Si no fuera por
Shoah no me habrían interesado las memorias de Claude Lanzmann. L
eí La liebre de la Patagonia porque quería saber más del autor de
Shoah -más que una película, un monumento a la memoria del horror-; en realidad quería saber más sobre la génesis y la
cocina de una producción cinematográfica dedicada a la muerte de los judíos en los campos de exterminio, una película de nueve horas y media que le costó a Lanzmann doce años de su vida,
tiempo suspendido durante el que sólo vivió para
La Cosa, como él llamaba al filme que traía entre manos:
era una manera de nombrar lo innombrable.
Lanzmann dedica las últimas ciento veinte páginas de sus memorias a los años de
Shoah, y no puede decirse, ni mucho menos, que las cuatrocientas anteriores sobren. Tiene mucho que contar y lo cuenta muy bien, basta apuntar que a los dieciséis años, en plena 2ª guerra mundial y ocupación nazi de Francia, es miembro de las Juventudes Comunistas y participa activamente en la Resistencia; pero añadamos la amistad de juventud con Gilles Deleuze y de toda la vida con Sartre (ambos eran sentimentales, lloraban en el cine y les encantaba
Sólo los ángeles tienen alas de Hawks), la historia de amor con Simone de Beauvoir (con la que recorrió España con un Simca en 1955),
Les Temps Modernes -que ahora dirige-, el viaje a Corea del Norte y China (donde trabó amistad con Chris Marker) a finales de los 50, el FLN argelino, la amistad con Franz Fanon (el autor de
Los condenados de la tierra que leímos en los primeros 70)... Lanzman vivió lo suyo y escribe con garra, pasión y nervio, así que las memorias seguirían teniendo interés aunque no fuera el autor de
Shoah. Pero lo es, y traza el relato con vistas al estallido vital que representa esa película que ha definido como su única patria. Es imposible resistirse a la idea de que todo lo vivido -incluido el ejercicio del periodismo- por Lanzmann era una larga preparación para rodar
Shoah, una obra que, como le comentó Jean Daniel, el director de
Le Nouvel Observateur, tras su primera proyección íntegra,
justifica una vida.
Antes de ver
Shoah, conocía tres películas de no-ficción que se corresponden con otras tantas formas cinematográficas, tres modalidades de acercamiento fílmico a la memoria de los
campos nazis. En 1945, George Stevens -el director de
Gunga Din (1939) o
La mujer del año (1942) y futuro director, pongamos por caso, de
Raíces profundas (1953)- y su equipo de operadores filmaron con cámaras de 16 mm y en color la liberación del
campo de Dachau. Se trata de imágenes que aprehenden el encuentro con lo innombrable y que transmiten el efecto perturbador de la sorpresa y lo ininteligible. Los cámaras no sabían lo que les esperaba y aquellos supervivientes, esqueletos andantes que yacían en el suelo o deambulaban por el
campo se les aparecían como fantasmas de un espanto inconcebible; no sabían qué estaban filmando. Aquellos planos son portadores de la vibración de una mirada cándida y perpleja, antes de que la razón comprenda el horror recién descubierto, y de las primeras imágenes en color de los
campos. Ese mismo año, en 1945, el operador británico Sidney Bernstein rodó en el
campo de Bergen-Belsen imágenes de los nazis abriendo las fosas comunes. El material fue montado bajo la supervisión de Alfred Hitchcock, que ordenó mantener las panorámicas que unían a los verdugos nazis con los cadáveres de los judíos exterminados, evitando así que la película,
Memoria de los campos, se viera como
un montaje, es decir, se trataba de mantener y aun subrayar en el montaje del filme el efecto-realidad de las imágenes de Bernstein. Ambas películas fueron enlatadas y enterradas en archivos y no se vieron hasta cuarenta años después la supervisada por Hitchcock y casi cincuenta la filmada por Stevens y compañía. Recuerdo que les proyecté
Memoria de los campos a los alumnos de la EIS durante una clase de Historia del Cine y varios pidieron permiso para salir del aula porque no soportaban aquellos planos de cadáveres y más cadáveres desenterrados de las fosas sin fin de Bergen-Belsen.
Noche y niebla (1955) de Alain Resnais, en la que
Chris Marker trabajó como ayudante de dirección, fue la primera película de no-ficción sobre los
campos que se distribuyó en los cines -no aquí, claro-; en el curso de sus treinta y tres minutos conjuga imágenes de archivo en blanco y negro de los
campos y del nazismo con
travellings filmados en color y en presente, planos de lo que quedaba de los
campos, mientras escuchamos un hermoso texto de Jean Cayrol, que formó parte de la Resistencia francesa, fue capturado y deportado, y sobrevivió. Las palabras de Cayrol, los líricos movimientos de cámara de Ghislain Cloquet y Sacha Vierney, y la música de Hans Eisler le permiten a Alain Resnais cobijar la memoria de los
campos con un poema fílmico que redime, si eso es posible, la historia de aquel horror, de aquella maquinaria industrial destinada al exterminio de una parte de la humanidad; como dijo Serge Daney evocando la primera vez que vio la película de Resnais,
gracias al cine supe que la condición humana y la carnicería industrial no eran incompatibles. En
Noche y niebla, se escucha por primera vez una mención a los
rojos españoles en el calvario de la escalinata de la cantera de Mauthausen y la complicidad de los franceses en las deportaciones. Pero, si bien es cierto que en los
campos murieron y fueron asesinados miles de
rojos, gitanos, eslavos... de todos los países ocupados, no cabe olvidar que el decreto nazi de
noche y niebla tenía por objetivo primordial el exterminio de los judíos, y fueron millones las víctimas. Y apenas si se menciona la palabra
judío en
Noche y niebla.
Conviene tener presente estas tres muestras de la representación cinematográfica de la memoria de los
campos para comprender el dispositivo fílmico radicalmente distinto con el que Lanzmann dio forma a
Shoah: no usaría imágenes de archivo, no emplearía la música, no echaría mano de ningún comentario
off, sólo filmaría los lugares de los campos de exterminio de los judíos y su entorno, y las presencias de los verdugos y de quienes regresaron de la muerte en el aquel de cavar en el pozo de la memoria para reconstruir la industria de la muerte puesta en marcha por los nazis, pero centrándose en el último momento, es decir, cuando los trenes llegaban a los campos de exterminio, las cámaras de gas, los hornos, el humo, el olor de la carne quemada, la ceniza, y el silencio. Las voces de los que regresaron conjugadas con las imágenes de las huellas que perviven en los lugares del horror resucitan la memoria del exterminio a través de ese tragaluz del silencio que representa
Shoah.
Por eso quería leer las memorias de Lanzmann, para conocer los gérmenes del proyecto, el proceso de documentación y búsqueda de los personajes, cuándo necesitaba saberlo todo para poder preguntar y despertar la memoria de un personaje mientras rodaba -Lanzmann insiste siempre en preguntar y repreguntar, ningún detalle resulta banal, ningún testimonio debe perderse: es el compromiso que le ata a la memoria de los que regresaron- o cuándo prefería que no le contaran todo para no perder el aura de la voz de lo que se cuenta por primera vez, la financiación, qué sucedía tras la cámara durante el rodaje, las decisiones en el montaje, sus frustraciones...
A la dcha., Lanzmann en un fotograma de Shoah
En fin, el largo viaje que supusieron los años de
Shoah, desde 1973, cuando le sugieren la idea a Lanzmann hasta 1985, cuando se estrena la película en París. De la distribución en Estados Unidos se encarga Dan Talbot, un viejo conocido ya de esta
escuela, y la exhibe durante meses, concluida la etapa de su cine New Yorker, en su nueva sala, el Cinema Studio, en la esquina de Broadway con la calle 68 de Nueva York.
Shoah se proyecta por primera vez en España en junio de 1988, en la sala Torre de Madrid 1, antigua sede de la Filmoteca Española, mientras los nazis autóctonos aúllan en el exterior protestando contra la película. Lanzmann podría haber contado más pero vale la pena todo lo que cuenta sobre
Shoah. Hay dos episodios en esas páginas que habrían justificado las memorias. Uno representó una sorpresa, desde luego para Lanzmann, pero también para mí: el momento en que conduciendo por una carretera polaca en febrero de 1978 vio
un cartel con letras negras sobre fondo amarillo que indicaban, como si nada hubiera pasado, el nombre del puebo: TREBLINKA. Entonces, ese nombre que se empeñaba en existir, ese topónimo que
se atrevía a existir, estalla en Lanzmann como una epifanía:
La confrontación entre la perseverancia en el ser de ese pueblo maldito, terco como los pueblos milenarios, entre su plana realidad de hoy y su significación espantosa en la memoria de los hombres, sólo podía ser explosiva. La explosión se produjo unos instantes más tarde, cuando, yendo en el coche me topé sin esperármelo con un largo convoy de vagones de mercancías enganchados unos a otros y detenido junto a un andén de tierra batida sobre la que derrapé antes de pararme en seco. Estaba en la estación de Treblinka.
(...)
Treblinka se hizo tan de verdad que no podía esperar más, una urgencia extrema, con la que viviría ya en adelante para siempre, se apoderó de mí, tenía que rodar como fuera, rodar cuanto antes: aquel día recibí el mandato.
Aquella urgencia cobró visos de un destino inexorable, de encargo bíblico, y cinco meses después empezaba el rodaje de
Shoah, en Treblinka. El otro episodio lo esperaba y me habría decepcionado si Lanzmann no contara lo que se vivió detrás de uno de los momentos terribles, estremecedores e inolvidables de
Shoah, me refiero a la escena en la que el judío superviviente Abraham Bomba, uno de los peluqueros de la cámara de gas de Treblinka, mientras le corta el pelo a un cliente, evoca cómo rapaba a las mujeres desnudas momentos antes de ser gaseadas. A bastantes de esas mujeres las conocía, eran de su ciudad, algunas incluso vivían en la misma calle, y les cortaba el pelo allí mismo, en la misma cámara de gas donde iban a morir poco después. El detalle del lugar resulta especialmente significativo porque esa frontera con el agujero negro de la condición humana, del tiempo y de la memoria, en las lindes con lo irrepresentable, es el territorio
Shoah. Por eso era tan importante para Lanzmann el testimonio del peluquero de Treblinka y -felizmente para uno- cuenta cómo encontró a Abraham Bomba en Nueva York -era peluquero en los bajos de Grand Central Station-, cómo lo convenció para participar en la película, cómo lo perdió cuando llegó el momento del rodaje años después -ya no vivía en Nueva York-, cómo lo reencontró en Tel Aviv ya jubilado y cómo decidió rodar la escena en una peluquería -elegida por el propio Abraham Bomba- para que, con las manos ocupadas en su viejo oficio, la memoria del peluquero de Treblinka se abriera paso y encontrara las palabras.
Es imposible llevar a término un proyecto como
Shoah sin desmesura, al menos en los órdenes de la voluntad y de la obsesión, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una obra que se iba financiando a medida que el dinero se acababa pero no la película, donde a menudo se solapaban o se interrumpían mutuamente el rodaje y el montaje, que descubría la forma a medida que se hacía, que crecía y crecía, y Lanzmann se negaba a ponerle fin, aún faltaba esto, aún quedaba por contar eso, no podía quedarse sin aquello:
una película así es una aventura, y por su propia esencia desborda los límites que se le quiere asignar; una película realizada con un equipo muy reducido de personas que merecen ser citadas: los operadores de cámara Dominique Chapuis, William Lubtchansky y Jimmy Glasberg, no quiero olvidar a la ayudante de cámara Caroline Champetier, una directora de fotografía que admiro (la última película suya que vi fue
De dioses y hombres de Xavier Beauvois de la que hablaré un día de estos); el sonidista Bernard Aubony, la montadora Ziva Postec, y las montadoras de sonido Danielle Fillios, Anne-Marie Lhote y Sabine Mamou. El montaje de
Shoah se prolongó durante cinco años; se trataba de no sacrificar por nada del mundo ni la claridad del relato ni la forma fílmica, buscando el momento preciso del corte, el engarce justo entre las presencias y los lugares, entre las voces y los planos, para que cuando un
travelling nos acerque a las puertas de Birkenau tengan la fuerza de una revelación.
Sólo vi
Shoah una vez. De una vez. Las nueve horas y media seguidas con dos breves interrupciones aprovechando que tenía que cambiar la cinta -había grabado la película en
vhs cuando la pasaron por televisión hace unos años-, porque imaginaba que si fragmentaba el visionado en varios días no pasaría de la primera de las tres cintas. Es una experiencia demoledora. Devastadora. Cuesta recuperarse. Durante unos cuantos días no pude ver otra película. No puede ver nada más. Cuesta imaginar que alguien pueda embarcarse en un viaje semejante y llegar hasta el final, llevar a cuestas semejante horror y no abandonar, adentrarse en el abismo del mal y no perder la razón. Pero nadie recorre el país de los muertos y regresa impune. Si lo cuentas, ya no puedes contar nada más, aunque hayas hecho otras películas, que las hizo, ésa es la obra definitiva, el testimonio y el testamento. Es
Shoah. Es Claude Lanzmann. Es la mirada de Lanzmann desde el corazón de las tinieblas. A su lado, cualquier otro descenso a los infiernos deviene pura retórica. Por eso nuestra retina ya no puede asimilar nada más en días. Porque hemos visto mucho más de lo que resulta visible en la película, hemos visto lo invisible, lo innombrable, lo irrepresentable. A través del tragaluz del silencio de
Shoah, la mirada de Lanzmann nos ha hecho ver aquello que no podía ser mostrado, lo que no quería mostrar, lo que no mostró. Por eso
Shoah no es Memoria ni Historia. O no sólo Historia y Memoria. Es, sobre todo, Cine. No es una película sobre la Shoah -caos, catástrofe, destrucción, aniquilamiento, exterminio-. Es la Shoah.