algo distinto en cada caso. Y, desde luego, si alguien fundaba sus películas sobre las relaciones personales, sobre los vínculos emocionales entre el director y las presencias que cobraban vida en la pantalla, ése era Robert Flaherty.


El cineasta, su mujer -Frances Flaherty- y un reducido equipo pasaron dos años en las islas de Arán, montaron un laboratorio cinematográfico en un caserón y... esperaron. Y esperaron. Esperaron el tiempo necesario para que la película de Flaherty fuera también la película de los araneses, para que los isleños compartieran la aventura de la filmación, en definitiva, para que Hombre de Aran acabara siendo su película. Así que el cineasta se pasaba mucho tiempo charlando con los isleños, bebiendo con ellos (a Flaherty le gustaba el güisqui, mucho), fumando con ellos (a Flaherty le gustaba fumar, mucho), escuchando sus canciones, sus historias. Frances solía moverse por la isla haciendo fotos de los hombres, las mujeres, los niños, las familias, los trabajos y los días. Robert tomaba notas en su diario y estudiaba con su mujer el material fotográfico hasta componer un listado de escenas y un casting para la familia protagonista alrededor de la que cuajará la estructura de la película.

La familia protagonista de Hombre de Arán.

Pero a Flaherty no le interesaba tanto documentar el presente de los isleños, el contexto socio-económico de las gentes de Arán, sino el alma de los araneses, no lo que eran, sino quiénes eran, ellos y su memoria. Una memoria del encuentro originario del hombre y las fuerzas de la naturaleza, de los araneses con el mar. Así que Flaherty se trajo a las islas a un experto que le enseñara las artes de pesca de sus ancestros y que ellos sólo conocían de oídas. Y la memoria del tiempo perdido volvió a inscribirse en los gestos de los araneses, y aprendieron las artes olvidadas, y se enfrentaron a la pesca del tiburón gigante con cabos y arpones como los abuelos de sus abuelos, a bordo de los curraghs, las frágiles embarcaciones tradicionales con casco de lona y alquitrán. Literalmente, se jugaron la vida por su película.


Hombre de Arán se articula en torno a la lucha del hombre con los elementos. El mar está presente casi en cada plano de la película, con sus olas como montañas estallando contra los acantilados cortados a pico, dejando una estela de rociones, amenazando con despedazar las embarcaciones y arrastrar a los hombres. A modo de preludio, en Hombre de Arán asistimos a la puesta en escena de la dependencia del mar por parte de los isleños desde que nacen: no por azar la primera escena nos muestra al niño capturando un cangrejo y guardándolo en su boina de lana, lo utilizará más adelante como cebo para pescar; no por azar Flaherty nos muestra a la madre y al hijo con la mirada prendida de la marea donde faena el padre;


no por azar, desde las primeras escenas sentimos el poder del mar, el filo en que se decide la vida (y la muerte) de los araneses, basta contemplar la fragilidad de las embarcaciones, el peligro que representa no ya la navegación sino ponerla en tierra (es un decir, en aquellos afilados arrecifes), esa costosa y arriesgada recuperación de los aparejos, la majestad de los elementos y la poquedad de los hombres, como esa familia amenazada por las rompientes, como ese niño que pesca colgado de los acantilados,


como esa lucha titánica que representa cultivar una tierra casi inexistente: triturar los peñascos, recolectar la tierra entre las grietas y abonarla con algas en los bancales de piedra caliza para crear un suelo fértil donde plantar las preciadas patatas.


Casi la mitad del metraje de Hombre de Arán lo ocupa la pesca del tiburón gigante (del que también extraen el aceite para las lámparas), un logro entre los paréntesis de dos fracasos, el último conjugado con el temporal que a punto está de costarle la vida a los pescadores que logran salvarse pero pierden el curragh, cuyo esqueleto se despedaza con los cantiles arrastrado por la marejada ante la mirada afligida de la familia protagonista. Resulta revelador comparar la escena de la pesca del tiburón en Hombre de Arán con la pesca del atún en Stromboli (1949) de Roberto Rossellini. Allí donde Flaherty subraya la lucha, Rossellini enfatiza la espera.


Cabe imaginar a Robert y Frances Flaherty proyectándole a los araneses las escenas recién rodadas y reveladas, comprometiéndolos en la mirada sobre su mundo y en su representación en la pantalla, en la contemplación de la encrucijada esencial -el espectáculo de la lucha por la vida-, en la más primitiva caligrafía de la existencia; cultivando la complicidad de las gentes en las que el cineasta remansaba su mirada. Pocas veces el viento, el mar, el fuego y la tierra alcanzaron una más táctil conjugación poética con los hombres sobre una pantalla, quizá sólo en el desgarro de The Plow that Broke the Plains (1936) y en The River (1937) de Pare Lorentz. Al documentalista inglés Paul Rotha le pareció reaccionario el retorno a lo heroico que promovía Hombre de Arán. Desde luego, no entendió -o no compartió- la calidad de las relaciones que habían cuajado Robert y Frances Flaherty con los isleños.

Robert y Frances Flaherty

Porque es de esas relaciones de lo que habla Hombre de Aran, ésa es la otra película que vivimos en la representación cinematográfica que contemplamos en la pantalla. En sus memorias, Frances Flaherty recordó cómo los araneses se habían puesto a disposición de la película y cómo compartían los problemas de la filmación: Robert los había conquistado.


Desde el primer momento, Robert Flaherty dibuja con sus movimientos de cámara cómo el mar se enseñorea de aquellos confines, un reino en el que el hombre apenas está de paso, pero que.mientras tanto, afronta (y asume) el aquel de sobrevivir sabiendo que el mar siempre tiene la última palabra. Ahí radica el tiempo de los orígenes que Flaherty documenta como si acariciara el misterio primordial de la existencia. Desde Nanook, y probablemente como nunca después de Hombre de Arán, Flaherty encontró en las islas al hombre que encarnaba su poética, aquella que remite a los orígenes, al tiempo cifrado en el álgebra de los elementos, al margen de los calendarios. El tema de un cineasta y de un poeta. Pero que sólo pudo plasmarlo quien era también un seductor.

Robert Flaherty