29/4/13

Un dublinés


En una viñeta de la página 141 de Dublinés, la estupenda -y gozosa- novela gráfica de Alfonso Zapico, puede leerse en un bocadillo de Joyce: Un escritor nunca debería escribir sobre lo extraordinario: eso queda para los periodistas. (Si no recuerdo mal, la frase pertenece a una carta de Joyce a Djuna Barnes fechada en 1919.)


Dublinés sigue esa máxima a rajatabla. Nada extraordinario en la vida de Joyce, tan magnífico y calamitoso de ordinario. Desde que vi el libro en la mesa de Esther hace unos meses, me tentaba y me disuadía (casi a partes iguales): ¿más de 200 páginas para contar la vida de un escritor que vivió en Dublín, Trieste, Zurich y París, y lo único que hizo fue escribir unos cuantos libros (por más que bastaría ese cuento titulado Los muertos para merecer la gloria literaria)?; una vida que, dicho sea de paso, ya se había contado -¡y con cuánto pormenor!-, en esa montaña de biografía que le dedicó Ellmann. Pero Dublinés representa la prueba (del nueve) de que toda vida -también la de Joyce- en su ordinaria rutina lleva a cuestas una novela si alguien se cuida de contarla, o si se sabe contar, que viene siendo el oficio de cuidar de las vidas que se cuentan; porque el narrador -el poeta- deviene un cuidador de vidas, de la vida.

Sólo puedo ponerle un pero sustantivo: Nora, la mujer de Joyce, merecía un trazo íntimo más tierno y luminoso en el curso de la novela (gráfica), el que se presiente (y alienta) en esta página tan bella.


Y uno adjetivo, que despache sin poesía la frustrada aventura de Joyce como empresario cinematográfico. Pero uno y otro apenas empañan la gozada que depara este espléndido Dublinés tan ordinario.

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