2/7/10
La inocencia revelada
Me acuerdo de Helen Levitt. Quizá porque orvalla (cada vez que escribo este verbo tengo que ir al diccionario, porque en gallego se escribe con be y siempre dudo, será la edad), orvalla digo, y una niña llora porque su madre no la deja jugar bajo la lluvia, y me dan ganas de asomarme y pedirle que la deje mojarse. Me acuerdo de Rafael Dieste, escribió una vez que conservar la memoria del niño que fuimos es la condición primordial para un maestro. Y para los padres. Me acuerdo del niño que fui cuando escucho el silbo del afilador. Lo escuché ayer atravesando el tiempo desde la infancia. Como la teja empujada por el pie de una niña avanzando hacia el cielo de la rayuela. Me acuerdo de Cortázar. De la sombra de los abedules. De esconderme entre las ramas de un cerezo. Me acuerdo de Helen Levitt. De sus fotografías de niños. Que juegan. En Nueva York. Ahí enfrente, al otro lado del paralelo 42. En una ciudad perdida en el tiempo. Orvalla, memoria.
Hace más de un año recopilé cincuenta fotografías de Helen Levitt, quería escribir sobre ella cuando me enteré de su muerte el 29 de marzo de 2009 en Manhattan. Nunca vi una exposición de Helen Levitt -y quizá no pueda pasarme por Madrid a ver la que le dedican hasta finales de agosto-, sólo fotografías sueltas en museos, galerías o exposiciones temáticas sobre Nueva York; en libros, en revistas, en periódicos. Debe ser que hoy ha cuajado el poso de la melancolía y me han asaltado sus imágenes, pero no tengo mucho que decir sobre ella, o será que está casi todo dicho con mostrar sus fotografías. Poco queda por añadir.
Helen Levitt nació en Brooklyn el 31 de agosto de 1913 y, sin terminar la secundaria, empezó a trabajar en un estudio fotográfico del Bronx en 1931. Cinco años después compró su primera Leica porque era la cámara favorita de Cartier-Bresson, y Helen Levitt decidió convertirse en fotógrafa al contemplar sus fotografías.
La obra de Levitt documenta las calles de los barrios pobres de Nueva York, desde el Lower East Side al Spanish Harlem. Pero trasciende la aprehensión de la realidad con una mirada que conjuga intimidad y humor. Y el tiempo trabaja en sus fotografías a favor de la añoranza, porque, aun siendo instantes (decisivos) de infancias neoyorquinas, esos niños también fuimos nosotros. Las fotografías de Helen Levitt han rescatado nuestra propia infancia.
En 1948, Helen Levitt participa con sus amigos James Agee y Janice Loeb en la realización de The Quiet One, un filme documental de Sidney Meyers con una duración de 65', y ella misma dirige In the Street, un cortometraje de 14' que lleva un texto introductorio de Agee que bien podría cifrar el universo fotográfico de Levitt: Las calles de los barrios pobres de las ciudades son un teatro y un campo de batalla. Inconsciente y desapercibido, cada ser humano es allí un poeta, una máscara, un guerrero, un bailarín. Y con su arte inocente en medio del tumulto callejero proyectan una imagen de la existencia humana. Aprehender esa imagen fue la tarea de Helen Levitt.
Toda su poética la condensó en un par de frases: La gente se reunía en la calle. Si te quedabas el tiempo suficiente, se olvidaban de que estabas allí. Y ves lo que hay.
También experimentó con el negativo de color, pero le disgustaba no poder controlar el proceso de revelado como había hecho con el blanco y negro.
Cuentan que Helen Levitt vivía en un apartamento austero en Manhattan, con las paredes vacías, huérfanas de cualquier imagen. Sin embargo, su mirada se había demorado en las paredes y las aceras de Nueva York, y con su Leica registró las pinturas infantiles como quien atesora las huellas que conducen al pasadizo secreto para atravesar el tiempo.
En las fotografías de Helen Levitt recuperamos el tiempo en el que la ciudad era un teatro y cada calle un escenario para celebrar la inocencia. Una inocencia que se aleja para siempre en el momento mismo en que las fotografías se revelan.
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Hola, perdona, he llegado hasta aquí por accidente, estaba hablando con mi hermana cuando se ha parado un mosquito en la pantalla del móvil, echaré un vistazo a tu blog,[el mosquito ha muerto, lo he chafado]
ResponderEliminarYo siempre digo orbayar, el orbayu...ni siquiera se me había ocurrido que existiera en castellano.He ido prefiriendo cada foto a su anterior hasta que he llegado a la última, los dos niños de la mano caminando en sentido opuesto al que marca la flecha, negándose a crecer. Gracias siempre Daniel, por enseñarnos tantas cosas.
ResponderEliminarEspléndida entrada, espléndida Levitt, espléndido Daniel.
ResponderEliminarTanto como el magnífico texto que acompaña a las imágenes.
Acaso por afinidad, Daniel, he sentido una emoción particular por el primero de los textos, ese escrito con la técnica de los "me acuerdo".
Me hubiera gustado escribirlo a mí para mi libro.
Un abrazo.
Elías
Me he empapado entero. Gracias, Daniel.
ResponderEliminarPero qué cosa tan bonita... ¿qué te puedo decir?
ResponderEliminarMe permito la licencia de manipular lo que dijo Pitágoras: "haced felices a los niños y haréis grandes hombres".
Se nota que tú lo fuiste, y la segunda parte -cómo no-, vino rodada.
Besos
Orballa. En Argentina, garúa.
ResponderEliminarPreciosa entrada. Probablemente sea un efecto óptico producido por el blanco y negro, pero los niños de antes me parecen más mayores de lo que son. También me pasa con lo jóvenes de antes. Y también con los adultos y mayores de antes. El blanco y negro envejece. Y también embellece.