29/1/11

El abrigo de la oscuridad

En octubre de 2005 Víctor Erice le escribió una carta a Abbas Kiarostami en la que le contaba que había filmado a los niños de una escuela de Arroyo de la Luz, en Extremadura, mientras veían Dónde está la casa de mi amigo. Como había filmado a Ana Torrent viendo El doctor Frankenstein más de treinta años antes en El espíritu de la colmena. la correspondencia continuó. Y tres años después Kiarostami estrenó lo que bien pudiera verse como una larga carta a Víctor Erice.




Abbas Kiarostami filmó en Shirin (2008) a más de cien actrices, todas iraníes con la única excepción de Juliette Binoche, encarnando en sus rostros las emociones del cine mientras ven una película inspirada en un poema del siglo XII que cuenta la trágica historia de amor de la princesa Shirin, y de la que se escucha una elaborada banda sonora que crea el contracampo de los primeros planos de las actrices. Shirin pone en escena la experiencia de ver una película, la experiencia del cine.




El germen de Shirin podemos descubrirlo en un texto de Kiarostami con motivo del centenario del cine: En un principio pensaba que las luces en el cine se apagaban para que pudiésemos ver mejor las imágenes en la pantalla. Luego miré al público sentado cómodamente en su butaca y vi que existía una razón mucho más importante: la oscuridad ayuda al espectador a aislarse y estar solo. Están con otros pero al mismo tiempo alejados de ellos. Cuando mostramos un mundo cinematográfico a la audiencia cada uno de ellos aprehende un universo personal a través de la experiencia de la riqueza de su propia experiencia.    




Ahora conviene añadir que las actrices no ven ninguna película, que no existe tal película sobre la princesa Shirin, que sólo cobra visos de realidad  a través de las miradas de las espectadoras, de la banda sonora y de nuestra mirada: cómo no va a existir si la están viendo, cómo puede no existir si esas mujeres la ven, cómo no va a ser real si la vemos, aunque no exista.



Shirin es un experimento y una experiencia, aunque más una experiencia que un experimento (o un experimento que deviene experiencia). Hilvana retratos, pero también paisajes. Del alma. Una mise en abîme sobre el aquel de ver. Una investigación sobre la mirada desnuda. Una celebración del rostro de las actrices. Shirin invoca el rito fundacional del cine y explora el estremecimiento en la sala oscura, cuando el misterio que viaja en un tren de sombras nos acaricia los ojos. Una historia de amor y un arte de amar.


  

Shirin representa el encuentro del espectador con una mirada que nos cobija: el cine que nos mira. Esta noche recordé el sueño, tan triste, que cuenta Jean-Pierre Leaud en La maman et la putain (1973) de Jean Eustache: el cine había desaparecido y nadie en el mundo recordaba lo que era una película, ver una película. Y me vino a la cabeza lo que pensaría un ser humano de ese mundo sin cine si pudiera ver a las mujeres de Shirin.


Quizá vería en ellas algo parecido a lo que se ve en el arrobo de la luz en las pinturas de Georges de La Tour, un icono, la epifanía de lo sagrado.


Pero hay algo más en Shirin: una ofrenda a la mujer iraní, y al cine en el que encuentran el último -si no el único- refugio. El abrigo de la oscuridad contra la intemperie del mundo.

27/1/11

Hombres y dioses


Hace casi quince días vimos De dioses y hombres (2010) de Xavier Beauvois, el título aquí invierte los términos del original, Des hommes et des dieux. O sea, "Hombres y dioses". Curioso. Y vete a saber por qué.  Desde luego no por eufonía. ¿Por qué no, ya puestos, "De hombres y dioses"?  El caso es que esa inversión en el orden de los elementos del título original resulta significativa porque traiciona el sentido -o si se quiere, las prioridades- de una película que trata de hombres más que de religión, de hombres que creen más que de dioses; de lo humano antes que de lo divino. ¿Habrán seguido la pauta del título en inglés elegido para la película? ¿Y por qué también en inglés? Tampoco por eufonía. ¿Por una mayor familiaridad en la expresión? En fin, ¿por qué no respetarán los títulos -salvo por razones bien fundadas- si es casi siempre lo primero que nos cuenta algo -significativo- de una película?


Como no había visto ninguna de las cuatro películas anteriores de Xavier Beauvois y cada vez -será la edad- encuentro más razones disuasorias de ir al cine -cartelera descorazonadora casi siempre, doblaje, mala educación (móviles, revuelto y rumiado de palomitas, magreo de bolsas de plástico...) de los ocupantes de las butacas (me niego a llamarlos espectadores), ambientadores irritantes y salas cutres-, lo único que me empuja a perseverar es un puro gesto de resistencia (no sé de qué otra forma llamarlo, ah sí, tozudez). En esta ocasión, cabezonería aparte, sólo me animó a ver De dioses y hombres el gran premio del jurado del pasado Festival de Cannes, pero sobre todo porque Víctor Erice formaba parte de ese jurado y sé -de buena tinta- que el juicio del cineasta sobre las películas fue determinante a la hora de adjudicar las principales palmas del festival, y, seamos claros, también tenía toda la pinta de alejar a ocupantes de butacas rumiadores. Además, qué demonios, ir al cine con Ángeles y conducir de vuelta a casa hablando durante una hora de la película que acabamos de ver -aun poniéndola de vuelta y media, y no digamos si nos gusta- es un placer que -esta vez con todas las razones del mundo- me resisto a perder, y que tantas veces se prolonga aquí. Y lo diré ya: nos gustó mucho, es una buena película, y aun muy buena. Lo diré de otra forma: bastaron media docena de planos para apreciar que, además de ver una película, veíamos cine, una experiencia que resulta cada vez más difícil cuando uno va, mira tú, al cine. Si esperé a escribir sobre De dioses y hombres fue porque quería verla otra vez, no hubo ocasión, pero tampoco hubo día que no la rememorara, y hablar con Pepe Coira de ella el lunes avivó el deseo de decir algo sobre De dioses y hombres. Y no sólo porque me guste mucho la película, sino también -y más que nada- porque el cine que lleva dentro es (el tipo de) cine que más me gusta.


Trazaré las coordenadas de los hechos desplegados en De dioses y hombres: 1996, Argelia, una pequeña abadía en Tibhirine, ocho monjes cistercienses en las montañas del Magreb, corrupción del poder del FLN, terrorismo islamista del GIA... Supongo que os suena, quizá lo recordéis. Atrapados entre el ejército argelino y los islamistas armados, los monjes se plantean qué hacer, ¿irse o quedarse?


Con esas coordenadas De dioses y hombres podría derivar hacia una película en forma de crónica -pongamos por caso, Bloody Sunday (2002) de Paul Greengrass- , pero -y creo que ahí reside su grandeza-, respetando los hechos, deviene un acercamiento a la vida monacal que, en el curso del tiempo narrado, alcanza un grado de intimidad y capacidad de abstracción poco frecuentes cuando el cine pretende dar cuenta de la historia -la vida y el drama- de los pequeños seres sometidos al vendaval de la Historia, a menudo sucede que la Historia arrasa la historia.


No es este el caso. Beauvois logra en De dioses y hombres un (milagroso) equilibrio en el fluir de la vida de unos hombres (buenos) en una encrucijada convulsa. Cuando recibió el guión de Étienne Comar, le gustó pero quiso reescribirlo con el guionista para retrasar la irrupción de la violencia y mostrar a los monjes en su rutina cotidiana, antes de que se vea alterada y poder comprender entonces las convulsiones anímicas que experimentan. Beauvois se toma su tiempo para mostrar quiénes son y cómo viven esos monjes, qué significa vivir en comunidad y qué vínculos los unen a la naturaleza y a las gentes de Tibhirine. Como en Stromboli (1949) y, claro, en Francesco, giullare di Dio de Rossellini  la ficción es también un documento.


Beauvois podría suscribir estas palabras de Rossellini: No soy un cineasta religioso, me gusta filmar a la gente que cree. Y filma a sus monjes con sencillez para mostrar -no significar, sino mostrar, o, por lo menos, como decía Rohmer, no significar sin antes mostrar- su bondad. Las horas de oración, los cánticos, el trabajo, el estudio, el silencio, la comunidad y la convivencia con gentes que tienen otro dios, en definitiva, los rituales de la vida afloran como la medida -el compás- de la puesta en escena, hasta el punto que en De dioses y hombres la puesta en escena no es otra cosa que el ritual de los monjes.


Una puesta en escena austera, decantada con planos fijos en el interior de la abadía, iluminados por Caroline Champetier, imágenes justas antes que imágenes bellas -o bellas gracias a que son justas (y justas porque son justamente imágenes construidas con un primoroso cuidado de lo que muestran y del tiempo que cobijan)-, una puesta en escena que se corresponde con la humildad -y la firmeza- con que viven los monjes. Humilde es el abrazo del abad con un árbol, el cultivo de la tierra, la elaboración de mermeladas, la atención a los aldeanos en el dispensario de la abadía, la dicha de escuchar juntos El lago de los cines que suena en una casete -una escena que revela con honda y callada elocuencia el sentido y el compromiso de la comunión de los monjes-... Y de la humildad de su registro fílmico brota la emoción. Por así decir, Beauvois filma con el rigor técnico acorde con la moral (cinematográfica) que inspira la aprehensión fílmica de la vida de la abadía.

Caroline Champetier en el rodaje de De dioses y hombres
Abajo rueda una escena con una cámara Aaton Penélope


Y sólo cuando llega el desgarro con la irrupción de la violencia y el abad sube a la montaña en busca de iluminación, Caroline Champetier lo acompaña con panorámicas amplias de su cámara (una ligera Aaton Penélope) para inscribir el trance íntimo en la gloria de la naturaleza, en el cosmos. En De dioses y hombres, lo religioso emerge de una experiencia humana, demasiado humana, por eso nunca se subraya el heroísmo del martirio; en el sacrificio de los monjes no hay lugar para los gestos grandilocuentes ni el tono épico, sencillamente son hombres que han comprometido su vida -un compromiso que los religa a la comunidad, a las gentes, al lugar- y lo asumirán si llega el caso.


Beauvois ha contado que, antes que pasarse unas cuantas semanas comentando el guión con los actores alrededor de una mesa, prefirió que se encerraran en un monasterio para que aprendieran a vivir juntos, a cantar juntos, y cuando llegaron al rodaje habían trenzado fuertes lazos entre ellos. El cineasta filmó esos lazos. Y los movimientos, los ritmos y los gestos. Y los trabajos y los días. Y el silencio. Y los rostros, ese maravilloso monje anciano, ese magnífico Hermano Luc encarnado por Michael Lonsdale en el gran papel de su vida... Como si la forma fílmica fuera apenas la piel de la materia filmada en el aquel de atrapar lo fugitivo, la efímera vibración que germina en lo más íntimo, la conmoción que asoma en una mirada, el temblor que anida bajo la calma aparente, el latido secreto... que sólo la cámara puede capturar y sólo nuestra mirada puede encontrar en la pantalla, gracias al trabajo de iluminación y fotografía, tan delicado y sutil, desplegado por Caroline Champetier (quebrantado a menudo por una proyección deficiente en las salas).


Una forma fílmica que remite en algunas escenas a Mantegna o a Zurbarán, porque, como dice Beauvais, si quieres mostrar algo y ya Mantegna lo encuadró de la forma más bella para qué romperte la cabeza y hacerlo peor.  Quizá por ese respeto a la materia que se narra y por ese cuidado de la forma,  Beauvois y su equipo de fieles (además de Champetier, los sonidistas Jean-Jacques Ferran y Eric Bonnard) fueron merecedores del milagro de la nieve que empezó a caer en el momento justo del rodaje, e iluminó al cineasta cuando barajaba otro final para la película. Los elementos conspiraron para que De dioses y hombres encontrara la clausura que necesitaba. Y la nieve caía como una bendición sobre hombres y dioses.    


Si me gusta tanto el cine que representa De dioses y hombres es porque Beauvois se concede tiempo para mostrar, es decir, me lo concede a mí para mirar; porque ese tiempo que despliega es una experiencia digna de ser contemplada; porque no quiere atrapar mi atención a toda costa, sino que me deja espacio para que yo entre en el juego de distancias que los planos proponen, para que me acerque a los monjes; porque me invita pero no me impone una intimidad con los personajes, una intimidad que es una resultante, no una premisa; porque renuncia a entretenerme (a mi edad uno sabe cómo entretenerse sin necesidad de ir al cine) y  no trafica con golosinas audiovisuales; porque no me vende un producto de consumo digerible; porque sólo quiere compartir una mirada sobre otros hombres digna de ser recordada. Y el cine -no basta una película- es la condición de la memoria.

Xavier Beauvais (agachado, el primero por la dcha.) 
con sus monjes de De dioses y hombres

26/1/11

El tragaluz del silencio


Si no fuera por Shoah no me habrían interesado las memorias de Claude Lanzmann. Leí La liebre de la Patagonia porque quería saber más del autor de Shoah -más que una película, un monumento a la memoria del horror-; en realidad quería saber más sobre la génesis y la cocina de una producción cinematográfica dedicada a la muerte de los judíos en los campos de exterminio, una película de nueve horas y media que le costó a Lanzmann doce años de su vida, tiempo suspendido durante el que sólo vivió para La Cosa, como él llamaba al filme que traía entre manos: era una manera de nombrar lo innombrable.  


Lanzmann dedica las últimas ciento veinte páginas de sus memorias a los años de Shoah, y no puede decirse, ni mucho menos, que las cuatrocientas anteriores sobren. Tiene mucho que contar y lo cuenta muy bien, basta apuntar que a los dieciséis años, en plena 2ª guerra mundial y ocupación nazi de Francia, es miembro de las Juventudes Comunistas y participa activamente en la Resistencia; pero añadamos la amistad de juventud con Gilles Deleuze y de toda la vida con Sartre (ambos eran sentimentales, lloraban en el cine y les encantaba Sólo los ángeles tienen alas de Hawks), la historia de amor con Simone de Beauvoir (con la que recorrió España con un Simca en 1955), Les Temps Modernes -que ahora dirige-, el viaje a Corea del Norte y China  (donde trabó amistad con Chris Marker) a finales de los 50, el FLN argelino, la amistad con Franz Fanon (el autor de Los condenados de la tierra que leímos en los primeros 70)... Lanzman vivió lo suyo y escribe con garra, pasión y nervio, así que las memorias seguirían teniendo interés aunque no fuera el autor de Shoah. Pero lo es, y traza el relato con vistas al estallido vital que representa esa película que ha definido como su única patria. Es imposible resistirse a la idea de que todo lo vivido -incluido el ejercicio del periodismo- por Lanzmann era una larga preparación para rodar Shoah, una obra que, como le comentó Jean Daniel, el director de Le Nouvel Observateur, tras su primera proyección íntegra, justifica una vida.

Antes de ver Shoah, conocía tres películas de no-ficción que se corresponden con otras tantas formas cinematográficas, tres modalidades de acercamiento fílmico a la memoria de los campos nazis. En 1945, George Stevens -el director de Gunga Din (1939) o La mujer del año (1942) y futuro director, pongamos por caso, de  Raíces profundas (1953)- y su equipo de operadores filmaron con cámaras de 16 mm y en color la liberación del campo de Dachau. Se trata de imágenes que aprehenden el encuentro con lo innombrable y que transmiten el efecto perturbador de la sorpresa y lo ininteligible. Los cámaras no sabían lo que les esperaba y aquellos supervivientes, esqueletos andantes que yacían en el suelo o deambulaban por  el campo se les aparecían como fantasmas de un espanto inconcebible; no sabían qué estaban filmando. Aquellos planos son portadores de la vibración de una mirada cándida y perpleja, antes de que la razón comprenda el horror recién descubierto, y de las primeras imágenes en color de los campos. Ese mismo año, en 1945, el operador británico Sidney Bernstein rodó en el campo de Bergen-Belsen imágenes de los nazis  abriendo las fosas comunes. El material fue montado bajo la supervisión de Alfred Hitchcock, que ordenó mantener las panorámicas que unían a los verdugos nazis con los cadáveres de los judíos exterminados, evitando así que la película, Memoria de los campos, se viera como un montaje, es decir, se trataba de mantener y aun subrayar en el montaje del filme el efecto-realidad de las imágenes de Bernstein. Ambas películas fueron enlatadas y enterradas en archivos y no se vieron hasta cuarenta años después la supervisada por Hitchcock y casi cincuenta la filmada por Stevens y compañía. Recuerdo que les proyecté Memoria de los campos a los alumnos de la EIS durante una clase de Historia del Cine y varios pidieron permiso para salir del aula porque no soportaban aquellos planos de cadáveres y más cadáveres desenterrados de las fosas sin fin de Bergen-Belsen.


Noche y niebla (1955) de Alain Resnais, en la que Chris Marker trabajó como ayudante de dirección, fue la primera película de no-ficción sobre los campos que se distribuyó en los cines -no aquí, claro-; en el curso de sus treinta y tres minutos conjuga imágenes de archivo en blanco y negro de los campos y del nazismo con travellings filmados en color y en presente, planos de lo que quedaba de los campos, mientras escuchamos un hermoso texto de Jean Cayrol, que formó parte de la Resistencia francesa, fue capturado y deportado, y sobrevivió. Las palabras de Cayrol, los líricos movimientos de cámara de Ghislain Cloquet y Sacha Vierney, y la música de Hans Eisler le permiten a Alain Resnais cobijar la memoria de los campos con un poema fílmico que redime, si eso es posible, la historia de aquel horror, de aquella maquinaria industrial destinada al exterminio de una parte de la humanidad; como dijo Serge Daney evocando la primera vez que vio la película de Resnais, gracias al cine supe que la condición humana y la carnicería industrial no eran incompatibles. En Noche y niebla, se escucha por primera vez una mención a los rojos españoles en el calvario de la escalinata de la cantera de Mauthausen y la complicidad de los franceses en las deportaciones. Pero, si bien es cierto que en los campos murieron y fueron asesinados miles de rojos, gitanos, eslavos... de todos los países ocupados, no cabe olvidar que el decreto nazi de noche y niebla tenía por objetivo primordial el exterminio de los judíos, y fueron millones las víctimas. Y apenas si se menciona la palabra judío en Noche y niebla.


Conviene tener presente estas tres muestras de la representación cinematográfica de la memoria de los campos para comprender el dispositivo fílmico radicalmente distinto con el que Lanzmann dio forma a Shoah: no usaría imágenes de archivo, no emplearía la música, no echaría mano de ningún comentario off, sólo filmaría los lugares de los campos de exterminio de los judíos y su entorno, y las presencias de los verdugos y de quienes regresaron de la muerte en el aquel de cavar en el pozo de la memoria para reconstruir la industria de la muerte puesta en marcha por los nazis, pero centrándose en el último momento, es decir, cuando los trenes llegaban a los campos de exterminio, las cámaras de gas, los hornos, el humo, el olor de la carne quemada, la ceniza, y el silencio. Las voces de los que regresaron  conjugadas con las imágenes de las huellas que perviven en los lugares del horror resucitan la memoria del exterminio a través de ese tragaluz del silencio que representa Shoah.


Por eso quería leer las memorias de Lanzmann, para conocer los gérmenes del proyecto, el proceso de documentación y búsqueda de los personajes, cuándo necesitaba saberlo todo para poder preguntar y despertar la memoria de un personaje mientras rodaba -Lanzmann insiste siempre en preguntar y repreguntar, ningún detalle resulta banal, ningún testimonio debe perderse: es el compromiso que le ata a la memoria de los que regresaron- o cuándo prefería que no le contaran todo para no perder el aura de la voz de lo que se cuenta por primera vez, la financiación, qué sucedía tras la cámara durante el rodaje, las decisiones en el montaje, sus frustraciones...

A la dcha., Lanzmann en un fotograma de Shoah

En fin, el largo viaje que supusieron los años de Shoah, desde 1973, cuando le sugieren la idea a Lanzmann hasta 1985, cuando se estrena la película en París. De la distribución en Estados Unidos se encarga Dan Talbot, un viejo conocido ya de esta escuela, y la exhibe durante meses, concluida la etapa de su cine New Yorker, en su nueva sala, el Cinema Studio, en la esquina de Broadway con la calle 68 de Nueva York. Shoah se proyecta por primera vez en España en junio de 1988, en la sala Torre de Madrid 1, antigua sede de la Filmoteca Española, mientras los nazis autóctonos aúllan en el exterior protestando contra la película. Lanzmann podría haber contado más pero vale la pena todo lo que cuenta sobre Shoah. Hay dos episodios en esas páginas que habrían justificado las memorias. Uno representó una sorpresa, desde luego para Lanzmann, pero también para mí: el momento en que conduciendo por una carretera polaca en febrero de 1978 vio un cartel con letras negras sobre fondo amarillo que indicaban, como si nada hubiera pasado, el nombre del puebo: TREBLINKA. Entonces, ese nombre que se empeñaba en existir, ese topónimo que se atrevía a existir, estalla en Lanzmann como una epifanía:

La confrontación entre la perseverancia en el ser de ese pueblo maldito, terco como los pueblos milenarios, entre su plana realidad de hoy y su significación espantosa en la memoria de los hombres, sólo podía ser explosiva. La explosión se produjo unos instantes más tarde, cuando, yendo en el coche me topé sin esperármelo con un largo convoy de vagones de mercancías enganchados unos a otros y detenido junto a un andén de tierra batida sobre la que derrapé antes de pararme en seco. Estaba en la estación de Treblinka.

(...) Treblinka se hizo tan de verdad que no podía esperar más, una urgencia extrema, con la que viviría ya en adelante para siempre, se apoderó de mí, tenía que rodar como fuera, rodar cuanto antes: aquel día recibí el mandato.


Aquella urgencia cobró visos de un destino inexorable, de encargo bíblico, y cinco meses después empezaba el rodaje de Shoah, en Treblinka. El otro episodio lo esperaba y me habría decepcionado si Lanzmann no contara lo que se vivió detrás de uno de los momentos terribles, estremecedores e inolvidables de Shoah, me refiero a la escena en la que el judío superviviente Abraham Bomba, uno de los peluqueros de la cámara de gas de Treblinka, mientras le corta el pelo a un cliente, evoca cómo rapaba a las mujeres desnudas momentos antes de ser gaseadas. A bastantes de esas mujeres las conocía, eran de su ciudad, algunas incluso vivían en la misma calle, y les cortaba el pelo allí mismo, en la misma cámara de gas donde iban a morir poco después. El detalle del lugar resulta especialmente significativo porque esa frontera con el agujero negro de la condición humana, del tiempo y de la memoria, en las lindes con lo irrepresentable, es el territorio Shoah. Por eso era tan importante para Lanzmann el testimonio del peluquero de Treblinka y -felizmente para uno- cuenta cómo encontró a Abraham Bomba en Nueva York -era peluquero en los bajos de Grand Central Station-, cómo lo convenció para participar en la película, cómo lo perdió cuando llegó el momento del rodaje años después -ya no vivía en Nueva York-, cómo lo reencontró en Tel Aviv ya jubilado y cómo decidió rodar la escena en una peluquería -elegida por el propio Abraham Bomba- para que, con las manos ocupadas en su viejo oficio, la memoria del peluquero de Treblinka se abriera paso y encontrara las palabras.


Es imposible llevar a término un proyecto como Shoah sin desmesura, al menos en los órdenes de la voluntad y de la obsesión, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una obra que se iba financiando a medida que el dinero se acababa pero no la película, donde a menudo se solapaban o se interrumpían mutuamente el rodaje y el montaje, que descubría la forma a medida que se hacía, que crecía y crecía, y Lanzmann se negaba a ponerle fin, aún faltaba esto, aún quedaba por contar eso, no podía quedarse sin aquello: una película así es una aventura, y por su propia esencia desborda los límites que se le quiere asignar; una película realizada con un equipo muy reducido de personas que merecen ser citadas: los operadores de cámara Dominique Chapuis, William Lubtchansky y Jimmy Glasberg, no quiero olvidar a la ayudante de cámara Caroline Champetier, una directora de fotografía que admiro (la última película suya que vi fue De dioses y hombres de Xavier Beauvois de la que hablaré un día de estos); el sonidista Bernard Aubony, la montadora Ziva Postec, y las montadoras de sonido Danielle Fillios, Anne-Marie Lhote y Sabine Mamou. El montaje de Shoah se prolongó durante cinco años; se trataba de no sacrificar por nada del mundo ni la claridad del relato ni la forma fílmica, buscando el momento preciso del corte, el engarce justo entre las presencias y los lugares, entre las voces y los planos, para que cuando un travelling nos acerque a las puertas de Birkenau tengan la fuerza de una revelación.


Sólo vi Shoah una vez. De una vez. Las nueve horas y media seguidas con dos breves interrupciones aprovechando que tenía que cambiar la cinta -había grabado la película en vhs cuando la pasaron por televisión hace unos años-, porque imaginaba que si fragmentaba el visionado en varios días no pasaría de la primera  de las tres cintas. Es una experiencia demoledora. Devastadora. Cuesta recuperarse.  Durante unos cuantos días no pude ver otra película. No puede ver nada más. Cuesta imaginar que alguien pueda embarcarse en un viaje semejante y llegar hasta el final, llevar a cuestas semejante horror y no abandonar, adentrarse en el abismo del mal y no perder la razón. Pero nadie recorre el país de los muertos y regresa impune. Si lo cuentas, ya no puedes contar nada más, aunque hayas hecho otras películas, que las hizo, ésa es la obra definitiva, el testimonio y el testamento. Es Shoah. Es Claude Lanzmann. Es la mirada de Lanzmann desde el corazón de las tinieblas. A su lado, cualquier otro descenso a los infiernos deviene pura retórica. Por eso nuestra retina ya no puede asimilar nada más en días. Porque hemos visto mucho más de lo que resulta visible en la película, hemos visto lo invisible, lo innombrable, lo irrepresentable. A través del tragaluz del silencio de Shoah, la mirada de Lanzmann nos ha hecho ver aquello que no podía ser mostrado, lo que no quería mostrar, lo que no mostró. Por eso Shoah no es Memoria ni Historia. O no sólo Historia y Memoria. Es, sobre todo, Cine. No es una película sobre la Shoah -caos, catástrofe, destrucción, aniquilamiento, exterminio-. Es la Shoah.

22/1/11

El camino del amigo

En la película de Jean-Pierre Limosin, Abbas Kiarostami, vérités et songes (1994) de la serie Cineastas de nuestro tiempo, el director de Y la vida continúa aparece al volante de un coche como su alter-ego de la película en busca de los paisajes y de los personajes de sus filmes. Se detiene al borde la carretera y por la ventanilla vemos el camino zigzagueante de Dónde está la casa de mi amigo:


Kiarostami admite que el camino fue trazado para la película:

En una película unimos partes documentales y de ficción, es nuestro método de trabajo. Enhebramos verdades y mentiras para llegar a una verdad más grande.

Y le preguntan si ese camino de la película lleva a alguna parte:

Aparentemente no lleva a ninguna parte, pero lleva a algún sitio, porque es un camino sin fin y este tipo de caminos llevan a muchos lugares, al menos para mí. Muchas autopistas no llegan tan lejos como este camino. Un artículo de Film decía que este camino, después de tres películas [además de las citadas, A través de los olivos], es un camino que cumple los deseos. Se cree que hay algo detrás del camino. No sé si es verdad pero para mí hace milagros.

Fotografía de Abbas Kiarostami

El tema del camino conduce al tema del amigo:

La poesía iraní sólo habla de la amistad. Hafiz [Hafiz Shirazi, 1325-1389] dijo: "Los buenos momentos son aquellos vividos con un amigo, el resto no es más que yermo y ausencia". Han profundizado tanto en ese tema que consideran que no existe otro digno de ser cantado.

Fotograma de Dónde está la casa de mi amigo

20/1/11

El río y los ríos

Con o sin razón soy de río, tal como otra gente es de mar, escribió el poeta Carlos Casanova. Lo mismo digo; que este finisterre atlántico me haya adoptado en lo que va de siglo se lo debo a Ángeles, una mujer de mar. Me gustan los ríos; cuando era un niño, deletrear sus nombres era casi un ejercicio de geografía fantástica: Brahmaputra, Orinoco, Azul, Limpopo, Volga, Zambeze, Amu Daria, Mississippi, Mekong, Colorado, Amarillo, Nilo...

Fotografía de Ansel Adams

Y me gusta que el río haya servido como metáfora de la vida y de los relatos. Y las ciudades con río, o con ríos: Nueva York, Roma, París, Florencia, Lisboa... Y las escenas de río, en The Naked Spur (1953) -aquí Colorado Jim- de Antonhy Mann o en Wagon Master (1950) de John Ford.

Wagon Master de John Ford

Me gustan las películas de ríos, sublimes como L'Atalante (1934) de Jean Vigo, oníricas como La noche del cazador (1955) de Charles Laughton; excesivas y lisérgicas como Apocalypse Now (1979) de Coppola; leves y serenas como Steamboat Round the Bend (1935) de John Ford, con fotografía de uno de sus operadores preferidos, George Schneiderman; casi íntimas como Une partie de campagne (1936) de Jean Renoir, que conjuga con encanto los efectos de realidad (de lo documental) en clave de teatro de los afectos (de la ficción);

Une partie de campagne de Jean Renoir


o épicas como The Big Sky (1952) de Howard Hawks, que aquí se tituló Río de sangre, una aventura en un barco río arriba por el Missouri, filmada en exteriores con ingredientes de un convincente verismo y en un hermoso blanco y negro por Russell Harlan, que me hubiera encantado ver de niño.

The Big Sky de Howard Hawks

Y me gustan las películas que llevan la palabra río en el título original, el river, la mayoría. Dos de las mejores se titulan así, The river, sin más. El río.

The River de Pare Lorentz

Como The river (1938), una película sobre las inundaciones del Mississippi en 1937, un poema cinematográfico que me recuerda las inundaciones del río Miño -mi río- a su paso por el Arrabal en Tui, donde desembocaba el río Tripes, un espectáculo -riadas o cheas le decían- que, durante los años de mi infancia, podía arrebatarme horas la mirada, abismada en tanta agua, con los vecinos del Arrabal en barcas de hechuras afiladas, navegando por las callejas y entrando en sus casa por la ventanas de la primera planta, cuando la había, en aquel paisaje de diluvio, una escena primordial de la memoria a la que también me remite la majestuosa puesta en escena con visos mitológicos de la inundación en Eleni (2004) de Theo Angelopoulos;

Eleni de Theo Angelopoulos

The River de Pare Lorentz

en fin, The River, un "clásico" del cine documental, obra de Pare Lorentz, un escritor y cineasta del grupo Frontier Film formado en Nueva York a mediados del los 30  en el que también se habían integrado Paul Strand, Leo Hurwitz, Herbert Kline o Ralph Steiner, dedicados a la producción de documentales con la idea de hacer películas como herramienta de lucha política -eran comunistas o próximos, o sea, compañeros de viaje-, pero que dejaron muestras del mejor cine -sin adjetivos- de su tiempo.

El río de Jean Renoir

Como The River (1951) -El río-, una obra maestra -maravillosa, bellísima, imprescindible- de Jean Renoir, donde la ficción y el documental afluyen a la corriente del río (Ganges), como la vida y la muerte, una corriente ante la que cualquier relato, cualquier representación, deviene prueba palpable de la fragilidad de las formas -abocadas a una derrota presentida- en el aquel de aprehender el delicado misterio de la existencia, como el relato destilado por la película que comienza con estas palabras: Esta es la historia de mi primer amor, en ella se cuenta lo que es crecer a orillas de un río salvaje, aunque el primer amor debe ser igual en todas partes. Ya estoy escuchando al amigo Diomedes Díaz: "A qué estás esperando para escribir sobre El río, y no me vengas con evasivas -¿Sobre cuál de los ríos?-, que te conozco".  

Río Rojo de Howard Hawks

Y, claro, me gustan mucho  Río Rojo (1948) y Río Bravo (1959), ambas de Howard Hawks, que también rodó Río Lobo (1970), y se merece el título de cineasta de los ríos; Río Grande (1950) de John  Ford,  House of the River de Fritz Lang, Bend of the River (1952) -aquí, Horizontes lejanos- de Anthony Mann. No quiero olvidarme de  Río sin retorno (1954) de Otto Preminger, de Wild River (1960) de Elia Kazan, Río Conchos (1964) de Gordon Douglas, Río abajo (1984) de Borau y The River (1997) de Tsai Ming-Liang. De este siglo me quedo con Mystic River (2003) de Clint Eastwood -aquí enterramos nuestros pecados y lavamos nuestras conciencias-, y Frozen River (2008) de Courtney Hunt.

Bend of the River de Anthony Mann

Algunas películas las habré olvidado sin querer, pero de éstas quise acordarme: prueban que a los ríos les sienta bien el cine. Y al cine le sienta bien el river, el río y los ríos.