20/10/10
La cosecha de los sueños
Una trama -léase tejido, telaraña, tapiz o traza, en fin, diseño- al mismo tiempo sensual y lógica, una textura elegante y elocuente: en esto consiste el estilo; éste es el fundamento del arte de la literatura, escribía Robert Louis Stevenson en uno de sus ensayos. Desde luego esa trama y esa textura eran las claves de la poética destilada en sus obras, también en las de no ficción. Es más, quizá sean los ensayos donde Stevenson desnuda la subjetividad, donde, valga -y vale, vaya si vale- la redundancia, ensaya, es decir, se arriesga y se expone verdaderamente, sin la red de la ficción, en la intimidad con el lector; donde contagia una pasión por el oficio apenas embridada por el ingenio y el humor. En pocas palabras, los ensayos de Stevenson revelan al hombre que vivía en el escritor.
Un capítulo sobre sueños es uno de esos ensayos, quizá el texto sobre poética con más encanto que conozco. Donaire es una palabra que le sienta como un guante a la prosa -al decir- de Stevenson. Arranca con mucho humor a propósito de los cimientos precarios sobre los que se asienta el pasado -no hay familia que pueda contar cuatro generaciones que no reclame un título yacente o un castillo con terrenos-, con nuestros ancestros irrevocables, perdidos en el dédalo de los siglos, historias dormidas en un papel guardado en el cajón secreto de un viejo secreter de ébano, fantasmas olvidados, todo ha quedado reducido a un vago residuo, como el sueño de la noche anterior, a las mismas imágenes discontinuas, a un eco en las estancias de la mente (...) todo ha desaparecido fuera del alcance del recuerdo. Y, sin embargo, imaginad que somos despojados de ellos, imaginad que ese hilillo de memoria que llevamos a rastras se rompe en el borde del bolsillo: ¡en qué vacuidad desnuda nos veríamos sumidos! Pues sólo nos guiamos y sólo nos conocemos gracias a esas imágenes del pasado trazadas en el aire.
Stevenson despliega, entonces, con ingenio e ironía las herramientas de una poética -precursora, como veremos, de la escritura como abrigo del tiempo que buscaba Proust- que tira de ese hilillo de memoria para enhebrar en un tejido literario esas figuras volátiles trazadas en el aire, porque sólo el arte puede religarnos con ese caudal mítico cuando se han roto las amarras del recuerdo. Pero esas semillas, que son portadoras de esas historias primordiales -sin las cuales habitaríamos un vacío desnudo, es decir, literalmente insignificante-, son tan sutiles que debemos cultivarlas, por así decir, a cubierto de las luces de la razón, que las consumirían o impedirían su germinación; son tan frágiles que precisan de las sombras, de la oscuridad, de la caverna de los sueños. Necesitan la tierra fértil del teatro interior que se desarrolla cuando suspendemos la actividad racional -diurna- y nos abandonamos al trabajo -nocturno- del sueño -o del ensueño-. Y ese trabajo onírico no podemos hacerlo nosotros -nuestro yo-, sólo somos los soñadores, meros usufructuarios de la cosecha de los sueños: soñamos -o ensoñamos- para permitir la actividad de los trabajadores del teatro interior. Entonces, ¿quiénes son esos jornaleros -autores y actores- del teatro interior? Pues los diablillos:
Son familiares cercanos al soñador, sin duda alguna: comparten sus preocupaciones económicas y no apartan la vista de la libreta de ahorros; comparten claramente su educación, han aprendido claramente como él a construir el esquema de una hábil historia y a ordenar la emoción en orden ascendente, pero creo que ellos tienen más talento, y una cosa queda fuera de toda duda: pueden contarle una historia episodio por episodio, como un serial, y mantenerle mientras tanto en la ignorancia acerca de su objetivo (...) me hacen la mitad del trabajo mientras yo duermo profundamente y lo más probable es que también me hagan el resto, cuando estoy totalmente despierto y creo ingenuamente que lo hago yo. (...) Yo soy un excelente consejero, un poco como el criado de Molière, yo restrinjo y corto, y visto el conjunto con las mejores palabras y frases que puedo encontrar y redactar; yo también sostengo la pluma, y me siento delante de la mesa, que es casi la peor parte; y, cuando todo está terminado, yo preparo el manuscrito y pago el registro, de modo que, en líneas generales, tengo cierto derecho a compartir, aunque no tan ampliamente como lo hago, los beneficios de nuestra común empresa.
Y, como uno de los frutos de la cosecha de sueños, Stevenson, a modo de ejemplo, comenta la gestación del extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y reparte los méritos del libro entre los diablillos y el autor que figura en la cubierta del libro. Cuenta que durante un par de días le dio vueltas a una trama en la que cobrara cuerpo el tema que se desprende de esa fuerte sensación de la doble sustancia del hombre que a veces debe asaltar y abrumar la mente de toda criatura pensante; un tema que anidaba en Stevenson desde hacía mucho tiempo pero que, confiesa, no germinó adecuadamente hasta que los diablillos crearon en el teatro interior tres momentos claves de la novela: [una noche] soñé la escena de la ventana, y después una escena dividida en dos, en la que Hyde, perseguido por un crimen, tomaba los polvos y sufría el cambio en presencia de sus perseguidores. Todo lo demás lo hice despierto, y conscientemente, aunque creo detectar en gran parte de ello el estilo de mis diablillos. El único reproche que desliza Stevenson hacia el trabajo de los diablillos consiste en la sorpresa que a veces le deparan al inventarle una historia de amor que él no sabe escribir, mira tú, como si los jornaleros del sueño trabajaran para otro escritor. Diablillos.
Stevenson escribe Un capítulo sobre sueños, dos años después de la publicación -en enero de 1886- de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, esa obra maestra que escribió en el otoño anterior -hace siglo y cuarto- en su casa de Bournemouth -bautizada por el escritor como Skerryvore, en recuerdo de uno de los faros que había construido su abuelo-, en la cama, con hemoptisis, es decir, entre hemorragias pulmonares, un padecimiento que aliviaba, según cuenta Sadie Plant, mediante copiosas dosis de cocaína. La escribió en seis días con sus noches, una gesta si tenemos en cuenta que a los tres días destruyó un primer borrador -tras la crítica de Fanny, su mujer- y lo reescribió en los tres siguientes-; la propia Fanny describe así la proeza: parece casi increíble que un inválido en las condiciones de salud de mi esposo hubiera sido capaz de realizar aunque sólo fuera el trabajo manual que supone poner sobre el papel sesenta mil palabras en seis días. Pero ya se sabe que, por mucho que se afanen los diablillos en el teatro interior, la cosecha de los sueños puede echarse a perder si no se recoge a tiempo.
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Otro libro a la pila de pendientes, ya te vale Daniel...
ResponderEliminarSoy un devorador de la obra de Stevenson. Y me fijo detenidamente en casi todo lo que se escribe de él. Este texto tuyo es una maravilla, pero siempre te digo lo mismo.
ResponderEliminarPor el Thornton Club viene asiduamente Carlos el Tusitalas -el sobrenombre lo delata-, siempre he pensado que debíais conoceros, Vuestros blogs son tal para cual.
Me gusta esto de las presentaciones. Creo, así, ser un hombre de mundo.
Un abrazo.
P.S. En mi blog te he dejado una pregunta.