29/9/11

El árbol de la infancia

En las lindes del prado esmeraldino con los frutales, mi madre recoge pavías en el seno del vestido. Nos sentamos a la sombra del membrillo junto al regato que atraviesa el eido. El sol declina y unas hebras de oro encienden las pavías en el regazo de mi madre. Las va pelando, me las da a comer y me cuenta escenas de la infancia. De la mía y de la suya. Enhebradas por el hilo rojo del ocaso. Me cuenta del ciruelo de las claudias, del peral de manteca, del manzano de San Juan, del cerezo, de los frutales que plantó el abuelo; bajo el membrillo la besó por primera vez mi padre. Era uno de los rituales de agosto. El sabor de las pavías y la memoria de mi madre a la sombra del membrillo.

Diez manzanos, trece perales, cuarenta higueras y cincuenta hileras de vides cifran la prueba irrefutable de Ulises para que su padre Laertes, ya ciego, lo reconozca. La memoria de los frutales que su padre le enseñó a nombrar y le regaló representa el fin de la Odisea. Como si Homero no pudiera abandonar a su héroe hasta que recupera el tiempo perdido, porque sólo allí, a la sombra de los frutales y bajo la luz de la infancia, quien sobrevivió siendo Nadie, recobra ahora su nombre, Ulises, en las palabras de su padre. Entonces sí, el regreso ha terminado.


He vuelto a ver una vez más El sol del membrillo (1992), la película de Erice sobre la tarea utópica de Antonio López de aprehender el esplendor de un árbol vivo, el temblor del tiempo, el misterio de la luz fugitiva del otoño. El rastro de un sueño. El sueño del pintor que clausura la película:

Estoy en Tomelloso, delante de la casa donde he nacido. Al otro lado de la plaza hay unos árboles que nunca crecieron allí. En la distancia reconozco las hojas oscuras y los frutos dorados de los membrilleros. Me veo entre esos árboles, junto a mis padres, acompañado por otras personas cuyos rasgos no logro identificar. Hasta mí llega el rumor de nuestras voces, charlamos apaciblemente. Nuestros pies están hundidos en la tierra embarrada, a nuestro alrededor, prendidos de sus ramas, los frutos rugosos cuelgan cada vez más blandos. Grandes manchas van invadiendo su piel y en el aire inmóvil percibo la fermentación de su carne. Desde el lugar donde observo la escena no puedo saber si los demás ven lo que yo veo. Nadie parece advertir que todos los membrillos se están pudriendo bajo una luz... que no sé cómo describir, nítida y a la vez sombría, que todo lo convierte en metal y ceniza. No es la luz de la noche, tampoco es la del crepúsculo. Ni la de la aurora.


Cuando se pasó El sol del membrillo por la 2 de TVE el 16 de noviembre de 1999, se fue la luz en Tui. Justo en medio de aquella escena maravillosa cuando Antonio López y su amigo Enrique Gran cantan Cariño, cariño mío, / ramito de mejorana... El resto hubo que soñarlo en la oscuridad de la memoria. Al día siguiente, di un largo paseo con el maestro, hablamos de la película, le gustaba mucho hablar del cine de Erice y que escribiera de cualquiera de sus películas. Le conté la escena de mi madre pelando pavías a la sombra del membrillo bajo la luz de agosto. Y me la fue pintando de palabra para que algún día la filmara, como si iluminara de metal y ceniza aquella escena de Ulises y Laertes, tanto le gustaba la Odisea. Cuando la recuerdo, la imagen del maestro viendo la escena cobra visos de sueño, porque sólo un sueño puede devenir tan real en la memoria.


Tal día como hoy -un 29 de septiembre-, era sábado en 1990, Víctor Erice acudió al jardín de Antonio López y plantó la cámara junto al membrillo. Y empezó a rodar la aventura de lo visible, una película de altas soledades, que alumbra las fronteras de lo posible aún en el cine entre tantas películas prescindibles. Siendo tan bello el título original -El sol del membrillo-, no lo es menos el elegido para la versión en inglés, El sueño de la luz. Cuenta Víctor Erice que en la casa donde nació Antonio López había un membrillo y que ese árbol es una de las imágenes primordiales del pintor. Cómo no ver en El sol del membrillo una Odisea, un viaje de regreso -mitad memoria, mitad sueño- hacia el árbol de la infancia.

27/9/11

Un último zurcido



Un ojo tajado. El umbral de la obra de Buñuel. Una mirada abierta en canal, un ojo tachado. Un gesto de advertencia: si quieres ver, ven y verás... lo que no está escrito. Pero necesitas otros ojos, otra mirada para ver Un perro andaluz. Para ver lo que estaba por venir. Era 1929.


Casi medio siglo y treinta películas después, Buñuel rueda su última película, Ese oscuro objeto del deseo (1977).

Buñuel dirige a Fernando Rey y Ängela Molina 
en Ese oscuro objeto de deseo

En Un perro andaluz, una mujer se sobresalta, tira el libro que lee y un plano detalle de sus páginas nos muestra una reproducción de La encajera de Vermeer.



El último plano rodado por Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo remite a aquella imagen: una mano de mujer cose el desgarro de un retazo de camisón ensangrentado. Aunque pertenece al final de la película, no es su último plano; pero es el último plano filmado por Buñuel. Le gustaba mucho ese plano, cuenta su guionista Jean-Claude Carrière. Tanto le gustaba, que dos semanas después de acabar el rodaje volvió a filmarlo. Para darle un último acabado a esa imagen. Buñuel preparó el plano con primor. Con sus propias manos.


Como si misteriosamente -escribe Carrière- hubiera deseado clausurar, cincuenta años después, aquella primera herida, tan profunda. Entre ambas, el abismo, el gran secreto.


Como si al fin considerara que ya nos había curado los ojos y ya podíamos ver otra vez con ellos. Y mirar.


Su último suspiro en el cine fue un último zurcido.

25/9/11

Jugársela


De la cineasta francesa Claire Denis apenas conozco tres películas -las tres muy buenas-, White Material (2009) -la primera película suya distribuida aquí (este verano) con el título (oportunista) de Una mujer en África ("Basura blanca", debería haberse titulado)-, Vendredi soir (2002) -o sea, "Viernes noche"- y Trouble Every Day (2001) -podría traducirse como "Problemas a diario"-, una película de amor (canibal) que me gustó mucho. Antes de dirigir su primer largometraje en 1988 había trabajado como ayudante de dirección con Jacques Rivette, Wim Wenders o Jim Jarmusch. En el rodaje de de París-Texas (1984), coincidió con Agnès Godard, a la sazón ayudante de cámara de Robby Müller, que se convertirá en su directora de fotografía habitual desde J'ai pas sommeil en 1994.


El crítico de cine argentino Quintín (Eduardo Antín) -fundador de la revista El amante y director del BAFICI entre 2001 y 2004- y Claire Denis se conocieron en 2002 cuando formaron parte del jurado del Festival de Cine de Pusan en Corea del Sur. Cuenta Quintín que fue una semana inolvidable, con jornadas que culminaban a las cinco de la mañana bebiendo en el mercado del pescado. Había unas pocas películas que ver y muchas horas para deambular, charlar y beber. El festival soñado, vamos. Una de aquellas tardes Claire Denis les contó a Quintín y compañía una anécdota de Wim Wenders durante el rodaje de París-Texas. Y Quintín la refirió en Dos o tres cosas que sé de ella, título godardiano para un texto incluido en el libro Claire Denis, fusión fría, promovido por el Festival de Cine de Gijón en 2005, cuando le dedicó una retrospectiva a la cineasta.

Claire Denis

El caso es que Wim Wenders andaba asfixiado de dinero durante el rodaje de París-Texas, cuando necesitó contratar transporte para el equipo. El sindicato de camioneros le exigió que contratara muchos más de los que el cineasta podía pagar. Y no se avenía a rebajas. Es más, haciendo honor a la acreditada solera mafiosa que le precedía, el sindicato amenazó a Wenders con paralizar el rodaje si no daba el brazo a torcer. Entonces la gente del equipo se quedó turulata cuando Wenders -es que hay que verle la pinta- desafió al tipo del sindicato a jugarse al póquer el salario de los camioneros que debía contratar según sus exigencias. Y le ganó. No sólo el dinero para pagar a los transportistas, también el respeto del matón.

Wim Wenders

En mi catedral del cine le tengo dedicada una capilla al director de Alicia en las ciudades o En el curso del tiempo, y me gustó saber que además tenía redaños. Se ve que los dioses lares del cine no abandonaron a Wenders; por milagros así les sigue uno poniendo velas. Y también se ve que agotó (casi toda) la gracia que podía merecer al jugársela por París-Texas. Ojalá tuviera que tragarme estas palabras; pero, en todo caso, que le quiten lo bailado.

24/9/11

Razones para no perderse lo último de Urbizu

Ya dije qué pensaba de Enrique Urbizu en una entrada intempestiva. Para si queréis ahorraros un viaje hasta ella lo diré de otra forma: se me pusieron los dientes largos desde que hace unos meses supe que tenía una nueva película a punto, ante la promesa de un banquete... de cine. Me bastan los dedos de una mano para contar los cineastas de aquí que me producen semejante efecto.


Pues bien, esta tarde vimos en un cine de Vigo lo último de Urbizu, No habrá paz para los malvados, un título donde resuena el último Lumet -un cineasta que tanto le gusta a Urbizu-, una película de cine negro con un protagonista en el que reverberan ecos del western. Como se trata de un filme recién estrenado, no destriparé la trama -ni siquiera voy a apuntarla- y me limitaré a desgranar razones para verlo:

. Porque se trata de una buena película de género y género del bueno escasea. Y hacer una buena película de género es casi tan difícil como hacer una buena comedia. Y No habrá paz para los malvados es una película sobria, física y tensa, como debe ser un buen thriller. Una mirada desasosegante sobre nuestro mundo.

. Porque conjuga el rigor, la precisión y la intensidad en cada plano. En cada escena rentabiliza lo que sabemos, cuenta lo justo para incrementar nuestra tensión  y nos mete de cabeza en la siguiente para apretar un poco más el nudo de la trama. Una férrea construcción donde no hay lugar para psicologismos ni efusiones sentimentales. Otro guión modélico de Enrique Urbizu y Michel Gaztambide.

. Porque representa un ejercicio magnífico de suspense construido a través de un estratégico desplazamiento en el punto de vista: de pronto sabemos más que el protagonista. Pero sin hacer trampas; dejamos de ver la película a través del punto de vista del personaje principal, porque sus antagonistas lo han descubierto. El juego de miradas empuja el relevo en el punto de vista y su alternancia posterior.

. Porque todos los personajes cuentan. Hasta los que tienen una sola escena. O lo que es lo mismo. cada personaje es contado por la película. Aun los que apenas permanecen dos o tres minutos en la pantalla, son seres vivos, tienen su historia, y esa escena nos permite imaginarla. Y con Urbizu todos los actores están siempre bien, como mínimo.

. Porque nos obliga a compartir la mirada del personaje más oscuro con un pasado turbio que jamás -gracias, gracias, gracias, Urbizu- se vuelve explícito, pertenece a esos 4/5 del iceberg que deben -siempre- permanecer sumergidos en la película. Son las lecciones de tío Ethan -Ethan Edwards, claro, el de Centauros del desierto, ¿cuál si no?- que jamás olvida el cineasta.

. Porque la mirada de No habrá paz sobre los malvados -es, sobre todo, una película sobre la mirada- aflora con todo el horror en las últimas imágenes de la película que destilan un final espléndido.

José Coronado y Enrique Urbizu en un momento del rodaje 
de No habrá paz para los malvados

Podrían haber sido treinta y seis razones. Bastan seis. Sobran razones para no perderse lo último de Urbizu.

Cuatro esquinitas


Antes de la nouvelle vague, ningún cineasta como Fellini -quizá sólo Bergman- ha evocado el cine de la infancia de forma tan vívida. Aquel tiempo en que el cine era un arte popular, una ceremonia comunitaria y un ritual de iniciación. Una fiesta y una zapatiesta. Esa vertiente estrepitosa y bullanguera, de humanidad en abarrote, es la que cautiva la memoria de Fellini y brota cálida aún en sus recuerdos, quién sabe si porque no iba mucho al cine de niño:


Muchas veces no tenía dinero, no me lo daban. Y en el cine adonde iba yo, el Fulgor de Rímini, se repartía leña. En las butacas "populares", las que estaban debajo de la pantalla, hechas de tablas claveteadas, las escenas de aventuras y de guerra desencadenaban emulaciones todavía más salvajes, entre gritos, zapatazos en la cabeza, empujones que le tiraban a uno debajo de los bancos, y la intervención final del "Ostrazas", un animal violento, ex-púgil, ex-carcelario, ex-mozo de mercado, y que ahora con un fez rojo en la cabeza y una visera de celuloide, hacía de acomodador en el cine y daba golpes como un asesino.

Mi primer recuerdo de una película se remonta, creo, a "Maciste en el infierno". Mi padre me tenía en brazos, la sala estaba llena, hacía calor y echaban un desinfectante que irritaba la garganta y que también aturdía. En aquella atmósfera, un tanto abotargada, me acuerdo de las imágenes amarillentas de muchas mujeronas guapas. (...) Pero del cine se me vienen a la mente sobre todo los carteles, que me encantaban. Una tarde, con un amigo recorté, sirviéndome de una cuchilla, las imágenes de una actriz que me parecía guapísima, Ellen Meis (...)

Llegado a Roma, empecé a ir más al cine, una vez a la semana, una vez cada quince días. Cuando no sabía a dónde ir o cuando había películas próximas al espectáculo de variedades. Mis cines eran el Volturno, el Fénix, el Alción, en Brancaccio. Los preliminares del espectáculo me han emocionado siempre, como el circo. Para mí, el cine es una sala hirviente de voces y de sudores, las mascaritas, las castañas asadas, el pipí de los niños: ese aire de fin del mundo, de desastre, de redada.


Lo cuenta Fellini en Fare un film -aquí lo publicó Muchnik en 1987 como Apuntes. Recuerdos y fantasías-; y cuenta también que a los siete u ocho años había bautizado las cuatro esquinas de su cama con los nombres de los cuatro cines de Rímini -Fulgor, Ópera Nacional Balilla, Saboya y Sultán-, e irse a acostar era una fiesta. Allí germinaron las visiones que animarán un día 8 y 1/2 o Amarcord, en aquel reino fantástico confinado en cuatro esquinitas.

23/9/11

Espejismo


Cuenta Edward G. Browne en A Literary History of Persia -4 vols. (Londres, 1902-1924)- y recoge Alberto Manguel en Una historia de la lectura, que allá por el siglo X, en Persia, el visir al-Sahib ibn Abbad Abd al-Qasim Ismail, para no separarse de su biblioteca de 117.000 volúmenes cuando viajaba, se los hacía transportar por una caravana de cuatrocientos camellos adiestrados para caminar en orden alfabético.


Parece asunto para un cuento de Borges, a propósito de un sueño febril tras la penúltima de las mil y una noches o quién sabe si sobre la visión -presagio o espejismo- de una niña llamada Sherezade.


(Fotografía de George Steinmetz)

21/9/11

La ficción y la infección

Mientras se estrenaba en el Festival de Venecia Un método peligroso, lo último de David Cronenberg -o lo penúltimo (tiene a punto Cosmópolis)-, hemos vuelto a ver -pura casualidad- las dos últimas películas suyas que se estrenaron aquí, Una historia de violencia (2005) y Promesas del este (2007), de lo mejor que nos ha dado el cine en lo que va de siglo. De la dos, prefiero Una historia de violencia, una de las obras maestras de la pasada década.


Resulta curioso, como poco, que ambas películas se hayan visto -y celebrado con alivio en los más de los casos- como dos filmes poco Cronenberg, y aun lo menos Cronenberg de su cine, o sea, como que el director, al fin, dejó de lado sus obsesiones -sus pajas mentales-, y se limitó a hacer una película como debe ser. Como si eso fuera posible. En realidad, Una historia de violencia y Promesas del este representan dos Cronenberg tan depurados que devienen lo más Cronenberg de su filmografía, quizá porque sus motivos primordiales, las metamorfosis del cuerpo -como un proceso vírico, como una infección- se han metamorfoseado (ahora quizá sí podríamos decir al fin) en la materia misma -en el cuerpo- de sus filmes; ha sumergido sus obsesiones en el fluir del relato y las ha vuelto invisibles, y si cabe, aun más pregnantes y reveladoras. O sea, más infecciosas. Desde esa perspectiva, Una historia de violencia se nos muestra como una película ejemplar, en todos los sentidos.


Si recuerdo bien, la primera película de Cronenberg que vimos fue La mosca (1986), un remake del clásico de 1958 de Kurt Newman, pero fue Inseparables (1988) la primera suya que, por así decir, nos afectó de verdad. Unos años después pude ver Videodrome (1983), en una copia en vídeo (vendría al caso lo de "cómo si no"), una película que me gustó mucho, de ésas que se podrían adjetivar -esta vez con toda la razón- de visionarias, sobre el proceso de vampirización del ser humano por lo audiovisual; una película a partir de un guión propio que destila un poderío plástico que revela el poder con que las imágenes (virtuales) iban a devorar el mundo de lo visible y a fagocitar nuestra identidad.


De ahí en adelante vimos La zona muerta (1983), M. Butterfly (1993) o Crash (1996). Más allá de los géneros, el cine de Cronenberg se nutre de lo mutante, del factor vírico que anida en las pulsiones que nos movilizan; la enfermedad -degeneración, corrupción, deformación- de la carne es una manifestación de la enfermedad de la mente, y lo visible -lo monstruoso- es el rostro repulsivo del magma que hierve en las tinieblas de nuestra conciencia. Los monstruos de la mente se hacen carne y habitan entre nosotros. En el sistema circulatorio de Una historia de violencia encontramos también un factor contaminante que infecta el cuerpo familiar.


Una historia de violencia llega a Cronenberg bajo la forma de un guión de Josh Olson adaptando la novela gráfica del mismo título de John Wagner y Vince Locke.


El cineasta canadiense se preguntó por qué se sentía atraído por ese guión y para descubrirlo empezó a reescribirlo con el guionista. Creo que fue McKee quien dijo aquello de que escribir es descubrir, pues eso. Y descubrió que le había atraído esa historia tan americana que destila el sueño de un pasado ideal en una pequeña y perfecta ciudad (americana), el pasado imaginario como sueño fundacional del oeste americano. La mirada de Cronenberg, donde se conjuga la ironía -la distancia del canadiense sobre el universo estadounidense- y unas gotas de vitriólico humor negro, le venía al pelo a la historia de un sueño que se transforma en una pesadilla, un viaje de la oscuridad hacia la luz contado -pura ironía estructural- a través de un itinerario desde la luz hacia la oscuridad; un hilo de thriller enhebrado sobre el tapiz de un western.

Cronenberg, en el centro, con Viggo Mortensen 
en el rodaje de Una historia de violencia

Los Stall forman la perfecta familia americana pero, en cuanto el destino (la trama) les pone la mano encima y araña la piel de la ficción (la imagen-modelo), empieza a supurar y afloran los síntomas de la infección. Además de añadir muchos detalles y anudar los lazos de sangre del protagonista, Tom Stall (Viggo Mortensen), con su pasado, Cronenberg incluyó también las escenas de sexo en Una historia de violencia, dos escenas muy reveladoras a propósito de las fantasías y los fantasmas que anidan en la relación de Tom Stall y su mujer, Edie (Maria Bello), o mejor dicho, sobre cómo los fantasmas del pasado aniquilan las fantasías del pasado imaginario, o cómo la culpa aniquila el sueño.


Dos escenas de sexo que muestran cómo se ha transformado la intimidad del matrimonio, cómo los cuerpos y la carne se vuelven extraños cuando la ficción deviene infección. Hago hincapié en las implicaciones de las escena de sexo porque pocas veces lo carnal ha iluminado tan poderosamente lo mental. En su momento volveremos a ellas. Por ahora, sólo añadir que Cronenberg decidió rodar la mayor parte de la película con un gran angular -un objetivo de 27 mm-, en contra de la opinión de Peter Suschitzky, porque instintivamente pretendía aprehender los cuerpos con una mayor fisicidad, para acercarse a los cuerpos de una forma más visceral; nada de extraño, por otra parte, en un cineasta de la carne.


Una historia de violencia se abre con un plano secuencia mientras aparecen los títulos de crédito iniciales. Desprende calor, apatía y languidez. Los dos tipos salen de la habitación del motel. El más viejo se dirige a la recepción, suponemos que a pagar. Mediante un travelling lateral, acompañamos al tipo más joven al volante mientras acerca el coche. Esperamos a que vuelva el más viejo. Cuando regresa y entra en el coche, se acuerda del agua, apenas les queda, pero en recepción hay un bidón. Esta vez le toca al joven mover el culo y perezosamente va a llenar la garrafa. Ahora empezamos a sentir el hormiguillo de la inquietud. Corte. Estamos dentro de la recepción cuando entra el tipo más joven, que no demuestra las más mínima prisa, comprueba si alguien se olvidó alguna moneda en el teléfono, se detiene a ojear unas postales y, cuando pasa por delante del mostrador, vemos la huella sanguinolenta de una mano y en segundo término un cadáver ensangrentado sentado en una silla. El tipo más joven aparta un carrito de la limpieza y descubrimos otro cadáver en un charco de sangre, la limpiadora, y sin inmutarse procede a llenar la garrafa de agua. Entonces se abre muy despacio una puerta y aparece una niña abrazando una muñeca. Cronenberg, muy astuto, nos deja que la veamos unos instantes antes de que la vea el tipo más joven, y que por tanto nos imaginemos lo peor.


Y lo peor se cumple. Pero justo después del disparo escuchamos los gritos de una niña y por corte vemos la niña que grita, pero es otra niña y en otro lugar. Es Sarah, la hija pequeña de los Stall, abrazada a un osito. Acude su padre, Tom; la niña ha despertado de una pesadilla: Había unos monstruos...


Luego viene el hermano mayor, Jack, y después, la madre, Edie. Todos se reúnen en torno a Sarah para tranquilizarla, los monstruos no existen. Pero nosotros, como Sarah, los hemos visto; ella en sueños, nosotros en la realidad. Pero ni ella ni nosotros podemos imaginar que su propio padre es uno de esos monstruos, sólo se manifestará cuando la infección se propague por la carne de la ficción, y entonces nada podrá proteger a esa familia de la pesadilla real que van a vivir. Por así decir, la primera secuencia nos presenta el virus de la violencia y la segunda, el cuerpo que va a ser infectado.


Cuando llega a su cafetería, Tom encuentra al empleado contándole a un cliente que una novia suya tenía una pesadilla recurrente, soñaba que él era un asesino y un día, dormida, le clavó un tenedor en la espalda; claro, se casó con ella. Aún no podemos saberlo, pero esa historia se parece mucho a la que va a vivir Edie con Tom; de alguna forma, nos acaban de contar la película que vamos a ver. Pareciera como si en un pueblo tan perfecto, casi como fuera del tiempo, de hecho el reloj del ayuntamiento de Millbrook está parado, las únicas pesadillas que viven sus personajes se deben a los sueños, aunque la pesadilla que relata el empleado de Tom va un paso más allá que la de Sarah y tiene efectos reales (por eso se parece tanto a la propia película). Asistimos en estas primeras escenas a la fantasía del pasado inocente del sueño americano en un pueblo ideal, un imaginario en el que todo un país quiere reconocerse. En el curso de Una historia de violencia asistiremos a la perturbadora radiografía de ese sueño. Pero, de momento, sus personajes aún pueden albergar sueños gratificantes. Edie va a buscar a Tom a la cafetería, quiere realizar la fantasía que no pudieron vivir de adolescentes, porque él llegó al pueblo ya adulto; quiere recuperar el pasado que no pudieron compartir de la única forma posible, mediante una puesta en escena, es decir, montándose una película. Edie se disfraza para Tom de animadora del equipo de béisbol del pueblo (hemos visto a su hijo jugar un partido en el instituto): se encarna, en palabras de Cronenberg, en la clásica fantasía sexual de todo norteamericano.


Una fantasía que muestra, además, que se trata de un matrimonio que, después de veinte años de casados, se siguen queriendo, Tom y Edie se siguen gustando y continúan disfrutando de sus cuerpos; y después del sexo disfrutan rememorando cuándo y cómo se enamoraron. Como en el caso de la pesadilla de Sarah, tampoco Edie puede imaginar que el pasado real de Tom no tardará en irrumpir en el presente -un tema muy western- y cambiará sus vidas para siempre. Ese pasado que se anuncia -se da a presentir- en esos planos generales de las carreteras vacías (por donde irrumpirá) o con la cámara en la grúa encuadrando con angulaciones en picado (el largo brazo del destino) descendiendo suavemente sobre el coche en el que el matrimonio se dirige a sus trabajos.

Si la relación Tom-Edie representa el vector principal de la trama, la relación Tom-Jack constituye la subtrama llamémosle pedagógica, cuando la violencia infecte la relación padre-hijo y en la imagen paterna asome un otro desconocido y desasosegante, y la violencia misma se convierta en un tema central de la educación de Jack, que tiene problemas con un matón del instituto, pero que, de momento, va solventando, mal que bien, gracias al humor y al ingenio. El chaval le cuenta a una amiga, mientras comparten un porro, cómo imagina el futuro, no se parece nada al de sus padres, pero si contemplamos esa visión pesimista desde el final de la película, aquélla cobra visos premonitorios.


Aquéllos tipos del motel llegan al pueblo y entran en la cafetería, y la violencia estalla en el sueño americano detenido en el tiempo como el reloj del pueblo. Para defenderse y defender a sus empleados, Tom los mata y, sin quererlo se convierte en un héroe, para el pueblo, para su hijo, y la prensa y la televisión amplifican su figura en una ceremonia de celebración de la violencia justiciera (tan americana).

Cronenberg prepara un plano de Una historia de violencia 
con el director de fotografía Peter Suschitzky

Viene muy a cuento ahora señalar el procedimiento de Cronenberg a la hora de poner en escena la violencia. En la escena del motel, veíamos las consecuencias de la violencia y cortaba antes de que estallara nuevamente, pero generaba en nosotros un sentimiento de rechazo, leve en el primer caso, acaba de empezar la película y aquellos dos cadáveres nunca estuvieron vivos ante nuestros ojos, y brutal en el segundo, por la niña y por la confirmación de la catadura de los asesinos. Pero ahora, en la cafetería -y en escenas posteriores-, la situación nos pone de lado de Tom; no sólo eso, deseamos que descargue la violencia contra esos tipos, y luego nos muestra los efectos de la violencia sobre los cuerpos (destrozados). Y lo que la violencia despierta.


Un Tom que no conocíamos aflora, por ahora sólo un relámpago, en el Tom que conocemos; para nosotros, resulta evidente que no era la primera vez que usaba un arma, la destreza revela experiencia. Bueno, me corregiré: quizá a muchos espectadores no les resulte tan evidente, al fin y al cabo, el peor cine americano los ha acostumbrado a dar por supuesto que cualquiera coge un arma y pum pum, y a otra cosa mariposa. En ese caso, necesitarán un par de escenas más para reconocer al Tom enmascarado en el propietario de una cafetería del pacífico pueblo de Millbrook.      


Con la repercusión en los medios de la historia del local hero, Tom no tardará en comprobar que asomó demasiado la cabeza en el presente y el pasado encarnado en Fogarty (Ed Harris), que lleva en su rostro el rastro del otro Tom, vuelve para desenmascararlo. Cada vez le va a resultar más difícil ocultar al Joey Cusack que fue con la máscara del Tom Stall que es; dicho de otra forma, cada vez le va a resultar más difícil impedir que el que fue vuelva a ser, que en el cuerpo de Tom se manifieste Joey, que el pasado se encarne en el presente. En fin, el cuerpo como campo de batalla de las identidades, el motivo central de la obra de Cronenberg, una relectura -en clave infecciosa- del Jeckyll y Hyde de Stevenson.



La sospecha sobre el pasado de Tom se instala en el pueblo (el sheriff) y en la familia (Edie). Y la sospecha crece hasta convertirse en certeza, y trastorna la relación del matrimonio, como muestran las dos escenas del sheriff con los Stall, un trastorno trazado a través de las correspondencias de su puesta en escena. En ambas escenas vemos al sheriff frente a Tom y en ambas Edie entra en el encuadre para acercarse a su marido; en la primera, se sienta en el brazo del sillón que ocupa Tom y pasa el brazo derecho por su hombro; en la segunda, se sienta -o mejor, se obliga a sentarse- junto a él en el sofá. Todo es muy parecido pero todo es diferente; en la semejanza de ambas escenas saltan a la vista las profundas diferencias. Otro detalle de la puesta en escena apunta visualmente lo que le ha acontecido en el seno de la familia Stall desde la primera visita del sheriff; en la segunda, toma en sus manos la foto de la familia y, cuando la deja sobre la mesa baja, la vemos al revés, con la familia patas arriba, una imagen que da cuenta del vuelco que ha desencadenado la irrupción de la violencia (del pasado).


Hemos visto cómo esa violencia de Tom/Joey ha contagiado a su hijo, de hecho lo convierte en un homicida, y cómo ha infectado la imagen paterna en Jack.


¿Quién es su padre? ¿Quién de los dos?



En la segunda escena con el sheriff, Edie acaba llorando sobre el hombro de su marido, como había llorado en la primera, pero ambos llantos revelan sentimientos muy distintos; antes se aferraba a lo que les unía, ahora se aferra a lo que se le escapa; en la primera escena se abrazaba a Tom, en la segunda le cuesta encontrar un rastro de Tom en ese ser -Joey- extraño y oscuro en que se ha convertido; ese intruso en el cuerpo de Tom que le produce repulsión, del que se aparta y se aleja escaleras arriba. Ya hemos visto en una escena anterior que Edie vomita cuando Tom le confesó que había sido Joey. Pero también le provoca una íntima atracción. Siente que en él aún hay algo del Tom que quiere y le atrae -y excita- esa encarnación de un pasado tenebroso. Ambos sentimientos se conjugan en la escena de sexo en la escalera.


Una escena que destila la potencia de sus significados en la memoria de la escena de sexo anterior. En ambas se representan fantasías de Edie con el pasado de Tom/Joey que no pudo compartir; en la primera, una fantasía querida, sana, por así decir; en la segunda, una fantasía a su pesar, enferma, digamos; aquélla revela el rostro luminoso de Edie; ésta, su oscura faz; aquélla, una ficción; ésta, una infección. En el cine de Cronenberg cualquier cuerpo resulta propenso a las deformaciones y metamorfosis que germinan de la psique.


Ahora, el Joey en que se ha convertido Tom no tiene sitio en la familia. Debe volver al pasado para purificarse del Joey que fue y que una vez más se ve empujado a ser. Una purificación bajo el signo de la violencia, como quien saja un tumor canceroso. Sólo así podrá restaurar los vínculos dañados con su mujer y los hijos. Una historia de violencia empezaba con la familia reunida para exorcizar los monstruos y acaba con la familia reunida para seguir viviendo con los monstruos, a convivir con un pasado de pesadilla. Con la imagen paterna dolorosamente reconstruida para Jack, no ya Tom o Joey, sino los dos. Como para Edie.


Pero esa escena final y nocturna -uno de los mejores finales que hemos visto en lo que va de siglo-, sin necesidad de palabras, desprende  un halo de esperanza, quizá lo último que se pierde cuando uno habita un organismo enfermo. Cuando ya no es posible la ficción y hay que vivir con la infección.

19/9/11

Pecios

Dícese de pecio, fragmento o pedazo de la nave que ha naufragado. También podría decirse, forma literaria practicada por Rafael Sánchez Ferlosio con arte singular. Pero el propio Ferlosio nos advierte -ojo conmigo- sobre el autor de pecios; los textos breves resultan pintiparados para vender "profundidad", ese fetiche de  los necios, envuelta con oficio en palabras de charol. Lo "profundo" encuentra insuperable acomodo en el enigma cifrado en fragmentos de una sola frase, porque, al cabo, lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible, y lo indiscutible inviste a las palabras con el carisma de lo sagrado. Pero la palabra es lo profano por excelencia. La sacralizan quienes quieren ampararse en ella, o sea -y aunque a primera vista parezca lo contrario-, defenderse de ella.


La escritura de Ferlosio se tensa en la encrucijada del lenguaje con el mundo, en el trabajo de las palabras como herramientas de iluminación del mundo contra el mundo creado por el uso de las palabras como herramientas de alienación. Leer a Ferlosio despierta. Pero también encanta, como en El testimonio de Yarfoz. Y a veces, como prueban estos pecios entresacados de La hija de la guerra y la madre de la patria, también hace milagros, como dar con las palabras para nombrar lo inefable sin dañar su misterio. Un arte de naufragios.


(Ante el retrato de Juan de Pareja) Tal vez me alegraría si me enterase de que quería a su criado y lo trataba con dulzura, pero, con todo, me  conformo con ver hasta qué punto la incorruptible lealtad de sus pinceles no supo negarse a emanciparlo de toda servidumbre imaginable, reconociendo y fijando para siempre, en esa levitante inteligencia y seriedad de la mirada, el aura de la más alta condición humana.


(El Aduanero) La insípida naïveté de aquel pintor sencillo, Le Douanier Rousseau, estalló de pronto en verdadero genio cuando pintó la guerra como una niña descalza, despeinada, con una camisa blanca hecha jirones y de ojos jubilosos y feroces, bajo el azul de un cielo luminoso y en medio de un campo verde cubierto de cadáveres.

18/9/11

Un maravillado mirar

Después de publicar esa llamémosle descarga (en un sentido musical, por ejemplo las sesiones del maestro Cachao) de la entrada anterior, esa misma noche, como si me llamara, busqué las Historias e invenciones de Félix Muriel de Rafael Dieste; para mi sorpresa, apenas me llevó tiempo encontrarlo, lo tenía muy a mano, como si me esperara.



Un ejemplar de la edición de 1974 en la colección Alianza Tres. En la portada había anotado la fecha en que lo compré, el 26 de noviembre de 1982, en una librería de Pontevedra, ¿hace falta añadir que ya no existe?  Nueve relatos y ciento cincuenta páginas. Si tuviera que elegir los libros más queridos de la literatura del siglo XX, éste sería de los primeros. Diré más, creo que se trata de uno de los libros fundamentales de la literatura en castellano. Mencioné que contiene nueve relatos, pero Historias e invenciones de Félix Muriel, más que un libro de relatos es un libro de iluminaciones, una indagación poética en torno a las nacientes de la identidad, un tapiz de motivos primordiales. Historias e invenciones de Félix Muriel deviene la odisea íntima de  Rafael Dieste, que remonta  el río del tiempo para alumbrar los adentros con la candela de la memoria fermentada en la imaginación.

En cuanto tuve el libro en las manos -creo que la última vez que lo leí fue hace once años, recién llegados a este finisterre vecino a los paisajes evocados en Félix Muriel- recordé aquel aforismo de Dieste: El cuento -traduzco del gallego- es el remolino que hacen alrededor de una lámpara muchas mariposas, todas abismadas en la misma luz. Una bella definición que cierra algo así como un hexálogo -centrado en la unidad y en el final del cuento- que puso como introducción a su libro Dos arquivos do trasno (De los archivos del trasgo), pero que muy bien puede leerse como una metáfora de la concepción que alienta en Félix Muriel; y aun otro aforismo -El final [de un cuento] ha de tener la virtud de hacer simultáneas en el espíritu las imágenes que fueron sucesivas [en la lectura]- puede verse como expresión de la forma en que cristalizan esas historias e invenciones: espejos del alma, revelaciones, epifanías.

No he podido apartarme del libro en estos días y he interrumpido las lecturas de Ángeles para leerle fragmentos de las Historias e invenciones de Félix Muriel, como si los leyera por primera vez. Aquella edición de Alianza Tres ya sólo puede encontrarse en alguna librería de viejo, pero en las librerías de nuevo podéis encontrar -espero- la edición de Cátedra -los libros negros de las Letras Hispánicas-, que incluye la narración De cómo vino al mundo Félix Muriel que se había publicado medio año antes de que Historias e invenciones... saliera de la Imprenta López (calle Perú, 666) de Buenos Aires con la que se habían asociado Luis Seoane y Arturo Cuadrado para fundar la Editorial Nova.

De pie y de izda. a dcha., Otero Espasandín, Rafael Dieste, 
Antonio Baltar y Luis Seoane; sentadas, 
Mireya Dieste, Carmen Muñoz (la mujer de Dieste) 
y Maruxa Fernández, en Buenos Aires, 1943. 
(Fotograía de A Nosa Terra)

Fue el propio Luis Seone quien le encargó a Rafael Dieste, durante una tertulia en el Café Tortoni (muy probablemente en enero de 1943), un libro para la colección de narraciones de la editorial. La primera edición de Historias e invenciones de Félix Muriel en la Editorial Nova -colección Camiño de Santiago nº 5- que apareció aquel mes de junio de 1943 en Buenos Aires llevaba once dibujos a toda página de Luis Seoane que no incluye la edición de Alianza Tres pero sí -aunque con una impresión deficiente- la de Cátedra. De aquella primera edición os contaré el próximo 15 de octubre -quedáis emplazados-, de la de Cátedra sólo añadiré que data de 1985 y, que yo sepa, no se ha reeditado.

Rafael Dieste había empleado antes el seudónimo de Félix Muriel para firmar algunos textos, pongamos por caso, en la revista que dirigía durante la guerra civil, Nova Galiza -llevaba por subtítulo Publicación quincenal dos escritores galegos antifeixistas-, entre 1937 y 1938 en Barcelona; también había fundado en Valencia con Gil-Albert, Sánchez Barbudo, Manuel Altolaguirre y Ramón Gaya la revista Hora de España, y en 1938 se incorporó al Ejército del Este para compartir con Sánchez Barbudo la redacción de la revista El Combatiente del Este. Cuando llega la derrota de la República, Rafael Dieste y Carmen Muñoz -se habían conocido durante las Misiones Pedagógicas- toman en compañía de tantos miles de republicanos el camino del exilio hacia la frontera francesa.

Misiones pedagógicas. Estreno del Teatro de Títeres 
con Retablo de fantoches de Rafel Dieste 
en Malpica el 20 de octubre de 1933.
(Fotografía de José Val del Omar) 

Rafael acaba confinado en el campo de concentración de Saint-Cyprien y Carmen, herida en el bombardeo de Figueres, en el hospital de la Piedad de París. Las cartas de Carmen Muñoz y Rafael Dieste durante esa separación componen el Epistolario amoroso, editado por La Voz de Galicia en 1995 y que leí gracias a la calurosa recomendación de Pepe Coira hace unos años (me hice socio de la Biblioteca Municipal de Ribeira para poder sacarlo y fotocopiarlo), es uno de los más bellos y tiernos epistolarios que haya leído nunca.


En Historias e invenciones de Félix Muriel, la voz de Dieste, desde el exilio de Buenos Aires y con las heridas de la guerra en el alma aún en carne viva, aflora en la memoria transfigurada por el sueño y el tiempo vivido para destilar una experiencia fundacional, trasformando el viaje al pasado en  una forma de introspección y la escritura en herramienta de conocimiento, de producción de sentido. Y Rafel Dieste/Félix Muriel encuentra su lámpara maravillosa para iluminar el desván de la infancia en el quinqué color guinda que da título a la primera de las narraciones, verdadero aleph (el de Borges se publicó un año después) del tiempo primordial. Empieza así:

Alumbrando el rellano de la escalera había un quinqué de petróleo, cuyo depósito era de cristal color guinda y levemente modelado como un pequeño mar en que estuviera meciéndose el crepúsculo.

Aquel rellano fue siempre lugar donde se dieron cita a la vez la gran franqueza y el dilatado misterio...

Pero no me resisto a traeros el cuarto párrafo:

Allí se despedía por última vez a los hermanos y se salía al encuentro de los que volvían de ciudades lejanas y espléndidas, que están más allá de aquellos montes, mucho más allá; y más allá de la línea remota del mar abierto, donde se desvanecen, ya muy pequeñitas, las velas de los bergantines.

Y un pedacito del séptimo:

La primavera está en todas partes. Las grandes promesas se hacen de mil maneras, viajan en las nubes, son crines de caballos, o de repente se quedan enjauladas como un pajarillo de sol en un vaso de agua. Así es que pueden muy bien estar en el color guinda de un quinqué de petróleo, sin que lo sepa nadie más que uno, el niño que lo mira...

El quinqué color guinda no es sólo el umbral de las Historias e invenciones de Félix Muriel, también nos muestra el tono de la voz y la partitura del canto. A menudo se ha traído a cuento el realismo mágico para ubicar el ámbito literario del libro de Dieste. Pero si el realismo mágico alude a la preocupación estilística por mostrar lo fabuloso, lo prodigioso, como cotidiano, nada más lejos del mundo de Félix Muriel. Como pone en escena El quinqué de color guinda, se trata de la mirada -y aun de una mirada excesiva- cargada de tiempo, que se abisma en el pequeño mar del ocaso en una íntima y ensimismada procura de la infancia. Quizá nada como unas líneas de Valle-Inclán en La lámpara maravillosa para desvelar el latido de la escritura de Dieste: ...cuando se rompen las normas del tiempo, y el instante más pequeño se rasga como un vientre preñado de eternidad. En el vientre del quinqué color guinda se halla la matriz donde anida lo mágico de lo cotidiano -nada más mágico que la realidad, apuntaba Dieste-, donde cuaja el aquel memorioso de un maravillado mirar.