Hace año y medio comenté aquí Los espigadores y la espigadora, la hermosa película de Agnès Varda, y las ganas que tenía de ver Les plages d'Agnès (Las playas de Agnès), estrenada en 2008, la autobiografía de la cineasta. Pues ya la vimos. Es una película deliciosa que destila encanto, humor y melancolía. Una autobiografía entendida como una artesanía del cine, donde el hecho de filmar deviene catalizador y revelador de la memoria, o dicho de otra forma, la memoria emerge en Les plages d'Agnès como una construcción fílmica, como una puesta en escena, mejor aún, como una puesta en pantalla. Al final de la película, Agnès define el cine como una luz que atraviesa la lente de una cámara y aprehende la vida en una película, y siente que vive en el cine, que el cine es su casa. ¿De qué otra forma iba a contar entonces su vida sino con la forma del cine?
Cuando filma sus playas tiene 79 años y siente que ha llegado el momento de contarse, quizá de descubrirse o de desnudarse. El título de su autobiografía -o autorretrato o autodocumental- lo declara al comienzo la película: vemos una playa del Mar del Norte a la hora de un pálido crepúsculo, entra en campo Agnès y nos cuenta que si abres a la gente por la mitad encuentras un paisaje, si me abren a mí encontrarán una playa. Y convierte la playa de su infancia en un laberinto de espejos como herramienta para atrapar las olas -les vagues (también la nouvelle vague)- de su vida. Les plages d'Agnès es un artefacto fílmico y lúdico que muestra los dispositivos para que la memoria -ese puzzle lleno de agujeros- se manifieste a medida que los recuerdos -como moscas- revolotean en torno a la cineasta. Y como quien caza moscas, Agnès aprehende momentos del pasado con la red de una puesta en escena.
En uno de esos momentos fascinantes de Les plages... vemos -en la playa, dónde si no- a unos trapecistas ejecutando saltos mortales a cielo abierto, hasta el punto de volverse ingrávidos, como ángeles, porque el encuadre preciso -y prodigioso en su levedad- nos hace olvidar el marco que sugiere y sugestiona nuestra visión encantada... Entonces entra en campo Agnès y nos confiesa la fascinación que despertaba en ella el mundo del circo en los años de infancia. Digamos que el dispositivo de la puesta en escena -los trapecistas en la playa- nos devuelven una imagen -consciente o no- de la infancia y luego la propia cineasta comparte con nosotros, espectadores, la memoria del circo. Otras veces, opera al revés, nos plantea sus dudas a la hora de reconstruir una imagen de la infancia y nos dispone la atención para percibir la puesta en escena como una tentativa sobre la que ejercer una crítica textual. En ocasiones, nos presenta el dispositivo y su intención, y aun así, el encanto aflora con los poderes que sólo el cine puede desplegar. La mirada de Agnès esculpe la memoria como si de una materia plástica de tratara, como esas figurillas que hacíamos de niños con la masa de la empanada.
Jacques Demy y Agnès Varda
A los 79 años, la vida de Agnès se amojona con no pocas ausencias, un rosario de pérdidas. Y de todas las pérdidas ninguna tan punzante como la de Jacques Demy, el director de Los paraguas de Cherburgo, el compañero con el que compartió tantas playas, cuya infancia reconstruyó en Jacques de Nantes, una infancia que emergía de o desembocaba en escenas de sus películas; y lo filma, cuando el final se acercaba, acariciándolo con la cámara, como si el pelo, la piel y el ojo fueran elementos de un paisaje, de una geografía del corazón. Todos los muertos conducen a Jacques, nos dice Agnès, y aun confiesa -a través de un tierno dispositivo escénico, en una playa, claro- el pellizco de los celos ante una pareja de amigos de su edad aún enamorados, porque ella y Jacques no pudieron envejecer juntos.
El aprendizaje de la fotografía, su vecino Alexander Calder -uno de sus primeros modelos-, su trabajo con Jean Vilar en el festival de Avignon, la nouvelle vague -Alain Resnais, Godard (al que consiguió filmar sin sus gafas oscuras en Cléo de 5 à 7)-, el mayo del 68 filmando a los Panteras Negras en Los Ángeles, las luchas feministas, la productora Ciné-Tamaris, sus películas, el amor por los gatos, la amistad con Chris Marker que sólo aparece bajo la silueta de un gato... episodios de la crónica de su tiempo que Agnès nos va desgranando en Les plages... La memoria enhebrándose con la Historia -también del Cine, y de la cinefilia- mientras la cineasta desanda el camino, y así la vemos retrocediendo, reculando, para llevarnos a las estancias -los escenarios, los lugares, las imágenes- del pasado. Sólo me queda la pena de que no haya evocado sus viajes a Portugal, sus fotografías de Lisboa, o ésta de Póvoa de Varzim en 1953 que bien merecía un hueco en su casa del cine.
Sofía Loren en Portugal
Aun así, gracias, Agnès. No es frecuente que Ángeles exclame al terminar de ver una película: ¡qué maravilla!
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