29/10/10

Nada mejor que una caída

Una buena comedia se aventura en las fronteras de la verosimilitud, bordea el disparate y ensancha los límites de lo creíble. Una comedia perfecta atraviesa a cuerpo gentil las fronteras de lo verosímil, se encarama con desparpajo  en la cumbre del disparate y coloca con elegancia una bomba en las buenas formas de la credibilidad. La comedia es un arte de funambulistas que bailan sobre un hilo finísimo tendido sobre un abismo, juegan a la ruleta rusa con las reglas de la dramaturgia y nos matan de risa.

Porque, a ver, ¿quién puede creerse una trama tan disparatada como la de Al servicio de las damas de Gregory La Cava? ¿Cómo asistir al carrusel de chifladuras de La pícara puritana de Leo McCarey o de La fiera de mi niña de Howard Hawks sin bajarse? ¿Quién puede creerse que Jack Lemmon da el pego como mujer en Con faldas y a lo loco de Billy Wilder? No es que la comedia perfecta vaya más allá de los límites que le están vedados a películas de otros géneros, es que la comedia perfecta nos propone lo imposible como punto de partida. Y nos apuntamos al viaje. Justo porque es una locura. Una locura hilarante o, como dice el filósofo Ricardo Costas jugando con la traducción de screwball comedy -comedia loca o chiflada-, una locura destornillante.


Hace setenta años, por estas fechas, comenzó el rodaje de The Lady Eve de Preston Sturges, una de esas comedias perfectas que aquí se tituló Las tres noches de Eva. Puede que no sea la mejor de las comedias pero no hay otra comedia mejor. En Las tres noches de Eva disfrutamos de unos comediantes en estado de gracia y asistimos a uno de esos milagros del cine donde, con  maravillosa precisión, se conjugan ritmo, ingenio, sátira, vitalidad y alegría. Una de esas películas que devienen un preciado elixir de la felicidad.


Preston Sturges, antes de convertirse en uno de los más brillantes guionistas de Hollywood, inventó un lápiz de labios a prueba de besos y aprovechó una larga hospitalización por peritonitis para escribir una comedia que estuvo en cartel durante dos años en Broadway a finales de los años veinte. Luego se buscó la vida en el cine y escribió, pongamos por caso, los guiones de Easy Living (1937) -aquí, Una chica afortunada- y Recuerdo de una noche (1940) de Mitchell Leisen. Durante los años treinta conquistó unos sorprendentes privilegios como guionista de la Paramount, no sólo era uno de los mejor pagados sino que podía asistir a los rodajes, cobraba un porcentaje por la taquilla, podía trabajar fuera de los estudios, no tenía que someterse a la aprobación de ningún tratamiento previo al guión y fue uno de los primeros guionistas que se convirtieron en directores. Así, en la década de los cuarenta escribe y dirige algunas películas memorables como Las tres noches de Eva, Los viajes de Sullivan -ambas de 1941- y The Palm Beach Story -aquí, Un marido rico- de 1942. Sólo hay un adjetivo que defina su trayectoria: fulgurante. Su estrella de director brilló con tal intensidad que se apagó con la misma rapidez que alcanzó su incandescencia. Murió en 1959 en el hotel Algonquin de Nueva York.


La propia experiencia vital del cineasta se destila en sus películas, particularmente en Las tres noches de Eva: su madre cazaba un marido cada vez que lo necesitaba para sostener la financiación de sus empresas de perfumería y cosmética, él se casó con una Hutton y la familia de su mujer lo consideraba un soñador y un cazadotes, pero cuando le pidió el divorcio, Sturges sólo exigió a cambio que se lo pidiera personalmente. Como señaló André Bazin, las comedias de Preston Sturges, a diferencia de las de Frank Capra, ponen en solfa los nobles ideales del sueño americano, revela los efectos perversos de su mitología y satiriza los fundamentos ideológicos y las instituciones que lo sustentan. Para empezar, la vida familiar y el matrimonio, hasta límites nunca vistos en el cine de Hollywood. Preston Sturges puede compadecerse de sus personajes, pero contempla con la mirada de un anarquista la mitología americana, o lo que es lo mismo, con la mirada de un humorista. Un humorista que subvierte mientras divierte.


Mamet recurre a Las tres noches de Eva, que considera una película perfecta, para hilvanar uno de los capítulos de Bambi contra Godzilla, un texto que suscribiría palabra por palabra, salvo en dos detalles: no estoy de acuerdo en el momento que Mamet señala como final del segundo acto y cuando apunta que esta película, aunque realizada por un maestro, probablemente habría sido aceptable si la hubiese hecho un simple artesano. "Aceptable" es una definición que puede salvar un thriller o una película de aventuras o una bélica o un melodrama, pero jamás un musical y, menos aún, una comedia. Una comedia sólo se sostiene y se salva si es, como mínimo, buena, y eso por los pelos. Una comedia siempre tiene que estar más allá de lo "aceptable". Ver una comedia debe ser como estar en el paraíso, como el propio Mamet  reconoce a propósito de Las tres noches de Eva en el texto citado: La obra de Preston Sturges es, para mí, prueba irrefutable de la existencia de un más allá, ya que es imposible hacer películas tan dulces y no ir al cielo. Para mí, Las tres noches de Eva es la prueba irrefutable de que ver una película puede ser como estar en el cielo (del cine).

 Preston Sturges con el guión de Las tres noche de Eva 
entre Henry Fonda y Barbara Stanwyck

A Preston Sturges le gustaba presentarse en el plató vestido de forma extravagante para crear un ambiente propicio a la mascarada y al disparate. Sus rodajes siempre tenían un aquel de celebración de cómicos y Barbara Stanwyck se lo pasó en grande. Además, encontró en Henry Fonda a su alma gemela: los dos eran de esos actores que clavaban las escenas a la primera. Entre plano y plano los actores se quedaban en el set y escuchaban las mil historias que les contaba Preston Sturges o ensayaban juntos el compás de las réplicas. Al cineasta le debemos -y es una deuda impagable- que descubriera el talento para la comedia de Henry Fonda, y le rendimos tributo de eterna gratitud por haber elegido a la deliciosa Barbara Stanwyck para la protagonista de Las tres noches de Eva. Porque, querido David Mamet, para hacer esta comedia perfecta no basta un guión perfecto ni basta que la dirija un maestro, necesitamos a esos dos actores gloriosos y a un glorioso reparto de secundarios como Charles Coburn, William Demarest o Eugene Pallette.


En Las tres noches de Eva nos encontramos a Jane (Barbara Stanwyck) que viaja con su padre, el coronel Harrington (Charles Coburn), en un trasatlántico. Forman una pareja de tahúres y timadores de cuidado. El trasatlántico recoge a Charlie Pike (Henry Fonda), un ofidiólogo que regresa a casa después de pasar un año en el Amazonas y que es hijo de Horace Pike (Eugene Pallette), un magnate de la cerveza que encomendó a Muggsy (William Demarest) la protección de su heredero. Todas las mujeres del barco quieren cazar a Charlie Pike pero él está enfrascado en la lectura de un libro titulado "¿Son necesarias las serpientes?" y sólo Jane lo conseguirá después de propiciar el encuentro poniéndole una zancadilla: la primera caída de Charlie en la película. Pero Jane comete un error irremediable: se enamora del "primo". Las serpientes son mi vida, le confiesa el cándido de Charlie.


Preston Sturges reescribe en Las tres noches de Eva el mito del jardín del Edén y convierte la Caída de Adán tras probar el fruto prohibido en las sucesivas caídas de Charlie -destornillantes, pura comedia física- en el transcurso de la película, seis batacazos que amojonan el aprendizaje del protagonista. Pero también de Jane que es Eva que es Jane -un juego de máscaras que se despliega en el curso de esta comedia chiflada-, porque Jane y Eva son la misma mujer -lo repite Muggsy toda la película sin que le hagan caso y al final se dirige a nosotros, espectadores, a ver si así...- pero no son la misma persona. Las tres noches de Eva muestra la maduración de una pareja: la metamorfosis de Eva en Jane atravesando el vacío que deja tras de sí la venganza, y la de Charlie, de ofidiólogo despistado en un héroe romántico dejando atrás el despecho y el resentimiento.   



Señalaré apenas tres momentos inolvidables, una muestra del talento de Preston Sturges y sus actores, momentos cuya concepción no podrían ser obra de un artesano, sino de un cineasta con mayúsculas.


El primero tiene lugar en el camarote de Jane después de que Charlie se caiga de una butaca baja, Jane lo abraza, junta su cabeza con la de él, juega con su pelo, un primer plano fijo de ambos que dura ¡casi tres minutos! y en el que Jane y Charlie sueñan con su pareja ideal; en realidad están soñando el uno con el otro, ya se han enamorado pero necesitarán despertase para saberlo.

 

Veinte minutos después en la barra del bar del barco, otro primer plano fijo, esta vez de dos minutos, reúne sus rostros, pero la situación es radicalmente distinta, porque una lágrima cuaja en el borde del párpado del ojo derecho de Jane mientras se desvive por explicarle que le iba a contar que es una timadora, y al cabo de esos dos minutos la lágrima se desliza por la mejilla cuando Charlie le asegura que lo sabía desde el principio y que se estuvo burlando de ella. Nosotros sabemos que es verdad lo que le cuenta Jane y que Charlie le rompe el corazón. Y sabemos también que es mentira que Charlie supiera desde el principio que ella era una timadora, y sabemos que lo dice porque saberlo le ha roto el corazón.


El tercer momento tiene lugar durante la noche de bodas en un tren cuando Eva le confiesa a Charlie la sucesión interminable de aventuras y encuentros amorosos con otros hombres, una confesión fragmentada con rayos, truenos, lluvia, viento, la locomotora avanzando, entrando en un túnel... para puntear las reacciones de un marido ofendido con efectos retrospectivos.  


Como inolvidables son las caídas de Charlie. Seis -dos en el primer acto, tres en el segundo y una en el tercero-, aunque en varios libros se contabilizan sólo cinco. Resulta que me encantan esas caídas, confiesa Preston Sturges. Y eso que amigos cercanos y críticos implacables le urgían a reducir los batacazos a la mitad. Pero fueron realmente los enormes riesgos que asumía en mis películas, mi patinaje hasta el borde mismo del repudio, lo que más le gustó al público. Una vez redactó un decálogo irónico para una comedia de éxito, pero la regla más importante era que una buena caída es mejor que ninguna otra cosa. Tiene razón. Si tienes a Barbara Stanwyck en la película ninguna guinda mejor que una caída... de Henry Fonda.

24/10/10

La astronomía de las cosas


Más de una vez, ante la pizarra en un aula, me ha venido a la cabeza la imagen de Morandi con la tiza en la mano impartiendo una clase de dibujo a unos niños del norte de Italia. Y he imaginado una naturaleza muerta en la pizarra de una escuela vacía, que otro/a maestro/a borraría al día siguiente para explicar, pongamos por caso, la función clorofílica.


Giorgio Morandi nació en Bolonia en 1890 y vivió toda la vida allí, en la misma casa y en la misma habitación -a la vez, cuarto y taller-, en compañía de su madre y de sus hermanas Anna, Dina y María Teresa, solteras como él, hasta su muerte en 1964. Morandi consiguió superar en 1913, aunque no sin dificultades, el examen de aptitud para la enseñanza y obtuvo una plaza de maestro. Hasta 1929 dará clase de dibujo en escuelas primarias de pueblos perdidos en la Emilia-Romagna.


A esa época de maestro de escuela de Morandi se refirió así su amigo De Chirico: Para mantener su obra en la pureza, de noche, en las aulas desoladas de alguna escuela elemental, Morandi enseña a los niños las leyes eternas del dibujo geométrico, el fundamento de toda gran belleza y de toda profunda melancolía.


Botellas, tarros, latas de aceite, cajas, jarras, tarros, cuencos... sobre una mesa. Naturalezas muertas que De Chirico definió como una metafísica de los objetos comunes. Un universo destilado a través de formas domésticas. Desnudas, esenciales. Nada es más abstracto que el mundo visible, pensaba Morandi.




Se ha hablado de humildad a propósito de los bodegones de Morandi. Nada de eso. Son humildes los modelos, los cacharros. La pintura... Pocas obras despliegan con tal plenitud el poder magnífico del hecho pictórico. El laconismo de la mirada excesiva.


Una mirada sumergida, decía De Chirico, en la astronomía de las cosas. Una mirada que ensimisma la nuestra en una constelación preñada de fragilidad. Formas en trance de desaparecer, como dibujadas en un encerado. Y firmadas con letra clara de maestro de escuela.

21/10/10

Una novela-río


Borges recoge en El hacedor un poema titulado Le regret d'Heraclite que atribuye, en uno de sus juegos apócrifos, a Gaspar Camerarius en Deliciae Poetarum Borussiae, VII, 16:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/ Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

La puesta en página del poema en El hacedor, en la vieja edición de Emecé/Alianza -de bolsillo-, puede ofrecer dudas sobre si se trata de un poema o más bien de una narración, pero como tal poema se incluye también en la Obra poética de Borges a cargo de las mismas editoriales.   

Tiene razón Claudio Magris, a Borges se le ha ensalzado como a un funámbulo del artificio y a un prestidigitador de la relojería literaria, en realidad un juego de máscaras que distrae a los desatentos de lo que realmente muestra su escritura: la aventura y el extravío de la inteligencia en la trama elemental del mundo. Un espejo que nos devuelve el  flagrante desconsuelo por el amor perdido y las ruinas del tiempo. En fin, la obra de un melancólico.

Y de un artista -de la sencillez, el despojamiento y la transparencia- al que le bastan dos versos para dar entero y cumplido asiento a una novela-río.

20/10/10

La cosecha de los sueños


Una trama -léase tejido, telaraña, tapiz o traza, en fin, diseño- al mismo tiempo sensual y lógica, una textura elegante y elocuente: en esto consiste el estilo; éste es el fundamento del arte de la literatura, escribía Robert Louis Stevenson en uno de sus ensayos. Desde luego esa trama y esa textura eran las claves de la poética destilada en sus obras, también en las de no ficción. Es más, quizá sean los ensayos donde Stevenson desnuda la subjetividad, donde, valga -y vale, vaya si vale- la redundancia, ensaya, es decir, se arriesga y se expone verdaderamente, sin la red de la ficción, en la intimidad con el lector; donde contagia una pasión por el oficio apenas embridada por el ingenio y el humor. En pocas palabras, los ensayos de Stevenson revelan al hombre que vivía en el escritor.
     
Un capítulo sobre sueños es uno de esos ensayos, quizá el texto sobre poética con más encanto que conozco. Donaire es una palabra que le sienta como un guante a la prosa -al decir- de Stevenson. Arranca con mucho humor a propósito de los cimientos precarios sobre los que se asienta el pasado -no hay familia que pueda contar cuatro generaciones que no reclame un título yacente o un castillo con terrenos-, con nuestros ancestros irrevocables, perdidos en el dédalo de los siglos, historias dormidas en un papel guardado en el cajón secreto de un viejo secreter de ébano, fantasmas olvidados, todo ha quedado reducido a un vago residuo, como el sueño de la noche anterior, a las mismas imágenes discontinuas, a un eco en las estancias de la mente (...) todo ha desaparecido fuera del alcance del recuerdo. Y, sin embargo, imaginad que somos despojados de ellos, imaginad que ese hilillo de memoria que llevamos a rastras se rompe en el borde del bolsillo: ¡en qué vacuidad desnuda nos veríamos sumidos! Pues sólo nos guiamos y sólo nos conocemos gracias a esas imágenes del pasado trazadas en el aire.

Stevenson despliega, entonces, con ingenio e ironía las herramientas de una poética -precursora, como veremos, de la escritura como abrigo del tiempo que buscaba Proust- que tira de ese hilillo de memoria para enhebrar en un tejido literario esas figuras volátiles trazadas en el aire, porque sólo el arte puede religarnos con ese caudal mítico cuando se han roto las amarras del recuerdo. Pero esas semillas, que son portadoras de esas historias primordiales -sin las cuales habitaríamos un vacío desnudo, es decir, literalmente insignificante-, son tan sutiles que debemos cultivarlas, por así decir, a cubierto de las luces de la razón, que las consumirían o impedirían su germinación; son tan frágiles que precisan de las sombras, de la oscuridad, de la caverna de los sueños.  Necesitan la tierra fértil del teatro interior que se desarrolla cuando suspendemos la actividad racional -diurna- y nos abandonamos al trabajo -nocturno- del sueño -o del ensueño-. Y ese trabajo onírico no podemos hacerlo nosotros -nuestro yo-, sólo somos los soñadores, meros usufructuarios de la cosecha de los sueños: soñamos -o ensoñamos- para permitir la actividad de los trabajadores del teatro interior. Entonces, ¿quiénes son esos jornaleros -autores y actores- del teatro interior? Pues los diablillos:

Son familiares cercanos al soñador, sin duda alguna: comparten sus preocupaciones económicas y no apartan la vista de la libreta de ahorros; comparten claramente su educación, han aprendido claramente como él a construir el esquema de una hábil historia y a ordenar la emoción en orden ascendente, pero creo que ellos tienen más talento, y una cosa queda fuera de toda duda: pueden contarle una historia episodio por episodio, como un serial, y mantenerle mientras tanto en la ignorancia acerca de su objetivo (...) me hacen la mitad del trabajo mientras yo duermo profundamente y lo más probable es que también me hagan el resto, cuando estoy totalmente despierto y creo ingenuamente que lo  hago yo. (...) Yo soy un excelente consejero, un poco como el criado de Molière, yo restrinjo y corto, y visto el conjunto con las mejores palabras y frases que puedo encontrar y redactar; yo también sostengo la pluma, y me siento delante de la mesa, que es casi la peor parte; y, cuando todo está terminado, yo preparo el manuscrito y pago el registro, de modo que, en líneas generales, tengo cierto derecho a compartir, aunque no tan ampliamente como lo hago, los beneficios de nuestra común empresa.  

Y, como uno de los frutos de la cosecha de sueños, Stevenson, a modo de ejemplo, comenta la gestación del extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y reparte los méritos del libro entre los diablillos y el autor que figura en la cubierta del libro. Cuenta que durante un par de días le dio vueltas a una trama en la que cobrara cuerpo el tema que se desprende de esa fuerte sensación de la doble sustancia del hombre que a veces debe asaltar y abrumar la mente de toda criatura pensante; un tema que anidaba en Stevenson desde hacía mucho tiempo pero que, confiesa, no germinó adecuadamente hasta que los diablillos crearon en el teatro interior tres momentos claves de la novela: [una noche] soñé la escena de la ventana, y después una escena dividida en dos, en la que Hyde, perseguido por un crimen, tomaba los polvos y sufría el cambio en presencia de sus perseguidores. Todo lo demás lo hice despierto, y conscientemente, aunque creo detectar en gran parte de ello el estilo de mis diablillos. El único reproche que desliza Stevenson hacia el trabajo de los diablillos consiste en la sorpresa que a veces le deparan al inventarle una historia de amor que él no sabe escribir, mira tú, como si los jornaleros del sueño trabajaran para otro escritor. Diablillos.   


Stevenson escribe Un capítulo sobre sueños, dos años después de la publicación -en enero de 1886- de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, esa obra maestra que escribió en el otoño anterior -hace siglo y cuarto- en su casa de Bournemouth -bautizada por el escritor como Skerryvore, en recuerdo de uno de los faros que había construido su abuelo-, en la cama, con hemoptisis, es decir, entre hemorragias pulmonares, un padecimiento que aliviaba, según cuenta Sadie Plant, mediante copiosas dosis de cocaína. La escribió en seis días con sus noches, una gesta si tenemos en cuenta que a los tres días destruyó un primer borrador -tras la crítica de Fanny, su mujer- y lo reescribió en los tres siguientes-; la propia Fanny describe así la proeza: parece casi increíble que un inválido en las condiciones de salud de mi esposo hubiera sido capaz de realizar aunque sólo fuera el trabajo manual que supone poner sobre el papel sesenta mil palabras en seis días.  Pero ya se sabe que, por mucho que se afanen los diablillos en el teatro interior, la cosecha de los sueños puede echarse a perder si no se recoge a tiempo.

19/10/10

La intimidad de la mirada


Durante mucho tiempo tuve una reproducción de Hendrickje bañándose -o Mujer bañándose- cerca de la mesa de trabajo, al alcance de la mirada y de la mano. Uno no se cansa de contemplarlo, por más que cualquier copia -ésta es la mejor que encontré- resulte casi un agravio. El cuadro data de 1655, o 1654 según otras fuentes. Cuántas horas habré pasmado ante aquella hoja arrancada de una revista con mi pintura de Rembrandt favorita. Es un cuadro pequeño, 61,8 x 47 cm., pero cuando lo tuve delante, en la National Gallery de Londres, me costó un mundo separarme de él.

No se puede decir demasiado sobre una obra tan bella. Justamente, por ser tan bella reclama silencio. Y aun recogimiento. Porque la propia pintura habla del silencio de una mirada. Bueno, de tres miradas.

La mirada de Hendrickje, quizá la mujer que Rembrandt más amó -el amor de su vida-, quizá la mujer que más amó a Rembrandt. Una mirada recogida sobre sí misma, ensimismada, perdida en el espejo del agua, con una sonrisa leve en el aquel de aflorarle en los labios; una imagen, la que el agua le devuelve a Hendrickje y sólo a ella, que no podemos ver, pero allí, donde adivinamos que cuaja el reflejo de su rostro, en la frontera de la piel de las pantorrillas y la piel del agua, Rembrandt pinta rizos de puro blanco y puro primor, como si el riachuelo mismo celebrara ser un espejo.

Rembrandt mira -y pinta- a Hendickje absorta, embebida en el agua, en la pura sensación del tiempo suspendido; y la mirada del pintor desprende deseo y ternura, como si ese instante cifrara la eternidad de una visión. El pintor contempla a la mujer amada, el cuerpo que abrazó ayer, el que abrazará poco después, y también mañana. Rembrandt pinta la intimidad de Hendrickje. Y su mirada se recoge en el silencio, íntima, para escuchar la caricia del agua. Y las pinceladas nos susurran el amor del pintor por su modelo. El amor por Hendrickje.

Y la mirada de uno ve. Y escucha... la intimidad de la mirada (enamorada). Y calla.

18/10/10

La casa de Agnès


Hace año y medio comenté aquí Los espigadores y la espigadora, la hermosa película de Agnès Varda, y las ganas que tenía de ver Les plages d'Agnès (Las playas de Agnès), estrenada en 2008, la autobiografía de la cineasta. Pues ya la vimos. Es una película deliciosa que destila encanto, humor y melancolía. Una autobiografía entendida como una artesanía del cine, donde el hecho de filmar deviene catalizador y revelador de la memoria, o dicho de otra forma, la memoria emerge en Les plages d'Agnès como una construcción fílmica, como una puesta en escena, mejor aún, como una puesta en pantalla. Al final de la película, Agnès define el cine como una luz que atraviesa la lente de una cámara y aprehende la vida en una película, y siente que vive en el cine, que el cine es su casa. ¿De qué otra forma iba a contar entonces su vida sino con la forma del cine?


Cuando filma sus playas tiene 79 años y siente que ha llegado el momento de contarse, quizá de descubrirse o de desnudarse. El título de su autobiografía -o autorretrato o autodocumental- lo declara al comienzo la película: vemos una playa del Mar del Norte a la hora de un pálido crepúsculo, entra en campo Agnès y nos cuenta que si abres a la gente por la mitad encuentras un paisaje, si me abren a mí encontrarán una playa. Y convierte la playa de su infancia en un laberinto de espejos como herramienta para atrapar las olas -les vagues (también la nouvelle vague)- de su vida. Les plages d'Agnès es un artefacto fílmico y lúdico que muestra los dispositivos para que la memoria -ese puzzle lleno de agujeros- se manifieste a medida que los recuerdos -como moscas- revolotean en torno a la cineasta. Y como quien caza moscas, Agnès aprehende momentos del pasado con la red de una puesta en escena.


En uno de esos momentos fascinantes de Les plages... vemos -en la playa, dónde si no- a unos trapecistas ejecutando saltos mortales a cielo abierto, hasta el punto de volverse ingrávidos, como ángeles, porque el encuadre preciso -y prodigioso en su levedad- nos hace olvidar el marco que sugiere y sugestiona nuestra visión encantada... Entonces entra en campo Agnès y nos confiesa la fascinación que despertaba en ella el mundo del circo en los años de infancia. Digamos que el dispositivo de la puesta en escena -los trapecistas en la playa- nos devuelven una imagen -consciente o no- de la infancia y luego la propia cineasta comparte con nosotros, espectadores, la memoria del circo. Otras veces, opera al revés, nos plantea sus dudas a la hora de reconstruir una imagen de la infancia y nos dispone la atención para percibir la puesta en escena como una tentativa sobre la que ejercer  una crítica textual. En ocasiones, nos presenta el dispositivo y su intención, y aun así, el encanto aflora con los poderes que sólo el cine puede desplegar. La mirada de Agnès esculpe la memoria como si de una materia plástica de tratara, como esas figurillas que hacíamos de niños con la masa de la empanada.

 Jacques Demy y Agnès Varda

A los 79 años, la vida de Agnès se amojona con no pocas ausencias, un rosario de pérdidas. Y de todas las pérdidas ninguna tan punzante como la de Jacques Demy, el director de Los paraguas de Cherburgo, el compañero con el que compartió tantas playas, cuya infancia reconstruyó en Jacques de Nantes, una infancia que emergía de o desembocaba en escenas de sus películas; y lo filma, cuando el final se acercaba, acariciándolo con la cámara, como si el pelo, la piel y el ojo fueran elementos de un paisaje, de una geografía del corazón. Todos los muertos conducen a Jacques, nos dice Agnès, y aun confiesa -a través de un tierno dispositivo escénico, en una playa, claro- el pellizco de los celos ante una pareja de amigos de su edad aún enamorados, porque ella y Jacques no pudieron envejecer juntos.       


El aprendizaje de la fotografía, su vecino Alexander Calder -uno de sus primeros modelos-, su trabajo con Jean Vilar en el festival de Avignon, la nouvelle vague -Alain Resnais, Godard (al que consiguió filmar sin sus gafas oscuras en Cléo de 5 à 7)-, el mayo del 68 filmando a los Panteras Negras en Los Ángeles, las luchas feministas, la productora Ciné-Tamaris, sus películas, el amor por los gatos, la amistad con Chris Marker que sólo aparece bajo la silueta de un gato... episodios de la crónica de su tiempo que Agnès nos va desgranando en Les plages... La memoria enhebrándose con la Historia -también del Cine, y de la cinefilia- mientras la cineasta desanda el camino, y así la vemos retrocediendo, reculando, para llevarnos a las estancias -los escenarios, los lugares, las imágenes- del pasado. Sólo me queda la pena de que no haya evocado sus viajes a Portugal, sus fotografías de Lisboa, o ésta de Póvoa de Varzim en 1953 que bien merecía un hueco en su casa del cine.

Sofía Loren en Portugal

Aun así, gracias, Agnès. No es frecuente que Ángeles exclame al terminar de ver una película: ¡qué maravilla!

15/10/10

Sumas y restas

Leo en el editorial de Carlos F. Heredero en Cahiers du Cinéma que este mes la Filmoteca de Cataluña recupera, entre otros tesoros, una copia nueva de El mundo sigue de Fernando Fernán-Gómez, pero busco en la programación de la Filmoteca de Catalunya y no aparece ninguna referencia a la proyección del filme, y tampoco encuentro ninguna noticia a propósito de una copia nueva de la película. Misterio. Por si acaso el enigma fuera imputable únicamente a mi torpeza de buscador, aquí queda dicho. Porque si realmente hay una copia nueva de El mundo sigue, es muy probable que circule por las filmotecas, y sí, realmente se trataría de un tesoro.



En los primeros años 60 del siglo pasado se producen cuatro joyas del cine español, o mejor, del CINE, así, con mayúsculas. Y el hecho mismo de que existan resulta milagroso. Me refiero a Plácido (1961), El verdugo (1963), El mundo sigue (1963) y El extraño viaje (1964). Las dos primeras dirigidas por Luis G. Berlanga -con la mano de Azcona (aunque no solo de Rafael) en el guión- y las dos últimas por Fernando Fernán Gómez. Si nuestra civilización desapareciera y llegaran hasta este planeta libre de nuestra presencia seres de otra constelación, bastaría que contemplaran esas cuatro películas para comprender de que materia estábamos -estamos- hechos, y aun cómo era este país mejor que con el mejor tratado de historia, como si de los más reveladores y verídicos documentales se tratara. Son obras de arte y documentos históricos sobre el país de nuestra infancia.


En 1964, se celebraron a bombo, platillo e incienso los "25 años de paz" (de Franco) y poco después, en un pueblo tan facha y meapilas como Tui -claro que el miedo era el ingrediente principal del crisol reaccionario-, se casó el hijo de un paseador con la hija de un paseado y la boda causó una conmoción, se veía como un matrimonio "contra natura", y eso que habían pasado ya más de "25 años de paz", pero se ve que las heridas aún sangraban con miedo y todo. En ese sótano insalubre llamado España, cineastas como Berlanga y Fernán-Gómez iluminaron con su mirada el corazón de la pobre gente y revelaron la verdadera condición de aquella paz de Franco. Claro que aquella pobre gente no veía esas películas. Tampoco la otra gente. Era un cine -casi- invisible.


Cuenta Fernán-Gómez en El tiempo amarillo -sus memorias-, que El mundo sigue, la novela de Juan Antonio de Zunzunegui editada en 1960, le parecía un material sugerente para hacer una película. Cuando menos una película a mi gusto, aunque no fuera el gusto de la inmensa mayoría, y quizás tampoco el de una minoría selecta. Creo tener una especie de fijación con los temas de la pobre gente, de la gente común. Y en una entrevista, cuarenta años después de rodar El mundo sigue, confesó: Estaba completamente convencido al hacerla de que era el tipo de cine que había que hacer en España en aquel momento (...) Eso demuestra mi completa ignorancia y mi marginación. Porque, además, ya se me explicó después claramente que aquello era justo lo contrario de las corrientes que se intentaban promover [desde la instancias oficiales]. Enternece la ingenuidad, la sorpresa y la amargura -atravesadas por la ironía que otorga la distancia- que destilan las palabras de Fernán-Gómez. Porque, aun vista desde hoy, el mero planteamiento de producir El mundo sigue parece una aventura suicida, vamos que no hay razón para extrañarse de que nadie quisiera hacerla y que tuviera que producirla él mismo.  Fernán-Gómez escribe el guión, produce y dirige una película que constituye la más desesperanzada visión sobre aquellos "25 años de paz" que vendía el franquismo y, aún peor, la más sombría perspectiva del desarrollismo de los años 60. El mundo sigue es la obra de un aguafiestas del régimen, algo así como el reverso tenebroso de aquella España que vende Cuéntame.


No resulta fácil hablar de El mundo sigue. Tampoco resulta fácil de ver. Significa muy poco señalar que se trata de un melodrama, porque Fernán-Gómez desguaza el género para reescribir con  aspereza y negrura materiales -ingredientes y temas- propios del folletín, hasta el punto de que la película deviene un depurado ejercicio de estilo en torno a una escalera, un ático y un sótano donde se cuece una historia claustrofóbica y pesimista, y donde la cámara acosa a lo real con formas oblicuas y crispadas que conjugan costumbrismo y vanguardia. El mundo sigue empieza como un documental, como si la cámara buscara en un bullicioso Madrid alguien en quien centrarse mientras nos conduce hacia el barrio de Maravillas y hasta una plaza de Chueca donde viven los padres de Eloísa -Elo- (Lina Canalejas) y Luisa (Gemma Cuervo) con abruptos y desasosegantes desvíos, como si el relato estuviera deshilvanado: antes de que la historia comience, la película ya se ha encarrilado imparable hacia un final inevitable; o dicho de otra forma, antes de que las forma de la tragedia cuajen, Fernán-Gómez ya ha dispuesto los hilos que se anudarán al final de la película.

El odio entre las hermanas vertebra la línea dramática de El mundo sigue. En un momento de la película dirá la madre: En vez de hermanas parecéis dos fieras.  Desde un punto de vista estilístico, y a la luz del final, diríamos mejor que se trata de dos hermanas que no se pueden ver: cada vez que Elo ve a Luisa las heridas cargadas de tiempo se abren y aflora la envidia, el despecho y la amargura. Pero no sólo Elo, todos los personajes de El mundo sigue son unos fracasados,  ilusos o desesperados, cautivos de la derrota, cobardes, débiles y brutales, hundidos, presa fácil de la corrupción. Pero Fernán-Gómez, que se reserva el papel de Faustino -el marido de Elo-, uno de los personajes más antipáticos y pusilánimes que se hayan visto en una pantalla, no los juzga, sino que los comprende hasta el punto que acabamos de apiadarnos de esos seres que transitan por la película y que tanto dolor nos causan. Una comprensión que se desprende de una dirección de actores y unas interpretaciones  maravillosas, empezando por una magnífica Lina Canalejas. Y no es fácil decir algunas réplicas que suenan como latigazos, como aquélla de Elo: Ese golfo [Faustino, su marido] me ha dejado en el chasis y ya no sirvo ni para venderme.

O aquella escena cuando Faustino vuelve a casa y Elo le reprocha su ausencia, fingiendo rechazarlo mientras lo abraza con pasión y Faustino empieza a manosearla: Asqueroso, más que asqueroso. Que sólo vienes a mí cuando ves que los otros me desean y que se le abren los ojos así al verme. Sólo entonces te acuerdas de que tienes una hembra que no te la mereces. ¡Guarro! ¡Déjame! ¡Baboso, más que baboso! Y lo besa. Y luego, atenuada la pulsión erótica, ella recuerda aquel día en que ganó el concurso de Miss Maravillas y vemos a Elo que disfruta feliz del momento con su banda y su corona. La cámara se acerca hasta un primer plano de su rostro radiante pero la voz en off irrumpe desde el presente con palabras que supuran por una herida abierta: Yo no me opongo a que llenes de cuando en cuando una quiniela. Pero aquí estoy yo, ¿me oyes? Estoy yo que soy tu mujer, y no debo estar tan mal cuando los hombres me comen con los ojos... El dolor se impone con su cruda carga sobre la memoria de una felicidad efímera.


Las páginas que Fernán-Gómez le dedica a El mundo sigue en sus memorias llevan por título Florentina y los globos. El cineasta asegura que la escena más dramática que presenció en su vida ocurrió en el año 1929. Era un jueves de invierno y los niños no tenían clase por la tarde, la misma tarde que también libraban las criadas, como la guapa y coqueta Florentina. Debía ser cerca de la hora de la cena, la chica se retrasaba y los niños estaban impacientes porque Florentina les había prometido que les traería globos de colores. Sonó el timbre, la abuela de  Fernán-Gómez fue a abrir con los niños detrás de ella. Era Florentina, llorando a lágrima viva, con unos paquetes en una mano y unos globos en la otra. Sin dejar de llorar y sollozando, se lanzó Florentina en tromba pasillo adelante, se metió en el cuarto de baño y se dejó caer en la taza del retrete. Los niños y la abuela se asomaron a la puerta: Florentina, espatarrada, seguía sosteniendo en una mano los globos de colores y entre llantos y gritos, nos decía que su familia había recibido carta del pueblo; a su sobrinita pequeña, de cuatro años, la había aplastado un carro. Lo contaba una y otra vez, sentada en el retrete, sin soltar los globos, sin dejar de llorar y de gritar. El retrete, las piernas abiertas, los globos de colores, los gritos y las lágrimas debían de componer una estampa muy cómica... Pero, recuerda Fernán-Gómez, ni la abuela ni los niños reían: Estábamos viendo un drama. Y apunta que si un autor cómico hubiera trabajado esta escena habría suprimido la muerte de la sobrina y Florentina lloraría por cualquier tontería; en cambio, un autor dramático habría suprimido los globos de colores y Florentina no se hubiera sentado en el retrete sino en una silla cualquiera. Pero la realidad no procede así, no selecciona, suma los gritos desgarradores con la niña muerta, con los globos, con el carro, con las lágrimas, con el retrete. Pues bien, en El mundo sigue, como la vida, también Fernán-Gómez suma, si no todo, mucho más de lo que la dramaturgia aconseja sumar. Quizá por eso estoy escribiendo sobre la película. En España no hubo neorrealismo. Tampoco películas como Plácido o El mundo sigue crearon escuela, ni siquiera se convirtieron en precursoras de una cierta tendencia del cine español. Si hubiera cuajado ese cine que alumbraban en los primeros sesenta Berlanga o Fernán-Gómez, quizá hoy no tuviéramos que buscar en The Wire o Treme de David Simon lo real que en la ficción hispana  -en cine y televisión- brilla por su ausencia, lo real que le han restado, vamos; quizá el cine y la televisión no hubiera desertado de las historias de sucia realidad y del crudo presente de estos tiempos sombríos.

  
El mundo sigue se rodó en 1963; la censura pone reparos y, después de algunos cortes, clasificó la película con la categoría 1ªB el 17 de diciembre de ese mismo año; una clasificación que condicionaba la ayuda que iba a recibir.  Fernán-Gómez había financiado El mundo sigue con sus ahorros y la colaboración de los actores; una vez producida la película, su situación económica era catastrófica; lo cuenta en sus memorias: los actores y las actrices que había contratado para trabajar en El mundo sigue y en la temporada del teatro Marquina -María Luisa Ponte, Agustín González, Gemma Cuervo, Fernando Guillén, Francisco Pierrá, Julia Lorente, Charo Moreno...- me prestaban generosamente el dinero necesario para subsistir. En otro lugar, Fernán-Gómez cuenta que Lina Canalejas, la protagonista y miembro también de su compañía, trabaja por una cantidad miserable, como si fuera gratis.  Al fin, El mundo sigue obtiene la licencia de exhibición el 31 de marzo de 1964 y consigue que la compre una distribuidora a la que le interesaba hacerse con una película española con vistas a conseguir permisos de importación de películas americanas; se estrena en el cine Buenos Aires de Bilbao el 10 de julio de 1965, pero desaparece de la cartelera en un visto y no visto, y se reestrena más tarde como complemento en programas dobles. Luego, si te he visto no me acuerdo. Basta mencionar que nunca llegó a estrenarse en Madrid para hacerse una idea del efímero recorrido de El mundo sigue, quizá la obra maestra de Fernán-Gómez, o la que prefiero entre las dos o tres películas que merecerían ese calificativo. En todo caso, un tesoro.


Llevaba tiempo con ganas de traer a Fernán-Gómez a esta escuela de los domingos -que le debe el nombre, sin ir más lejos- y pensé que hablaría primero de El extraño viaje, pero se impuso El mundo sigue. Quedará para otra entrada, porque la deuda de este blog con Fernán-Gómez la pagaremos en cómodos -pero irrenunciables- plazos.

14/10/10

Cuaderno de Necessidades

Lo llamé así porque lo compré durante un viaje por Portugal en un colmado de Necessidades, un día de julio con una luz inclemente que borraba los contornos y deshilachaba las formas de la freguesía.


Mientras hojeaba el cuaderno, llegó el velero y recordé aquello de Baudelaire, que podemos renunciar a vivir pero navegar es una necesidad. Una cita imprecisa porque en algún cuaderno la habré apuntado pero no en éste, adonde fueron a parar otras, pongamos por caso unas cuantas:

Igual que no se puede amar a una mujer perfecta, tampoco se puede hacer una película perfecta. (Monte Hellman, en la presentación de Carretera asfaltada en dos direcciones en Cannes)

Estoy más orgulloso de haber participado en la guerra civil española que de cualquier otra cosa que haya hecho en mis ochenta años. (Alvah Bessie, guionista, brigadista de la Lincoln, uno de los diez de Hollywood durante la caza de brujas)

Odio los talleres de escritura. Aprender a escribir debe ser como un 'solo' de música, algo largo y doloroso. (Jim Harrison, escritor americano)

El arte del cine -algo en cierta forma muy sencillo- es no matar lo que se filma. (Eric Rohmer)

Cada día que no te veo es un crimen, una masacre. (Jean-Pierre Léaud a Isabelle Weingarten en La maman et la putain de Jean Eustache)

Cuenta la historia como si sólo fuera de interés para el pequeño círculo de tus personajes, pensando en que podrías ser uno de ellos. (Julio Cortázar)

En 1964 decidí que, de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. (Rodolfo Walsh, escritor, desaparecido por la dictadura argentina)

El problema de las parejas es que las mujeres se casan pensando que ellos van a cambiar y los hombres se casan pensando que ellas no van a cambiar. (Arthur, un cómico francés; y también una réplica de la serie Luther -de la BBC- escrita por Neil Cross)

Nuestro interés se centra en el límite peligroso de las cosas./ El ladrón honesto, el asesino tierno, el ateo supersticioso. (Robert Browning)

El libro es la vida secreta de su autor, el mellizo oscuro de un hombre; no se los puede reconciliar. (Uno de los personajes de Mosquitos de William Faulkner)

Si nos observamos desde una gran altura, es espantoso darnos cuenta de lo poco que sabemos sobre nuestra especie, nuestro propósito y nuestro fin. (W.G. Sebald, Los anillos de Saturno)

No vine aquí para escribir, vine aquí para estar loco. (Robert Walser a un visitante en el manicomio de Herisau)

12/10/10

Mi chica y yo seguimos aquí, en Treme

Supongo que nos apetecía irnos de viaje este puente, pero nos faltaba el ánimo necesario para coger el coche y echarnos a la carretera o un avión y volar a algún lugar donde fuéramos tan sólo gente de fuera. Así que nos quedamos en casa pero viajamos a Treme. El caso es que ahora no hay manera de volver. Desde que vimos el pasado fin de semana la primera temporada de Treme -pronunciado Tremé, el barrio de Nueva Orleáns, el corazón (musical y cultural) de la ciudad y una de las cunas de la música americana-, la serie de David Simon -y Eric Overmyer-, que empieza unos meses después del Katrina, no se me va de la cabeza. Creo que a Ángeles tampoco. Paseamos hasta el Con de Agosto o por el camino de las dunas de Corrubedo y los pasos enseguida nos amojonan la memoria y las palabras, y nos llevan de vuelta a  la temporada que pasamos en Treme.


Decir que nos gustó mucho apenas es decir nada. Nada de extrañar, por otra parte, si ya traje aquí The Wire, la obra anterior de David Simon, en tres ocasiones, si mal no recuerdo. Y no suele suceder que alguien se vuelva idiota de un año para otro, aunque hay casos. Pero resultaba previsible que no nos gustara tanto. El caso es que fui rebajando las expectativas, pero bastaron los dos primeros episodios de Treme para comprender que estábamos ante una serie magnífica. Desde la cabecera -cuánto me gustan esos planos fijos con las manchas de humedad, esas fotografías dañadas- hasta el lento fundido negro con que se cierra cada uno de los diez episodios. Tranquilos, no voy a revelar nada relevante de su argumento. Los guiones -en donde volvemos a encontrar a George Pelecanos- se escriben sobre la base de una macroestructura de la temporada trenzada paso a paso con primor, como en The Wire cada temporada es una película, sólo que esta película dura diez horas y se distribuye en diez episodios cuya estructura se subordina al desarrollo de la película en su totalidad. Así, una pequeña escena en un determinado episodio tiene su eco -su correspondencia- dos o tres episodios después; como ese momento en que un alumno se disculpa ante el profesor de literatura francesa -el gran John Goodman- por fumar delante suyo -están en el campus, al aire libre- porque sabe que dejó de fumar y debió costarle mucho; apenas un detalle que cobrará su verdadera dimensión un par de episodios después. Pues bien, el guión de cada episodio va enhebrando pequeños momentos donde irrumpe la pérdida, cuaja la emoción, brota el humor, asoma la tensión, o araña la violencia; sin subrayados, sin trucos baratos, sin sensiblería, sin levantar la voz, sin chantajes; vertebrando música y silencio, y las vidas de los personajes entre sí; y del episodio cinco en adelante ya vives en Treme con alegría -que produce una obra de arte-, pero también con el corazón en un puño y, no pocas veces, con un nudo en la garganta.


Treme, el barrio más europeo, latino y tercermundista de EEUU -en palabras del autor de la serie- pudo haber desaparecido tras la catástrofe del Katrina en agosto de 2005. David Simon nos habla en Treme del legado cultural enraizado en el corazón de Nueva Orleáns. O mejor, nos lo hace vivir a través de los latidos de la música que respira en las imágenes de la serie. La música en Treme va más allá de una banda sonora y desborda el uso convencional de los temas para convertirse en el sistema circulatorio de la serie. Treme es la música de un barrio. Y la vida que emerge de esa música. La música de las vidas de los personajes que, mientras luchan por sobrevivir -el jefe de la comparsa de la tribu india que trata de desfilar en el carnaval, la cocinera que quiere sacar adelante su restaurante, la mujer que permanece al frente de su bar, la abogada que busca a un preso desaparecido en la catástrofe, un trombonista que se busca la vida como músico, una violinista y un pianista que malviven como músicos callejeros, un profesor de literatura que lucha por la reconstrucción de la ciudad y la conservación del legado cultural, un dj buscavidas empeñado en conservar la memoria de la música-, mientras ellos se mantienen en pie, Treme resiste. Frente a la incompetencia, la corrupción y el abandono de las instituciones y de los políticos, Treme resiste. Frente al silencio y contra el olvido, Treme resiste. Como una modélica película política de diez horas, preñada de rabia y corazón, lucidez y pesimismo, congoja y coraje, sudor y humor, amor y desesperación, y unas ganas inmensas de bailar -aunque no sepamos- sobre las ruinas de un mundo. Así resiste Treme. Como esas comparsas de indios con colores llamativos que, iluminados por los faros de un coche, se nos aparecen -hacia el final del episodio 8- en medio de la noche como fantasmas de la ciudad perdida, como guardianes de su legado, quizá como promesas.   

   
Os dejo aquí The Treme Song, el tema de John Boutté que se escucha en la cabecera de la serie:




Después de la tormenta, cristaliza una obra maestra del arte del cine en televisión. Que nos lleva de viaje. Y allí no somos de fuera. Por eso, mi chica y yo seguimos aquí, en Treme.

11/10/10

Madejas, rabos, fantasmas, gérmenes y espejos


Henry James se refería al primer esbozo de un relato, que apuntaba en su cuaderno de notas, como la punta de la madejala punta del rabo de una idea. El 21 de abril de 1911, después de aferrar la punta del rabo de una idea anotada once años antes, escribe: "Ahora que acabo de desanudarlo -à propos- no podría decir que el argumento me impresiona en exceso -y sin embargo, no existe otro modo de ahuyentar estos motivos que flotan alrededor como fantasmillas-. Hay que hacer el esfuerzo de formularlos -y después se ve-. Por lo demás, esta prueba de la formulación es, en cualquier caso, algo tan exquisito que siempre vale la pena afrontarla, aunque más no sea porque reaviva el hechizo de los viejos días sagrados". Esos viejos días sagrados corresponden a sus veinte años de más intensa producción literaria, entre 1885 y 1905. Los cuadernos de notas de Henry James devienen un laboratorio para estudiar fantasmas, como si los contemplara en un espejo. Quizá porque fue uno de los primeros estudiosos de la obra de Nathaniel Hawthorne y uno de los primeros lectores de sus cuadernos de notas, donde abundan los fantasmas y los espejos.


 En 1837, Hawthorne anota en uno de sus Cuadernos norteamericanos:

Un viejo espejo. Alguien descubre la forma de que todas las imágenes que reflejó en el pasado vuelvan a la superficie.

No puedo evitar leer en esta nota una metáfora, o mejor, una profecía del cinematógrafo: el cine como urdimbre de fantasmas. En 1835, el autor de La letra escarlata apunta una idea para un cuento que bien podría servir como germen de un corto de animación:

Desarrollar un cuento o una escena dentro del círculo de luz de una farola callejera. Plantear la acción hasta el momento en que la luz está por apagarse. El desenlace trágico se produce en el mismo instante en que la llama vacila por última vez.


Muchas de las anotaciones de Hawtorne emergen como vislumbres que desvelan la poética del punto de vista o la teoría de la iluminación  que Henry James desarrolló en artículos y prólogos. Punto de vista e iluminación como factores esenciales de la economía del relato como condición esencial de su estética literaria, porque -escribió James- en arte la economía es siempre belleza. Por eso, cuando anotaba un esbozo de relato en sus cuadernos de notas precisaba los requerimientos de punto de vista e iluminación que llevaba aparejados -quién ve qué, quién cuenta, a través de quién vemos, a través de quién sabemos, quién ilumina la escena-,aunque fuera en un estadio meramente intuitivo y/o rudimentario:

"Sábado, 12 de enero de 1895. Anoto aquí la historia de fantasmas que el arzobispo de Canterbury me contó en Addington (la noche del jueves 10); un mero boceto vago, general, impreciso, puesto que no otra cosa le había referido (de modo harto malo e imperfecto) una dama que no poseía el arte de narrar ni claridad alguna. Es la historia de unos niños (de edad y en número indefinidos) que, muertos presumiblemente los padres, quedan al cuidado de sirvientes en una vieja casa de campo. Los sirvientes, malvados y corrompidos, corrompen y depravan a los niños; los niños se vuelven viles, capaces de ejercer el mal en un grado siniestro. Los sirvientes mueren (la historia no dice claramente cómo) y sus apariencias, sus figuras, vuelven para poseer la casa y los niños, a quienes parecen tentar, a quienes invitan y convocan desde más allá de lugares peligrosos, el profundo barranco tras un cerco derruido, etc., de modo que al entregarse a su poder los niños pueden destruirse, perderse. No se perderán mientras alguien los mantenga alejados; pero estas malignas presencias insisten una y otra vez, intentando hacer presa en ellos. Es cuestión de que los niños "vayan hacia allá". La pintura, la historia, es demasiado oscura e inacabada, pero inspira la realización de un efecto extrañamente horripilante. Ha de contarla -es tolerantemente obvio-un testigo u observador externo."

El tal arzobispo al que se refiere Henry James en esta entrada de sus Cuadernos de notas (1878-1911) era el padre de E. F. Benson autor también de cuentos de fantasmas y amigo de James. Quienes hayáis leído Otra vuelta de tuerca, como se ha venido traduciendo The Turn of the Screw -pongamos por caso José Luis López Muñoz o Sergio Pitol (os dejo un enlace con su versión)-, o Vuelta de tuerca -según Juan Antonio Molina Foix-, habréis reconocido en esa anotación el origen de la novela de Henry James. La leímos por primera vez hace treinta años en la colección Libro Amigo de Bruguera -el número 599, concretamente- traducida por Antonio Desmonts, un ejemplar que he asilado en Tui porque se cae a pedazos y quiero conservarlo en memoria de las horas felices que nos procuró.    

Los amigos de esta escuela sabéis cuánto me interesan los gérmenes -así denominaba Valery Larbaud a los embriones o simientes de los relatos- de las películas o de los libros que me gustan. En el caso de Otra vuelta de tuerca hay fundadas razones para señalar otro germen de naturaleza mucho más íntima: Alice, la hermana de Henry James.


Los hermanos tenían una relación muy intensa que el escritor describió en una carta a su editor de Londres como "un pequeño y armonioso ménage, y me siento en buena medida como si estuviera casado". Alice era la pequeña de la familia y la única niña, estuvo inválida la mayor parte de su vida y sufrió repetidos episodios histéricos que probablemente pueden verse como una respuesta orgánica a la represión victoriana sobre las mujeres y a las restricciones cotidianas a las que se veían sometidas -y en las que eran "educadas"-, así lo entendió con los años el propio Henry James: "en nuestro grupo familiar, las chicas parecen no haber tenido apenas una sola oportunidad (...) la trágica salud de Alice era, en cierto modo, la única solución que ella veía al problema práctico de la vida".

Henry y Alice experimentaron una íntima afinidad, que iba más allá de sus vínculos familiares, y una sintonía emocional que se remontaba a los años de la infancia. El escritor llegó a apuntar, cuando su hermana llevaba tres años muerta, una idea para un relato, que no escribió, sobre un hermano y una hermana que experimentaban "el dolor de la empatía" y sentían "una devoción profunda" el uno por el otro.

En 1891 le diagnosticaron a Alice un cáncer de mama y su hermano William -como médico y psicólogo- le aconsejó recurrir a cualquier alivio posible para el dolor: "Toma toda la morfina (u otra forma de opio si ésa te desagrada) que quieras, y no tengas miedo a emborracharte de opio. ¿Para qué se ha creado el opio si no es para momentos como éste?". Henry James le contó a su hermano en una carta que Alice, justo antes de morir el 6 de marzo de 1892, tuvo un sueño en el que vio a algunos de sus amigos muertos en un barco, en medio de un mar tempestuoso, llamándola con gestos mientras el barco se alejaba entre sombras. Alice murió un domingo, por la tarde, mientras Henry subía la persiana para que entrara algo más de luz en su habitación, en una casita de Camden Hill, en el número 14 de Argyll Road en Londres.


Cabe imaginar que aquella historia de fantasmas que le contó el arzobispo de Canterbury a Henry James una noche de enero de 1895 cayera en terreno abonado, en una memoria cultivada por un germen más íntimo y poderoso, y ese testigo u observador externo que debería contar la historia, es decir, la institutriz, cobrará vida literaria como un trasunto de la histeria -o neurastenia, como le decían- de la propia Alice. Porque es la institutriz quien cuenta Otra vuelta de tuerca, una primera persona que deviene retrato de la protagonista, destilado de la mirada que guía el relato, hasta el punto que cabría considerar a los niños no como víctimas de los sirvientes sino de la propia institutriz que los acosa en pos de los fantasmas que proyecta su propia mente trastornada.

La literatura es una fuerza de la memoria que aún no hemos comprendido del todo, le gustaba decir a John Cheever, asegurando que se trataba de una cita de Cocteau. Y Henry James dejó fermentar el cultivo de esos gérmenes en la memoria hasta que el director de la revista Collier Weekly le pidió un cuento de ocho a diez mil palabras para el número de navidad de 1897. Desde que padeció una lesión en la muñeca derecha, James compró una Remington y se habituó a dictar sus relatos que después corregía a mano, primero a William McAlpine, un mecanógrafo escocés y taciturno, luego a Mary Weld y, más tarde, a Theodora Bosanquet que se convertiría, por así decir, en su mecanógrafa de cabecera. No pocos estudiosos han visto en el dictado como método de escritura el germen del estilo de James, un método que empezó a utilizar en 1897 y ya nunca abandonó.

Así que durante el otoño de 1897, entre los meses de septiembre y diciembre, James le dictó a William McAlpine Otra vuelta de tuerca en su piso de Kensington, en Londres, en el número 34 de De Vere Gardens. Como era habitual en James, el texto creció hasta convertirse en una novelita y se publicó en una serie de doce entregas entre enero y abril de 1898.  En otoño de ese mismo año, se publica Otra vuelta de tuerca como libro, una edición a partir de una significativa revisión del texto por parte de James y centrando aún más la acción en torno a la institutriz, desplazando la atención de los detalles observados por la institutriz  hacia las reacciones que experimenta, además le añade un prólogo en el que desgrana los problemas de composición a los que se enfrentó durante la escritura.     

Otra vuelta de tuerca es un prodigio de ambigüedad. Nunca estamos seguros de lo que ve la institutriz, de cuál sea la naturaleza de sus visiones, y James deja en nuestras manos decidir, en último término, qué ve y si lo que estamos leyendo es una historia de fantasmas o de una neurótica. Porque, en el fondo, también podría leerse Otra vuelta de tuerca como el trabajo obsesivo de un escritor por cercar y aprisionar nuestra mirada en su visión, encadenando nuestro punto de vista al de la institutriz mediante la pulsión de la escritura; y de la misma forma -porque de formas se trata- que la mirada de la protagonista y narradora de Otra vuelta de tuerca parece invocar los fantasmas, el texto invoca nuestra imaginación y nos empuja a ver, eso sí, a través de los principios ópticos trazados por el autor. Nadie podría expresarlo mejor que Maurice Blanchot:

La presión que la institutriz hace sufrir a los niños para arrancarles sus secretos, y que ellos sufren quizás también a manos de lo invisible, es en esencia la presión de la narración misma, el movimiento maravilloso y terrible que el hecho de escribir ejerce sobre la verdad, tormento, tortura y violencia que conducen finalmente a la muerte, en donde todo parece revelarse, todo vuelve a caer en la duda y el vacío de las tinieblas.

Si vemos los fantasmas nuestra sensibilidad queda comprometida, por eso la institutriz quiere que los niños no vean lo que ella ve, porque si ven estarán perdidos. Como ella.  Pero si ella está perdida cómo fiarnos de su visión. Lo que está en juego es la naturaleza de las imágenes. Henry James evoca lo fantasmal de forma indirecta y el malestar produce escalofríos no por la presencia de los espectros, sino por el secreto trastorno que provoca. Es decir, el terror no proviene de lo que se ve sino de la experiencia de la visión. Cómo extrañarnos entonces que Otra vuelta de tuerca haya generado varias adaptaciones cinematográficas si trata de la conmoción íntima de alguien que ve lo que no quiere ver o que ve lo que desea culpablemente ver. ¿Acaso no trata del cine?


Quizá por esa razón cualquiera de las adaptaciones me acaba defraudando. Porque no exprimen todo el cine que hay en Otra vuelta de tuerca.  Me referiré sólo a The innocents (1961), que aquí se títuló -quién sabe por qué- Suspense, la película de Jack Clayton en cuyo guión intervino, y parece que de forma decisiva a la hora de mantener suficientes dosis de la ambigüedad del relato original, Truman Capote. "Pensé que [el guión] estaría chupado porque Otra vuelta de tuerca me gustaba muchísimo. Pero cuando me puse con ello vi lo ingenioso que había sido James. Lo había construido todo con alusiones y rodeos. Sólo cometí un error. Al final, cuando la institutriz ve el fantasma de Miss Jessel sentada en su despacho, hice que cayese una lágrima sobre la mesa. Hasta entonces no estaba claro si el fantasma era real o sólo estaba en la mente de la institutriz. Pero la lágrima era real, y eso lo estropeó todo". Clayton recordaba que Truman Capote escribió el guión "a una velocidad increíble, lo terminó casi todo en ocho semanas y luego sólo hizo falta retocarlo un poco".


Me gustan mucho algunos momentos, como la aparición en el cañaveral de la institutriz anterior o el beso turbador de la protagonista al niño muerto; también la fotografía en blanco y negro de Freddie Francis y la encarnación de la institutriz por Deborah Kerr...


Sin embargo me molestan los recursos tópicos del cine de terror más rutinario y es una lástima que no hayan profundizado justo en la dimensión más cinematográfica del relato de James: la articulación de la mirada, o mejor, los poderes de la mirada de la institutriz. O dicho de otra forma, la metamorfosis de la pantalla en un lugar de encuentro de su mirada con la nuestra que otorga significado a los fantasmas de la institutriz. A nuestros propios fantasmas, como si emergieran en un espejo. El espejo del cine. Como en la profecía de Hawthorne.