Hace casi quince días vimos De dioses y hombres (2010) de Xavier Beauvois, el título aquí invierte los términos del original, Des hommes et des dieux. O sea, "Hombres y dioses". Curioso. Y vete a saber por qué. Desde luego no por eufonía. ¿Por qué no, ya puestos, "De hombres y dioses"? El caso es que esa inversión en el orden de los elementos del título original resulta significativa porque traiciona el sentido -o si se quiere, las prioridades- de una película que trata de hombres más que de religión, de hombres que creen más que de dioses; de lo humano antes que de lo divino. ¿Habrán seguido la pauta del título en inglés elegido para la película? ¿Y por qué también en inglés? Tampoco por eufonía. ¿Por una mayor familiaridad en la expresión? En fin, ¿por qué no respetarán los títulos -salvo por razones bien fundadas- si es casi siempre lo primero que nos cuenta algo -significativo- de una película?
Como no había visto ninguna de las cuatro películas anteriores de Xavier Beauvois y cada vez -será la edad- encuentro más razones disuasorias de ir al cine -cartelera descorazonadora casi siempre, doblaje, mala educación (móviles, revuelto y rumiado de palomitas, magreo de bolsas de plástico...) de los ocupantes de las butacas (me niego a llamarlos espectadores), ambientadores irritantes y salas cutres-, lo único que me empuja a perseverar es un puro gesto de resistencia (no sé de qué otra forma llamarlo, ah sí, tozudez). En esta ocasión, cabezonería aparte, sólo me animó a ver De dioses y hombres el gran premio del jurado del pasado Festival de Cannes, pero sobre todo porque Víctor Erice formaba parte de ese jurado y sé -de buena tinta- que el juicio del cineasta sobre las películas fue determinante a la hora de adjudicar las principales palmas del festival, y, seamos claros, también tenía toda la pinta de alejar a ocupantes de butacas rumiadores. Además, qué demonios, ir al cine con Ángeles y conducir de vuelta a casa hablando durante una hora de la película que acabamos de ver -aun poniéndola de vuelta y media, y no digamos si nos gusta- es un placer que -esta vez con todas las razones del mundo- me resisto a perder, y que tantas veces se prolonga aquí. Y lo diré ya: nos gustó mucho, es una buena película, y aun muy buena. Lo diré de otra forma: bastaron media docena de planos para apreciar que, además de ver una película, veíamos cine, una experiencia que resulta cada vez más difícil cuando uno va, mira tú, al cine. Si esperé a escribir sobre De dioses y hombres fue porque quería verla otra vez, no hubo ocasión, pero tampoco hubo día que no la rememorara, y hablar con Pepe Coira de ella el lunes avivó el deseo de decir algo sobre De dioses y hombres. Y no sólo porque me guste mucho la película, sino también -y más que nada- porque el cine que lleva dentro es (el tipo de) cine que más me gusta.
Trazaré las coordenadas de los hechos desplegados en De dioses y hombres: 1996, Argelia, una pequeña abadía en Tibhirine, ocho monjes cistercienses en las montañas del Magreb, corrupción del poder del FLN, terrorismo islamista del GIA... Supongo que os suena, quizá lo recordéis. Atrapados entre el ejército argelino y los islamistas armados, los monjes se plantean qué hacer, ¿irse o quedarse?
Con esas coordenadas De dioses y hombres podría derivar hacia una película en forma de crónica -pongamos por caso, Bloody Sunday (2002) de Paul Greengrass- , pero -y creo que ahí reside su grandeza-, respetando los hechos, deviene un acercamiento a la vida monacal que, en el curso del tiempo narrado, alcanza un grado de intimidad y capacidad de abstracción poco frecuentes cuando el cine pretende dar cuenta de la historia -la vida y el drama- de los pequeños seres sometidos al vendaval de la Historia, a menudo sucede que la Historia arrasa la historia.
No es este el caso. Beauvois logra en De dioses y hombres un (milagroso) equilibrio en el fluir de la vida de unos hombres (buenos) en una encrucijada convulsa. Cuando recibió el guión de Étienne Comar, le gustó pero quiso reescribirlo con el guionista para retrasar la irrupción de la violencia y mostrar a los monjes en su rutina cotidiana, antes de que se vea alterada y poder comprender entonces las convulsiones anímicas que experimentan. Beauvois se toma su tiempo para mostrar quiénes son y cómo viven esos monjes, qué significa vivir en comunidad y qué vínculos los unen a la naturaleza y a las gentes de Tibhirine. Como en Stromboli (1949) y, claro, en Francesco, giullare di Dio de Rossellini la ficción es también un documento.
Beauvois podría suscribir estas palabras de Rossellini: No soy un cineasta religioso, me gusta filmar a la gente que cree. Y filma a sus monjes con sencillez para mostrar -no significar, sino mostrar, o, por lo menos, como decía Rohmer, no significar sin antes mostrar- su bondad. Las horas de oración, los cánticos, el trabajo, el estudio, el silencio, la comunidad y la convivencia con gentes que tienen otro dios, en definitiva, los rituales de la vida afloran como la medida -el compás- de la puesta en escena, hasta el punto que en De dioses y hombres la puesta en escena no es otra cosa que el ritual de los monjes.
Una puesta en escena austera, decantada con planos fijos en el interior de la abadía, iluminados por Caroline Champetier, imágenes justas antes que imágenes bellas -o bellas gracias a que son justas (y justas porque son justamente imágenes construidas con un primoroso cuidado de lo que muestran y del tiempo que cobijan)-, una puesta en escena que se corresponde con la humildad -y la firmeza- con que viven los monjes. Humilde es el abrazo del abad con un árbol, el cultivo de la tierra, la elaboración de mermeladas, la atención a los aldeanos en el dispensario de la abadía, la dicha de escuchar juntos El lago de los cines que suena en una casete -una escena que revela con honda y callada elocuencia el sentido y el compromiso de la comunión de los monjes-... Y de la humildad de su registro fílmico brota la emoción. Por así decir, Beauvois filma con el rigor técnico acorde con la moral (cinematográfica) que inspira la aprehensión fílmica de la vida de la abadía.
Caroline Champetier en el rodaje de De dioses y hombres.
Abajo rueda una escena con una cámara Aaton Penélope
Y sólo cuando llega el desgarro con la irrupción de la violencia y el abad sube a la montaña en busca de iluminación, Caroline Champetier lo acompaña con panorámicas amplias de su cámara (una ligera Aaton Penélope) para inscribir el trance íntimo en la gloria de la naturaleza, en el cosmos. En De dioses y hombres, lo religioso emerge de una experiencia humana, demasiado humana, por eso nunca se subraya el heroísmo del martirio; en el sacrificio de los monjes no hay lugar para los gestos grandilocuentes ni el tono épico, sencillamente son hombres que han comprometido su vida -un compromiso que los religa a la comunidad, a las gentes, al lugar- y lo asumirán si llega el caso.
Beauvois ha contado que, antes que pasarse unas cuantas semanas comentando el guión con los actores alrededor de una mesa, prefirió que se encerraran en un monasterio para que aprendieran a vivir juntos, a cantar juntos, y cuando llegaron al rodaje habían trenzado fuertes lazos entre ellos. El cineasta filmó esos lazos. Y los movimientos, los ritmos y los gestos. Y los trabajos y los días. Y el silencio. Y los rostros, ese maravilloso monje anciano, ese magnífico Hermano Luc encarnado por Michael Lonsdale en el gran papel de su vida... Como si la forma fílmica fuera apenas la piel de la materia filmada en el aquel de atrapar lo fugitivo, la efímera vibración que germina en lo más íntimo, la conmoción que asoma en una mirada, el temblor que anida bajo la calma aparente, el latido secreto... que sólo la cámara puede capturar y sólo nuestra mirada puede encontrar en la pantalla, gracias al trabajo de iluminación y fotografía, tan delicado y sutil, desplegado por Caroline Champetier (quebrantado a menudo por una proyección deficiente en las salas).
Una forma fílmica que remite en algunas escenas a Mantegna o a Zurbarán, porque, como dice Beauvais, si quieres mostrar algo y ya Mantegna lo encuadró de la forma más bella para qué romperte la cabeza y hacerlo peor. Quizá por ese respeto a la materia que se narra y por ese cuidado de la forma, Beauvois y su equipo de fieles (además de Champetier, los sonidistas Jean-Jacques Ferran y Eric Bonnard) fueron merecedores del milagro de la nieve que empezó a caer en el momento justo del rodaje, e iluminó al cineasta cuando barajaba otro final para la película. Los elementos conspiraron para que De dioses y hombres encontrara la clausura que necesitaba. Y la nieve caía como una bendición sobre hombres y dioses.
Si me gusta tanto el cine que representa De dioses y hombres es porque Beauvois se concede tiempo para mostrar, es decir, me lo concede a mí para mirar; porque ese tiempo que despliega es una experiencia digna de ser contemplada; porque no quiere atrapar mi atención a toda costa, sino que me deja espacio para que yo entre en el juego de distancias que los planos proponen, para que me acerque a los monjes; porque me invita pero no me impone una intimidad con los personajes, una intimidad que es una resultante, no una premisa; porque renuncia a entretenerme (a mi edad uno sabe cómo entretenerse sin necesidad de ir al cine) y no trafica con golosinas audiovisuales; porque no me vende un producto de consumo digerible; porque sólo quiere compartir una mirada sobre otros hombres digna de ser recordada. Y el cine -no basta una película- es la condición de la memoria.
Xavier Beauvais (agachado, el primero por la dcha.)
con sus monjes de De dioses y hombres
Me gustará, no sé si tanto como tu texto.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pinta excelente
ResponderEliminarBuenas noches Daniel
Cada vez que puedo mirar por esta ventana,últimamente razones miles de todo tipo me lo impiden,me asombro de la capacidad que posees para describir las películas y para hacer que los que miramos, nos asombremos día a día.
ResponderEliminarEl esfuerzo es grande,pero yo personalmente me alegro de poder leerte.
Gracias.