17/1/11

Nada más se sabe...


En la entrada del pasado miércoles sobre los cines desaparecidos, una lectora evocaba el cine de su pueblo reconvertido ahora en un bar de diseño que no quiere pisar, ha elegido guardar la memoria de aquel cine, y escribía: Quiero recordar las primeras citas con el camarero del bar del pueblo. Citas silenciosas, citas con asientos en distintas filas. Citas de sentir su aliento en mi cuello juvenil. A esa experiencia, a esa memoria, a esa educación sentimental remite The Last Picture Show (1971); esa evocación podría haber sido una escena de la película de Bogdanovich. Cada vez que volvemos a verla, regresamos a nuestro pueblo, vemos el cartel de una película, examinamos "los cuadros" anticipando el placer que nos aguarda, sacamos la entrada en la taquilla y entramos en el cine, una experiencia que va más allá de la película y una encrucijada donde acontece una transfiguración, como nos dice la voz de Godard al final de los créditos de Le mépris, atribuyendo la cita a André Bazin pero que, en realidad -y Godard lo sabía de sobra-, es de Michel Mourlet: el cine sustituye nuestra mirada por un mundo a la medida de nuestros deseos. 

Sonny  besa a su chica en el cine de Anarene, 
pero no aparta los ojos de la pantalla, de Liz Taylor 
en El padre de la novia de Vincente Minnelli  

Por eso, un cine abandonado es un lugar de memoria y un centro del mundo. Y como se canta lo perdido, que decía Antonio Machado, The Last Picture Shaw canta todo lo que perdimos cuando los cines, que cobijaron nuestros sueños y cuajaron nuestros deseos en la pantalla, han desaparecido.

 Cine Aguia en Porto (Portugal)

Cine Paz en Mendoza (Argentina)


Pero Bogdanovich canta también un cine perdido, o mejor, la edad de oro del cine americano, aquellas películas que vio cuando tenía diez años, Río Rojo de Hawks cinco veces o La legión invencible de Ford diez veces. Es ese cinéfilo quien acabará dirigiendo The Last Picture Shaw, una película que evoca el cine de su infancia en los carteles de Wagon Master de Ford o de Arenas sangrientas de Allan Dwan y que clausura el Royal Theatre de Anarene con Río Rojo.


A finales de los años cincuenta algunos de los más significados críticos-cinéfilos de Cahiers -Chabrol, Truffaut, Rivette o Godard- se convertían en directores de cine; diez años después Peter Bogdanovich realizó el mismo tránsito, pero en América era insólito, más aún si ese tránsito llevaba a Hollywood, y no digamos si llevaba a las nominaciones a los óscar. Uno de los primeros trabajos remunerados de un veinteañero Bogdanovich fue como programador y autor de los textos sobre las películas del The New Yorker Theater, el cine del matrimonio Talbot en el Upper West Side que se convirtió en el templo de los cinéfilos neoyorquinos de los 60.

Dan Talbot con Alfled Hitchcock 
en el cine New Yorker de Manhattan

Hace cincuenta años por estas fechas Bogdanovich programó La película olvidada, un ciclo de veintiocho películas en programa doble que cambiaba cada día a lo largo de dos semanas. Vale la pena citar que entre esas películas olvidadas estaban, por ejemplo, Sólo los ángeles tienen alas y La fiera de mi niña de Hawks para darse cuenta de que en apenas veinte años esos filmes habían desaparecido, eran películas "viejas" que ya resultaban invisibles; ya escribí aquí a propósito del caso de Freaks de Tod Browning. Entre los que escribían textos sobre las películas programadas en el cine New Yorker encontramos también a Jonas Mekas o Eugene Archer -el primer americano que leyó los Cahiers, según Bogdanovich-que contribuyeron a la formación del futuro director de The Last Picture Show, quien se hizo un nombre en los primeros sesenta al programar las retrospectivas de Orson Welles -en 1960-, Hawks -en 1962- y Hitchcock -en 1963- en el MoMA, y escribiendo en Esquire. Los artículos y entrevistas de Bogdanovich en Esquire llamaron la atención de Roger Corman -al que le deben sus primeros pasos en el cine Coppola, Scorsese o Sayles-, que le preguntó si, además de escribir sobre cine, le interesaba trabajar en el cine. Bogdanovich no se lo pensó dos veces y al poco tiempo estaba escribiendo el guión de The Wild Angels (1966) -aquí, Los ángeles del infierno-, el mismo año que Larry McMurtry publicaba una novela titulada The Last Picture Show.


Bogdanovich le debe a Corman la oportunidad de dirigir su primera película, Targets (1968) -aquí El héroe anda suelto- con un guión propio -revisado por su amigo Sam Fuller que no quiso figurar en los créditos- a partir de un argumento escrito con su mujer, Polly Platt.

Bogdanovich, a la dcha., dirige a Boris Karloff en Targets

Esta primera película despertó el interés de Bob Rafelson -el futuro director de El cartero siempre llama dos veces (con aquella escena de tórrida memoria) y socio de BBS, la productora que se forró con Easy Rider (1969)- y quisieron saber si tenía algún otro proyecto entre manos. En la entrada anterior os conté una de las versiones que circulan sobre el primer encuentro de Bogdanovich con la novela de Larry McMurtry. Hoy os traigo la versión del propio Bogdanovich. Por lo visto estaba un día en un drugstore haciendo cola para pagar un dentífrico y en la espera curioseó en un expositor de libros, le llamó la atención el título, The Last Picture Show, y lo devolvió a su sitio cuando leyó en la contraportada que trataba de unos chicos que crecían en un pueblo perdido de Texas, una historia que no le interesaba. Pero un par de meses después Sal Mineo -en él se cruzan las dos versiones-, al que había conocido en el rodaje de El gran combate de Ford, le recomendó que leyera la novela, porque a él le había gustado mucho y creía que era un buen material para una película. Entonces Bogdanovich le pasó la novela a Polly Platt para saber su opinión, si ella veía también una película en sus páginas. Aún os podría contar otra versión de la historia, pero difiere en pocos detalles y todas coinciden en que Bogdanovich se decidió finalmente a llevar a la pantalla The Last Picture Show gracias a la recomendación de Polly Platt: le parecía un buen material de partida y, como se había criado en un pueblo como el de la novela, conocía de primera mano el microcosmos que reflejaba y le resultaba un mundo cercano, ella había vivido allí.
     
Polly Platt, en 2004

Bogdanovich escribió el guión con Larry McMurthy. Qué conservar y qué omitir de la novela representan las coordenadas de la adaptación. Teniendo en cuenta ese proceso de selección, los cambios respecto al original no son sustantivos y son contados los añadidos de Bogdanovich. Thalia, el pueblo perdido de la novela se convierte en el Anarene de la película, se precisa el marco temporal -entre noviembre de 1951 y octubre de 1952- de la historia, Bogdanovich escribió la escena entre Sonny y su padre en el baile, añade la escena de la graduación... Polly Platt se encargó del diseño de producción y del vestuario de la película, y rodaron en Archer City, donde se crió Larry McMurtry, el pueblo cuyas almas y topografía trasmutó literariamente en la novela.

Archer City hoy en día 


Además del hecho mismo de rodar donde la historia había germinado y del descubrimiento del triángulo de los jóvenes -los amigos Timothy Bottoms (Sonny) y Jeff Bridges (Duane) enamorados de Cibyll Shepherd (Jacy)-,




cabe subrayar dos decisiones de gran calado que van a dejar una huella perdurable en nuestra mirada: el reparto de secundarios y la fotografía de la  película. Serge Daney escribió que los directores conversan entre sí a través del cuerpo de sus actores y actrices, más aún, que esa relación inscrita en la mirada de los distintos directores sobre los cuerpos representa la verdadera historia del cine, la más íntima, la más secreta. Pues bien, The Last Picture Show puede verse también como una conversación entre Bogdanovich y su admirado John Ford a través del cuerpo de Ben Johnson, cuyas maravillosas cabalgadas por la pradera tanto había disfrutado viendo La legión invencible, hasta tal punto que el personaje que encarna -Sam, el León- se convierte en la presencia -y la ausencia- cardinal del pueblo, es el dueño de los billares, del café y del cine, pero más allá de eso, es el alma de Anarene. A través de todo lo que representa Ben Johnson el tono elegíaco del cine de Ford encuentra sus acordes en The Last Picture Show.


Desde el primer momento, Bogdanovich tenía claro que Ben Johnson era Sam pero se negaba a hacer la película, el guión le parecía obsceno. Ya conté aquí cómo fue el propio Ford quien convenció al actor de que aceptara el papel en la película del hombre de las preguntas. Es otra deuda que hemos contraído con el director de Centauros del desierto.

En el centro, Bogdanovich con Ben Johnson 
en el rodaje de The Last Picture Show

El reparto de secundarios de The Last Picture Show incluye tres personajes femeninos con el pasado a cuestas; con el peso de la decepción como Ruth, encarnada por Cloris Leachman;


con un resplandor lejano que se apaga con los años, como Lois, en la piel de Ellen Bursthyn;


y con buen corazón pese a todo como Genevieve, un pequeño papel con el que Eileen Brennan bendice cada una de las escenas en las que la cámara se demora en ella. Esas mujeres cifran el pasado de Anarene pero también dibujan el horizonte de los jóvenes protagonistas como Sonny, Duane y Jacy, cuánta soledad -y aun desolación- puede llover el tiempo sobre lo que les queda por vivir.


Porque de eso trata The Last Picture Show, de la erosión del tiempo, de la pérdida irremediable y del aprendizaje de la decepción que lleva aparejado el aquel de crecer: el descubrimiento del sexo, enamorarse, que te rompan el corazón, la pérdida de la inocencia y la amistad que sobrevive con heridas, encontrar tu lugar en el mundo y perderlo, cicatrices y lo incurable en carne viva.






Y para envolver con una piel de celuloide la tristeza que desprende The Last Picture Show la fotografía en blanco y negro de Robert Surtees, un director de fotografía que había aprendido el oficio en los últimos años veinte con el gran Gregg Toland. Bogdanovich barajó la posibilidad de rodar en blanco y negro aunque estaba seguro de que los productores se negarían, pero Orson Welles le insistió en que la película "no admitía el color" y que debía convencerlos. Llegado el momento, cuando los productores le preguntaron por qué quería rodar en blanco y negro, Bogdanovich esgrimió su argumento de autoridad: Orson Welles estaba convencido de que no podía rodarse de otra manera. Y los productores transigieron: si Welles lo dice... Aquel día los dioses lares del cine estaban a lo que tenían que estar. La fotografía en blanco y negro con una composición en profundidad y grandes planos generales, conjugada con una banda sonora exclusivamente diegética, a base de canciones -rigurosamente anteriores a 1951- como Cold Cold Heart, Blue Velvet o Why Don't You Love Me, que escuchamos en la radio, en la jukebox o en el tocadiscos, contribuyen a dotar a la película de un sentido del tiempo y del lugar, preñado de silencios y melancolía.


El monólogo de Sam deviene un momento muy Welles en The Last Picture Show, cuando evoca para Sonny aquella historia de amor ocurrida hace veinte años, mientras la cámara se acerca en un lento travelling hasta un primer plano de Sam y concluye que no hay nada en esta vida como enloquecer por una mujer como aquella. Y entonces, como si los elementos se regocijasen en la memoria de aquel amor, una rendija se abre entre las nubes y el sol se derrama sobre el rostro de Sam.


Bueno, obviamente nadie podía prever que algo así ocurriría y menos aún que ocurriría en ese momento preciso. Fue un milagro, qué duda cabe. Una vez John Ford le había confesado a Bogdanovich que casi todo lo bueno del cine ocurre por accidente. Welles estaba de acuerdo, pensaba que un director es un tipo que gobierna accidentes. Se ve que los dioses lares del cine miraron por esta película como ángeles de la guarda. Cómo no recordar aquella escena de Ciudadano Kane cuando Bernstein en un plano sostenido evoca aquella mujer que vio fugazmente en un ferry, fue hace cincuenta años pero no hay día que no la recuerde. Era la escena favorita de Welles de todas las escritas por Herman Mankiewicz. Aquel recuerdo luminoso de Sam lo sostiene y cifra su resistencia, sigue en pie gracias a la memoria de aquel amor, de aquella belleza; la memoria -de la fugacidad del amor- que ilumina con tristes grises la triste historia que vive Sonny con Ruth: apenas un momento de felicidad...


y un cobijo precario para tanta soledad, para tantas pérdidas, para tanta desilusión, cuando ya ni siquiera existe el cine para que la mirada deambule por un mundo acorde con nuestros deseos.


Hasta convertirse con el último lento encadenado de la película en los fantasmas de Anarene, rescatados de la erosión del tiempo, de ese viento inclemente que azota la calle amenazando con llevarse todo salvo la soledad y la desdicha, por una emulsión en blanco y negro. Entonces me vuelvo hacia Ángeles y tiene los ojos llenos de lágrimas.


The Last Picture Show se abre y se cierra de forma simétrica;  empieza y acaba en el cine Royal de Anarene.


Entre ambos planos asistimos a la vibración de unos versos de Keats que el profesor de inglés les lee con pocas esperanzas de que les diga algo a Sonny, Duane, Jacy y compañía, los últimos versos de la Oda a una urna griega. Julio Cortázar los tradujo así:

Cuando a nuestra generación destruya el tiempo
tú permanecerás, entre penas distintas
de las nuestras, amiga de los hombres, diciendo: 
«La belleza es verdad y la verdad belleza»… Nada más
se sabe en esta tierra y nada más hace falta.


Nada más se sabe en esta tierra y no hace falta saber más: he ahí el corazón del filme de Peter Bogdanovich que irradia cada escena, cada plano, cada fotograma. Esa verdad es la que convierte The Last Picture Show en una película memorable -las ocho nominaciones, los dos óscar para Ben Johnson y Cloris Leachman, el taquillazo y la consideración de "clásico moderno" son a la postre pura anécdota- y, para quien esto escribe, en la mejor película de Bogdanovich, un cineasta que se enamoró en el curso del rodaje, que luego conoció la celebridad, la tragedia, el fracaso y la quiebra, y sobrevivió.

Bogdanovich dirige a Cibyll Shepherd 
en una escena de  The Last Picture Show

Un día se lamentaba con Welles porque Greta Garbo sólo hubiera hecho dos buenas películas. Welles sonrío: "¿De qué te apenas, Peter? Basta con una". Una como The Last Picture Show.

1 comentario:

  1. CibyllShepherdCibyllShepherdCibyllShepherdCibyllShepherdCibyllShepherdCibyllShepherdCibyllShepherdCibyll...

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