Uno de mis libros favoritos se titula Ómnibus de poesía mexicana (presentación, compilación y notas de Gabriel Zaid) de siglo xxi editores, 1ª edición de 1971, casi setecientas páginas en formato bolsillo, con una viñeta de un tren (ómnibus) en marcha en la portada. Un libro con algunos de los más hermosos poemas de la lengua castellana y que me descubrió a poetas deslumbrantes como Ramón López Velarde, Carlos Pellicer o Alí Chumacero -el editor de Pedro Páramo-. Me lo regaló Juanito, el nieto del llorado (y querido) Paco Comesaña (quien inspiró -y aun más- el Daniel Da Barca de O lapis do carpinteiro de Manuel Rivas).
Pero en el ómnibus no encontré a José Emilio Pacheco -a quien acaban de conceder el Cervantes-, lo encontré por casualidad en una entrevista de algún periódico y copié unos versos suyos:
Todo el mundo está en llamas.
Lo visible
arde y el ojo en llamas lo interroga.
De entre los poemas de José Emilio Pacheco que conozco me gusta especialmente Aceleración de la historia (que aquí no consigo trasladar con la sangría original en los versos pares):
Escribo unas palabras
y al mismo
ya dicen otra cosa
significan
una intención distinta
son ya dóciles
al Carbono 14
Criptogramas
de un pueblo remotísimo
que busca
la escritura en tinieblas.
Un poema que cifra las cenizas del tiempo sobre las que araña sus versos con ironía José Emilio Pacheco, palabras que nos remiten a la tierra a la que pertenecemos. No era otra la misión que Heidegger imaginaba para el poeta sino el testimonio de lo que nos religa al barro donde se amasan los huesos. Donde se cuecen las formas de la memoria al calor de un ojo en llamas que pregunta.
30/11/09
El ojo en llamas
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26/11/09
Escalofríos
Siento debilidad por los bodegones. Unas frutas y unas cacharros, o unas vasijas, de Zurbarán
o esos planos vacíos de Ozu.
O esa maleta de la escena final de El sur o unos membrillos, que también son bodegones, de Erice.
O esas cercas que Ford compone como frágiles huellas del hombre en la frontera del jardín salvaje del oeste, que también son bodegones, sólo que del infinito.
O esos paisajes y estudios (de pintor) del maestro, en definitiva, bodegones transfigurados que devienen cartografía de sombras o breviario de espectros.
Más de una vez hemos hablado con el maestro del bodegón español, un bodegón que en palabras de Esther Casal, habría que contemplar como un retrato, más que como naturaleza muerta. Diríase que cabría verlo como un paisaje del alma. Y todo esto viene a cuento del artículo de Félix de Azúa que hoy leí en El País de buena mañana, un texto sobre el pintor español del siglo XVIII Luis Meléndez
y que se titula Una mirada desafiante, pero que mejor le hubiera sentado el de "Escalofríos".
Félix de Azúa disiente de la adscripción del bodegón español al realismo. No ve ninguna 'realidad' en el barro, estaño o loza de esos pucheros, jícaras y cuencos, o de esos panes, uvas o quesos de Luis Meléndez, con tal grado de visibilidad que devienen tan 'irreales' como los lienzos de Mondrian, que remiten a una mirada de ángel o demonio. Una mirada excesiva. Y toda mirada excesiva es una mirada interior, de los adentros, de quien ve más lejos, más hondo, de quien ve íntimamente. Vea lo que vea. De ahí los escalofríos.
En fin, leed el artículo de Azúa, y comprobaréis también qué razón tiene cuando llama la atención sobre la estupenda película, sobre el tan poco o nada contado siglo XVIII, subyace en la peripecia vital del desconocido Luis Meléndez.
Durante algunos años, me serví de un texto de Félix de Azúa para aproximar a los alumnos el significado profundo que encierra el oficio de contar historias. Bueno en realidad usaba el texto a modo de partitura a partir de la que improvisar, manipulando el relato según las reacciones -siempre no verbales- del auditorio. Creo que cada año que pasaba lo contaba mejor, era algo así como si me ganara el derecho a merecerlo, el derecho a contárselo a otros. En fin, quizá sea el momento de rendirle un homenaje y ahora es una ocasión tan buena como otra cualquiera para traerlo aquí. Es un fragmento de la entrada 'artista' de su Diccionario de las artes editado por Planeta en 1995:
Para explicar (aproximadamente) lo que es un artista debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo porque es un método poco científico muy utilizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso, pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.
En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que, tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para el transporte de ganado.
Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero. Antes de llegar muchos murieron de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.
Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para la evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adonde los conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. «¿Qué se me da a mí en dónde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino del matadero?», decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes a colaborar, y luego se negaban a oír y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero hasta los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla no tenían fuerzas para hablar. Llevaban quizá cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte.
También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. «Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince...», decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos.
No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luego una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador... Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados.
Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia de un mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. «Algunas mujeres de este pueblo se han reunido junto a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en los brazos, le señala a nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla», decía, por ejemplo, uno de los oteadores más apreciado por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño vería la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizá así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: «Yo vi a los judíos pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones.» Así parecía redimirse una parte del dolor, aunque sólo fuera de un modo muy ideal.
En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de la vida. Un signo indescifrable, como el rayo que desciende del cielo e ilumina la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera sacado la mano o que la mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era sentirse partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos.
El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino constancia de la existencia de otro mundo en el que las leyes permitían vivir a la luz del sol. La vida de los condenados hacinados en el vagón era espantosa, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se convertía en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror, sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se mantenía de ese modo la esperanza de que el horror tuviera un final.
Mientras el oteador era capaz de mantener la variedad del relato, mientras lograba convencer a sus oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el mundo del horror permanecía como la otra ficción. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la otra como ficciones mutuas.
Sólo cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea del oteador carece de sentido y es inútil porque nadie la necesita. Pero cuando eso sucede, como en nuestros días posiblemente suceda, no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticismo y la resignación de los condenados.
Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movida por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en el vagón, era la fuerza que alzaba y soportaba al vigía, y el grupo entero era el que aceptaba o rechazaba sus observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento.
Añadamos, para concluir, un último punto de gran relevancia en nuestros días. A pesar de que las relaciones entre los condenados y los oteadores llegaron a ser muy densas e incluso en algún vagón casi institucionales, ni uno solo de los oteadores olvidó a cuál de los dos mundos pertenecía, aunque conociera dos mundos igualmente reales y verosímiles. En ninguna de las memorias y diarios que he podido leer aparece jamás un oteador que exigiera ser mantenido por la comunidad de presos.
Al final de la entrada, Félix de Azúa anota estas referencias bibliográficas:
Simón, Laks, Mélodies d'Auschwitz, Cerf, 1991.
León, Poliakov, Auschwitz, Julliard, 1964.
W. L, Shirer, The Rise and Fall of the Third Reich, Pan Books, 1964
Cómo resistirse entonces a la imagen del artista -el narrador de los trenes de la muerte, Luis Meléndez o quien sea- como un artesano de la mirada, como aquél que conjura -en el doble sentido de 'exorcizar' e 'invocar'- los escalofríos.
25/11/09
El hombre de las rosas
Ángeles me regaló uno de los libros que suspiraba por leer: John Ford. El hombre y su cine, de Tag Gallagher. Acaba de editarlo Akal. Casi ochocientas paginas, formato medio, tapas duras y sobrecubierta. Una edición revisada de la original inglesa de la que ya os hablé aquí, de paso que os contaba quién era Tag Gallagher. Y cómo era. Pero cuando escribí sobre él no disponía de una foto suya, sólo de la descripción -aún no sabía hasta qué punto era fiel- a cargo de Pepe Coira.
Éste es Tag Gallagher. La foto fue realizada hace medio año en Buenos Aires durante el BAFICI. La encontré esta mañana y me apresuré a enviársela a Pepe Coira para que me confirmara que efectivamente se trataba de Tag Gallagher. Y sí, es él, el mismo que viste y calza -hoy como entonces-, sólo que desde que estuvo en el CGAI hasta ahora echó barriga. El hombre que ha escrito muchas de las mejores páginas que se hayan vertido nunca sobre John Ford, sobre el hombre y sus películas.
Cabe desgranar algunos ingredientes que convierten el libro de Tag Gallagher sobre John Ford no sólo en una obra apetecible sino recomendable: un profundo conocimiento de la filmografía del cineasta que le permite establecer correspondencias, enhebrar líneas temáticas, abrir pasajes entre la obra de Ford y la de otros cineastas -como Rossellini, al que Gallagher dedicó también sus desvelos, o como Renoir-, y alimentar corrientes significativas entre las películas mudas y las sonoras, iluminando las claves del cine de Ford y desvelando las formas que cuajan en la pantalla -a propósito de la estilización de las emociones, por ejemplo-; y una cuidada selección de los fotogramas que ilustran el texto en el lugar preciso de la página, lástima que todos esos fotogramas -tan esclarecedores- se hayan reproducido en blanco y negro aunque correspondan a películas en color (duele especialmente cuando se trata de filmes como El hombre tranquilo), menos mal que Ford rodó la mayor parte de sus películas en blanco y negro (y que lo prefería al color), a modo de muestra (y sólo a ese título) os dejo un par de las páginas que le dedica a The Sun Shines Bright (El sol siempre brilla en Kentucky, 1953)
Y no podría dejar de subrayar la pasión con la que Gallagher nos comunica el amor por la obra de Ford en el aquel de promover y alentar su disfrute, una pasión apoyada en una prosa donde nos aguardan relámpagos reveladores e ideas inspiradoras.
Y, como quien no quiere la cosa, nos regala en notas a pie de página (qué alivio) apuntes oportunos y anécdotas jugosas, como la que cuenta a propósito de Ben Johnson, el protagonista de Wagon Master (Caravana de paz, 1950), que no volvió a trabajar con Ford desde que quiso cobrar un salario más alto por el personaje que el cineasta le había reservado en The Sun Shines Bright.
Pues bien, Ben Johnson rechazó el papel de Sam, el León en The Last Picture Show (La última película, 1971) de Peter Bogdanovich porque el guión le parecía 'soez', pero acabó aceptándolo -y ganando el Oscar al Mejor Actor Secundario- cuando, a instancias del director, Ford le telefoneó para pedirle que interpretara ese personaje como un favor personal.
Y en fin, disfruto con John Ford. El hombre y su cine, porque Gallagher no sólo nos confiesa sus más íntimas conmociones ante la obra del cineasta sino que, cuando llega el momento de hablar de Wagon Master recorre las películas de Ford a través de las canciones y cuando llega el turno de El hombre tranquilo,
se toma su tiempo y recorre la filmografía de Sean Aloysius O'Feeney (registrado John Martin Feeney) como si fuera el hombre de las rosas.
Éste es Tag Gallagher. La foto fue realizada hace medio año en Buenos Aires durante el BAFICI. La encontré esta mañana y me apresuré a enviársela a Pepe Coira para que me confirmara que efectivamente se trataba de Tag Gallagher. Y sí, es él, el mismo que viste y calza -hoy como entonces-, sólo que desde que estuvo en el CGAI hasta ahora echó barriga. El hombre que ha escrito muchas de las mejores páginas que se hayan vertido nunca sobre John Ford, sobre el hombre y sus películas.
Cabe desgranar algunos ingredientes que convierten el libro de Tag Gallagher sobre John Ford no sólo en una obra apetecible sino recomendable: un profundo conocimiento de la filmografía del cineasta que le permite establecer correspondencias, enhebrar líneas temáticas, abrir pasajes entre la obra de Ford y la de otros cineastas -como Rossellini, al que Gallagher dedicó también sus desvelos, o como Renoir-, y alimentar corrientes significativas entre las películas mudas y las sonoras, iluminando las claves del cine de Ford y desvelando las formas que cuajan en la pantalla -a propósito de la estilización de las emociones, por ejemplo-; y una cuidada selección de los fotogramas que ilustran el texto en el lugar preciso de la página, lástima que todos esos fotogramas -tan esclarecedores- se hayan reproducido en blanco y negro aunque correspondan a películas en color (duele especialmente cuando se trata de filmes como El hombre tranquilo), menos mal que Ford rodó la mayor parte de sus películas en blanco y negro (y que lo prefería al color), a modo de muestra (y sólo a ese título) os dejo un par de las páginas que le dedica a The Sun Shines Bright (El sol siempre brilla en Kentucky, 1953)
Y no podría dejar de subrayar la pasión con la que Gallagher nos comunica el amor por la obra de Ford en el aquel de promover y alentar su disfrute, una pasión apoyada en una prosa donde nos aguardan relámpagos reveladores e ideas inspiradoras.
Y, como quien no quiere la cosa, nos regala en notas a pie de página (qué alivio) apuntes oportunos y anécdotas jugosas, como la que cuenta a propósito de Ben Johnson, el protagonista de Wagon Master (Caravana de paz, 1950), que no volvió a trabajar con Ford desde que quiso cobrar un salario más alto por el personaje que el cineasta le había reservado en The Sun Shines Bright.
Pues bien, Ben Johnson rechazó el papel de Sam, el León en The Last Picture Show (La última película, 1971) de Peter Bogdanovich porque el guión le parecía 'soez', pero acabó aceptándolo -y ganando el Oscar al Mejor Actor Secundario- cuando, a instancias del director, Ford le telefoneó para pedirle que interpretara ese personaje como un favor personal.
Y en fin, disfruto con John Ford. El hombre y su cine, porque Gallagher no sólo nos confiesa sus más íntimas conmociones ante la obra del cineasta sino que, cuando llega el momento de hablar de Wagon Master recorre las películas de Ford a través de las canciones y cuando llega el turno de El hombre tranquilo,
Sean se quiere hacer perdonar por Mary Kate
cultivar rosas en lugar de tubérculos,
en El hombre tranquilo.
cultivar rosas en lugar de tubérculos,
en El hombre tranquilo.
se toma su tiempo y recorre la filmografía de Sean Aloysius O'Feeney (registrado John Martin Feeney) como si fuera el hombre de las rosas.
22/11/09
Metáforas del cine (americano)
Ayer estuvimos charlando un buen rato a propósito de There Will Be Blood -o sea, Habrá sangre, pero que aquí se tituló Pozos de ambición-, la última película de Paul Thomas Anderson. Y de Zodiac de David Fincher con guión de James Vanderbilt. Quizá las dos películas en cuya producción se combina ambición y autoría en un grado que nos recuerda el cine americano de los 70. Ambas rondan las dos horas y media de proyección y se estrenaron en 2007. Si añadimos Antes que el diablo sepa que has muerto de Sidney Lumet que ya comentamos aquí, sin duda se trata de un buen año para el cine americano reciente.
Ni la película de Paul Thomas Anderson ni la de David Fincher fueron éxitos de taquilla. Quizá There Will Be Blood menos que ninguna. Casi podría considerarse un (glorioso) fracaso, comercial, entiéndase. Las dos películas constituyen la prueba palmaria de que el cine americano aún es capaz de regalarnos algunas de las obras mayores del cine de nuestro tiempo y de que se renueva a través de los filmes de los nuevos maestros. Y, de paso, las dos películas devienen metáforas a propósito de las filiaciones y de la narrativa cinematográfica.
De un lado, Zodiac pone en escena la obsesión por contar, por convertir lo casual en causal, y lo casual en (de)mostración, de leer la realidad como un relato; y quizá la desesperación por no poder contar una historia como se contaba antes, porque la pantalla ni es ya una ventana ni un espejo, y lo visible ya no ofrece otra garantía que la sospecha. De otro, There Will Be Blood remite a una cadena de significantes que nos remonta hasta Avaricia de Erich von Stroheim, Citizen Kane de Orson Welles o El tesoro de Sierra Madre de John Huston; una cadena de filiaciones que nutren la historia de Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), un pionero, un tipo sin raíces, sin pasado y, por tanto, capaz de reinventarse -aparentemente sine die- como el propio sueño americano, como se contempla a sí mismo -a través de sus ideólogos- el capitalismo.
Una reinvención, revisión o reescritura a que someten el cine americano los cineastas de nuestro tiempo, aunque sólo sea para constatar que no hay marcha atrás (no desde los filmes sombríos y crepusculares de John Ford, y desde el ajuste de cuentas con los géneros y la memoria que representa la obra de Clint Eastwood), pero que aún es posible mirar el pasado para abordar las nuevas formas del cine que no puede ser otra cosa que arte del presente.
Zodiac me reconcilió con David Fincher cuyo cine no me interesaba, por brillante -incluso deslumbrante- que fuera. Leí algo que dijo en una entrevista y que me gustó mucho: Las películas no se terminan, sencillamente se abandonan. Y creo que Zodiac transmite esa idea del cine como entrega obsesiva, atravesada por la compulsión de cuidar cada mínimo detalle de la puesta en pantalla y de la puesta en escena. Así como el dibujante no puede dejar de buscar indicios, de pulsarlos y compulsarlos, así David Fincher con cada uno de los ingredientes de cada encuadre que decantan la misma obsesión que el protagonista.
Zodiac está hecha con la misma voluntad, digamos, monomaníaca con que el dibujante persigue al asesino del zodíaco. Y en la escena final Jake Gillenhaal deviene un trasunto del propio Fincher y éste como metonimia del cine mismo, huérfano ya de las clausuras narrativas de antaño que nos consolaban del caos ilegible de lo real. Y por si no bastara, además nos encontramos a ese enorme actor que es Robert Downey Jr. Qué más se puede pedir. ¿Y es una obra maestra? Pues, claro, pero qué importa.
El caso de Paul Thomas Anderson era distinto. No necesitaba reconciliarme con él. Me había gustado Boogie Nigths (1997), me había atrapado Magnolia (1999) -de las pocas películas en que cruzando múltiples historias uno no prescindiría de ninguna- y me había cautivado Punch-Drunk Love (2002). Es de esos cineastas que te dejan imágenes inolvidables en la retina, pero además te depositan en la memoria una mirada personal sobre el material que arde en la pantalla, aunque la superficie adopte una máscara apagada, fría o distante. Quizá como sucede en There Will Be Blood, que envuelve una visión tan obsesiva, al menos, como la de Zodiac, sólo que apenas deja ver unas esquirlas candentes, como ésas que despierta en la roca virgen el pico de Daniel Plainview al comienzo del filme. Una película que nos hunde en la sima moral de esa construcción mítica llamada América a través de ese personaje trágico encarnado por Daniel Day-Lewis, cuajado en el desarraigo y la soledad, que le empujan a proyectarse en el futuro, y alimentan su avaricia como única y demente savia nutricia, superdotado en el aquel de rentabilizar lo peor de los seres humanos.
Paul Thomas Anderson pone en escena a los dioses lares de nuestro mundo: la religión y el capital se dan la mano en un furioso y criminal descenso a los infiernos. Resulta revelador que las últimas palabras del protagonista (y del filme) sean: "I'm finished". "He acabado", pero también estoy "acabado". Una historia con visos bíblicos en que padres e hijos se devoran en un maëlstrom angustioso y enajenado. Nada más elocuente que ese travelling sostenido con que el director nos distancia para mostrarnos el reencuentro entre el protagonista y su hijo sordo, para luego dejar que se acerquen pero no demasiado y entonces el hijo abofetea al padre que lo abandonó, no nos deja intimar en lo que luego se revelará como una farsa trágica, sólo quiere que veamos, que no perdamos detalle, que sospechemos del paisaje (moral) que despliega en la pantalla. Un paisaje que la cámara Paul Thomas Anderson sobrevuela a ras de tierra, como fuente inagotable de plusvalías, como escenario del desarraigo y cartografía de filiaciones quebradas. Filiaciones que los cineastas más dotados y lúcidos tratan de restaurar para reinventar el cine (americano).
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21/11/09
Una niña en el bosque
Hay pocas formas más bellas para acabar un día que un cuento. Y qué mejor si se trata de un cuento tan bello como Yuki et Nina (2009), la película de Nobuhiro Suwa e Hippolyte Girardot. Como todos los cuentos, habla del miedo a lo desconocido y del dolor de la separación, o sea, de una iniciación y de un aprendizaje. Una verdadera odisea. Más aún si se trata del viaje de una niña de nueve años. Sus padres se separan: el padre se queda en Francia, la madre se marcha al Japón. Yuki irá a vivir con su madre y pronto se encontrará a miles de kilómetros de Nina, su mejor amiga. Pero las niñas no se resignan y van a poner todo de su parte para evitar que las separen. La película de Suwa y Girardot se despliega en una encrucijada de la infancia y cartografía herencias, vínculos y afinidades entre padres e hijos, pero esas filiaciones se nos muestran decantadas por el punto de vista de Yuki cuya mirada vertebra la película y nos lleva de viaje. Y como Yuki, tampoco nosotros podemos imaginar la naturaleza abismal de la experiencia que le aguarda. En el bosque. Ese territorio en el que se aventura Suwa arrastrado por Girardot, y gracias a esa inspiración transita por una geografía imaginaria que abre los horizontes de su cine. Pero la belleza del filme que enhebraron juntos radica en transitar ese territorio fronterizo sin levantar la voz, manteniéndose a la distancia justa de la experiencia de la niña, a la altura de Yuki. Al salir del cine, recordé algo que escribió Simone Weil a propósito del espectáculo de las flores del cerezo en primavera, de la fragilidad como condición de la belleza que nos llega a lo más hondo. Como ese viento que sopla en el corazón del bosque como huella del temblor que conmueve a Yuki.
De Suwa ya hablamos a propósito de Un couple parfait. Girardot es un actor francés de larga trayectoria que quizá compagine en el futuro la interpretación con la dirección. Nunca habían trabajado juntos. Empezaron a trabajar en un proyecto común hace tres años indagando en los sentimientos personales respecto a la infancia y a la paternidad. Un proceso introspectivo que acaba cuajando en Yuki, una niña en la que cohabitan la herencia francesa (el padre de la niña lo interpreta el propio Girardot) y japonesa. Que Girardot combinara su presencia delante y detrás de la cámara permitía que la dirección surgiera también desde dentro de las situaciones: Un actor decide ya en buena medida la puesta en escena, controla los ritmos, las miradas. Una dirección que encontraba su correspondencia y modulación en Suwa tras la cámara: Hippolyte habla francés y tenía un contacto más directo con los actores. Gracias a esto yo podía quedarme en segunda línea y percibir las cosas de otro modo. Cada escena requería, por tanto, encontrar una convergencia de percepciones. Como en las películas anteriores de Suwa, el guión -por llamarle de alguna manera- consistía en una partitura de estados de ánimo, de claves tonales, de sentimientos que preñarían las situaciones que viven los personajes.
Es fácil imaginar que las niñas, Yuki y Nina, determinaban el rodaje de la película, de ahí surge la extrema dificultad de la filmación, un proceso delicado que los espectadores percibimos con la emoción a flor de piel de quien asiste a algo que sólo podría preverse hasta cierto punto. En definitiva, una buena parte del trabajo de Suwa y Girardot consistió en preparar lo que no podían anticipar y en prepararse para registrar lo que el azar les deparara. Y en aceptar una restricción básica: Noë Sampy, la niña que interpreta a Yuki, no estaba dispuesta a fingir, sólo interpretaba lo que de verdad sentía, aquello en lo que creía. La apertura a lo imprevisible y la vocación de verdad dotan a Yuki et Nina de un estremecimiento íntimo de tal belleza, a la vez serena y convulsa, que convierte su contemplación en una intensa experiencia cinematográfica.
Tras intentar que los padres de Yuki reconsideren su decisión y comprobar que la ruptura es inevitable, las niñas huyen juntas y se pierden en un bosque. Entramos en el territorio de los cuentos, que ya había sido sembrado en la primera parte del filme cuando las niñas echan mano del universo imaginario para evitar que las separen. La gran escena del bosque nos depara el momento inefable por excelencia de esta película admirable. Las niñas se pierden de vista y Yuki se interna en la espesura que parece transfigurarse con su presencia hasta llegar al lindero del bosque. Y entonces descubrimos, como la niña, que estamos en otro mundo: ha cruzado un abismo que aún no puede nombrar. Porque, sin que lo hubiéramos advertido, se ha producido un salto entre dos universos, entre dos esferas de la experiencia, entre dos tiempos unidos por lazos invisibles. Una ruptura que no es una elipsis, ni un flashforward, ni un flashback.
Es uno de esos momentos primordiales que trasforman la infancia en una experiencia fundacional. Una revelación que la razón no puede traducir pero que el filme de Suwa y Girardot puede denotar en todo el misterio que encierra su ausencia, su invisibilidad. Porque lo invisible y la ausencia son las huellas perdurables del cine. Allí donde se revelan las afinidades que perviven más allá de la geografía de los mapas y el tiempo de los relojes. Porque Yuki descubre una filiación que sutura las heridas de la separación y que la religa con unas raíces que desconocía. Pero, como en todos los cuentos verdaderos, sólo tras afrontar el aislamiento radical, la soledad, el desamparo de la 'noche oscura'. Cuando sólo era una niña en el bosque.
20/11/09
El dolor
Ordenando viejas carpetas con el vano aquel de tirar con la mayoría y hacer sitio, encontré una con los materiales preparatorios para una clase en la EIS de hace trece años a propósito de una película de aquellas fechas, Secretos y mentiras (1996) de Mike Leigh. La vi varias veces, incluso llegué a desglosar sus 107 escenas y a trazar un diagrama donde se visualizaba la constelación de personajes y conflictos, y la geometría de los afectos que se conjugaban en la película. Ya se puede creer cuánto me había gustado Secretos y mentiras. Hemos vuelto a verla. Y sigue siendo -en palabras del añorado Ángel Fernández-Santos (El País el 28 de octubre de 1996)- una obra con uno de los guiones más rigurosos, penetrantes y libres que se han escrito para el cine reciente, y añado ahora, en los últimos treinta años. Sólo que no existe un autor del guión. Y si uno, que vive de escribir guiones desde hace más de diez años, trae aquí a menudo películas cuyos guiones no pueden adjudicarse a la figura tradicional del guionista no es porque reniegue de la profesión, sino porque el cine se resiste muchas veces, se ha resistido siempre, a encorsetar las funciones, y a menudo se aventura a romper las costuras de los oficios para devenir una productiva con-fusión de competencias profesionales, de talento y entrega sin reservas en el aquel de hacer simplemente cine. Cada película valiosa reinventa el cine. Y el aquel de escribir guiones. Y de dirigir. Cada película que realmente importa se hace como si fuera la primera película del mundo. Y digamos que, si bien vivo de escribir guiones, no imagino mi vida sin el cine, ni sin otras cosas, pero desde luego no sin el cine. De cualquier cine con tal de que me traspase. Y uno se deja hacer y lo han traspasado de todas las maneras posibles desde la pantalla. Simplemente hay que ver sin prejuzgar que el cine sea esto o lo otro, que el cine se deba hacer así o asado, que el cine deba contar o no una historia y de qué manera. Hasta la historia del cine no se puede contar realmente si no la contamos entera, es decir, si no contamos también las historias huérfanas, las historias secretas, las historias olvidadas. Si tan grande es el cine para qué volverlo pequeño con tantos prejuicios, silencios y omisiones. Hasta el punto de que esta escuela representa también un intento de documentar (y recuperar) la biodiversidad del cine; de la poliédrica, polimorfa y polisémica naturaleza (y experiencia) del cine; de los multiformes, plurales y heterogéneos amores cinéfilos; de cada película única que nos enseña a contemplar el mundo como si lo viéramos por primera vez.
Pocos libros han hecho tanto daño como El cine según Hitchcock de François Truffaut. Un libro que uno (y tantos) leímos con devoción. Un libro de reclinatorio, vamos. La primera vez que lo leí acabó tan subrayado que tuve que comprar otro ejemplar porque resultaba casi ilegible. Era aquella edición de bolsillo en Alianza. Aquel primer ejemplar manoseado se cae a pedazos y reposa en un anaquel como una memoria sobre la que se va depositando el polvo, el terciopelo del tiempo sobre las cosas, que decía Huysmans. Luego, a principios de los noventa, Akal publicó la versión con ilustraciones y en tapa dura. A esas alturas ya nos lo sabíamos de memoria. Qué gozada. Se trata de un libro que entroniza a Hitchcock como autor, pero un autor tan autor que si por él fuera no rodaría las películas porque éstas ya existen en su cabeza antes de rodarlas y para qué pronunciar aquello de ¡acción! Ojalá existiera una máquina que permitiera introducirle el guión por un extremo y que la película saliera por el otro rodada, montada y enlatada. Luego leímos Hitchcock & Selznick de Leonard J. Leff, y algunos guiones de sus películas -el de Vértigo, por ejemplo-,
y las entrevistas con guionistas que trabajaron con él -Charles Bennett en 39 escalones o Ernest Lehman en Con la muerte en los talones, pongamos por caso-, el libro de Evan Hunter, Hitch y yo, a propósito de su colaboración en Los pájaros, y las biografías de Hitchcock a cargo de Donald Spoto o Patrick McGilligan, y entonces salta a la vista que Hitchcock mentía como un bellaco, por otro lado, como Ford, Hawks y tantos directores, al fin y al cabo es su oficio: contar verdades por medio de las mentiras. Además, qué sería de Hitchcock sin sus actrices, sin sus rubias, sin Tippi Hedren o Grace Kelly, quién se puede creer que renunciaría a ellas por una máquina que fabricara películas. Qué mejor que haber tocado el cielo de la autoría modelando rubias. Porque, obviamente, quién va a dudar que Hitchcock era, es, un autor. Sólo que la autoría de un cineasta se manifiesta a través de procedimientos de muy distinta naturaleza a la que lleva aparejada un pintor, un novelista o un poeta. Dicho de otro modo, ninguna de las películas de Hitchcok existirían sin el trabajo de los guionistas, pero cualquiera de los guiones que rodó Hitchcock hubieran resultado películas completamente diferentes en manos de otro director. Sobre todo aquellas que no pasarían la prueba de los analistas de guión, aquéllas que inventan formas fílmicas, aquéllas que germinan en el crisol de lo misterioso, como Vértigo,
a la que alguna vez tendremos que acoger aquí como se merece. En definitiva, no existe una traducción automática entre el guión y la película definitiva. Lo que existe entre el papel y la pantalla es un proceso alquímico en el que se conjuga una mirada y múltiples talentos. Las películas de Hitchcock no existían en su cabeza, como no existen en la cabeza de ningún director, sino que se fraguan en jornadas candentes donde el imprevisible azar es un factor inevitable. Aquella máquina con la que soñaba Hitchcock y el guión perfecto no son más que plegarias para conjurar lo inesperado, o redes de seguridad por si lo milagroso, que anhelan todos los cineastas, finalmente no acontece.
Pero a veces los cineastas rehúsan las redes de seguridad y se arriesgan al fracaso de cara y por derecho. Es el caso de Secretos y mentiras cuyo guión lo firma Mike Leigh pero en realidad no lo escribió. O no lo escribió él solo. Y entonces, ¿quién escribió el guión de la película? Todo a su tiempo. Mike Leigh se formó como actor en la Real Academia de Arte Dramático y en la Escuela de Cine de Londres. En 1965 escribe y dirige su primera obra de teatro, The box play, y en 1971 su primera película, Bleak Moments. Pertenece a la generación de Stephen Frears o Ken Loach que empiezan a trabajar en la televisión en 1970. Leigh dirige para la BBC unos nueve telefilmes con una mirada crítica e irónica sobre la vida cotidiana de los trabajadores, en particular los rodados en la era Thatcher. (Tele)filmes que se inscriben en la tradición del cine realista inglés que cuajó en los años 30 con la escuela documentalista y después con la comedia Ealing.
En 1989 monta la productora Thin Man Films y en los noventa el director se forja un lugar en el planeta cinematográfico con un estilo personal gracias, sobre todo a dos películas: Naked (1993) y Secretos y mentiras -Palma de Oro en Cannes, premio al Mejor Director y a la Mejor Actriz (Blenda Blethyn)-. En 2002 llegaría Todo o nada, otra gran película, y en 2004 El secreto de Vera Drake. Su última película Happy-Go-Lucky (2008), puede parecer que se aparta del calvario que atraviesan sus personajes en sus películas más conocidas, pero en realidad simplemente hay una variación tonal, esta última resulta más luminosa pero no deja de alimentarse de una buena dosis de aflicción sumergida. Los personajes de las películas de Leigh como Secretos y mentiras y Todo o nada viven al borde de la agonía y los consume la pesadumbre pero siempre encuentran una última reserva de coraje para mantenerse en pie, para seguir adelante, para vivir con dignidad, les basta un resquicio, un tibio rayo de sol, la mínima oportunidad para arañar el mundo y hacerse un sitio. Los personajes de Leigh pueden estar vencidos pero son resistentes natos y acaban encarnando la esperanza donde menos se la esperaba.
Las películas de Mike Leigh te avecinan con quienes te quedarías lo menos posible, te obliga a estar con ellos y al final te despedirías con un abrazo de cada uno. Las películas de Mike Leigh emergen de un cuerpo a cuerpo con los actores a partir de un personaje que el director tiene en la cabeza. Y lo de tener en la cabeza una vez más es un decir: Pido a los actores que participen en algo que ni yo mismo puedo definir, confiesa Leigh. Trabaja con los actores durante semanas o meses hasta conseguir que cada actor sea determinado personaje. Este trabajo resulta, según los actores, inevitablemente doloroso. David Thewlis, actor protagonista de Naked cuenta que durante la primera semana estuvo charlando con Leigh, los dos solos. Traen cafés, fumas y le das una lista de personas que conoces de tu sexo y edad, naturalmente de las personas que conoces bien. Y hablas largo y tendido de ellos. En algún momento mencionas a alguien que no has visto hace años. Mike va tomando notas en un cuaderno que tú no puedes ver. En determinado momento empieza a eliminar personas de la lista en tu presencia. Finalmente escoge un personaje, es un momento decisivo, porque sabes que ése será el tipo del que no te vas a poder separar en los próximos seis meses. (...) En los meses siguientes te conviertes en él. Construyes toda su vida detalle a detalle. Luego empiezas los ensayos por bloques. Primero con dos actores, luego con otros dos más. Mike va y viene con una serie de escenas a medida que ensayamos.
Secretos y mentiras parte de una serie de conversaciones de Mike Leigh con parejas de amigos sobre los problemas de la adopción que más tarde remitirán a cuestiones de filiación e identidad. El director diseñó con los actores el lugar que ocuparían en la constelación dramática del filme: Maurice y Mónica, una pareja acomodada sin hijos, al borde de la ruptura; Maurice se siente culpable por el distanciamiento respecto a su hermana mayor Cynthia que lo crió como si fuera su madre; Cynthia, obrera en una fábrica, vive modestamente y se lleva fatal con su hija Roxanne que trabaja de basurera, fruto de un ligue durante unas vacaciones en Benidorm; y Hortense, óptica, profesional independiente que busca a su madre biológica. Cada personaje ilumina una faceta del tema de la filiación y la identidad: la hija que busca a su madre, la hija que no sabe quién es su padre, los padres amargados por no poder tener hijos.
Mike Leigh despliega el melodrama mediante la sucesión de combinaciones binarias o ternarias de los personajes hasta la confrontación colectiva final en la que eclosionan los secretos y las mentiras en una catarsis liberadora (y purificadora). Secretos y mentiras cuajó durante un proceso en el que el director, los actores y el equipo técnico fueron componiendo la película momento a momento en un embrujado intercambio de ideas. Un proceso decantado y ordenado por Mike Leigh que condensa el caudal de inventiva en una síntesis que conjuga documento y drama, comedia y melodrama. Secretos y mentiras es una película con una admirable estructura de combustión lenta que conduce y trenza sin desmayo las cinco líneas narrativas mediante un trabajo de ida y vuelta entre la improvisación y el texto, un método de raíz escénica que de la mano de Mike Leigh deviene cine puro.
Hay dos momentos extraordinarios en Secretos y mentiras que dan la medida de los riesgos tanto actorales como de construcción (o sea, de dirección) que acechaban en la película. El primero acontece durante el primer encuentro entre Hortense y Cynthia, más o menos cuando ha transcurrido una hora. La escena del bar resuelta en dos planos fijos, como todos los de la película, dura doce minutos. Un plano general y luego un plano medio frontal de las dos mujeres sentadas una al lado de la otra, despliega una tal combinación de contención y exceso, de humor y dolor, de belleza y audacia que constituye un milagro cinematográfico. El clímax de la película, la fiesta de cumpleaños de Roxanne en casa de Maurice y Mónica, nos regala ese otro momento extraordinario de gran melodrama con una cascada de revelaciones que, sobre el papel (de un guión canónico), resultaría de tal desmesura que obligarían a reescribirlo a cualquier guionista. Pero una escritura (y puesta en escena) canónica de este momento reduciría Secretos y mentiras a la condición de vulgar telefilme. Y no a esa obra desgarradora sobre la familia que, como dijo Mike Leigh, puede sacar lo peor de los seres humanos, pero al final hay que volver a ella. O como lo expresa Maurice en el clímax de la película: "¡Secretos y mentiras! Todos sufrimos, ¿por qué no compartir nuestro dolor?" El dolor de la filiación y la identidad. Ahí es nada.
17/11/09
La comedia loca
Cuando se habla de los pioneros del cine, no suele citarse a Gregory La Cava. Y lo fue, vaya si lo fue: un pionero de la animación y, sobre todo, un pionero de la comedia. Estudiante de arte en el Chicago Art Institute, boxeador, portero del Teatro Garrick de Chicago; dibujante de tiras cómicas en Nueva York; director, dibujante y animador en estudio International Film Service que montó Hearst en 1915, donde disfrutó de toda la libertad para experimentar e improvisar, una libertad que siempre se resistió a perder; bebedor compulsivo desde los tiempos de la Prohibición; a comienzos de la década de los veinte empieza a dirigir comedias de dos, cinco, seis, siete y ocho rollos, entre otros con W.C. Fields; en 1929, rueda su primera película totalmente hablada, Big News donde aborda la propia adicción, el abuso de alcohol; en la década siguiente frecuenta el psicoanálisis como aficionado y usuario, y dirige algunas de las mejores comedias -screwball- de la historia, pongamos por caso My Man Godfrey (1936) o La muchacha de la 5ª avenida (1939); y aun Ansia de amor en 1941 -quizá su película más personal y más tierna- y Una dama en apuros en 1942, ambas con la gran Irene Dunne. Pero vayamos por partes.
Ya en la década de los veinte los métodos de trabajo de La Cava eran leyenda. Y en los treinta la leyenda continuó. Capaz de trabajar durante días en una misma escena hasta quedar satisfecho del trabajo y luego despachar veinte páginas de diálogo en una tarde. Se pasaba los planes de producción por el arco del triunfo y se negaba a seguir los guiones al pie de la letra o prescindía de ellos directamente como, según cuentan, en Ansia de amor. Alguien escribió que todos los que intervenían en una película de La Cava se divertían muchísimo, eso si no sufrían un ataque de nervios. Cuenta Frank Capra en sus memorias que el meteoro La Cava era un partidario extremo de inventar las escenas en el plató. Dotado de una mente aguda y fértil, y de un ingenio deslumbrante, afirmaba ser capaz de hacer películas sin guiones. Pero sin guiones los jefes de los estudios no podían calcular con precisión los presupuestos, los planes de rodaje... La Cava, según todos los testimonios, era un tipo encantador para unos y un tipo detestable para otros, hay quien dice que tenía amigos hasta debajo de las piedras y quien asegura que tenía más enemigos que patas un ciempiés, no falta quien lo compara con Leo McCarey, un borracho simpático, con vistas a subrayar que en su caso se trataba un borracho amargado. A Irene Dunne le entristeció el lamentable estado en que se encontraba el cineasta, atendido a diario por un psiquiatra, durante el rodaje -en un estado de delirium tremens- de Una dama en apuros.
Según Morrie Ryskind que escribió los guiones de My Man Godfrey, Damas del teatro (1937) y (no acreditado) de La muchacha de la 5ª avenida, La Cava, por su doble reputación de director brillante y un continuo tormento para todo aquel lo bastante temerario para contratarle, rebotó por los distintos estudios de Hollywood como una bola en un flipper; era un alcohólico -los productores dirían que un borracho- pero, con su asombroso sentido del 'timing' y sus refinadas dotes para la improvisación, sigue siendo en mi opinión, el mejor director de comedias con el que haya trabajado jamás. El guionista contó a quien quiso preguntarle mil historias a propósito de su colaboración con La Cava, al que le bastaba una buena primera escena o un punto de partida prometedor, como en Una dama en apuros, para ponerse manos a la obra: cómo escribía apenas un día por delante de lo que La Cava iba rodando, las juergas alcohólicas que más de una vez provocaron las suspensión del rodaje para ingresar al director en el hospital, pero también cómo esa misma musa (alcohólica) que a menudo le hacía balbucear al intentar recordar ciertos nombres y tropezarse con los muebles, le inspiró momentos de auténtica genialidad cómica surgidos in situ y como resultado de chispazos improvisados. Cuando los productores exigían ver el guión antes de autorizar el rodaje, La Cava les salía con aquello de que ya se lo enseñaría después del preestreno. En fin, queda claro de qué tipo estamos hablando ¿o no?
En realidad, el método de Gregory La Cava es deudor de su larga experiencia como director (de comedias) en los tiempos del cine mudo. Una película, decía, siempre está en proceso de resolución. Tiene que moldearse de un día para otro a fin de adaptarse a las personalidades de quienes intervienen en ella. Sólo debe cristalizar en el momento cumbre de una escena o de una acción. Dicho de otra forma, La Cava empieza con una idea y un guión -coescribía los guiones aparezca o no acreditado-, y en el curso del rodaje tira con el guión, faltaría más, y sigue con la idea. Allan Scott, otro de los guionistas de La muchacha de la 5ª avenida, cuenta cómo la película cobraba forma en el plató y él estaba allí mientras el director trabajaba con los actores, y reescribía cuantas versiones fueran necesarias hasta que la escena funcionaba. La Cava rodaba la película en continuidad -o sea, en el orden en que se desarrollaba la historia escena por escena- y, otro vestigio de los tiempos del cine mudo, contaba siempre con un pianista en el plató para acompañar musicalmente la preparación de las escenas, para contribuir a que los actores 'entraran' en el universo de la película. Y con vistas a crear un ambiente propicio y estimulante instaló un bar en el plató de My Man Godfrey. Cabe añadir que, en tanto que director, La Cava se distinguía por disponer de un ojo muy entrenado en la música (visual y sonora) de la puesta en pantalla y de un 'compás' infalible para el movimiento de la puesta en escena: dominaba la dilatación (esa escena maravillosa del club nocturno con Irene Dunne y Robert Montgomery en Ansia de amor) o la contracción que requería una secuencia, la armonía, la pausa, las proporciones, la medida y el tono de cada momento, y de cada momento conjugado con los demás que componían la película para dotarla de unidad, la cualidad primordial de la gracia (o sea, del encanto). Condiciones todas ellas esenciales cuando se trata de vertebrar el humor y la comicidad, quizá por ello se hacen ya tan pocas (buenas) comedias. Y pocas tan maravillosas como My Man Godfrey que aquí se tituló como Al servicio de las damas, la película con la que se acuñó el término screwball, una celebración de la feliz confluencia entre la palabra y la comedia visual y física que hundía sus raíces en el cine cómico.
Morrie Ryskind, que también escribió para (y con) los hermanos Marx Una noche en la ópera (1935) y El hotel de los líos (1938), había ganado el Pulitzer en 1932 como co-autor del musical de Broadway Of Thee I Sing con George S. Kaufman e Ira Gershwin, era reportero y columnista político, y no tenía mucho tiempo para los guiones, pero cuando se decidía a hacer una película no era de los que se encerraba en una habitación con una máquina de escribir, sino que se instalaba en el plató y asistía a los ensayos reescribiendo los diálogos sobre la marcha, conjugando sus ideas con las del director y los actores en una distendida atmósfera de trabajo. Así sucedió durante el rodaje de My Man Godfrey. Una película que adopta la lógica -es un decir- de la cabecita loca de su protagonista femenina, Irene (Carole Lombard), conjugada con el tránsito por las sucesivas máscaras que adopta con la mayor naturalidad del mundo su protagonista masculino, Godfrey (William Powell), un personaje que en el papel de homeless es rescatado del basurero donde vive por Irene e introducido en el hogar de una familia opulenta en el papel de mayordomo, una familia que define muy bien el padre de la chica, ese orondo y sublime Eugene Pallette (al que volveremos a ver en Ansia de amor, esta vez en el papel de Elmer, el mayordomo): "Lo único que se necesita para un manicomio son cuatro paredes y la gente apropiada".
Efectivamente, el hogar de los Bullock se parece mucho a un manicomio, un espacio propicio para la comedia elegante donde se inocula con ironía el virus del drama social (diríase que dickensiano, no olvidemos que EEUU vivía los peores años de la Depresión) a través de Godfrey y, sobre todo, a través de la enamorada e imprevisible Irene. Basta recordar la escena que cifra el tono surreal que envuelve la película, ésa en que Irene finge un desmayo y un (maravilloso e) inmutable Godfrey se la echa al hombre y la deposita en la cama, pero, al advertir el juego de la chica, la mete en la ducha vestida. Irene no necesita más pruebas y salta en la cama mojada y feliz: "¡Godfrey me quiere, me ha dado una ducha!" Esta comedia -screwball- dirigida con mano maestra por La Cava deviene un teatro de máscaras cuando descubrimos que el propio Godfrey es un miembro de la clase opulenta, que acabó en un basurero por un desengaño amoroso, y que, en su odisea por el lado oscuro del sueño americano, descubrió "un proceso mental muy interesante que se llama pensar". Y justo antes de que el fundido negro caiga definitivamente sobre la película comprenderemos que la máscaras acabarán triunfando sobre la locura enamorada de Irene y sobre el resucitado Godfrey. La lucidez de La Cava es siempre implacable (y la luz puede doler y a menudo lo hace), y pone un rictus de amargura final.
Un triunfo de las máscaras anticipado por un breve y casi furtivo plano vacío. Cuando Godfrey pone punto final a su trabajo de mayordomo en la mansión de los Bullock y tras haberle recordado lo que ha representado esa convivencia, la cámara encuadra a Godfrey, en plano americano y en escorzo de espaldas, y a Cornelia, la hermana mayor de Irene. El encuadre se mantiene mientras Godfrey sale de campo. Justo en ese momento y antes de volver a Cornelia, el director inserta un plano vacío con unos cortinones que se mueven, la huella del paso de un ya ausente Godfrey. Un leve movimiento en el aire, eso es todo lo que ha dejado a su paso. Una metáfora también de todo lo que un cineasta deja en la película tras haber borrado sus huellas. Una metonimia del arte del cine, el arte de no mostrarlo todo, de revelar el peso de lo invisible. El rastro de un estilo. He ahí el poder de My Man Godfrey. El poder de un cineasta. El poder de la comedia (más) loca.
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