En el estudio de Cartier-Bresson sólo colgaban dos fotografías. Ninguna era suya.
Una de ellas la tomó el fotógrafo húngaro Martin Munkacsi con una Leica -entre 1929 y 1930- en el lago Tanganika y se publicó en 1931 en la revista Photographies:
El sentido de la composición de las líneas de espuma, las huellas y sombras en la arena, con el ritmo de las siluetas y el movimiento que preña el encuadre, esa coreografía de brazos y piernas, la gracia de los cuerpos... A Cartier-Bresson le reveló el sentido profundo de la fotografía. Ojo y mirada. Geometría y vida. La alegría desnuda, quizá irrepetible, que cobra forma en un encuadre. Un hecho -minúsculo, si se quiere- que, en el encuentro con nuestra mirada, deviene una epifanía.
La otra foto data de 1917 y es obra del mejicano Agustín Casasola:
El tipo que está fumando de espaldas al muro era Fortino Samano, un lugarteniente de Emiliano Zapata y, en cuanto acabe el cigarro, lo van a fusilar. Aún no había cumplido los treinta años. Eran los tiempos de la Revolución Mejicana. Mirad esa figura esbelta: las manos en los bolsillos, el cigarro en la boca, el gesto tranquilo, el cuerpo relajado, la sonrisa. Pura elegancia y convicción. La libertad desnuda ante lo irremediable.
Ambas fotografías cifran la poética que cultivará Cartier Bresson, una suerte de estado de gracia que le permite, a través de un estado de disponibilidad -merodeo y espera-, encontrar la fotografía que no ha buscado, ese instante eterno que no desvela el misterio sino que lo hace más hondo, una fugaz armonía entre lo real y la pura mirada. Algo así, diría María Zambrano, como acompasar el ritmo de nuestro corazón con el corazón del mundo, que también lo tiene.
La fugacidad y la fatalidad. La vida y la muerte. El azar y el destino. La eternidad en un instante. El escalofrío.
Desde que tuvo en las manos su primera Leica,
nunca se separó de una cámara. Para Cartier-Bresson, la Leica era el maestro del instante (decisivo).
30/7/10
29/7/10
La condición humana (1936)
Simone Weil, comunista libertaria y miliciana en la columna Durruti,
participó en algunas acciones durante la guerra civil española y fue testigo del fusilamiento de un joven falangista, por esos días de 1936 escribe en sus Cahiers:
"Me tumbo de espaldas, miro las hojas, el cielo azul. Es un día precioso. Si caigo presa, me matarán... pero lo tengo merecido. Los nuestros han vertido sangre de sobra. Soy moralmente cómplice. Se están produciendo formas de control y casos de inhumanidad absolutamente contrarios al ideal libertario."
La reflexión de Simone Weil sobre "los crímenes de los nuestros" -camaradas milicianos de las columnas de Aragón a los que quería- la acompañará hasta su muerte en 1943.
En El arte de la fuga, Sergio Pitol recoge una conversación con Julien Gracq relatada por Jerôme Garcin en la que el autor de El mar de las Sirtes se refiere a los años treinta del siglo pasado:
"La Revolución era un oficio y una fe. Entonces era comunista y militaba en la CGT. No se perdía un solo mitin (...) Recuerda haber estado a punto de ser despedido en 1938, después de participar, sólo él entre todos los profesores del Liceo de Quimper, en una huelga prohibida. No deja de evocar aquel periodo de colectas, de reuniones y de ilusiones en que él dirigía una Sección y llevaba la palabra del Partido a los palangreneros de Douarnenez, a los barcos atuneros de Concarneau y a los langosteros de Guilvinec, en cafés donde el chouchen inflamaba el cerebro de los trabajadores del mar. Gracq devolvió su carnet en 1939, cuando tuvo lugar el anuncio del pacto germano-soviético. ¿Desenganchado a tiempo? No -replica-, demasiado tarde ya. Desde los primeros procesos de Moscú [empiezan en 1936], opina retrospectivamente, debería haber cortado por lo sano. Pero añade que entonces se habría privado de los bellos momentos de fraternidad en aquel Finisterre secreto y áspero donde aprendió lo que era un universo a la vez maniqueo y puro."
participó en algunas acciones durante la guerra civil española y fue testigo del fusilamiento de un joven falangista, por esos días de 1936 escribe en sus Cahiers:
"Me tumbo de espaldas, miro las hojas, el cielo azul. Es un día precioso. Si caigo presa, me matarán... pero lo tengo merecido. Los nuestros han vertido sangre de sobra. Soy moralmente cómplice. Se están produciendo formas de control y casos de inhumanidad absolutamente contrarios al ideal libertario."
La reflexión de Simone Weil sobre "los crímenes de los nuestros" -camaradas milicianos de las columnas de Aragón a los que quería- la acompañará hasta su muerte en 1943.
En El arte de la fuga, Sergio Pitol recoge una conversación con Julien Gracq relatada por Jerôme Garcin en la que el autor de El mar de las Sirtes se refiere a los años treinta del siglo pasado:
"La Revolución era un oficio y una fe. Entonces era comunista y militaba en la CGT. No se perdía un solo mitin (...) Recuerda haber estado a punto de ser despedido en 1938, después de participar, sólo él entre todos los profesores del Liceo de Quimper, en una huelga prohibida. No deja de evocar aquel periodo de colectas, de reuniones y de ilusiones en que él dirigía una Sección y llevaba la palabra del Partido a los palangreneros de Douarnenez, a los barcos atuneros de Concarneau y a los langosteros de Guilvinec, en cafés donde el chouchen inflamaba el cerebro de los trabajadores del mar. Gracq devolvió su carnet en 1939, cuando tuvo lugar el anuncio del pacto germano-soviético. ¿Desenganchado a tiempo? No -replica-, demasiado tarde ya. Desde los primeros procesos de Moscú [empiezan en 1936], opina retrospectivamente, debería haber cortado por lo sano. Pero añade que entonces se habría privado de los bellos momentos de fraternidad en aquel Finisterre secreto y áspero donde aprendió lo que era un universo a la vez maniqueo y puro."
28/7/10
El confabulador
Supe de Juan José Arreola por primera vez en 1985 gracias a un número doble (15-16) de la revista El Paseante dedicado a México. Allí leí dos o tres textos suyos que me gustaron tanto que no tardé en buscar más, engolfado ya en el vicio de Arreola de por vida, como aquel que dice. Dice de él Borges -en el prólogo a una selección de sus textos, Cuentos fantásticos- que pudo haber nacido en cualquier lugar y en cualquier siglo, quizá porque naciera dónde y cuándo naciera, nacería siempre en el país de la literatura. Pero Arreola nació en 1918 y en México, en Jalisco, más concretamente en Zapotlán, el Zapotlán de Orozco porque allí nació José Clemente, el de los pinceles violentos, añade el propio escritor en De memoria y olvido.
Fue el cuarto de catorce hermanos y recuerda que su infancia transcurrió en medio del caos de la Revolución Cristera, las iglesias y los colegios religiosos se cerraron y, como era sobrino de curas y monjas que vivían escondidos, la familia consideraba una herejía que asistiera a una escuela pública, ya que consideraban que se trataba de un centro oficial del gobierno que perseguía a los cristeros. Así que a los doce años, Arreola entró a trabajar como aprendiz en el taller de un maestro encuadernador y luego en la imprenta , y en ambos oficios germinó el placer de los libros y el amor por las letras.
Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob con medio centenar de otros nombres más y menos ilustres... Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente del campo.
Pero los de encuadernador e impresor no son más que los primeros mojones de una vida laboral que, como mínimo, cabría calificar de heterogénea y variopinta: vendedor de sandalias, empleado de un molino de café, cobrador de banco, mozo de cuerda, dependiente de papelería, pastor, peón de campo, panadero, maestro, periodista, vendedor de tepache -bebida fermentada hecha de piña y azúcar-, actor, corrector de pruebas, autor de solapas, comparsa de la Comédie Française -esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, por ejemplo- a las órdenes de Jean Louis Barrault.
Cuenta la leyenda que en una mesa de ping-pong fabricada por el propio Arreola se jugó el destino -de la estructura- de Pedro Páramo con Juan Rulfo. Le encantaba jugar al ajedrez pero a los que contendían con Arreola les traía sin cuidado la estrategia de las blancas y las negras, lo que contaba, valga -cómo no- la redundancia, era lo que contaba Arreola, porque no jugaban con un ajedrecista sino con un juglar, aunque bien pensado quizá sea la misma cosa, porque todo viene a encajar en el aquel más íntimo y cuajado de Arreola: el confabulador.
Y, claro, también escribió textos tan absorbentes como su entrega a la literatura, tan luminosos como para penetrar en las fisuras de la realidad y descubrir universos inesperados, y tan redondos que uno se los lleva como si la memoria tuviera manos y los recorriera con los dedos como cuentas de un rosario para sujetar un mundo de apariencias movedizas con el álgebra de las palabras. Como ese inagotable Confabulario publicado en 1952.
Confesional como soy y he sido siempre, pertenezco a la orden de los 'montaignes', de los 'agustines', de los 'villones' en miniatura, que no acaban de morirse si no cuentan bien lo que les pasa; que están en el mundo y que sienten el terror de irse sin entenderlo y sin entenderse. Arreola murió en Guadalajara, en Jalisco, en 2001. Desde luego, lo que contó, lo contó bien. Por siete vidas.
Os dejó aquí un par de muestras breves. Brevísimas:
Armisticio
Con fecha de hoy retiro de tu vida mis tropas de ocupación. me desentiendo de todos los invasores en cuerpo y alma. Nos veremos las caras en la tierra de nadie. Allí donde un ángel señala desde lejos invitándonos a entrar: Se alquila paraíso en ruinas.
Cláusulas
I
Las mujeres toman siempre la forma del sueño que las contiene.
II
Cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir el Arquetipo, componen un ser montruoso: la pareja.
III
Soy un Adán que sueña en el paraíso, pero siempre despierto con las costillas intactas.
IV
Boletín de última hora: En la lucha con el ángel, he perdido por indecisión.
V
Toda belleza es formal.
26/7/10
Juguetes
Tiene razón Rilke -así, en presente-: La única patria del hombre es la infancia. Lo demás es un exilio. Y como los exiliados destilamos añoranza. Y nos cobijamos en un sudario de melancolía. Y soñamos con volver a la patria irremediablemente perdida. Echamos mano, entonces, de algunos elixires que nos alivian el destierro. La música, la poesía, la filosofía. El cine. Como hoy, hemos visto Toy Story 3 de Lee Unkrich. No es una película que haya visto nuestra infancia, pero el niño que fuimos sigue vivo gracias a películas como ésa. A los diez minutos estaba llorando, me pasé el resto de la película con el corazón en un puño y los diez últimos volví a llorar. Quizá porque habla de un momento cardinal que olvidamos, ese día en que ya no volvemos a necesitar los juguetes. Olvidamos que los juguetes abandonados cifran el exilio que seremos. Quizá lloraba también agradecido a la gente de Pixar por recordar nuestra infancia, por consolarnos, por llevarnos de vuelta a la patria perdida aunque sólo sea por dos horas. De cine. Con alma. De juguetes.
Si queréis más razones para ver Toy Story 3 os dejó aquí la entrada que le dedicó LOWON. Comunica un fervor tan contagioso que, literalmente, me empujó a verla. La (preciosa) ilustración también es suya. Gracias, compañero. También en nombre de Ángeles que la disfrutó como una niña. La vimos en una proyección de 35 mm, nada de 3D. Cuando una película se hace con el corazón, lleva ya la tercera dimensión incorporada sin necesidad de gafitas. Y la cuarta, si vamos a eso. Teníais que ver los ojos de unos pocos niños al que unos padres (civilizados) habían llevado al cine. Ellos sí podrán decir que Toy Story 3 es una película que vio su infancia. Teníais que escuchar la vocecita de una niña con el corazón en un puño durante la proyección. Que se quiten todos los Oscares del mundo. Esos ojos, esa vocecita, son los mejores premios que un cineasta pueda soñar. Latir más fuerte el corazón de un niño de la mano de unos juguetes. Unos juguetes a los que la gente de Pixar insufló el alma. Es lo más parecido a ser dioses en este mundo. Tiene razón Rilke: No creáis que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia. Y Dylan Thomas: La pelota que lancé al aire cuando era un niño aún no ha tocado el suelo. Los de Pixar lo tenían muy presente en Toy Story 3.
22/7/10
El aquel de leer
Quizá ningún otro gran fotógrafo retrató el aquel de leer con tanta dedicación como el húngaro André Kertész. Como este niño con helado, el 12 de octubre de 1944 en Nueva York. A lo largo de más de cincuenta años, entre 1914 y 1970 disparó con su cámara -una Leica, desde 1928- sobre lectores de medio mundo, desde Hungría hasta Buenos Aires pasando por París y Nueva York.
Reunió las fotografías en On Reading, un libro publicado en 1971 en Nueva York y que busqué allí inútilmente, pero que pudieron verse por aquí en una exposición hace un par de años.
Quizá ningún retrato tan íntimo que el de un lector, y la mayoría, claro está, son lectoras. Y niños. Tiempo doblemente suspendido, las fotografías de André Kertész, por la instantánea y por la lectura. Tiempo ensimismado el aquel de leer.
Nueva York, 1959
La obra de Kertész despertó la vocación de fotógrafo en Henri Cartier-Bresson, que compró una Leica en Marsella en 1932 porque era la cámara del maestro húngaro, como Helen Levitt elegirá la Leica porque era la cámara de Cartier-Bresson, quien había germinado en ella la misma vocación. Quizá ninguna fotografía (de una lectora) tan conocida como Las piernas de Martine, realizada por Cartier-Bresson en 1967:
Tan íntima (y erótica) como un desnudo. Más de una vez me he preguntado qué pensaría uno si fuera analfabeto. Quizá entonces qué pena destilaría la imposibilidad del aquel de leer.
18/7/10
Fantasmas
La aldea en que nací no es mi aldea. Ya no queda allí casi nada de lo que una vez significó algo para uno. Si los lugares son espacios cargados de tiempo, allí sólo me quedan los nombres. Mi aldea es un rosario de topónimos. La mina (de agua) de la Veigalonga, el puente del San Martiño, la cuesta del Pino Manso, el camino de As Maravillas, el molino de A Mañisca, la fuente del Bacelo en el camino del río… Una letanía para invocar lo perdido. El poyo en el que se sentaba mi abuelo las tardes de los domingos a contar los coches que pasaban, el cerezo en el que me encaramaba tantas horas en días como éstos, el descampado de los partidos de fútbol interminables, la piedra desde la que mi padre se tiraba de cabeza al río, el frutal de las claudias, la poza donde se lavaban las tripas del cerdo el día de la matanza, el manzano de San Juan bajo el que mi madre cosía en verano, la pila de piedra donde mi abuela preparaba el sulfato para las viñas y donde me partí el labio superior imitando una escena de una película de Joselito. Mi aldea solo existe cuando la recuerdo. Es un lugar de la memoria, un eco en el pozo del tiempo, un zurcido de significados. Una película que sólo se proyecta en mi intimidad. Una red invisible que sostiene lo que queda de mi infancia. La única patria que cuenta. A la hora de la verdad. Por eso necesitamos la filosofía. Tenía razón Novalis: La filosofía, en realidad, no es más que añoranza; es la necesidad de sentirnos en casa en todas partes.
Tal vez en el principio
el tiempo y lo visible,
inseparables hacedores de la distancia,
llegaron juntos
borrachos
golpeando la puerta
justo antes de amanecer.
Con las primeras luces pasó su embriaguez,
y tras contemplar el día,
hablaron
de la lejanía, del pasado, de lo invisible.
Hablaron de los horizontes
que rodean todo
lo que todavía no ha desaparecido.
Escribió John Berger en Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos.
Cuando en las calles vacías de Luzzara, después de comer, se oye el paso de las chancletas de una mujer que va a tomar un helado, hasta los oídos más distraídos se aguzan y los ojos ven a través de las paredes las hermosas piernas salidas de un baño casero en tinaja. Me siento en un sillón de mimbres frente a casa y hago las verificaciones de la vejez: ¿no sería mejor dejar que los ojos lo hagan todo? Tal vez sí, porque hay alguien, al que seguimos siempre como criados, que dispone las cosas de modo que a los cincuenta años tengan un perfil y a los sesenta otro.
Escribió Cesare Zavattini en su Diario de cine y vida el 25 de agosto de 1956 evocando la felicidad –así titula la entrada- de los días 5, 6 y 7 de julio que había pasado en su pueblo, en Luzzara. Un Diario que se abre en 1940 con esta entrada:
Una película que quisiera hacer: “Mi pueblo”. Un operador, un electricista, un obrero, el ayudante de dirección y yo. Vivimos allí cuatro o cinco meses. Se gasta poco, sólo en película. ¿Y la trama, el espectáculo? No tengo, todo me parece polvo ante esos cuatro o cinco meses en mi tierra, rodeado de una cincuentena de niños a los que puedo decir en dialecto: “Ver la boca da peu” (abre más la boca).
Más de una vez en estos últimos diez años me he preguntado qué película haría yo con “Mi aldea”. Y más de una vez me he respondido que de fantasmas.
17/7/10
Una chica llamada Bonnie Lee
¿Por qué será que se me llenan los ojos de lágrimas cada vez que vuelvo a ver Sólo los ángeles tienen alas de Howard Hawks? No es un melodrama, sino una película de aventuras. Pues lo mismo. Más de una vez me he preguntado por la razón de las lágrimas. Más de una vez me he respondido. Cada diez años me he dado respuestas distintas. Supongo que todas válidas y consistentes. O no. Hoy he vuelto a ver Sólo los ángeles tienen alas. Como tantas otras veces, sin querer. Simplemente la pasaban en uno de los canales. No sé cuántas veces la habré visto, entera, a trozos, incompleta, doblada, en versión original, en el cine, en televisión. Da igual. Hay tanto cine en cada corte invisible que la pantalla doméstica se ensancha y la pantalla grande alcanza la dimensión de nuestros sueños.
Rodaje de Sólo los ángeles tienen alas.
En segundo término, de izda. a dcha.,
Howard Hawks, Jean Artthur,
Thomas Mitchell y Cary Grant
En segundo término, de izda. a dcha.,
Howard Hawks, Jean Artthur,
Thomas Mitchell y Cary Grant
Sólo los ángeles tienen alas es tan grande como nuestra imaginación. Howard Hawks es tan grande como el cine. Es el único cineasta capaz de contar a la vez y enhebradas la historia de amor entre dos hombres y entre un hombre y una mujer. Y cuando lo logra, en realidad está haciendo la misma película, pero cada una es inolvidable, como Tener y no tener, Río Bravo o Eldorado. Mantiene la cámara a la altura de los ojos y los diálogos (de Jules Furthman) son poesía cinética. En sus mejores películas necesita muy poco para destilar mucho cine, apenas cachitos de celuloide zurcidos con miradas, cine puro digamos. Le basta –es el caso de Sólo los ángeles tienen alas- que el protagonista (Cary Grant, inmenso) nunca lleve cerillas encima -y que el amigo del protagonista (Thomas Mitchell, magnífico) siempre tenga a mano las cerillas y nunca le falte una moneda con dos caras- para perpetrar una obra maestra. Bueno, todo eso y el encanto de Jean Arthur, la maravillosa Bonnie Lee. Bonnie Lee, de Brooklyn.
Sólo los ángeles tienen alas es de esas películas que convierten el (verdadero) cine americano, no sólo en una escuela del cine, sino en una escuela de vida. O sea, en la escuela de los domingos. No sé si he contestado a la pregunta de por qué se me llenan los ojos de lágrimas cada vez que veo Sólo los ángeles tienen alas. Quizá necesitaría ser el poeta que no soy. Dejadme que sea sólo por esta madrugada el niño que fui. Y que en su memoria levante mi copa (de Lagavulin, tiene que ser). Por aquel cine y por estas lágrimas. De un niño que se soñó aviador con una chica llamada Bonnie Lee.
16/7/10
Un manual de geografía (íntima)
Como tengo trabajo, con plazos estrictos de entrega, no puedo abandonarme en lecturas de largo aliento ni abordar entradas de largo recorrido. Y me gusta este nuevo régimen de lectura y escritura. Se siente uno como un caminante que recogiera flores silvestres, pocas, a la orilla de un río, y, de vuelta en casa, las dejara en un cuenco con agua fresca de una fontana fría para lavarse los ojos a la mañana siguiente. Cuando venimos a pasar unos días en Tui, como es el caso, cada vez que hago un alto en la redacción de una minibiblia –un documento de seis páginas que contiene los ingredientes básicos de una serie (son sólo seis páginas, pero me costaría bastante menos escribir sesenta de cualquier otra cosa)-, me doy una vuelta por el pasillo para estirar la espalda y aprovecho para hojear los libros de cine –qué subrayados están algunos, El lenguaje del cine de Marcel Martin, Cinematismo de Sergei Einsestein, El Cine-Ojo de Dziga Vertov-, o por la habitación de nuestro hijo con parte de sus libros, o por la sala donde han quedado los libros que no tenemos con nosotros más que cuando venimos aquí. Esta casa se ha convertido en los últimos veinte años en un asilo de libros, aquí se han quedado los que se caen a cachos –como los de bolsillo de la colección Libro Amigo de Bruguera o de la vieja Alianza-, los que ya no volveremos a leer, los que quizá volvamos a leer pero pueden esperar y aquéllos de los que uno debe separarse porque donde vivimos desde hace diez años ya no hay sitio para más, aunque los eche de menos. Dos o tres veces al año, hay trasiegos de libros entre una y otra casa, y algunos de los que vienen acaban volviendo. Debe tener razón Adelita y esto de los libros es una enfermedad. Cuántas veces me he dicho que los libros de aquí necesitarían una purga definitiva y que algún librero de viejo nos liberara de ellos definitivamente. Vaya palabra, definitivamente. Pues eso, que hago un descanso en la dichosa minibiblia (es broma, no me quejo) y recorro los anaqueles. Y encuentro los libros -de novela negra- con el canto quebrado de tantas lecturas y de tantas manos, los de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, David Goodis, Chester Himes, Ross Macdonald, Lawrence Block, Jim Thompson, Horace McCoy… Y recuerdo incluso cuándo y dónde los leímos, sobre todo aquéllos que quedaron unidos a una montaña, a un bosque, a un río, a una playa, a una sombra… En verano. En Tarifa, en Locmariaquer, en O Courel, en Oggebbio, en el valle del Cabuérniga… Siempre con tienda de campaña, aunque yo suspirara cada vez que pasábamos delante de un hotel, Ángeles y nuestro hijo se derretían por esas noches estrelladas contempladas, ya acostados boca arriba, antes de cerrar la tienda. Y me alegro de haberme resignado porque ahora la memoria de aquellas noches nos acompañan a todos. Recuerdo a nuestro hijo echado boca abajo junto a la corriente del río Mao en el Xurés leyendo Cien años de soledad o unos años antes junto al río Ser en Os Ancares, El señor de Ballantree… A Ángeles leyendo Mar de fondo de la Highsmith en la playa de Mareta junto a la Punta de Sagres… Y recuerdo como si fuera hoy la lectura de los cuentos de Cortázar aquel verano del 79, cuando en Galicia apenas había campings y se podía acampar en cualquier sitio desde Corrubedo hasta Ribadeo, y recorrimos las rías altas y las del norte de playa desierta en playa desierta como aquel que dice. Y los vecinos de las aldeas adonde íbamos a parar incluso no ofrecían los eidos para montar la tienda e insistían en que cogiéramos agua del pozo y se preocupaban por si teníamos suficiente comida… Cuando recorro con la mirada los cantos de los libros aquí en Tui, es como si hojeara un manual de geografía íntima, algo parecido a recorrer con el dedo el mapa de una memoria feliz. Como leer un libro con los pies en el agua de un regato, algo parecido a lo que hace Sócrates con Fedro en el diálogo de Platón; interrumpí a Ángeles, que anda embebecida -por segunda vez- en Casa desolada de Dickens, para leerle ese fragmento del Fedro y, tras escucharlo, le puso por título “El pediluvio”:
SOCRATES.- ¡Por Hera! Hermoso rincón, con este plátano tan frondoso y elevado. Y no puede ser más agradable la altura y la sombra de este sauzgatillo, que, además, está en plena flor, seguro que es de él el perfume que inunda el ambiente. Bajo el plátano mana también una fuente deliciosa, de fresquísima agua, como me lo están atestiguando los pies. Por las estatuas y figuras, parece ser un santuario de ninfas o de Aqueloo. Y si es esto lo que buscas, no puede ser más suave y amable la brisa de este lugar. Sabe a verano, además, este sonoro coro de cigarras. Con todo, lo más delicioso es este césped que, en suave pendiente, parece destinado a ofrecer una almohada a la cabeza placenteramente reclinada. ¡En qué buen guía te has convertido, querido Fedro!
FEDRO.- ¡Asombroso, Sócrates! Me pareces un hombre rarísimo, pues tal como hablas, semejas efectivamente un forastero que se deja llevar, y no uno de aquí. Creo yo que, por lo que se ve, raras veces vas más allá de los límites de la ciudad; ni siquiera traspasas sus murallas.
SÓCRATES.- No lo tomes a mal, buen amigo. Me gusta aprender. Y el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad. Por cierto, que tú sí pareces haber encontrado un señuelo para que salga. Porque, así como se hace andar a un animal hambriento poniéndole delante un poco de hierba o grano, también podrías llevarme, al parecer, por toda Ática, o por donde tú quisieras, con tal que me encandiles con esos discursos escritos. Así que, como hemos llegado al lugar apropiado, yo, por mi parte, me voy a tumbar. Tú que eres el que va a leer, escoge la postura que mejor te cuadre y, anda, lee.
Sobra decir que también nosotros nos preguntamos por el sauzgatillo. Según el diccionario de la RAE se trata de un arbusto de la familia de las Verbenáceas, que crece en los sotos frescos y a orillas de los ríos hasta tres o cuatro metros de altura, con ramas abundantes, mimbreñas, cuadrangulares y de corteza blanquecina, hojas digitadas con pecíolo muy largo y cinco o siete hojuelas lanceoladas, flores pequeñas y azules en racimos terminales, y fruto redondo, pequeño y negro.
El traductor Emilio Lledó apunta en una de sus notas al texto que el gran filólogo Ulric von Wilamowitz-Moellendorf, en su obra a propósito de Platón, tituló el capítulo sobre el Fedro: “Un feliz día de verano”.
SOCRATES.- ¡Por Hera! Hermoso rincón, con este plátano tan frondoso y elevado. Y no puede ser más agradable la altura y la sombra de este sauzgatillo, que, además, está en plena flor, seguro que es de él el perfume que inunda el ambiente. Bajo el plátano mana también una fuente deliciosa, de fresquísima agua, como me lo están atestiguando los pies. Por las estatuas y figuras, parece ser un santuario de ninfas o de Aqueloo. Y si es esto lo que buscas, no puede ser más suave y amable la brisa de este lugar. Sabe a verano, además, este sonoro coro de cigarras. Con todo, lo más delicioso es este césped que, en suave pendiente, parece destinado a ofrecer una almohada a la cabeza placenteramente reclinada. ¡En qué buen guía te has convertido, querido Fedro!
FEDRO.- ¡Asombroso, Sócrates! Me pareces un hombre rarísimo, pues tal como hablas, semejas efectivamente un forastero que se deja llevar, y no uno de aquí. Creo yo que, por lo que se ve, raras veces vas más allá de los límites de la ciudad; ni siquiera traspasas sus murallas.
SÓCRATES.- No lo tomes a mal, buen amigo. Me gusta aprender. Y el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad. Por cierto, que tú sí pareces haber encontrado un señuelo para que salga. Porque, así como se hace andar a un animal hambriento poniéndole delante un poco de hierba o grano, también podrías llevarme, al parecer, por toda Ática, o por donde tú quisieras, con tal que me encandiles con esos discursos escritos. Así que, como hemos llegado al lugar apropiado, yo, por mi parte, me voy a tumbar. Tú que eres el que va a leer, escoge la postura que mejor te cuadre y, anda, lee.
Sobra decir que también nosotros nos preguntamos por el sauzgatillo. Según el diccionario de la RAE se trata de un arbusto de la familia de las Verbenáceas, que crece en los sotos frescos y a orillas de los ríos hasta tres o cuatro metros de altura, con ramas abundantes, mimbreñas, cuadrangulares y de corteza blanquecina, hojas digitadas con pecíolo muy largo y cinco o siete hojuelas lanceoladas, flores pequeñas y azules en racimos terminales, y fruto redondo, pequeño y negro.
El traductor Emilio Lledó apunta en una de sus notas al texto que el gran filólogo Ulric von Wilamowitz-Moellendorf, en su obra a propósito de Platón, tituló el capítulo sobre el Fedro: “Un feliz día de verano”.
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15/7/10
El pasaje secreto
El hecho material de escribir, tomado en su forma más trivial si se quiere -una receta médica, un recado- es uno de los fenómenos más enigmáticos y preciosos que pueden concebirse. Es el punto de convergencia entre lo invisible y lo visible, entre el mundo de la temporalidad y el de la espacialidad. Al escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar nuestros pensamientos, convertir en formas lo que era sólo formulación y saltar, sin la mediación de la voz, de la idea al signo. Pero tan prodigioso como escribir es leer, pues se trata de realizar la operación justamente contraria: temporalizar lo espacial, aspirar hacia el recinto inubicuo de la conciencia y de la memoria aquello que no es otra cosa que una sucesión de grafismos convencionales, de trazos que para un analfabeto carecen de todo sentido, pero que nosotros hemos aprendido a interpretar y a reconvertir en su sustancia primera. Así, toda nuestra cultura está fundada en un ir y venir entre los conceptos y sus representaciones, en un permanente comercio entre mundos aparentemente incompatibles pero que alguien, en un momento dado, logró comunicar, al descubrir un pasaje secreto a través del cual podía pasarse de lo abstracto a lo concreto, gracias a una treintena de figuras que se fueron perfeccionando hasta constituir el alfabeto.
(pags. 138-139 de Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, Tusquets ed. Cuadernos Marginales 44. 2ª ed. Barcelona, octubre 1975)
En su estupendo diario (entre 1950 y 1978), La tentación del fracaso, editado por Seix Barral en 2003, Julio Ramón Ribeyro anota una de mis definiciones favoritas del aquel de escribir: Escribir es inventar un autor a la medida de nuestro gusto. Un viajero -un soñador o un niño- que transita el pasaje secreto que comunica el mundo de lo invisible y con el de lo visible.
11/7/10
Como ella sola
Ángeles me tendió el periódico para que leyera la noticia.
Ayer, los bomberos de Vigo entraron en el sexto piso de un edificio del barrio de Coia. Olía muy mal. Encontraron a una pareja de ancianos de unos ochenta años en estado de descomposición. Abrazados. Él llevaba quince días muerto. Ella, cinco. Vivían solos y no tenían hijos. Cuando él murió, ella convivió unos días con su cadáver. Hasta que se tendió a su lado en el suelo, lo abrazó y se dejó morir.
Cuántas historias destila ese abrazo.
En silencio.
Como ella sola.
9/7/10
Un trozo de vidrio y unas cuantas preguntas
En las descripciones de la naturaleza hay que recurrir a los pequeños detalles, agrupándolos de manera que después de leerlos, cuando cierres los ojos, surja un cuadro. Por ejemplo, tendrás una noche de luna si escribes que en la presa de un molino brillaba como una estrella un trozo de vidrio de una botella rota y rodaba como un globo la sombra negra de un perro o de un lobo, etc.
En la esfera psíquica, los detalles también son importantes. Que Dios te libre de los lugares comunes. Es mejor evitar describir el estado de ánimo de los héroes; hay que tratar de que se entienda por sus acciones. No hace falta perseguir muchos personajes. El centro de gravedad debe ser dos: él y ella.
(Carta de 10 de mayo de 1886 de Anton Chejov a su hermano Alexander)
Si se queda usted en la naturaleza, en lo sencillo que hay en ella, en lo pequeño, que apenas ve uno, y que tan imprevisiblemente puede convertirse en grande e inconmensurable; si usted tiene ese amor por lo pequeño y trata de ganarse, como un siervo, la confianza en lo que parece pobre, entonces todo le será más fácil, más unitario y, no sé cómo, más reconciliador, acaso no en el entendimiento, que se echa atrás asombrado, sino en su íntima conciencia, en su vigilia y en su saber. Usted es tan joven, está tan antes de todo comienzo, que yo querría rogarle lo mejor que sepa, mi querido señor, que tenga paciencia con todo lo que no está resuelto en su corazón y que intente amar las preguntas mismas, como cuartos cerrados y libros escritos en un idioma muy extraño. No busque ahora las respuestas, que no se le pueden dar, porque usted no podría vivirlas. Y se trata de vivirlo todo. Viva usted ahora las preguntas.
(Carta del 16 de julio de 1903. Cartas a un joven poeta. Rainer Maria Rilke)
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