He despertado a las seis y cuarto. Antes de lo que pensaba. Me pasa siempre que tengo que dar clase. Hojeo y ojeo el libro de Tonino Guerra que traje en la maleta. Encuentro este poema titulado Los tres platos:
UN campesino cuando se dio cuenta de que su mujer
lo había engañado mandó poner la mesa para tres. Y
desde entonces comieron mirando el tercer plato
vacío ante ellos.
Parece un poema de guionista. Y lo es, claro. Para mí no existe una diferencia profunda entre escribir poesía y escribir guiones, ambas conducen a lo mismo: la creación de imágenes. Un guionista debe tener mil imágenes en su cabeza para conquistar a hombres como Fellini o Antonioni. Eso dice Tonino Guerra. Como las clases van de o sobre guión (en un curso para animadores, entiéndase, de películas de animación) quizá pueda hacer algo con esta historia de miradas inscritas en un triángulo de platos.
He despertado pensando en las primeras palabras que le escuché decir a mi madre. No me acuerdo. Voy a tener que inventármelas. Esta madrugada, antes de dormirme, leí estas líneas de El emperador de Occidente de Pierre Michon:
Como para cada uno de nosotros, su más antiguo recuerdo era su madre, o tal vez el esfuerzo que hizo por sustraerse a su madre.
Y hace nada me llevo a la boca este poema de Tonino Guerra con el aquel de que bendiga o mejore lo que pueda contarle a los alumnos esta mañana, se titula ¿Dónde vas?:
LAS primeras palabras que escuché
en mi vida
fueron: "¿Dónde vas?".
Estábamos en un terrado mi madre y yo
sentados en los sacos
del maíz.
Entonces yo tenía sólo un año
y no sabía
qué eran las palabras
ni adónde iban a parar.
Eso digo yo, adónde van.
30/4/10
29/4/10
Materia y memoria
"Ante las agresiones del mundo, el cuerpo se protege; un bacilo activa sus defensas; un chaparrón eriza el vello en brazos, nuca y piernas; un alimento envenenado afloja los esfínteres. Pero ¿y el horror? ¿Cómo reacciona el cuerpo de un hombre ante la presencia del horror? Grita, sí. Y hace que el corazón bombee más sangre, sí. O, por el contrario, paraliza sus músculos para no ser agredido. El espectro de respuestas que el horror genera en el cuerpo es amplísimo. El cuerpo sorprende entonces por su plasticidad. Hay cuerpos que se atenazan y cuerpos que se liberan; hay cuerpos que se arrastran y cuerpos que se elevan; hay cuerpos que interrogan y cuerpos que responden. ¿Pero puede un cuerpo dimitir de la realidad? ¿Puede un cuerpo, ante la agresión del mundo, ante la fealdad del mundo, sustraerse a sus funciones, negarse a seguir siendo cuerpo, suspender sus razones, abdicar de ser lo que es; esto es, abdicar de ser una máquina sensible? ¿Puede un cuerpo decir: 'Basta, no quiero ir más allá, esto es demasiado para mí'? ¿Puede un cuerpo olvidarse de sí mismo?" (p. 57)
"La memoria no es un instrumento del hombre, un siervo amable, un eficiente valet; más bien parece que el hombre fuera un lacayo de su memoria. Porque el hombre languidece, se distrae, se corrompe, pero su memoria permanece firme, a pie de obra, insobornable; de manera que mientras el hombre tropieza, o se enfría, o pierde sus dientes, o devora a sus semejantes, ella permanece alerta, chupándolo todo, guardándolo todo, clasificándolo todo: cavando, cavando, cavando.
Por ello, mientras acudía al cine a disfrutar con las sesiones dobles de películas de la Ealing o leía ensayos sobre el fatuo aunque fascinante Oliver Cromwell, mientras merodeaba entre las tumbas del cementerio de Highgate en busca de algún apellido ilustre o por las noches cepillaba el cabello de Ermelinde ante un espejo comprado en los abigarrados mercadillos de Portobello, Kurt pudo olvidar lo que su memoria jamás se permitió arrojar al desagüe del tiempo en fuga..." (p. 123-124)
Estos fragmentos de La ofensa -la numeración de las páginas corresponde a la edición de bolsillo- pueden dar una idea de la prosa, de los temas y de la materia narrativa de Ricardo Menéndez Salmón. Frases pulidas, imágenes poderosas y reflexión filosófica en una novela corta, apenas pasa de las 140 pags., que explora el horror. Que el personaje se llame Kurt remite necesaria y no casualmente a El corazón de las tinieblas. Aun en su brevedad no es de esas novelas que se leen de una sentada. Requiere apartar los ojos de las páginas después de un parrafo, o entre un capítulo y otro, o entre sus partes; o releer algún fragmento; decantar y ahondar en los márgenes o en las fracturas del texto. En una entrevista, Ricardo Menéndez Salmón ha echado mano de una intuición terrible pero exacta de Roberto Artl en Los siete locos -"Sólo el mal afirma la presencia del hombre sobre la tierra"- para acotar el territorio que cartografía, y de Platón, el gran constructor de metáforas, para desvelar los sueños y simulacros que se enhebran con la Historia para enmascarar las formas que engendran el horror.
El autor asturiano despliega en La ofensa una indagación -que prolonga en las novelas que siguieron, Derrumbe y El corrector- sobre la naturaleza histórica del mal. El mal como cuerpo y relato. Como materia y memoria. También como materia y memoria de la literatura, como si empezáramos a cavar en la materia de las novelas de Ricardo Menéndez Salmón y fuéramos a parar a la memoria de, pongamos por caso, Los demonios de Dostoievski.
"La memoria no es un instrumento del hombre, un siervo amable, un eficiente valet; más bien parece que el hombre fuera un lacayo de su memoria. Porque el hombre languidece, se distrae, se corrompe, pero su memoria permanece firme, a pie de obra, insobornable; de manera que mientras el hombre tropieza, o se enfría, o pierde sus dientes, o devora a sus semejantes, ella permanece alerta, chupándolo todo, guardándolo todo, clasificándolo todo: cavando, cavando, cavando.
Por ello, mientras acudía al cine a disfrutar con las sesiones dobles de películas de la Ealing o leía ensayos sobre el fatuo aunque fascinante Oliver Cromwell, mientras merodeaba entre las tumbas del cementerio de Highgate en busca de algún apellido ilustre o por las noches cepillaba el cabello de Ermelinde ante un espejo comprado en los abigarrados mercadillos de Portobello, Kurt pudo olvidar lo que su memoria jamás se permitió arrojar al desagüe del tiempo en fuga..." (p. 123-124)
Estos fragmentos de La ofensa -la numeración de las páginas corresponde a la edición de bolsillo- pueden dar una idea de la prosa, de los temas y de la materia narrativa de Ricardo Menéndez Salmón. Frases pulidas, imágenes poderosas y reflexión filosófica en una novela corta, apenas pasa de las 140 pags., que explora el horror. Que el personaje se llame Kurt remite necesaria y no casualmente a El corazón de las tinieblas. Aun en su brevedad no es de esas novelas que se leen de una sentada. Requiere apartar los ojos de las páginas después de un parrafo, o entre un capítulo y otro, o entre sus partes; o releer algún fragmento; decantar y ahondar en los márgenes o en las fracturas del texto. En una entrevista, Ricardo Menéndez Salmón ha echado mano de una intuición terrible pero exacta de Roberto Artl en Los siete locos -"Sólo el mal afirma la presencia del hombre sobre la tierra"- para acotar el territorio que cartografía, y de Platón, el gran constructor de metáforas, para desvelar los sueños y simulacros que se enhebran con la Historia para enmascarar las formas que engendran el horror.
El autor asturiano despliega en La ofensa una indagación -que prolonga en las novelas que siguieron, Derrumbe y El corrector- sobre la naturaleza histórica del mal. El mal como cuerpo y relato. Como materia y memoria. También como materia y memoria de la literatura, como si empezáramos a cavar en la materia de las novelas de Ricardo Menéndez Salmón y fuéramos a parar a la memoria de, pongamos por caso, Los demonios de Dostoievski.
28/4/10
Una chica llamada Johnny
Bueno, no se trata de A Girl Called Johnny de The Waterboys, aunque esta canción de 1983 -el primer single del grupo de Mike Scott y, por lo visto, un tributo a Patti Smith-, que tanto nos gusta, quizá merecería un lugar aquí. Pero no. Quiero hablaros de una película, aun así por qué no dejaros aquí la canción:
Supongo que era inevitable. Uno no se desprende de un amour fou -y necrófilo- como el de Vértigo así como así. Y, como quien no quiere la cosa, busca alguna otra película que más allá de la vida y/o más allá del tiempo nos devuelva la experiencia del amor (eterno) como una reinvención (fílmica) de una memoria insomne. Y entonces volvimos a ver Vida y muerte del coronel Blimp.
La película estrenada en 1943 es la segunda película que hicieron juntos Michael Powell y Emeric Pressburger con su productora The Archers, con la que buscaban la independencia que conservaron y protegieron a lo largo de catorce películas. Además de Blimp, también me gustan mucho Narciso negro (1946) y Las zapatillas rojas (1948). Pressburguer se responsabilizaba del guión y Powell de la puesta en escena, aunque la colaboración entre ambos fuera más profunda. Eran amigos y, en un sentido machadiano, complementarios. Diríase que cada uno encontraba en el otro la superación de sus limitaciones y el estímulo para las potencialidades propias. Cuando se separaron amistosamente a finales de los cincuenta, tan sólo Powell en Peeping Tom (El fotógrafo del pánico, 1960) cuajó un filme de una inspiración comparable a los mejores que habían hecho juntos. Firmaban sus películas escritas, producidas y dirigidas por Michael Powell y Emeric Pressburger. Atípico, extraño y singular, como su cine. Si no una isla, al menos una península en el cine británico de los 40 y 50.
La idea de Blimp surgió de una réplica en la película anterior, One of Our Aircrafts Is Missing (1942), la primera película que hicieron juntos: Yo era como tú hace treinta años y tú serás como yo dentro de treinta. La escena en la que se pronunciaba la frase se cayó en el montaje final pero Powell y Pressburger pensaron que cifraba una reflexión sobre el paso del tiempo que bien merecía una película que la desarrollara. Pero Blimp se produce en un contexto -la 2ª guerra mundial- que determina la producción cinematográfica británica, además, a mediados de 1942, acontece la humillante caída de Singapur y la prensa culpa a los veteranos oficiales, residuos de la época imperial, los blimps, tal como fueron conocidos a partir del exitoso personaje caricaturizado por David Low en el Evening Standard en los años 30: pomposo, reaccionario, barrigudo y con mostacho.
Powell y Pressburger crearon su personal Blimp con Clive Candy -un militar romántico, bondadoso y profundamente humano- que encarnará en la pantalla Robert Livesey, uno de los actores favoritos de los cineastas. En realidad, de la caricatura de Low conservaron apenas la barriga y el mostacho, y quizá las aristas infantiles de su personalidad. Aunque los créditos de Blimp remiten con humor al personaje caricaturizado,
Clive Candy nos resulta entrañable, porque vemos a un tipo perdido que vive en otro tiempo, o sea, no ya en otro mundo, sino en otro planeta; un hombre equivocado, al que su amigo Theo, encarnado por Anton Walbrook -otro de los actores habituales de Powell y Pressburger-, quien debe desvelarle el error de su visión. La semana pasada Cheché Carmona, casi parafraseando las primeras líneas de Ana Karenina, me comentaba que todos los personajes acaban pareciéndose si los contemplamos a través de sus virtudes, pero resultan únicos cuando se equivocan. El contexto era la creación de los personajes, el asunto que ocupaba aquella fase de la conversación, y señalaba cómo se comete un error al caracterizar a los personajes por sus valores, cuando su grandeza emerge a través del error -tantas veces irremediable, y trágico- que los arrastra, un error que es, a la vez, la otra cara de su virtud. Por eso en la tragedia griega y en todas las grandes películas resulta memorable el momento de la anagnorisis, o sea, la escena en que el personaje reconoce hasta qué punto ha metido la pata, y lo que es aun peor, hasta qué punto, a veces, ya no tiene remedio. Y Cheché citaba el personaje de Ethan Edwards (John Wayne) en Centauros del desierto de John Ford: ese error que lo expulsa definitivamente a la errancia perpetua. Pues bien, Vida y muerte del coronel Blimp también es una película sobre un personaje equivocado porque vive en un tiempo que no es el suyo, o mejor, que vive en un tiempo que es tan suyo que acontece fuera de los calendarios y los relojes, el tiempo de la memoria del amor perdido.
Las coordenadas morales de Clive Candy se configuran en torno a una visión mítica del pasado y cuando el presente -el nazismo, los bombardeos de Londres, la 2ª guerra mundial- quiebra el mundo en el que ha configurado su sensibilidad, cuando se ve inmerso en un conflicto en la que ya no valen las reglas de la caballerosidad en las que fue educado y ha vivido, es su propia identidad la que se erosiona sin remedio. Vida y muerte del coronel Blimp destila un sentimiento de pérdida irreparable: Clive Candy es un tipo que va perdiendo jirones de sí mismo, una pérdida cifrada en Edith (Deborah Kerr), la mujer de su vida, a la que no se declaró a tiempo -se le adelantó Theo- y a la que busca durante cuarenta años en cada mujer que despierta en él un eco, una vibración, un latido apenas del pasado. Rastros del propio Pressburger que perdió a su familia, al amor de su juventud y, judío húngaro y exiliado, experimentó en carne propia la aflicción de una identidad acosada, él vivió interrogatorios humillantes con las autoridades de inmigración británica como los que vive Theo, el amigo alemán del protagonista, en la película . Rastros también en la amistad de Clive y Theo de la relación entre Powell y Pressburger.
Vida y muerte del coronel Blimp se despliega a lo largo de un flashback de cuarenta años, un paréntesis entre dos secuencias que abren y cierran la película. Un flashback que ilumina a Clive Candy y lo redefine moralmente: un hombre que vive en un perpetuo desarreglo temporal, o dicho de otra forma, es un militar de otra época que vive en guerra permanente con el tiempo que le ha tocado vivir. También la película se aparta del cine de su tiempo, tanto de aquellas producciones destinadas a sostener los esfuerzos bélicos y la moral de la población, como de la narrativa clasica. Basta recordar la escena del duelo entre los protagonistas, un momento primordial de la película porque propicia el encuentro y desencadenará su amistad: después de mostrarnos con detalle, paso a paso, los ritulaes preliminares del duelo, tras los primeros cruces de sables, un elegante movimiento de cámara nos aleja del recinto para llevarnos hasta el carruaje donde Edith aguarda el desenlace. En la escena siguiente, Clive y Theo son amigos, y un poco después Theo se adelanta a Clive a la hora de pedirle a Edith que se case con él. Cuánta decepción debieron sentir en su momento los espectadores que se dejaron arrastrar al cine por algún cartel de la película que enfatizaba justamente el duelo:
Powell y Pressburger nos muestra que el tiempo es una experiencia íntima y cardinal que nada tiene que ver con el relato de los hechos, lo importante son los rastros que perviven en la sensibilidad de los personajes, lo decisivo es el rastro de la herida de los silencios del corazón. Un silencio tan clamoroso que nada consigue apagar. Vida y muerte del coronel Blimp conjuga una puesta en escena diríase que musical, el humor y la ingenuidad para revelarnos las huellas del tiempo suspendido en la imagen eterna de una mujer, envuelta en un velo de melancolía, que permanece intacta a través de los años, que siempre es Deborah Kerr, a la que Michael Powell adoraba, basta leer cómo recuerda la película en su autobiografía:
Fue una experiencia inolvidable para todos. Es difícil para mí explicar qué se siente al ser llevado sobre las alas de la inspiración... Todos dependíamos los unos de los otros, todos aprendíamos unos de otros. No sólo el director. Hubo cuatro directores. Yo aprendía de Anton (Wallbrook) qué es un artista. Aprendía de Roger (Livesey) qué es un hombre. Aprendía de Deborah qué es el amor.
Como adoraba Clive Candy a Edith, aunque se llamara Bárbara o Ángela. Las tres Deborah Kerr de Vida y muerte del coronel Blimp. Las tres Edith. Aunque Ángela sea una chica llamada Johnny.
Supongo que era inevitable. Uno no se desprende de un amour fou -y necrófilo- como el de Vértigo así como así. Y, como quien no quiere la cosa, busca alguna otra película que más allá de la vida y/o más allá del tiempo nos devuelva la experiencia del amor (eterno) como una reinvención (fílmica) de una memoria insomne. Y entonces volvimos a ver Vida y muerte del coronel Blimp.
La película estrenada en 1943 es la segunda película que hicieron juntos Michael Powell y Emeric Pressburger con su productora The Archers, con la que buscaban la independencia que conservaron y protegieron a lo largo de catorce películas. Además de Blimp, también me gustan mucho Narciso negro (1946) y Las zapatillas rojas (1948). Pressburguer se responsabilizaba del guión y Powell de la puesta en escena, aunque la colaboración entre ambos fuera más profunda. Eran amigos y, en un sentido machadiano, complementarios. Diríase que cada uno encontraba en el otro la superación de sus limitaciones y el estímulo para las potencialidades propias. Cuando se separaron amistosamente a finales de los cincuenta, tan sólo Powell en Peeping Tom (El fotógrafo del pánico, 1960) cuajó un filme de una inspiración comparable a los mejores que habían hecho juntos. Firmaban sus películas escritas, producidas y dirigidas por Michael Powell y Emeric Pressburger. Atípico, extraño y singular, como su cine. Si no una isla, al menos una península en el cine británico de los 40 y 50.
La idea de Blimp surgió de una réplica en la película anterior, One of Our Aircrafts Is Missing (1942), la primera película que hicieron juntos: Yo era como tú hace treinta años y tú serás como yo dentro de treinta. La escena en la que se pronunciaba la frase se cayó en el montaje final pero Powell y Pressburger pensaron que cifraba una reflexión sobre el paso del tiempo que bien merecía una película que la desarrollara. Pero Blimp se produce en un contexto -la 2ª guerra mundial- que determina la producción cinematográfica británica, además, a mediados de 1942, acontece la humillante caída de Singapur y la prensa culpa a los veteranos oficiales, residuos de la época imperial, los blimps, tal como fueron conocidos a partir del exitoso personaje caricaturizado por David Low en el Evening Standard en los años 30: pomposo, reaccionario, barrigudo y con mostacho.
Powell y Pressburger crearon su personal Blimp con Clive Candy -un militar romántico, bondadoso y profundamente humano- que encarnará en la pantalla Robert Livesey, uno de los actores favoritos de los cineastas. En realidad, de la caricatura de Low conservaron apenas la barriga y el mostacho, y quizá las aristas infantiles de su personalidad. Aunque los créditos de Blimp remiten con humor al personaje caricaturizado,
Clive Candy nos resulta entrañable, porque vemos a un tipo perdido que vive en otro tiempo, o sea, no ya en otro mundo, sino en otro planeta; un hombre equivocado, al que su amigo Theo, encarnado por Anton Walbrook -otro de los actores habituales de Powell y Pressburger-, quien debe desvelarle el error de su visión. La semana pasada Cheché Carmona, casi parafraseando las primeras líneas de Ana Karenina, me comentaba que todos los personajes acaban pareciéndose si los contemplamos a través de sus virtudes, pero resultan únicos cuando se equivocan. El contexto era la creación de los personajes, el asunto que ocupaba aquella fase de la conversación, y señalaba cómo se comete un error al caracterizar a los personajes por sus valores, cuando su grandeza emerge a través del error -tantas veces irremediable, y trágico- que los arrastra, un error que es, a la vez, la otra cara de su virtud. Por eso en la tragedia griega y en todas las grandes películas resulta memorable el momento de la anagnorisis, o sea, la escena en que el personaje reconoce hasta qué punto ha metido la pata, y lo que es aun peor, hasta qué punto, a veces, ya no tiene remedio. Y Cheché citaba el personaje de Ethan Edwards (John Wayne) en Centauros del desierto de John Ford: ese error que lo expulsa definitivamente a la errancia perpetua. Pues bien, Vida y muerte del coronel Blimp también es una película sobre un personaje equivocado porque vive en un tiempo que no es el suyo, o mejor, que vive en un tiempo que es tan suyo que acontece fuera de los calendarios y los relojes, el tiempo de la memoria del amor perdido.
Las coordenadas morales de Clive Candy se configuran en torno a una visión mítica del pasado y cuando el presente -el nazismo, los bombardeos de Londres, la 2ª guerra mundial- quiebra el mundo en el que ha configurado su sensibilidad, cuando se ve inmerso en un conflicto en la que ya no valen las reglas de la caballerosidad en las que fue educado y ha vivido, es su propia identidad la que se erosiona sin remedio. Vida y muerte del coronel Blimp destila un sentimiento de pérdida irreparable: Clive Candy es un tipo que va perdiendo jirones de sí mismo, una pérdida cifrada en Edith (Deborah Kerr), la mujer de su vida, a la que no se declaró a tiempo -se le adelantó Theo- y a la que busca durante cuarenta años en cada mujer que despierta en él un eco, una vibración, un latido apenas del pasado. Rastros del propio Pressburger que perdió a su familia, al amor de su juventud y, judío húngaro y exiliado, experimentó en carne propia la aflicción de una identidad acosada, él vivió interrogatorios humillantes con las autoridades de inmigración británica como los que vive Theo, el amigo alemán del protagonista, en la película . Rastros también en la amistad de Clive y Theo de la relación entre Powell y Pressburger.
Vida y muerte del coronel Blimp se despliega a lo largo de un flashback de cuarenta años, un paréntesis entre dos secuencias que abren y cierran la película. Un flashback que ilumina a Clive Candy y lo redefine moralmente: un hombre que vive en un perpetuo desarreglo temporal, o dicho de otra forma, es un militar de otra época que vive en guerra permanente con el tiempo que le ha tocado vivir. También la película se aparta del cine de su tiempo, tanto de aquellas producciones destinadas a sostener los esfuerzos bélicos y la moral de la población, como de la narrativa clasica. Basta recordar la escena del duelo entre los protagonistas, un momento primordial de la película porque propicia el encuentro y desencadenará su amistad: después de mostrarnos con detalle, paso a paso, los ritulaes preliminares del duelo, tras los primeros cruces de sables, un elegante movimiento de cámara nos aleja del recinto para llevarnos hasta el carruaje donde Edith aguarda el desenlace. En la escena siguiente, Clive y Theo son amigos, y un poco después Theo se adelanta a Clive a la hora de pedirle a Edith que se case con él. Cuánta decepción debieron sentir en su momento los espectadores que se dejaron arrastrar al cine por algún cartel de la película que enfatizaba justamente el duelo:
Powell y Pressburger nos muestra que el tiempo es una experiencia íntima y cardinal que nada tiene que ver con el relato de los hechos, lo importante son los rastros que perviven en la sensibilidad de los personajes, lo decisivo es el rastro de la herida de los silencios del corazón. Un silencio tan clamoroso que nada consigue apagar. Vida y muerte del coronel Blimp conjuga una puesta en escena diríase que musical, el humor y la ingenuidad para revelarnos las huellas del tiempo suspendido en la imagen eterna de una mujer, envuelta en un velo de melancolía, que permanece intacta a través de los años, que siempre es Deborah Kerr, a la que Michael Powell adoraba, basta leer cómo recuerda la película en su autobiografía:
Fue una experiencia inolvidable para todos. Es difícil para mí explicar qué se siente al ser llevado sobre las alas de la inspiración... Todos dependíamos los unos de los otros, todos aprendíamos unos de otros. No sólo el director. Hubo cuatro directores. Yo aprendía de Anton (Wallbrook) qué es un artista. Aprendía de Roger (Livesey) qué es un hombre. Aprendía de Deborah qué es el amor.
Como adoraba Clive Candy a Edith, aunque se llamara Bárbara o Ángela. Las tres Deborah Kerr de Vida y muerte del coronel Blimp. Las tres Edith. Aunque Ángela sea una chica llamada Johnny.
27/4/10
Hilos de tiempo
Después de bañarnos en el Con de Agosto y mientras nos secábamos al sol sobre "nuestra roca", Ángeles saca un libro de la bolsa, ¿quién es éste? Cees Nooteboom, le digo, deletreándolo -vete a saber cómo se pronuncia en su idioma-, un escritor viajero, el holandés errante se podría decir, que ahora tiene casi ochenta años y escribió este libro -El desvío a Santiago- hace casi veinte. Ella se dejó en casa el suyo, Las ilusiones perdidas de Balzac que vuelve a leer, y sigue preguntando sobre el de Cees Nooteboom. El tipo viaja de un lado a otro, desviándose del camino de Santiago, visita iglesias y museos. Me suena, dice Ángeles. Lo dice por nosotros. Recuerdo que hace año y medio nos hicimos una ruta por el románico segoviano y junto a la iglesia de Duratón:
Mientras hacía la última foto allí, Ángeles comentó: Para ser ateos, mira que visitamos iglesias. Si creyéramos, le digo, quizá no veríamos tantas. Ya nos íbamos hacia el coche cuando Ángeles se volvió hacia la iglesia una última vez: Vemos iglesias porque otros creyeron. Y seguimos la ruta.
En el Con de Agosto recordé aquel viaje mientras le hablaba de Cees Nooteboom del que hasta hace un par de meses no había leído nada, hasta que compré una edición de bolsillo de El desvío a Santiago que tengo a mano y lo voy leyendo de a pocos. Entonces busqué un fragmento que había subrayado y se lo leí:
La iglesia [del monasterio de Veruela, en Soria] está vacía, las enormes columnas se alzan rectas sin basa desde el suelo pavimentado, la posición del sol lanza un extraño y estático charco de luz a través del rosetón un poco fantasmal en alguna parte a la derecha de la iglesia. Me oigo andar. Este espacio deforma no sólo el aire, sino también el sonido de mis pasos: son los pasos de alguien que anda por una iglesia. Incluso cuando de estas experiencias apartas lo que tú mismo no crees, siempre queda eso tan imponderable que es que otros sí creen en este espacio, y, sobre todo, que han creído en él.
Ángeles calla. Como si dijera "mira por dónde". Y luego me pide otro fragmento. Le leo una página sobre Las meninas que termina así:
Este enigma fue construido para mantenerme apartado de él y, por consiguiente, persuadirme a entrar. Una construcción, efectivamente. Y no puedes meterte en él. Pero aun así, si has salido del cuadro hacia fuera (...) sientes los espesos hilos de una invisible telaraña a tu alrededor que ha tejido un hombre para ti hace trescientos años.
Pero quizá sean las páginas que Cees Nooteboom le dedica a Zurbarán las que destilan el amor de toda una vida:
Zurbarán no pintaba monjes, pintaba hábitos, pintaba tejidos. Hokusai pintaba cada día un león y esperaba dibujar algún día el león perfecto. (...) Lo que Zurbarán estudiaba, cuadro tras cuadro, era la materia, la plasticidad (pliegues) de la materia, los colores primarios. Si se sumara, debe de haber pintado infinitos metros de blanco y negro, probablemente unos cuantos metros cuadrados por cuadro. Pintó todos los enigmas de luz y sombra posibles, todos los desplazamientos del ángulo de luz y su incidencia en el tejido; y si yo ahora aparto con brutalidad las representaciones que el 'artesano' Zurbarán debió entregar, de lo que en realidad hizo, entonces queda lo siguiente: un ensayo sobre la relación de luz, color y tejido como no podríamos tener otro hasta Cézanne. (...) Un estudio que tomaba una forma tan intensa que se podría hablar de mística. Y aquí aparece la paradoja, que no es la representación -aunque ésta represente una experiencia mística- la que evoca la idea de mística, sino los dos metros cuadrados de blanco o negro, por los que se desliza el ojo...
Volvemos a casa y los pasos junto al mar suenan ahora como si recorriéramos una iglesia, un tejido místico que atrapara las miradas, una construcción enigmática de hilos de tiempo.
Mientras hacía la última foto allí, Ángeles comentó: Para ser ateos, mira que visitamos iglesias. Si creyéramos, le digo, quizá no veríamos tantas. Ya nos íbamos hacia el coche cuando Ángeles se volvió hacia la iglesia una última vez: Vemos iglesias porque otros creyeron. Y seguimos la ruta.
En el Con de Agosto recordé aquel viaje mientras le hablaba de Cees Nooteboom del que hasta hace un par de meses no había leído nada, hasta que compré una edición de bolsillo de El desvío a Santiago que tengo a mano y lo voy leyendo de a pocos. Entonces busqué un fragmento que había subrayado y se lo leí:
La iglesia [del monasterio de Veruela, en Soria] está vacía, las enormes columnas se alzan rectas sin basa desde el suelo pavimentado, la posición del sol lanza un extraño y estático charco de luz a través del rosetón un poco fantasmal en alguna parte a la derecha de la iglesia. Me oigo andar. Este espacio deforma no sólo el aire, sino también el sonido de mis pasos: son los pasos de alguien que anda por una iglesia. Incluso cuando de estas experiencias apartas lo que tú mismo no crees, siempre queda eso tan imponderable que es que otros sí creen en este espacio, y, sobre todo, que han creído en él.
Ángeles calla. Como si dijera "mira por dónde". Y luego me pide otro fragmento. Le leo una página sobre Las meninas que termina así:
Este enigma fue construido para mantenerme apartado de él y, por consiguiente, persuadirme a entrar. Una construcción, efectivamente. Y no puedes meterte en él. Pero aun así, si has salido del cuadro hacia fuera (...) sientes los espesos hilos de una invisible telaraña a tu alrededor que ha tejido un hombre para ti hace trescientos años.
Pero quizá sean las páginas que Cees Nooteboom le dedica a Zurbarán las que destilan el amor de toda una vida:
Zurbarán no pintaba monjes, pintaba hábitos, pintaba tejidos. Hokusai pintaba cada día un león y esperaba dibujar algún día el león perfecto. (...) Lo que Zurbarán estudiaba, cuadro tras cuadro, era la materia, la plasticidad (pliegues) de la materia, los colores primarios. Si se sumara, debe de haber pintado infinitos metros de blanco y negro, probablemente unos cuantos metros cuadrados por cuadro. Pintó todos los enigmas de luz y sombra posibles, todos los desplazamientos del ángulo de luz y su incidencia en el tejido; y si yo ahora aparto con brutalidad las representaciones que el 'artesano' Zurbarán debió entregar, de lo que en realidad hizo, entonces queda lo siguiente: un ensayo sobre la relación de luz, color y tejido como no podríamos tener otro hasta Cézanne. (...) Un estudio que tomaba una forma tan intensa que se podría hablar de mística. Y aquí aparece la paradoja, que no es la representación -aunque ésta represente una experiencia mística- la que evoca la idea de mística, sino los dos metros cuadrados de blanco o negro, por los que se desliza el ojo...
Volvemos a casa y los pasos junto al mar suenan ahora como si recorriéramos una iglesia, un tejido místico que atrapara las miradas, una construcción enigmática de hilos de tiempo.
26/4/10
La mujer del Hotel Empire
Cuando se habla del cine dentro del cine o de los sueños en el cine o sobre el cine y los sueños no suele citarse Vértigo. Sin embargo, creo que los sueños constituyen la materia primordial de la película de Hitchcock y creo que ninguna otra ha tratado con tanta complejidad y hondura las pulsiones que se movilizan en el aquel de hacer cine. Vértigo puede contemplarse como la puesta en escena del deseo de Scottie (James Stewart) atrapado y polarizado por un sueño, Madeleine (Kim Novak), un personaje de ficción poseído por un fantasma del pasado; un deseo y un sueño que se activan a partir de un guión (de hierro) urdido para encubrir un asesinato. Digámoslo así, Vértigo es la película que, primero, le escriben a Scottie y, luego, cuando la película (o el sueño) se interrumpe, es el mismo Scottie quien, poseído por el deseo, no duda en tomar las riendas del guión para, dirigiendo él mismo la película, dar vida al sueño que lo arrebata, porque sin ese sueño no puede vivir. Pero quizá hemos anticipado demasiado, tanto que casi hemos llegado al final, y Vértigo, probablemente la película de Hitchcok cuyo guión tardó más en cuajar, resultó un proyecto que experimentó numerosos retrasos, aplazamientos que a la postre fueron decisivos; más aún, si Hitchcock hubiera podido rodar la película a finales de 1956 o en los primeros meses de 1957, quizá no sería la obra fascinante e inagotable que conocemos, sobre la que tantas páginas se han vertido. Páginas como las que le dedicó Robin Wood en El cine de Hitchcock, un libro pionero sobre la película que nos convoca hoy, publicado en 1965 y editado en español por la editorial Era en 1968, y que leí con devoción. El análisis que Robin Wood le dedicó a Vértigo sigue siendo uno de mis textos de cine favoritos y lo que yo pueda escribir aquí -sobre la película en sí- debe interpretarse como deudor del maestro emérito de esta escuela. Y como homenaje de un alumno, limitado es cierto, pero agradecido.
Retrocedamos entonces hasta mayo de 1956, cuando Hitchcock había terminado Falso culpable y le encargó a Maxwell Anderson, uno de los guionistas de esa película, un primer tratamiento de De entre los muertos, una novela de Boileau y Narcejac que gira alrededor de una mujer con el pelo recogido en un moño, vestida con un elegante traje de chaqueta gris muy ceñido en la cintura. Anderson escribió ese tratamiento teniendo en cuenta los cambios que Hitchcock quería introducir respecto a la novela: actualizar la historia -sucedía durante la 2ª guerra mundial- y ambientarla en San Francisco -transcurría en París y Marsella-, y como los escenarios eran fundamentales para el director, en cuanto el guionista firmó el contrato, le adjuntó dos billetes de avión para él y su mujer con las instrucciones de visitar algunas de las localizaciones que preveía para la película. Pero ese primer tratamiento no debió gustarle a Hitchcock ni el proyecto debía interesarle lo suficiente a Maxwell Anderson -desde luego pensaba que aún no tenían una base firme desde la que abordar el guión-, porque en agosto y septiembre, el director trabajó con Angus McPhail, el otro guionista acreditado en Falso culpable, y desarrollaron una sinopsis de dos páginas. Cuando en septiembre, McPhail abandona el proyecto, le comenta a Hitchcock que no está en condiciones de aportar la imaginación que requiere el guión, se sentía fuera de lugar en Hollywood y quería volver a Inglaterra. Joan Harrison, una de la colaboradoras principales del equipo del cineasta y productora de Alfred Hitchcock presenta, sugirió a Alec Coppel que había escrito para la serie.
En la primera reunión a propósito Vértigo, Hitchcock le entregó unas notas mecanografiadas sobre los momentos clave y le enumeró una lista de 23 secuencias que ya tenía en la cabeza. Guionista y director se reunieron con regularidad durante el otoño de 1956, y Coppel desarrolló un tratamiento consistente con párrafos numerados sin diálogos, lo que ahora y aquí llamaríamos una escaleta de pasos o de nudos de la trama. Hitchcock preveía que el rodaje de Vértigo podría iniciarse en diciembre. Mientras Coppel escribía el guión, el director y Joan Harrison trabajaban en los nuevos episodios de Alfred Hitchcock presenta de la temporada 1956-1957. Pero el rodaje de Vértigo se retrasó porque James Stewart, que encarnaría al protagonista, había acumulado demasiadas películas seguidas y necesitaba descansar, y se programó para comienzos de 1957. Mientras tanto, la 2ª unidad podría rodar exteriores y Hitchcock supervisaría el vestuario de Vera Miles, la protagonista de Falso culpable, y que era la actriz que había sustituido a Grace Kelly que había sustituido a Ingrid Bergman... en el corazón del cineasta, y que, sobra decirlo, iba a encarnar a la mujer rubia vestida con traje de chaqueta gris de Vértigo. Con el retraso, Coppel dispondría de más tiempo para terminar el guión que se desarrollaba en el curso de largas charlas con Hitchcock y que el guionista plasmaba en el papel visualizando con detalle las escenas, por ejemplo aquélla en la que Scottie besa a Judy metamorfoseada en Madeleine en la habitación del Hotel Empire y la cámara se mueve en torno a ellos. El cineasta empezaba a entusiasmarse con Vértigo y disfrutaba explorando las zonas oscuras de los personajes, pero Coppel tenía la cabeza también en una obra de teatro que estaba escribiendo y la película se demoraba más de lo que había previsto, así que se separó de Hitchcock amistosamente.
A finales de noviembre de 1956, Hitchcock le escribió a Maxwell Anderson comunicándole que ahora disponía de un punto de partida adecuado para escribir el guión de rodaje de Vértigo y le invitó a volver al proyecto: Esta estructura nos ha llevado muchas semanas de trabajo a Coppel y a mí, y, después de tantos años de experiencia, aún sigo preguntándome por qué resulta tan difícil establecer una estructura. Para el director, la película debería ser una historia de amor con un tono extraño en la que la mujer se enamora del detective de la misma forma trágica en la que él se enamora de ella. Pero Anderson, para sorpresa de Hitchcok, rechazó el encargo y el director se puso a buscar otros guionistas. Le recomendaron a Samuel Taylor, un dramaturgo que contaba con algunos éxitos en Broadway, por ejemplo Sabrina Fair, a partir de la que Wilder y Ernest Lehman -un guionista al que perseguía Hitchcock- habían escrito Sabrina (1954). Además, Taylor había vivido en San Francisco y estaría familiarizado con los escenarios de Vértigo. La película se volvió a posponer, pero el aplazamiento se prolongó más de lo previsto porque el director tuvo que someterse a una operación de hernia umbilical que se complicó. Mientras se recuperaba en casa, ya en 1957, mantuvo las primeras reuniones con Sam Taylor. Según el guionista, nada más conocerse se entendieron de maravilla: Cuando trabajábamos, sobre todo en su casa, nos sentábamos a charlar. Hablábamos sobre toda clase de temas: sobre comida, sobre nuestras esposas, sobre viajes... Y también hablábamos sobre la película; entonces se producía un largo silencio, nos mirábamos y Hitch decía: "Bueno, el cronómetro sigue en marcha..." Y entonces, de repente, seguíamos hablando. Pero en marzo, Hitchcok fue ingresado otra vez para una operación de cálculos biliares y pasó un mes en el hospital.
El 9 de abril le dieron el alta y Hitchcock pasó un mes en casa descansando. Durante los meses de marzo -cuando estaba hospitalizado- y abril -mientras descansaba-, James Stewart se había estado reuniendo con Sam Taylor porque quería explorar emociones que no había experimentado hasta entonces y esos encuentros con el actor le resultaron de gran ayuda al guionista para profundizar en el personaje de Scottie. Pero con el personaje de Madeleine/Judy fue otro cantar: Vera Miles estaba embarazada. Hitchcock sintió que la historia se repetía: todas las actrices que había querido esculpir con los personajes que creaba para ellas le abandonaban una tras otra, primero Ingrid, luego Grace, ahora Vera. Trató de mantener una relación cordial con Vera Miles pero ya no pudo recuperar la corriente que fluía entre ellos. No es de extrañar que la actriz, cuando dos años después recibió el guión de Psicosis y descubrió que el personaje de Marion Crane era para Janet Leigh, se pusiera furiosa, y cabe imaginar que lo viviría como una venganza del director por abandonarlo. Entonces entró en escena Kim Novak y se fijó el rodaje para junio. Samuel Taylor seguía trabajando en el guión, y mejoraba las escenas y los diálogos, aunque su única contribución neta fue el personaje de Midge, la pintora enamorada de Scottie pero no correspondida, para el que había pensado en Barbara Bell Geddes, una actriz amiga suya que sobre todo trabajaba en Broadway.
En la primera semana de mayo de 1957, el guionista mantuvo una reunión de trabajo con Hitchcock. El cineasta se había pasado semanas en cama dándole vueltas a la película y tomó una decisión radical. En la novela, se le descubre al lector en el desenlace que Madeleine nunca existió y que Judy estuvo implicada en su asesinato, pero Hitchcock quería revelárselo al espectador cuando faltaba aún un tercio de la película: es el momento en que nos quedamos a solas con Judy, tras haber aceptado una cita con Scottie después de que la haya seguido hasta el Hotel Empire, la cámara encuadra la nuca de de la mujer, inmóvil, se vuelve, recuerda... y descubrimos que Madeleine sólo era un personaje encarnado por Judy y que el amor de Scottie fue sólo un sueño. Hay pocas decisiones tan arriesgadas desde el punto de vista estructural, pero fue la que transfiguró una buena película en una obra de arte. Esa revelación nos permite saber algo que Scottie no sabe pero, aún más importante, en vez de compartir el proceso de esclarecimiento que el protagonista va a vivir -cómo Scottie descubre la verdad-, vamos a poder estudiarlo, casi auscultarlo; y lo más importante, sin esa revelación el personaje de Judy resultaría tan inescrutable como Madeleine, pero como sabemos que Judy era Madeleine podemos vivir en toda su riqueza y complejidad la dolorosa experiencia de la mujer del Hotel Empire, porque la revelación incluye también que Judy se ha enamorado de Scottie y pronto descubrirá que él sólo podrá amarla si encarna al sueño perdido de Madeleine. Es esa ruptura la que convierte a Vértigo en una obra capital de la historia del cine.
Claro que Samuel Taylor lo recuerda de otra manera, fue él quien se lo propuso al director, por lo visto le dijo: Esto no será un puro Hitchcock a menos que el público sepa qué ha ocurrido. Aunque siempre consideró que revelárselo mediante la carta de Judy a Scottie (y que luego romperá) y el flashback fue un error. Quizá. Hitchcock y Taylor siguieron puliendo el guión pero aún no habían terminado los problemas que provocaron un nuevo aplazamiento del proyecto, esta vez por el desacuerdo entre Kim Novak y Harry Cohn, el patrón de la Columbia que la tenía bajo contrato, y que los tuvo negociando todo el verano. El rodaje se programó, entonces, para octubre de 1957. Con tantos aplazamientos el guión de Vértigo -ese texto combustible- acabó siendo muy detallado, desde posiciones de cámara hasta comentarios a propósito de la música, pero sobre todo se volvió una obra sombría y honda. Y tras casi dos años dedicados al guión y a la preparación de la película el rodaje comenzó el 30 de septiembre en San Francisco. Todos sabíamos que era un proyecto muy importante para Hitchcock, y que para él era una historia muy profunda, muy personal, aseguró Samuel Taylor. El cineasta nunca confesó que fuera su película preferida pero, cuando dos años después Joseph Stefano, el guionista de Psicosis, le dijo que Vértigo era la película que más le gustaba, a Hitchcock se le llenaron los ojos de lágrimas. El guión se siguió trabajando durante el rodaje y la última versión está fechada el 9 de dicembre de 1957. La película se estrenó a finales de mayo de 1958.
Vértigo empieza con la exploración del rostro de Madeleine. La cámara ausculta la máscara -de las apariencias inescrutables- en la que sólo los ojos -que se mueven inquietos- delatan las emociones aprisionadas bajo el rostro. La cámara penetra en el ojo y nos asomamos al vértigo de los títulos de crédito de Saul Bass, que va más allá del miedo a las alturas, acompañados por la música de Bernard Herrmann. Digámoslo así, la cámara trata de descubrir el rostro que hay tras la máscara. Esa música de los créditos acompañará también la escena de la metamorfosis de Judy en Madeleine en el salón de belleza, justamente cuando un rostro se transforma en una máscara.
Desde que Herrmann empezó a colaborar con Hitchcok, las imágenes del cineasta las recordamos, no ya envueltas, sino enhebradas por la música de aquél. Eugenio Trías en su ensayo Vértigo y pasión ha iluminado como nadie el carácter primordial de la partitura de Hermann en el destilado de la experiencia que representa la película. Desde los créditos se conjugan las máscaras y las emociones que ocultan, la frágil piel de las apariencias y el caos de emociones que envuelven, la realidad y los sueños. Más concretamente, desde las primeras imágenes Vértigo habla del cine y de la naturaleza de las imágenes, de la compleja y honda indagación en los rostros y en los cuerpos. Habla del oficio laberíntico de dirigir una película, de la condición fugitiva de la verdad y del carácter poliédrico del aquel de hacer cine.
La primera escena de la película acaba con Scottie colgado de un abismo, es decir, poseído por el vértigo y no sabemos cómo consiguen rescatarlo, de tal forma que estamos legitimados también para concebir la película que continúa tras el fundido negro cómo la fantasía onírica de un Scottie abocado al abismo, atrapado en un vértigo irremediable. Una fantasía que cuaja en la nostalgia del pasado que se despliega por la ciudad de San Francisco y en el deseo que electriza a Scottie cuando acepta el encargo de vigilar a Madeleine, una mujer poseída por el fantasma de Carlota Valdés, su bisabuela muerta. El cementerio, la galería de arte, la vieja mansión convertida en hotel, la iglesia colonial, el lago con el templete de las puertas del pasado... Los lugares por donde Scottie sigue a Madeleine parecen abstraídos del San Francisco real -y del tiempo en que acontece la historia-, en palabras de Robin Wodd son bolsillos de silencio y soledad, otro mundo. Madeleine lleva a Scottie de regreso al pasado. Fantasma ella misma parece arrastrar a Scottie a través de las puertas del pasado. Por eso la película parece encerrarse en una burbuja de melancolía. Y volvemos de nuevo al cine como hilo cardinal de Vértigo: las grandes películas no pueden sino desvelar las capas de tiempo sumergidas bajo la piel del presente de las imágenes.
Y una de las escenas más bellas y turbadoras de la película cristaliza en ese plano del dedo de Madeleine enguantado en negro, recorriendo las estrías de tiempo del corte transversal del tronco de una sequoia -atravesando las puertas del pasado- mientras le dice a Scottie: En algún momento de estos nací yo y aquí he muerto. Sólo fue un momento para ti, no te diste cuenta. Ella desaparece entre los árboles, como un fantasma. La secuencia culmina junto al mar:
Madeleine.- No me dejes, quédate conmigo.
Scottie.- Todo el tiempo.
Y se besan apasionadamente. Y las olas se estrellan contra el acantilado. Así se lee en el guión y así se ve en la película. Un instante precario frente a la eternidad.
Hasta aquí la película puede verse, cómo no, como si el sueño de Scottie se hiciera realidad. Y como hemos visto la película a través de sus ojos, de ahí los movimientos lentos subjetivos casi oníricos, este movimiento de la película podría interpretarse bajo el signo de la realidad derrotada por el sueño. Pero ese sueño se revela un fraude cuando Hitchcock nos deja a solas con Judy: la visión de Scottie era pura ilusión, una ficción construida por el marido de Madeleine con la complicidad de la mujer del Hotel Empire. Pero pronto caeremos en la cuenta de que Judy, de tanto fingir ser Madeleine o por fingirlo tan profundamente, se convirtió en el personaje que representaba hasta confundir la máscara y la persona; debía hacer que Scottie se enamorara de ella fingiendo que ella estaba enamorada de él y en realidad se enamoró. Lo real se vuelve ambiguo y ya resulta imposible distinguir lo fingido y lo verdadero. Y cobran especial relevancia aquellas palabras que Madeleine le dijo a Scottie antes de subir al campanario en la misión española -Si tú me amas, sabrás que yo te amé-, sobre todo ahora que sabemos que era Judy interpretando el papel de Madeleine. En realidad, fue Madeleine quien tomó posesión de Judy.
Si el tiempo es la materia misma del cine y el tiempo pesa en cada plano de Vértigo no podemos dejar de señalar algunas de las elipsis que Hitchcok usa para destilar el tiempo vivido y el tiempo recordado. Después de que Scottie salva a Madeleine de morir ahogada junto al Golden Gate, la vemos durmiendo en el cuarto de aquél, su ropa cuelga a secar en la cocina: la combinación, las medias, el sujetador, el vestido... Es decir, la ha desnudado para meterla en la cama, ha tenido el cuerpo de Madeleine para él, lo ha tocado, lo ha recorrido con la mirada. Cuando Madeleine sale de la habitación vestida con la bata de Scottie, el sueño se ha hecho carne. Más adelante, tras la revelación de Judy, cuando ésta salga de la habitación convertida en Madeleine, la carne se habrá sublimado en un sueño, el sueño de Scottie. Pero ese sueño ha sido antes memoria imborrable de Judy. Hablo de esa escena maravillosa en que Judy, después de romper la carta en la que (nos) confesaba que amaba a Scottie y que había sido cómplice de un asesinato, abre el armario y recorre con las manos los vestidos con los que interpretó el papel de Madeleine, y recuerda (con nosotros) los momentos vividos, hasta que se arrepiente, quizá porque ha gozado con el recuerdo, y oculta el traje de chaqueta gris en el fondo del armario (de la conciencia). A través de las imágenes penetramos en los procesos mentales de los personajes, he ahí la fuerza del cine de Hitchcock.
La película transita progresivamente hacia la noche a medida que Socottie se pierde en el laberinto del deseo, ese laberinto metaforizado en las calles de la ciudad que recorre en coche mientras sigue a Madeleine después del conato de suicidio para descubrir que es hasta su propia casa, la de Scottie, adonde se dirige. El deseo obsesivo es la fuerza y la debilidad de Socottie, de ahí emergerá la ironía trágica que cristaliza en la última escena de la película. La resurrección de Madeleine a través de Judy conmueve y duele. Nos conmueve por Scottie y nos duele por Judy. Cuando ella comete el error fatal de ponerse el collar de Carlota Valdés que le permite a Scottie descubrir el fraude, Judy simplemente renuncia a su identidad, porque sabe que él sólo la amará como Madeleine, no como carne real, sino como carne sublimada en sueño. Así que inmola su propia identidad anudando con el collar el último eslabón de la cadena trágica.
Las grandes películas nos reinventan como espectadores. Después de verlas, el cine es otra cosa. Nos enseñan a ver de otra manera. En la escuela de los domingos que son las películas aprendemos a sostener el espejo que nos devuelve un abismo que convierte el ojo en el pozo insondable de una mirada. Tan insondable que Vértigo es otra película cuando la vemos por segunda vez y tantas otras veces, porque entonces, a la luz de lo que ya sabemos, emerge el filme que interpreta Judy, porque desde el primer momento sabemos que está interpretando a Madeleine, e imaginamos cuál era la relación con el "director" que la obliga a interpretar el papel, y quizá la descubrimos más real cuando interpreta que cuando es. Después de la primera vez, Vértigo, a diferencia de tantas películas, se vuelve más misteriosa, porque estamos en condiciones de auscultar con la cámara de Hitchcock la gracia, el enigma y la vulnerabilidad que oculta la mujer del Hotel Empire.
25/4/10
25 de abril del 74 (y de siempre)
Aquel 25 de abril del 74, con los acordes de una canción en la voz de Zeca Afonso, Lisboa amaneció convertida en la capital del mundo para los hijos de la madrugada:
Somos filhos da madrugada
Pelas praias do mar nos vamos
À procura de quem nos traga
Verde oliva de flor nos ramos
Navegamos de vaga em vaga
Não soubemos de dor nem mágoa
Pelas praia do mar nos vamos
À procura da manhã clara
Lá do cimo de uma montanha
Acendemos uma fogueira
Para não se apagar a chama
Que dá vida na noite inteira
Mensageira pomba chamada
Mensageira da madrugada
Quando a noite vier que venha
Lá do cimo de uma montanha
Onde o vento cortou amarras
Largaremos pela noite fora
Onde há sempre uma boa estrela
Noite e dia ao romper da aurora
Vira a proa minha galera
Que a vitória já não espera
Fresca, brisa, moira encantada
Vira a proa da minha barca.
23/4/10
El látigo
En 2002 y 2003 Raúl Dans y yo escribimos casi cien escaletas y una docena de diálogos cada uno para una serie protagonizada por una veterinaria. Bueno, empezó protagonizándola una veterinaria, pero la actriz se fue -por su propio pie, nadie la echó- y entonces tomó el relevo su padre, o sea, el personaje del padre de la veterinaria, que también era veterinario pero estaba retirado, aunque, oportunamente cayó en la cuenta de que se sentía más vivo ejerciendo su profesión y vuelve al ejercicio de la veterinaria. Cada trece episodios Raúl y yo viajábamos hasta Lourenzá para encontrarnos con el veterinario de la comarca de Mondoñedo, la Miranda de Cunqueiro -la serie se titulaba precisamente Terra de Miranda-, para que durante la comida nos contara casos veterinarios con que armar las tramas profesionales de la temporada siguiente. El veterinario tenía la cualidad nada común de ponerse en nuestro lugar y nos surtía de casos y episodios de su experiencia profesional que permitían visualizarse con cierta facilidad. Debimos hacer seis o siete viajes a Lourenzá. Raúl siempre los emprendía de mala gana. Si por él fuera prescindiría de aquellos encuentros que nos venían al pelo. Pero tampoco era muy difícil que se olvidara del trámite que consideraba un engorro tirándole de algún hilo.
Recuerdo que durante uno de aquellos viajes me fue hablando de la estructura de A sangre fría, la novela de Truman Capote. Cómo la estructura de unos personajes y hechos reales trasformaba la materia de un reportaje en una novela, cómo el montaje en paralelo de la vida cotidiana de la familia que va a ser asesinada y del periplo de sus asesinos confluye setenta páginas después en el descubrimiento del crimen, la catástrofe provocada por el encuentro de dos mundos... Al volver de aquel viaje a Lourenzá anoté los brochazos con que Raúl iluminaba el entramado de A sangre fría y guardé las fichas dentro del primer ejemplar que tuve de la novela, el primer libro editado en aquella colección de bolsillo en tapa dura de CLUB Bruguera, que seguramente recordaréis y de la que ahora se cumplen 30 años.
Pero no están allí. Y bien que lo siento. Aparecerán cuando no las busque, como sucede siempre. Truman Capote escribió por lo menos la mitad de la novela en el sótano del nº 70 de la calle Willow en Brooklyn Heights. Donde había escrito Desayuno con diamantes. Hasta que el manuscrito de A sangre fría empezó a convertirse en una pesadilla, el infierno que, creo, acabó con el, con el escritor que era. Pero lentamente. De eso hablan hasta cierto punto las dos películas que hace unos años coincidieron casi simultáneamente en la cartelera.
Sí, eso es Blooklyn Heights. Adoro Brooklyn Heigts, es el único lugar de Nueva York donde se puede vivir, escribió Truman Capote. Ése es el sótano de la calle Willow donde escribió sus obras, quizá, más perdurables. Allí Truman Capote encontró un hogar, un lugar que canta en un texto de 1959, Una casa en Brooklyn Heights, que podéis leer en la antología -publicada en bolsillo por Quinteto- titulada Los perros ladran. Aunque debería matizar lo de "más perdurables" y, desde luego, no basta el "quizá". Porque qué bien escribía. Basta leer algunos de sus cuentos. O cualquiera de las piezas que componen Música para camaleones, cuánto disfruté con ellos, como Una adorable criatura, sobre Marilyn Monroe, quién si no, a la que Truman Capote prefería para encarnar a Holly Golightly (sí, también tengo debilidad por Marilyn y Raúl más de una vez se encarga que zaherirme recordando episodios olvidables de su biografía). Ya sé, Adelita, ya sé que en Desayuno con diamantes tú no imaginas a otra que no sea Audrey Hepburn, aunque tan adorable te parece Marilyn.
O su memorable Prefacio, toda una poética en forma de autobiografía literaria. Os dejo aquí sus tres primeros párrafos para celebrar este 23 de abril:
Mi vida, al menos como artista, puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y las bajas, los ciclos claramente definidos.
Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar claqué y hacer dibujos. Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.
Pero, por supuesto, yo no lo sabía. Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me habían referido esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal, ¡Y entonces cayó el látigo!
Recuerdo que durante uno de aquellos viajes me fue hablando de la estructura de A sangre fría, la novela de Truman Capote. Cómo la estructura de unos personajes y hechos reales trasformaba la materia de un reportaje en una novela, cómo el montaje en paralelo de la vida cotidiana de la familia que va a ser asesinada y del periplo de sus asesinos confluye setenta páginas después en el descubrimiento del crimen, la catástrofe provocada por el encuentro de dos mundos... Al volver de aquel viaje a Lourenzá anoté los brochazos con que Raúl iluminaba el entramado de A sangre fría y guardé las fichas dentro del primer ejemplar que tuve de la novela, el primer libro editado en aquella colección de bolsillo en tapa dura de CLUB Bruguera, que seguramente recordaréis y de la que ahora se cumplen 30 años.
Pero no están allí. Y bien que lo siento. Aparecerán cuando no las busque, como sucede siempre. Truman Capote escribió por lo menos la mitad de la novela en el sótano del nº 70 de la calle Willow en Brooklyn Heights. Donde había escrito Desayuno con diamantes. Hasta que el manuscrito de A sangre fría empezó a convertirse en una pesadilla, el infierno que, creo, acabó con el, con el escritor que era. Pero lentamente. De eso hablan hasta cierto punto las dos películas que hace unos años coincidieron casi simultáneamente en la cartelera.
Sí, eso es Blooklyn Heights. Adoro Brooklyn Heigts, es el único lugar de Nueva York donde se puede vivir, escribió Truman Capote. Ése es el sótano de la calle Willow donde escribió sus obras, quizá, más perdurables. Allí Truman Capote encontró un hogar, un lugar que canta en un texto de 1959, Una casa en Brooklyn Heights, que podéis leer en la antología -publicada en bolsillo por Quinteto- titulada Los perros ladran. Aunque debería matizar lo de "más perdurables" y, desde luego, no basta el "quizá". Porque qué bien escribía. Basta leer algunos de sus cuentos. O cualquiera de las piezas que componen Música para camaleones, cuánto disfruté con ellos, como Una adorable criatura, sobre Marilyn Monroe, quién si no, a la que Truman Capote prefería para encarnar a Holly Golightly (sí, también tengo debilidad por Marilyn y Raúl más de una vez se encarga que zaherirme recordando episodios olvidables de su biografía). Ya sé, Adelita, ya sé que en Desayuno con diamantes tú no imaginas a otra que no sea Audrey Hepburn, aunque tan adorable te parece Marilyn.
O su memorable Prefacio, toda una poética en forma de autobiografía literaria. Os dejo aquí sus tres primeros párrafos para celebrar este 23 de abril:
Mi vida, al menos como artista, puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y las bajas, los ciclos claramente definidos.
Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar claqué y hacer dibujos. Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.
Pero, por supuesto, yo no lo sabía. Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me habían referido esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal, ¡Y entonces cayó el látigo!
21/4/10
La aventura de la noche del eclipse
A veces ocurre que al ver una película se abre a través de sus imágenes un pasaje irresistible hacia otra u otras, hasta que una red tupida de significantes deviene un hipertexto, o un hiperfilme tramado a través de las relaciones articuladas entre un conjunto de películas, que tiende a ampliarse indefinidamente, como si la memoria fuera un montador insomne -creo que lo es- y compulsivo -creo que también- en el aquel cortar y pegar, de vertebrar el archivo del cine, como si se tratara de la memoria del mundo. Quizá el cine sea eso, si no la memoria del mundo, sí la memoria de un mundo. Una memoria que germina en el corazón de la oscuridad. En el corazón de las tinieblas, a veces. Una cinta de sueños animada por nuestra mirada. Pero cada tanto ese hilo de Ariadna -la cinta de sueños- que nos guía por el laberinto del mundo parece quebrarse y pareciera que el sentido mismo que el cine otorga a la existencia se desdibuja, se esfuma. Desaparece. Es la noche de la encrucijada, por nombrar la disyuntiva con una novela de Simenon y una película de Renoir que tanto me gustan. Es la aventura de la noche del eclipse, por cifrar una de las rupturas del cine moderno con un bucle que enhebra la trilogía de Antonioni a comienzos de los sesenta: La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962). Hablemos, pues, de La aventura, la película a la que me llevó la memoria -trama de fugas y desvíos- a través de un pasaje que se abrió recordando Psicosis.
Supongo que la apertura de ese pasaje tuvo mucho que ver con el visionado reciente de El grito (1957) que comenté hace quince días aunque no con la profundidad que merecía, porque en esa película tan bella presentimos ya el cine de Antonioni que cuajará en la trilogía mencionada.
Porque El grito muestra la aventura de la pasión de un obrero atravesado por una herida de amor incurable, que deambula por los paisajes neblinosos y desolados de la noche del alma, hasta que la imposibilidad de transparentar su propia angustia vuelve ininteligible el mundo y el eclipse del sentido de la existencia desertiza su intimidad. A través de la geometría de los encuadres de El grito, Antonioni cartografía el extrañamiento entre el hombre y el mundo, la incomunicación entre los seres, y la incertidumbre misma del sentido. Un extrañamiento que tantas veces me trae a la memoria las páginas de El extranjero de Albert Camus. Dicho de otra forma, Antonioni documenta la frágil condición de la verdad, que no reside en el sentido de las cosas y no puede tampoco certificarse a través de una cadena de causas. La realidad de las imágenes se vuelve enigmática y su contigüidad, por efecto del montaje, no verifica su certeza -acentúa la contingencia y no la causalidad de sus vínculos narrativos- sino que denota su ambigüedad, y aun ahonda su misterio.
Por así decir, la dramaturgia clásica no resulta suficiente para interpretar un mundo que se ha vuelto opaco, ni consigue iluminar el desasosiego íntimo de unos personajes que devienen figuras espectrales de un paisaje inhóspito, que en la trilogía que inaugura La aventura, tantas veces nos remite a esos cuadros de De Chirico.
El cine de Antonioni cabe visualizarse como un viaje río abajo desde el neorrealismo hasta desembocar en la modernidad cinematográfica. Resulta muy gráfico que, mientras rodaba Gentes del Po, su primera película, en la otra ribera del mismo río Visconti rodaba Obsessione -también su primera película, cuyo montador, al contemplar los rollos que le llegaban, calificó el estilo como "neorrealismo"- y que, en los mismos paisajes de la desembocadura del Po, anunciará con El grito la trilogía que constituye una encrucijada decisiva del cine moderno. La aventura, entonces.
Creo que debo señalar, antes de nada, que ni La aventura ni La noche ni El eclipse son películas fáciles, tampoco complacientes o cómodas. Son películas que representan sucesivos desvíos de la narrativa fílmica más o menos convencional, rupturas respecto al cine clásico, fugas por sendas de tránsito difícil. Y no me extraña nada que puedan resultar insatisfactorias o aburridas. Pero son obras de una innegable belleza y ésa es la razón primordial por la que uno puede animar a su contemplación. He de añadir, además, que siento debilidad por Monica Vitti, es una de mis actrices favoritas y la musa inspiradora de la trilogía -y de otras películas- de Antonioni. Es difícil imaginar el cine de Antonioni sin Mónica Vitti, como el de Rossellini sin Ingrid Bergman o el de Cassavetes sin Gena Rowlands. Me atrevería a afirmar que, sin el coraje y la entrega de Monica Vitti, quizá Antonioni no hubiera podido afrontar esa encrucijada radical.
Cada vez que trabajaba en un guión con Antonioni, antes o mientras escribíamos, inventábamos un juego, recuerda Tonino Guerra, el guionista -y poeta- que empezó su colaboración con Antonioni precisamente en La aventura; un juego, pongamos por caso, como el que improvisaron -una especie de rayuela- y que el director incluyó en una escena de La noche: el juego empieza como una ocupación maquinal y solitaria de Monica Vitti -inventa un espacio de juego consigo misma- y se transforma en un juego de seducción entre ella y Marcelo Mastroianni.
Podría decirse que los guiones de Antonioni y Tonino Guerra se incuban en una matriz de juegos, y así La aventura juega con las refrencias del thriller con vistas a extrañar al espectador a medida que la película frustra sus previsiones, como Hitchcok desbarataba las expectativas del público en Psicosis con el asesinato de la protagonista a mitad de película. Por así decir, Antonioni y Tonino Guerra juegan con las anticipaciones del espectador -derivadas de su memoria fílmica- para "obligarlo" a ver más tiempo del que están acostumbrados una misma escena (de ahí la sensación de aburrimiento) o a ver con más atención las imágenes que se suceden privadas del tradicional encadenamiento causal (de ahí la insatisfacción).
Durante los primeros 25', La aventura depliega los ingredientes de un triángulo: Anna (Lea Massari), su novio Sandro (Gabriele Ferzetti) y su amiga Claudia (Monica Vitti) que con un grupo de amigos se van en un yate hasta la isla Lisca Bianca, en el arcipiélago de las Lípari o las Eolias, en el mar Tirreno, al N. de Silicia. El triángulo -el juego amoroso (y cinematográfico) por excelencia- se establece desde los primeros compases de la película, en el primer encuentro (sexual) de Anna y Sandro en el apartamento de éste, después de un mes sin verse, vemos, a través de una ventana del dormitorio, a Claudia esperando en la plaza. En la cama, Sandro y Anna:
Sandro: ¿Cómo estás?
Anna: Mal.
Sandro: ¿Por qué?
Anna: Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué...
Anna pelea con Sandro, ríen, se besan. Claudia espera. Frente a la "plenitud"de los diálogos del modelo clásico, las palabras aquí suenan opacas y derivan la tensión de lo no dicho, o mejor, de aquello que son incapaces de decir, o sea, de verbalizar. Se pone de manifiesto una cierta imposibilidad de traducir sentimientos en palabras, aun cuando fuera para mentir. Existe una cesura irremediable entre la intimidad y el lenguaje. Estar frente a frente se vuelve un problema, el problema de la pareja que explota Antonioni en la trilogía. Pero quizá el factor de tensión clave del triángulo procede de que el encuentro amoroso acontece bajo el signo de la exclusión: Claudia, allá fuera, en la plaza. Una estructura que deviene la matriz misma de la película. Porque en el minuto 25, Anna desaparece en la isla. A partir de ese momento será Anna el elemento excluido del triángulo, mientras se desarrolla la historia de la nueva pareja, Claudia y Sandro. Pero las expectativas del público respecto a la trama detectivesca de la búsqueda de Anna y la resolución del enigma se verán completamente defraudadas. La acción se rarifica y la estructura se vuelve difusa.
La búsqueda de Anna deviene para Claudia y Sandro un pretexto para estar juntos, en un primer momento, pero pronto la culpa se evapora y hasta llegan a olvidarse de Anna, incluso su desaparición resulta un alivio y el episodio mismo llega a parecernos desgajado de la la historia de la pareja.
En realidad, Claudia y Sandro viven una odisea sentimental, incluso la película adopta los signos visuales de una road movie, sólo que los motivos permanecen opacos, la intimidad se vuelve intraducible y los sentimientos inexplicables, lo que importan son los movimientos que acercan o separan los cuerpos, la vibración fugaz que parece reunirlos en el campanario o en el hotel de Noto, el páramo de los tiempos muertos o el exceso de la mirada de Antonioni mientras espera un cambio de estado en la sensibilidad de los personajes. Una espera que nos permite advertir los movimientos íntimos de Monica Vitti -secretos aun para ella misma- en el aquel de rescatar, al menos, el rescoldo del amor entre los despojos de la aventura. Y si nos importa la deriva de Monica Vitti, entonces La aventura nos regala la experiencia de una belleza, dolorosa, es cierto, desoladora incluso, pero fascinante.
La aventura se rodó en el mismo archipiélago al que pertenece Stromboli, donde Rossellini rodó uno de los filmes primordiales del cine moderno. El equipo se instaló en la isla de Panarea que en aquel tiempo tenía 250 habitantes, sin electricidad, teléfono o agua caliente. Desde allí se trasladaban a Lisca Bianca, un islote deshabitado, para rodar las escenas de la isla. Durante la mayor parte del rodaje, tuvieron que moverse en un bote de remos que transportaba actores, técnicos, y material. El tiempo empeoraba y más de una vez estuvieron a punto de naufragar, incluso un día de mala mar el bote no pudo recogerlos y tuvieron que pasar la noche en Lisca Bianca. El yate, esencial en la película, llegó más tarde de lo previsto y sólo dispusieron de él diez días. La productora italiana los dejó tirados en Panarea, los víveres y el agua escaseaban, los técnicos llevaban semanas sin cobrar y trabajando en condiciones límite. Se declararon en huelga. Antonioni se quedó con los actores, el operador, el jefe de producción y un par de ayudantes para continuar el rodaje. Menos mal que llegó dinero de la parte francesa de la producción, gracias a que El grito fue un éxito en Francia.
Después de 50 años, podemos descubrir en La aventura una película que ha inspirado algunas de las obras más valiosas de nuestro tiempo. Citaré tres películas que transitan las sendas abiertas por la trilogía de Antonioni: In the mood for love de Wong Kar-Wai, Yi Yi de Edward Yang o Café Lumière de Hou Hsiao-hsien. Deudoras de la mirada de Antonioni.
Mientras escribía, recordé uno de los textos más conocidos de Vila-Matas, Mastroianni-sur-Mer, donde podemos leer: "Soy escritor porque vi a Mastroianni en La notte de Antonioni". Un texto que finge ser una conferencia sobre las difíciles relaciones entre la literatura y el cine, y que se pespunta con un homenaje al director de La notte y un tributo al escritor encarnado por Mastroianni en la película que le dice a Jeanne Moreau: Antes tenía ideas, ahora sólo tengo memoria. Y cuando releía el texto de Vila-Matas, vete a saber por qué recordé una foto donde vemos a Tarkovski, Antonioni y Tonino Guerra con indumentaria veraniega, incluso playera. Aquí os la dejo. Por el aquel de los pasajes.
Pero hubo un pasaje, ya lo anticipé, que se abrió entre La aventura y Psicosis que me llevó a Vértigo que me tiene absorto durante las fugas y desvíos que me puedo permitir. Y Vértigo da vértigo y uno debe debe tomar aliento y acercarse despacito. Y tendréis que esperar unos días.
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