Llevaba un tiempo que me rondaban escenas, vislumbres, relámpagos de La nuit du carrefour, esa película de Renoir (tan invisible y misteriosa) que sólo vi una vez en el cine, en una proyección del CGAI hace unos veinte años, y otra vez (en un pase en televisión) hace unos diez, y empezaba a sospechar que (como otras veces) la memoria había hecho de las suyas y montaba otra película; tan extraña y experimental me la proyectaba en el cine interior (más que una película, un sueño de cine). Era cuestión de ponerle los ojos encima y comprobarlo.
Pero esta vez la memoria me había devuelto La nuit du carrefour intacta, es tal como la recordaba: tan extraña y experimental, tan secreta y fantasmal, tan poética y nocturnal, tan bella y sensual. El más misterioso de los filmes de Renoir, según Godard. (Y eso que la copia apenas alcanza el aquel de un recordatorio.) La nuit du carrefour es una frágil criatura de ese cine de la noche que sólo puede celebrarse -en toda su estética (o sea, en toda su verdad) fílmica- en la noche del cine. De un cine. (Si tenéis la oportunidad de verla en una filmoteca, no os la perdáis.)
La nuit du carrefour es de esas películas que devienen una experiencia sensual de la mirada, que deparan el goce de una erótica del cine: un sueño emanado de la poética de la noche de la que hablaba Gombrowicz.
Y la palabreamos en un viaje de ida y vuelta a Tui -nada como la carretera para amojonar la encrucijada onírica de La nuit du carrefour- como quien se cuenta un sueño o como quien trata de aprehender una criatura del aire, sombra movediza de una noche de lluvia.
Este cartel ilustra La nuit du carrefour con el motivo de la encrucijada del título, un motivo visual -la encrucijada de luces (de los coches) y sombras- que cobra resonancias en la película tanto en el plano de la puesta en escena como en el plano histórico. La nuit du carrefour se estrenó en el Théâtre Pigalle de París el 21 de abril de 1932, en plena transición del cine silente al cine sonoro, una frontera propicia a las búsquedas expresivas y a la experimentación en las relaciones entre la imagen y el sonido, y -de forma decisiva- en aquellas que profundizaban en los imaginativos pasajes entre el campo y el fuera de campo; ese fuera de campo -que no vemos- pero que el sonido activa vivamente en nuestra imaginación, al tiempo que el silencio despliega -justamente en un entorno sonoro- todos sus poderes. (Unas décadas más adelante Robert Bresson escribirá en sus Notas sobre el cinematógrafo aquel elocuente aforismo: El cine sonoro inventó el silencio.)
La nuit de carrefour es de esos filmes de encrucijada, como M (1931) de Lang o Vampyr (1932) de Dreyer -y no olvidemos el anterior de Renoir, La chienne (1931)-, que abrieron en el cine las ventanas del sonido (y del silencio) y multiplicaron su capacidad de sugerir. (En el cine mudo el sonido se veía, y se sentía, en la pantalla. En el cine sonoro puede mirarse en los adentros sin verse en la pantalla.) En otras palabras, la película que no vemos (pero montamos en nuestro interior) reveló visos insospechados; en realidad, el espectador empezó a ver más mientras el cineasta podía mostrar menos, y la elipsis cobró una nueva dimensión. El espectador contaba con una nueva y poderosa herramienta para montarse su película.
Simenon escribió La nuit du carrefour -una de las primeras novelas de la serie del comisario Maigret- en abril de 1931 y se publicó tres meses después. Había conocido a Renoir en 1923 y se hicieron muy amigos en el curso de La noche de la encrucijada. Cada uno en sus memorias evoca al otro como un hermano. Al final del verano de 1931, cuando acaba el rodaje de La chienne, el cineasta viaja a Calvados para encontrarse con el escritor y hablarle del proyecto. Simenon nunca olvidará a Renoir bajando de un Bugatti (que vemos en La nuit du carrefour) con una gran sonrisa en los labios y un ejemplar de la novela en la mano. Una maravillosa novela de mi amigo Simenon, evocará Renoir treinta años después.
Cineasta y escritor se encierran en Antibes durante varios días para darle forma cinematográfica a la novela. En sus memorias, Renoir cuenta cómo veía el proyecto de La noche de la encrucijada:
Mi propósito era reflejar a través de la imagen el misterio de aquella historia rigurosamente misteriosa. Tenía la intención de subordinar la intriga a la atmósfera. El libro de Simenon evoca estupendamente el tono gris de esa encrucijada situada a unos cincuenta kilómetros de París. (...) Esas pocas casas, perdidas en un océano de niebla, lluvia y barro están soberbiamente descritas en la novela. Hubiesen podido ser pintadas por Vlaminck.
La complicidad entre Renoir y Simenon sobre La noche de la encrucijada fue total, desde la concepción de la película y la escritura hasta la puesta en escena y el montaje. Y aun el celo del cineasta por la independencia encantaba al escritor: Renoir consiguió poner en pie el proyecto buscando financiación al margen de la industria cinematográfica. (Es sabido, que no fue la primera vez ni la última y que procuró mantenerse a salvo de los productores siempre que pudo permitírselo.)
A Renoir le gustaba rodar en compañía de amigos. Cuando en Mi vida, mis films recuerda La nuit du carrefour, confiesa el deleite que le deparaban: Gracias a mi propensión a trabajar con amigos, he conocido a menudo el éxtasis de la intimidad durante el rodaje de una película. Y se rodeó de quienes quería, de quienes le querían: el ayudante de dirección y jefe de producción Jacques Becker (más que un amigo, un hermano), la script Mimi Champagne, la montadora Marguerite Renoir (compañera del cineasta), los operadores Marcel Lucien y Georges Asselin, su sobrino Claude Renoir como ayudante de cámara, el crítico y estudioso del cine Jean Mitry como meritorio (también hace un pequeño papel)... Y su hermano Pierre Renoir, como el comisario Maigret: durante aquellas jornadas en Antibes barajaron algunos nombres, pero en cuanto Simenon conoció al hermano del cineasta no tuvo dudas de que daba la figura del personaje que había imaginado.
En realidad, Renoir rodó cada película como si fuera la primera, como si tuviera que aprender el oficio otra vez -él, que tan bellas páginas dedicó a la artesanía del oficio- y cualquiera de sus filmes destilan el aquel de estar haciéndose mientras los contemplamos, como formas fluidas que nunca llegaran a cristalizar, a fijarse en una película acabada, como formas desplegándose en el tiempo, siempre en tránsito. En una azarosa encrucijada.
Y quizá nunca como en La noche de la encrucijada, donde las imágenes cobran visos de noches de opio, y donde un plano acaba y se corta -se cruza, empalma- con otro representando una encrucijada del sentido (en Galicia a las encrucijadas, a los cruces de carreteras, se les sigue llamando empalmes), transfigurando la lógica dramática en lógica onírica, más que trabazón causal entre planos y secuencias, vislumbres, pespuntes poéticos. De ahí que la encrucijada deviene -como supo ver tan bien Bénard da Costa-, más que motivo visual o figura de estilo, la forma primordial de La nuit du carrefour.
Alquilamos una de las casas de la encrucijada que estaba desocupada y en ella establecimos nuestra vivienda. Buena parte del equipo dormía en el suelo de la pieza principal. Allí comíamos. Cuando la noche era lo bastante misteriosa, despertábamos a los que dormían e íbamos a rodar. A cincuenta kilómetros de París, llevábamos una vida de exploradores en un país perdido.
El tiempo de La nuit du carrefour desprende la sensación de estar perdido en una encrucijada más mental que física, casi surreal. Desde luego así vive el propio Maigret su peripecia (más íntima que detectivesca) en su encrucijada emocional (y sensual) con Else, encarnada por la portentosa Winna Winfried (en su primera película, hizo algunas más pero desapareció en los primeros años cuarenta). De portentosa la calificó Bénard da Costa, también como narcotizada y eroticíssima (así, en portugués), y uno hace suyos ardientemente todos los adjetivos. Godard tampoco se la cogió con papel de fumar a la hora de definir su impresión de Winna Winfried como un erotismo de rusa morfinómana y filosofal. Basta verla jugando con una tortuga decorada de signos enigmáticos para que se desdibujen las fronteras entre la vigilia y el sueño en una noche espectral, en una encrucijada de sombras.
Y entonces este Maigret en la piel de Pierre Renoir, precisamente en su encrucijada con Else, se transfigura en el Maigret ideal que hemos imaginado en las páginas de Simenon, donde se conjuga la porfía y la pachorra, el merodeo y el humor, la cachaza y la voluptuosidad.
(Y eso que Maigret fue encarnado nada menos que por un grande entre los grandes como Jean Gabin, y no sólo en una sino en tres películas; pero justamente un actor con la presencia de Gabin resulta quizá demasiado sólida para nuestro Maigret.)
Nunca se filmó el momento de esposar a una sospechosa como en La nuit du carrefour. Maigret esposa a Else como pensando en otra cosa (en lugar de detenerla). Es de esos raptos visuales que nos hacen pensar que el cine se inventó para aprehender momentos así.
Un mes antes del estreno de la película, Renoir invitó a Simenon a una proyección privada. Cuando terminó de verla, el escritor tenía los ojos llenos de lágrimas y abrazó a Pierre Renoir que se había sentado a su lado: no sabía si al actor, al personaje o los dos. Para Simenon, Pierre Renoir fue el mejor Maigret que se haya paseado por la pantalla.
Vista hoy, La nuit du carrefour parece una película de la nouvelle vague, o mejor, presagia las formas de la modernidad: ese travelling frontal y subjetivo a través de las calles de la aldea durante la persecución en plena noche, sólo iluminada por los faros de los coches; esos planos del grifo goteando en el vaso, como insidioso paso del tiempo...
El tratamiento sonoro, el grano de las voces, ese acento danés del francés de Winna Winfried, que dificulta la comprensión de lo que dice (y que tanto les gustaba también a Straub y a Godard); el montaje áspero y elíptico que corta una escena con planos de vislumbres apenas de misteriosos tránsitos en la noche de la encrucijada.
Ese montaje brusco y elíptico, que privilegia la atmósfera sobre la trama, se ha atribuido a unas bobinas perdidas. O a las escenas que, por descuido, no se habían rodado. Dicho de otra forma, las elipsis eran el resultado de un accidente y no de una decisión formal (o de una concepción previa) por parte de Renoir. Se contaron versiones diversas del misterio de las bobinas -o de las escenas- perdidas. Empecemos por la que recuerda el cineasta en sus memorias:
Desde el punto de vista del misterio, los resultados rebasaron nuestras previsiones, incrementados por el hecho de que, habiéndose perdido dos bobinas, la película se tornó por así decirlo incomprensible, incluso para su autor.
Bénard da Costa está convencido de que Renoir exagera cuando se refiere a las dos bobinas y cree que sólo se perdió una. Godard, más exagerado aún (ya puestos...), habla de tres bobinas desaparecidas. El productor Pierre Braunberger puso negro sobre blanco en un artículo que nadie se dio cuenta durante el rodaje de que al guión que manejaban le faltaban ¡trece páginas! Simenon, en una ocasión, contó que, durante el rodaje, Renoir (que vivía con Marguerite Renoir) se estaba separando de Catherine Hessling y andaba algo deprimido y bebía mucho, y un día borracho perdido se olvidó de rodar unas cuantas escenas. Pero más adelante el propio Simenon comentó que esas escenas no se rodaron por falta de dinero. Muchos años después, Jean Mitry confesará haber perdido las bobinas (¿dos, tres?) cuando las llevaba al laboratorio.
Más de treinta años después, aquella película resonaba en la memoria de Renoir con el resplandor de una lejana edad de oro:"La nuit du carrefour" sigue siendo una experiencia completamente insensata en la que no puedo pensar sin nostalgia. En nuestros días, cuando todo está tan bien organizado, no se podría trabajar ya de ese modo.
Cada vez que volvemos a verla (y quieran los dioses que podamos ponerle los ojos encima en la pantalla de un cine una vez más) regresamos a la experiencia cardinal de una noche en la encrucijada del cine.
renoir- http://www.ina.fr/video/CPF86635736
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