21/4/13

Hilvanes


El amigo Diomedes Díaz cree que escondí (detrás de una elipsis) mi punto de vista sobre los agujeros (narrativos) de La noche de la encrucijada, atribuidos a los rollos de película perdidos o a escenas no rodadas por Renoir.


Quiere saber si creo que la forma elíptica de la película  -esos saltos entre escenas, esas encrucijadas de montaje entre planos (lo abrupto de los empalmes) y el áspero tratamiento sonoro- plasmaba la concepción de Renoir o, a falta de las escenas que debían aclarar el sentido del relato, hacía de la necesidad virtud y transfiguraba los agujeros de la trama en figura de estilo. Y cree que le debo -que os debo- una explicación.


Contado así parece impertinente, pero el amigo Diomedes se presenta con una botella de Lagavulin para hacerse perdonar y, sobra decirlo, para anular cualquier resistencia que pudiera oponer a tan urgente requerimiento; también, de paso, para tirarme de la lengua, y luego apostillar: ¿ves? qué te cuesta escribir lo que acabas de contarme.


Y no digo que no lleve algo de razón; por más que esta escuela represente la evidencia de una mirada sobre el cine, velada apenas por la elipsis que me reprocha.


He contado -más de una vez, creo- que John Ford le confesó a Peter Bogdanovich que casi todo lo bueno del cine ocurre por accidente, y que Welles estaba de acuerdo, pensaba que un director es un tipo que gobierna accidentes. Recordaré -una vez más- que Erice considera aquel momento de El espíritu de la colmena, capturado por Luis Cuadrado durante la proyección de El Doctor Frankenstein en el pueblo, cuando Ana Torrent se levanta de la silla sin querer, atraída por el monstruo -atrapada por (y arrastrada hacia) la pantalla-, como el mejor plano que haya filmado nunca: ese momento (único) que cifra el cine como experiencia primordial (como epifanía)  no estaba en el guión, sucedió por accidente.  (Es más, en el guión el rostro de Ana revela una gran ansiedad y más tarde, cuando ve cómo el monstruo mata a la niña, una expresión de asombro y terror; sin embargo, en la película la mirada de Ana nos revela cómo el cine la transporta al umbral de un misterio.)


Podría decirse que hay dos tipos de cineastas, los que expulsan el azar de los rodajes (o se acorazan contra los accidentes) y los que que le dejan una silla vacía para que ocupe su sitio (y los hay que les hacen fiestas de bienvenida, y aun los que salen a su encuentro a cuerpo gentil). En realidad, hay tanta humanidad concernida en un rodaje que resulta materialmente imposible impedir los accidentes (tanto como cerrarle las puertas a los azares). Escribir el guión -y todo el escribir para descubrir previo a la escritura del guión y todos los trabajos previos al rodaje- no representan sino una preparación -y una plegaria- del cineasta para que los accidentes le sean favorables, para que el azar le siente como un guante a la película que lleva dentro. Como aquel gato que merodeaba por el plató de El padrino (no estaba en el guión, llegó por azar) y que Coppola -llevado por un rapto- le puso en el regazo a Marlon Brando un momento antes de empezar a rodar la escena de apertura (y ya no podríamos imaginarla sin el gatito).


Pero hay algunas películas que dejan ver -y aun transparentan- esa tensión entre los planes del cineasta y los designios del azar, entre la construcción y los accidentes, entre la forma concebida y la forma vivida, entre la forma imaginada y la forma filmada (y montada). La noche de la encrucijada da forma a la encrucijada de su rodaje. Si algún cineasta creía que las películas, en el mejor de los casos. las hace la vida -y que hay que vivir (y trabajar) para que la vida nos haga las mejores películas posibles- ése fue Renoir (quizá sólo acompañado hasta ese punto por Rossellini y Godard). Y así la encrucijada (de la vida y la forma) acaba deviniendo la regla del juego de la película. Por eso forman parte de la cocina de la película los ingredientes más extraños, como ese hermano (que en realidad es el amante despechado y humillado, y criado para todo) de Else, con el parche en el ojo,


o esos periódicos en las aceras a modo de reloj del interrogatorio de Maigret,


o ese médico con visos de un Fu Manchú recién salido de una función de ópera que aparece en la encrucijada para curar al del parche en el ojo, herido de bala,


o esas imágenes convulsas y rugosas de la persecución nocturna por la aldea filmada por una cámara nerviosa a la luz de los faros y sincopada por los disparos,


y desde luego (y sobre todo) esa presencia magnética de Winna Winfried que perturba los planes de Maigret,


y felizmente debió trastornar los de Renoir, como revelan las costuras de La noche de la encrucijada. Así que esas bobinas perdidas o esas escenas que no se rodaron, si no se trata de una leyenda (que bien pudiera ser), fueron un accidente más en la encrucijada. Y el cineasta suturó las ausencias -agujeros de la trama- y les dio forma fílmica con hilvanes que dejó a la vista. En la artesanía de Renoir se escuchan resonancias de la poética de los navajos, no busca la perfección (del acabado) sino el latir de lo vivido en el aquel de cobrar forma. Los hilvanes como respiración. Como aliento poético.


Me encantan los hilvanes. Desde niño. Cuando mi madre cosía una chaqueta, un vestido, una blusa, me encandilaba la escritura de los hilvanes en los tejidos y experimentaba una profunda decepción con la prenda acabada, cuando deshacía los hilvanes con la punta de la aguja y desaparecía aquella belleza de los trazos de hilo blanco, rojo, azul o negro, aquella escritura de formas efímeras. Quizá por eso me gustan tanto las películas de Renoir, tan imperfectas y vivas como inacabadas, donde se aprecian los hilvanes, esa conjugación feliz de control y azar, oficio y aprendizaje, construcción y accidente, escritura y sorpresa. Como el jardín de Ángeles, donde conviven el diseño y la ventura, las formas cultivadas de las rosas y la gracia del acaso en el amarillo de las margaritas silvestres. Como en La noche de la encrucijada.


El amigo Diomedes rubrica: Si no llega ser por mí a buenas horas ibas a hablar tú de los hilvanes. (Y esconde detrás de una elipsis, o entre paréntesis, los tragos de Lagavulin.)

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