Porque, a ver, ¿quién puede creerse una trama tan disparatada como la de Al servicio de las damas de Gregory La Cava? ¿Cómo asistir al carrusel de chifladuras de La pícara puritana de Leo McCarey o de La fiera de mi niña de Howard Hawks sin bajarse? ¿Quién puede creerse que Jack Lemmon da el pego como mujer en Con faldas y a lo loco de Billy Wilder? No es que la comedia perfecta vaya más allá de los límites que le están vedados a películas de otros géneros, es que la comedia perfecta nos propone lo imposible como punto de partida. Y nos apuntamos al viaje. Justo porque es una locura. Una locura hilarante o, como dice el filósofo Ricardo Costas jugando con la traducción de screwball comedy -comedia loca o chiflada-, una locura destornillante.
Hace setenta años, por estas fechas, comenzó el rodaje de The Lady Eve de Preston Sturges, una de esas comedias perfectas que aquí se tituló Las tres noches de Eva. Puede que no sea la mejor de las comedias pero no hay otra comedia mejor. En Las tres noches de Eva disfrutamos de unos comediantes en estado de gracia y asistimos a uno de esos milagros del cine donde, con maravillosa precisión, se conjugan ritmo, ingenio, sátira, vitalidad y alegría. Una de esas películas que devienen un preciado elixir de la felicidad.
Preston Sturges, antes de convertirse en uno de los más brillantes guionistas de Hollywood, inventó un lápiz de labios a prueba de besos y aprovechó una larga hospitalización por peritonitis para escribir una comedia que estuvo en cartel durante dos años en Broadway a finales de los años veinte. Luego se buscó la vida en el cine y escribió, pongamos por caso, los guiones de Easy Living (1937) -aquí, Una chica afortunada- y Recuerdo de una noche (1940) de Mitchell Leisen. Durante los años treinta conquistó unos sorprendentes privilegios como guionista de la Paramount, no sólo era uno de los mejor pagados sino que podía asistir a los rodajes, cobraba un porcentaje por la taquilla, podía trabajar fuera de los estudios, no tenía que someterse a la aprobación de ningún tratamiento previo al guión y fue uno de los primeros guionistas que se convirtieron en directores. Así, en la década de los cuarenta escribe y dirige algunas películas memorables como Las tres noches de Eva, Los viajes de Sullivan -ambas de 1941- y The Palm Beach Story -aquí, Un marido rico- de 1942. Sólo hay un adjetivo que defina su trayectoria: fulgurante. Su estrella de director brilló con tal intensidad que se apagó con la misma rapidez que alcanzó su incandescencia. Murió en 1959 en el hotel Algonquin de Nueva York.
La propia experiencia vital del cineasta se destila en sus películas, particularmente en Las tres noches de Eva: su madre cazaba un marido cada vez que lo necesitaba para sostener la financiación de sus empresas de perfumería y cosmética, él se casó con una Hutton y la familia de su mujer lo consideraba un soñador y un cazadotes, pero cuando le pidió el divorcio, Sturges sólo exigió a cambio que se lo pidiera personalmente. Como señaló André Bazin, las comedias de Preston Sturges, a diferencia de las de Frank Capra, ponen en solfa los nobles ideales del sueño americano, revela los efectos perversos de su mitología y satiriza los fundamentos ideológicos y las instituciones que lo sustentan. Para empezar, la vida familiar y el matrimonio, hasta límites nunca vistos en el cine de Hollywood. Preston Sturges puede compadecerse de sus personajes, pero contempla con la mirada de un anarquista la mitología americana, o lo que es lo mismo, con la mirada de un humorista. Un humorista que subvierte mientras divierte.
Mamet recurre a Las tres noches de Eva, que considera una película perfecta, para hilvanar uno de los capítulos de Bambi contra Godzilla, un texto que suscribiría palabra por palabra, salvo en dos detalles: no estoy de acuerdo en el momento que Mamet señala como final del segundo acto y cuando apunta que esta película, aunque realizada por un maestro, probablemente habría sido aceptable si la hubiese hecho un simple artesano. "Aceptable" es una definición que puede salvar un thriller o una película de aventuras o una bélica o un melodrama, pero jamás un musical y, menos aún, una comedia. Una comedia sólo se sostiene y se salva si es, como mínimo, buena, y eso por los pelos. Una comedia siempre tiene que estar más allá de lo "aceptable". Ver una comedia debe ser como estar en el paraíso, como el propio Mamet reconoce a propósito de Las tres noches de Eva en el texto citado: La obra de Preston Sturges es, para mí, prueba irrefutable de la existencia de un más allá, ya que es imposible hacer películas tan dulces y no ir al cielo. Para mí, Las tres noches de Eva es la prueba irrefutable de que ver una película puede ser como estar en el cielo (del cine).
Preston Sturges con el guión de Las tres noche de Eva
entre Henry Fonda y Barbara Stanwyck
A Preston Sturges le gustaba presentarse en el plató vestido de forma extravagante para crear un ambiente propicio a la mascarada y al disparate. Sus rodajes siempre tenían un aquel de celebración de cómicos y Barbara Stanwyck se lo pasó en grande. Además, encontró en Henry Fonda a su alma gemela: los dos eran de esos actores que clavaban las escenas a la primera. Entre plano y plano los actores se quedaban en el set y escuchaban las mil historias que les contaba Preston Sturges o ensayaban juntos el compás de las réplicas. Al cineasta le debemos -y es una deuda impagable- que descubriera el talento para la comedia de Henry Fonda, y le rendimos tributo de eterna gratitud por haber elegido a la deliciosa Barbara Stanwyck para la protagonista de Las tres noches de Eva. Porque, querido David Mamet, para hacer esta comedia perfecta no basta un guión perfecto ni basta que la dirija un maestro, necesitamos a esos dos actores gloriosos y a un glorioso reparto de secundarios como Charles Coburn, William Demarest o Eugene Pallette.
En Las tres noches de Eva nos encontramos a Jane (Barbara Stanwyck) que viaja con su padre, el coronel Harrington (Charles Coburn), en un trasatlántico. Forman una pareja de tahúres y timadores de cuidado. El trasatlántico recoge a Charlie Pike (Henry Fonda), un ofidiólogo que regresa a casa después de pasar un año en el Amazonas y que es hijo de Horace Pike (Eugene Pallette), un magnate de la cerveza que encomendó a Muggsy (William Demarest) la protección de su heredero. Todas las mujeres del barco quieren cazar a Charlie Pike pero él está enfrascado en la lectura de un libro titulado "¿Son necesarias las serpientes?" y sólo Jane lo conseguirá después de propiciar el encuentro poniéndole una zancadilla: la primera caída de Charlie en la película. Pero Jane comete un error irremediable: se enamora del "primo". Las serpientes son mi vida, le confiesa el cándido de Charlie.
Preston Sturges reescribe en Las tres noches de Eva el mito del jardín del Edén y convierte la Caída de Adán tras probar el fruto prohibido en las sucesivas caídas de Charlie -destornillantes, pura comedia física- en el transcurso de la película, seis batacazos que amojonan el aprendizaje del protagonista. Pero también de Jane que es Eva que es Jane -un juego de máscaras que se despliega en el curso de esta comedia chiflada-, porque Jane y Eva son la misma mujer -lo repite Muggsy toda la película sin que le hagan caso y al final se dirige a nosotros, espectadores, a ver si así...- pero no son la misma persona. Las tres noches de Eva muestra la maduración de una pareja: la metamorfosis de Eva en Jane atravesando el vacío que deja tras de sí la venganza, y la de Charlie, de ofidiólogo despistado en un héroe romántico dejando atrás el despecho y el resentimiento.
Señalaré apenas tres momentos inolvidables, una muestra del talento de Preston Sturges y sus actores, momentos cuya concepción no podrían ser obra de un artesano, sino de un cineasta con mayúsculas.
El primero tiene lugar en el camarote de Jane después de que Charlie se caiga de una butaca baja, Jane lo abraza, junta su cabeza con la de él, juega con su pelo, un primer plano fijo de ambos que dura ¡casi tres minutos! y en el que Jane y Charlie sueñan con su pareja ideal; en realidad están soñando el uno con el otro, ya se han enamorado pero necesitarán despertase para saberlo.
Veinte minutos después en la barra del bar del barco, otro primer plano fijo, esta vez de dos minutos, reúne sus rostros, pero la situación es radicalmente distinta, porque una lágrima cuaja en el borde del párpado del ojo derecho de Jane mientras se desvive por explicarle que le iba a contar que es una timadora, y al cabo de esos dos minutos la lágrima se desliza por la mejilla cuando Charlie le asegura que lo sabía desde el principio y que se estuvo burlando de ella. Nosotros sabemos que es verdad lo que le cuenta Jane y que Charlie le rompe el corazón. Y sabemos también que es mentira que Charlie supiera desde el principio que ella era una timadora, y sabemos que lo dice porque saberlo le ha roto el corazón.
El tercer momento tiene lugar durante la noche de bodas en un tren cuando Eva le confiesa a Charlie la sucesión interminable de aventuras y encuentros amorosos con otros hombres, una confesión fragmentada con rayos, truenos, lluvia, viento, la locomotora avanzando, entrando en un túnel... para puntear las reacciones de un marido ofendido con efectos retrospectivos.
Como inolvidables son las caídas de Charlie. Seis -dos en el primer acto, tres en el segundo y una en el tercero-, aunque en varios libros se contabilizan sólo cinco. Resulta que me encantan esas caídas, confiesa Preston Sturges. Y eso que amigos cercanos y críticos implacables le urgían a reducir los batacazos a la mitad. Pero fueron realmente los enormes riesgos que asumía en mis películas, mi patinaje hasta el borde mismo del repudio, lo que más le gustó al público. Una vez redactó un decálogo irónico para una comedia de éxito, pero la regla más importante era que una buena caída es mejor que ninguna otra cosa. Tiene razón. Si tienes a Barbara Stanwyck en la película ninguna guinda mejor que una caída... de Henry Fonda.