16/9/10

La gravedad y la gracia

No penséis que os tengo abandonados ni que esta escuela me pesa. Sólo que no puedo venir tantas veces como quisiera, un rato todos los días para volver leve siquiera una hora. Pero hay temporadas que, si pasas buena parte del día pegado al portátil trabajando, se consume el fuego y, por mucho que uno sople, no consigue avivar las cenizas que devuelvan aquí levedad por gravedad. Así que ayer aproveché una tregua laboral de un par de horas después de comer y recurrí a The Band Wagon de Vincente Minnelli, una película de 1953 que por estos pagos titularon, vete a saber por qué, Melodías de Broadway 1955. Como quien echa mano de un elixir para elevarse unos cuantos centímetros por encima del suelo, o de la realidad, y redimir la gravedad por obra de la gracia. Del cine. Musical, para más señas.


Si Hollywood fue -¿es?-, como lo definió Ilya Ehrenburg, la fábrica de sueños, creo que los mejores musicales son los sueños -de Hollywood- por excelencia. Lo confieso, hubo dos géneros que tardaron décadas en conquistarme: las películas de dibujos animados y los musicales. Con excepciones. Pongamos por caso Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941) y Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952). Sería prolijo desgranar los reparos, manías o cuestiones de lenguaje -cinematográfico- que me separaban de algunas obras maravillosas. Pero en estos últimos diez años han caído todos los muros y se han evaporados todas las resistencias que me impedían disfrutarlas. Ya he dado alguna prueba aquí respecto a las películas de animación. Sobre los musicales baste decir que han llegado a derretirme películas como Dinero caído del cielo (Herbert Ross, 1981) quizá el último gran musical producido en Hollywood, pero también una película como Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964), donde los diálogos no se dicen sino que se cantan. En fin, que he rendido mis últimas posiciones.


Elegí ver The Band Wagon porque lleva dentro mi escena de baile favorita de toda la historia del cine, Dancing in the Dark, también era la favorita de Cyd Charisse -su protagonista con Fred Astaire-, la actriz que mejor haya bailado en una pantalla, y ambos quizá la mejor pareja de cine musical. Tanto me gusta que me cuesta resistir la tentación de parar la película, retroceder y ver esa escena una y otra vez. Es lo que hice por la noche.


Bueno, también volví a ver Girl Hunt, una secuencia escrita por el propio Minnelli, porque a esas alturas del rodaje los guionistas -el matrimonio formado por Betty Comden y Adolph Green- estaban de vuelta en Nueva York, un ballet inspirado en las novelas -pulp- de Mickey Spillane


que el cineasta tramó con humor para integrar algunos motivos musicales de Howard Dietz y Arthur Schwartz, adaptados por Roger Edens y coreografiados por Michael Kidd, y en el curso del ballet Cyd Charisse se va metamorfoseando de rubia en morena al compás de la investigación del detective Rod Riley encarnado por Fred Astaire: Era malvada, era peligrosa. No confiaba en ella ni para ir hasta la esquina... Pero era mi tipo.


Si Cantando bajo la lluvia, es una película sobre el cine -y más concretamente sobre la transición del cine mudo al sonoro-, The Band Wagon se adentra en el montaje de un musical de Broadway. Ambas películas fueron producidas por Arthur Freed, que dirigía la división de musicales de la MGM, y escritas por Betty Comden y Adolph Green que, en ambos casos apañaron los guiones a partir de un repertorio de canciones previo; en Cantando bajo la lluvia partieron de canciones del propio Arthur Freed y Nacio Herb Brown, y en The Band Wagon enhebraron temas de los años 30 de Dietz y Schwartz, autores del musical del mismo título estrenado en Broadway en 1931, protagonizado por Fred Astaire y su hermana Adele, pero escribieron That's Entertaiment expresamente para la película y se convirtió en un verdadero himno del mundo del espectáculo: Todo lo que sucede en la vida/ puede suceder en un escenario./ Puedes hacerles reir,/ puedes hacerles llorar./ Todo puede funcionar./ El payaso al que se le caen los pantalones/ o el baile que es un sueño romántico/... Eso es espectáculo.


En su autobiografía -Recuerdo muy bien-, Minnelli asegura que discutió cada línea del guión con Betty Comden y Adolph Green, que escribieron adaptándose a los decorados y al casting a medida que se iban definiendo, así incorporaron muchos detalles de su propia experiencia en Broadway -Oscar Levant y Nanette Fabray encarnan a un matrimonio de escritores, trasuntos de los propios guionistas- y en el personaje de Toby Hunter tomaban cuerpo rasgos de la trayectoria del propio Fred Astaire que lo interpretaba, como su preocupación porque Cyd Charisse fuera -que lo era- demasiado alta para él. Podría hablarse de una cierta continuidad -documental- entre el mundo de Broadway y su representación en The Band Wagon, y una cierta contigüidad entre el mundo filmado y el mundo vivido tras la cámara, sin olvidar aquello de que "el espectáculo debe continuar". Porque la producción de la película, como el propio Fausto en clave musical que intentan montar los personajes de The Band Wagon, no fue un camino de rosas.


La proverbial inseguridad y la pulsión perfeccionista de Fred Astaire, la insoportable actitud cobarde y cruel de Oscar Levant que siempre culpaba a Nanette Fabray de sus propios errores en las tomas, la soledad de Cyd Charisse apenas confortada por su propia maestría y la devoción profesional de Minnelli, los problemas dentales que laceraban al elegante y encantador Jack Buchanan, el primor con que se entregaban a la creación el cineasta y sus colaboradores, en particular Oliver Smith al que Minnelli encargó de supervisar la "teatralidad" de la escenografía, los decorados y el vestuario de los números musicales, o el director de fotografía George Folsey al que el departamento de producción sustituyó por Harry Jackson al considerar que era demasiado lento....

Cyd Charisse y Vincente Minnelli
en el rodaje de
The Band Wagon


Seis semanas de ensayos y un rodaje que se demoraba más allá de las previsiones acabaron por poner de los nervios a los productores. En su autobiografía, Minnelli reconoce que el despido de Folsey era un reproche a su propio trabajo como director, porque siempre se tomó su tiempo para permitir que cuajara su visión.

No vamos a descubrir a Minnelli. Cuando le encargan The Band Wagon, acaba de rodar Cautivos del mal (1952), quizá la mejor película que se haya hecho nunca sobre el mundo del cine, de la que ya hablé aquí -y más que debería haber hablado-, y además dirige, sólo por citar las que prefiero, El pirata (1947), El padre de la novia (1950), Brigadoon (1954) -otra vez Cyd Charisse-, Como un torrente (1959) y Dos semanas en otra ciudad (1962). Pero sí conviene precisar algunas claves de su cine. La puesta en escena de Minnelli destila en cada película una pasión secreta, tan embridada que pareciera a punto de desbocarse, y cada escena trasmite la impresión de que todo cuanto contiene acabará por reventar las costuras, como si el tejido apenas pudiera sujetar tanta energía concentrada. Y ese efecto de compresión es un producto de la radicalidad de la paleta y, al mismo tiempo, de la economía en su mostración, que dan como resultado una deslumbrante eficacia plástica. Minnelli lo explicaba así: Cien detalles escondidos es lo que convierte una película en algo inolvidable.


Basta recordar -y no requiere el menor esfuerzo- el vestido negro con guantes verdes o el amarillo con complementos rojos o el rojo imposible y guantes negros o la falda blanca plisada y con vuelo -obras de Mary Ann Nyberg- que luce Cyd Charisse, las composiciones cromáticas con negros, verdes, rojos y amarillos que despliega en The Band Wagon.


O como en el número de Shine On Your Shoes que baila Fred Astaire con Leroy Daniels, un verdadero limpiabotas, o en el maravilloso Dancing in the Dark, Minnelli apenas necesita seis planos de dolly en cada uno, con cortes casi invibles, para orquestar y permitir que fluya toda la emoción que destilan las escenas.


Cuando veo bailar a Cyd Charisse y Fred Astaire en una noche artificial y en un Central Park de cartón piedra no puedo imaginar nada más verdadero y me embarga algo muy parecido a la felicidad. Bajan del carruaje, caminan emsimismados, pasan entre las parejas que bailan abrazadas, deambulan hasta un claro en el parque...


Y entonces encuentran un lenguaje común, un alfabeto no verbal, ya no son un hombre y una mujer sujetos a la gravedad -ésa que nos ancla en tierra- sino una pareja que fluye en una corriente que los atraviesa, que va y viene más allá y más acá de ellos, pero que en ellos dibuja los movimientos de dos almas en trance con la más exquisita delicadeza, pura levedad y gracia. Y cuando llegan a las escaleras quién no se imagina -porque ya es lo único que les queda- que van a abandonarnos aquí abajo con una caligrafía de pájaros en la noche. Pero no, sabiéndose leves, por qué no difrutar de la gravedad en la planta de unos pies que podrían volar. Eché mano del título de una obra de Simone Weil para esta entrada, porque no imagino nada más justo para evocar una danza de Cyd Charisse y Fred Astaire que la conjugación de la gravedad y la gracia. Eso y un silencio conmovido por tanta belleza, y porque parece un milagro que alguien consiguiera fijarla en unos metros de celuloide.

8/9/10

El amor se mueve rapidísimo

John Cassavetes

El cine es un oficio, pero algunos cineastas borran las fronteras entre rodar y vivir, y convierten el cine en el oficio de vivir. Vivir como se rueda y rodar como se vive. La película que se vive es la película que se hace. Ya hablé aquí de la otra película que se vive al otro lado de la cámara de la película que vemos, pero cabría remontarse hasta los tiempos del cine mudo y desde luego hasta los tiempos de la comedia loca de La Cava o McCarey a propósito de esa estimulante y gloriosa transfusión de vida y cine. Cassavetes quizá fue el primer cineasta en el que cuajó esa identidad entre vivir y rodar que nutre una de la vertientes más radicales y arrebatadas del cine moderno: rodaba como vivía y rodar era su forma de vivir.

Cassavetes y Gena Rowlands

Entiéndase lo de rodar y vivir en un sentido extenso y profundo, porque Cassavetes rodaba con su mujer -Gena Rowlands- y con sus amigos -actores y técnicos, técnicos que a veces hacían pequeños papeles y actores que a veces ayudaban en la producción o en la iluminación o llevaban la cámara-, rodaba en su casa que era un plató y montaba en el garaje que era su sala de edición. Cassavettes hacía las películas en familia -en una comunidad donde el trabajo se tejía en el tapiz de la vida- y, como no llegaba el dinero que ganaban Gena y él actuando en películas comerciales o series de televisión, empeñaban la casa para producirlas.

Cassavetes y Gena Rowlands

Digamos que hacer sus películas era una extensión de su vida conyugal y era una forma -la mejor forma- que tenía Cassavetes de estar con la gente que quería. La mejor forma de vivir. En ese sentido -literal- podría decirse que buena parte de sus películas son películas caseras. La forma que vemos en la pantalla documenta en buena medida la forma que se vivió en el rodaje.

John Cassavetes y Gena Rowlands
en Corrientes de amor

Que la última película de Gena y John se titule Corrientes de amor (1984) resulta casi un epitafio que define su vida y su cine, que lo define como hombre y como cineasta. Amaba a Gena, a Seymour Cassel, a Al Ruban -director de fotografía, productor y/o montador de Faces, Opening Night y Love Streams-; amaba la vida. Y amaba el cine. De todas las formas. "Di lo que eres. No lo que quisieras ser. No lo que tienes que ser. Simplemente lo que eres. Y lo que eres es bastante bueno." Era su consejo a los jóvenes cineastas. Era su forma de hacer películas. Era la forma de sus películas.



He insistido tanto en la forma porque, cuando se habla -qué poco se habla, por cierto- del cine de Cassavetes, se insiste en sus rasgos emocionales, en el aquel de psicodrama que desprenden algunas de sus películas -pongamos por caso Una mujer bajo la influencia (1975)-, en la naturalidad -y aun espontaneidad- de sus interpretaciones, en el aire de improvisación que transparentan -por (muy) escritas que estuvieran (que lo estaban)- o subrayan su filmografía como el paradigma de cine independiente.


Y sin embargo el cine de Cassavetes es, sobre todo, un laboratorio de formas, como el apartamento de Gena Rowlands en Opening Night, mas que un hogar es un laboratorio para explorar las máscaras de la identidad, una investigación de alto riesgo, como toda su obra; cada una de sus películas plantea preguntas cardinales sobre la vida que le exigen una representación urgente que debe ser experimentada a través de la artesanía de una película.


Amor, soledad, parejas, desesperación, vacío, desamor, maridos, mujeres, hermanos, padres, hijos, intimidad y tiempo. Y dolor, porque las películas de Cassavetes siempre duelen. Quizá por eso las amamos tanto. He ahí los ingredientes con que cocina sus filmes hasta el desgarro. Como en Faces (1968) donde el celuloide se hace carne, donde cada rostro deviene gesto fílmico en el aquel de convertirse en mancha, el gesto de atrapar la vida que fluye, en el momento en que se hace cuerpo en la figura de un personaje, forma sensible que se manifiesta en una vibración, en una torsión, en un escorzo.




La forma fílmica cuaja en Faces en la aprehensión del grano, de la textura, de la luz en el instante en que se inscribe en un rostro y se convierte en una sensación táctil, hasta que el cuerpo mismo se funde con la materia de la imagen y lo contemplamos como pura piel de cine. Por eso cada plano de Faces está impregnado por la sensación de verdad urgente, de tiempo presente y fugitivo, y atravesado por el arrebato de capturar el movimiento en el calor del instante.

En una escena de Opening Night (1978), Gena Rowlands le dice a John Cassavetes: "El amor se mueve rapidísimo, ¿no?" Esa réplica casi podía definir el estilo del cineasta: atrapar el vértigo de los gestos, de los rostros, de los cuerpos, como si las imágenes penaran en el tiempo bajo peligro mortal de desaparición.


Si Faces puede verse como una investigación sobre la representación fílmica de los rostros y aun del rostro como paisaje, en The Killing of a Chinesse Bookie (1978 ) Cassavetes explora el espacio como si se tratara de pura sensación, un laberinto en el que los cuerpos pierden densidad y las formas definición.


Y alguien definió Love Streams como un magnífico ballet de sombras azules, marrones, amarillas y doradas.


Y cómo no ver en Gloria (1980) la exploración de Cassavetes sobre todas las posibilidades de atracción y rechazo de los cuerpos, otra de las líneas de investigación más queridas por el cineasta y que atraviesan toda su filmografía.


En cada película, Cassavetes empezaba de nuevo. Por decirlo en palabras de Adrian Martin, cada una de sus películas es un planeta hermoso, singular y extraño con sus propias reglas secretas y líneas de fuerza escondidas.


O por volver al aquel de habitar una película de la entrada anterior, cada filme de Cassavetes es una casa familiar, a veces incluso un hogar alborotado cuyo espectáculo podríamos presenciar desde la calle, pero basta un poco atención para advertir que, en realidad, nos encontramos dentro de un laberinto cuyo mapa nunca acabamos de trazar, con rincones que se resisten a ser explorados, una red de lugares donde algún personaje busca desesperadamente un momento de paz.


Por eso, no puede extrañarnos que Cassavetes sea un héroe de los cineastas independientes, pero ya se entiende menos que se vea su filmografía como un paradigma, porque, digámoslo ya, no hay nadie como Cassavetes. Entre otras cosas, porque es muy difícil hacer una película como las suyas, exige mucha dedicación, compromiso y desnudez; pasión, paciencia y perseverancia; una comunidad de afectos, entrega y trabajo. Y mucha vida destilada en celuloide. Al fin y al cabo el cine era su oficio de vivir.

Rodaje de Una mujer bajo la influencia

Y claro, tampoco es un asunto menor contar con Gena Rowlands, una de las grandes actrices de estos últimos cincuenta años. Y viceversa, qué suerte tuvo Gena de ser dirigida por John.

En Gloria, el niño le declara a Gena Rowlands: "Eres mi madre, mi padre, eres toda mi familia. Incluso eres mi amiga, Gloria. Eres mi novia también". Cómo no imaginar esas palabras en boca de Cassavetes. Como si fueran sus últimas palabras.

Cassavetes en el rodaje
de
Shadows (1959),
su primera película

6/9/10

Extraños en casa


Una película (que quiero ver) es como una casa. Una casa en la que quiero entrar. A veces, la casa tiene las puertas abiertas y no cuesta ningún trabajo poner los pies en ella, además resulta muy fácil orientarse y al rato me siento como en casa, en mi casa. Otras veces, la casa tiene la puerta cerrada, llamo y nada, doy un rodeo, pero hasta las ventanas, además de cerradas, tienen las contras entornadas y apenas si puedo entrever qué hay dentro. Entonces descubro que en la fachada posterior hay un ventanuco abierto y, al fin, puedo aventurarme en la casa, pero como si uno fuera un ladrón o un espía. Soy muy consciente de que esta casa no es mi casa. Estoy en la casa de otro. Y muy probablemente encuentre alguna habitación clausurada e inaccesible. Pero quizá al cabo de un tiempo descubra que esa casa también es mi casa, sólo que la he visto como si fuera la primera vez, porque tuve que entrar en ella como si fuera un extraño.

Unos días después vuelvo a la primera casa y sigue con las puertas abiertas y vuelvo a sentirme como en casa, pero al poco rato descubro que la familiaridad me había impedido ver bien, es decir, que la familiaridad misma me ha impedido ver lo que tenía delante de los ojos, oculto de tan claro que estaba. Así que la vuelvo a ver como si fuera la primera vez, porque antes no he visto bien. Es decir, me convierto en un extraño para prestar atención y descubrir qué se oculta en la luz.

Una semana más tarde vuelvo a la segunda casa y sigue cerrada. Entonces, sin perder tiempo, entro por el ventanuco. Me oriento en las sombras y esta vez encuentro una llave en un cajón. Recuerdo la habitación clausurada, pruebo, pero no abre. Pruebo en otras puertas. Nada. Devuelvo la llave al cajón. De pronto, escucho pasos. Hay alguien más dentro de la casa. Me oculto. Escucho abrir un cajón. Aparece una mujer con la llave en la mano y echa a andar. La sigo. Vuelvo a ser un extraño.

Cualquier película que merezca ese nombre convierte lo familiar en misterioso, a veces facilitándonos el camino y poniéndolo todo a la vista, a veces forzándonos a que nos las ingeniemos para entrar. Cualquier película que merezca ese nombre exige la experiencia de ver otra vez. Se nos resiste. Nos extraña. Para que veamos con toda atención lo que se nos muestra. Para que pongamos los cinco sentidos. Para que veamos más.

Cualquier película que merezca ese nombre nos propone una forma de habitar la casa del cine. Como si fuera la primera vez. Como extraños en casa.


(Ilustración: El imperio de las luces de René Magritte)

3/9/10

El misterio de la belleza perdida

Acabo de ver Amanecer una vez más. Cuando la veo, una de dos, o me subleva o me consuela. Me subleva que hayamos aprendido tan poco de Murnau. Me consuela su belleza intacta, la huella perdurable de los poderes del cine. Me subleva cómo se malbarata cada día la herencia de Murnau. Me consuela la esperanza, porque el arte es lo que renace de aquello que ha ardido, aunque la luz de aquel Amanecer a veces parece apagarse. Me subleva el olvido de Murnau. Me consuela conservar aquí, por precario que sea este refugio, la memoria de Amanecer al abrigo del tiempo.

Tras ver los copiones de Amanecer en 1927, John Ford creía que era la mejor película que se había hecho y que pasarían por lo menos diez años para que se hiciera una película mejor. Pues bien, se equivocó. Pasaron más de ochenta y nadie puede decir que se haya hecho una película mejor que la de Murnau. Podríamos discutir aquéllas que puedan compartir con Amanecer el retablo del altar mayor del cine.


Murnau murió en Hollywood el 11 de marzo de 1931. Tenía 42 años. Había nacido en Bielefeld (Alemania) el mismo día que el cine sólo que siete años antes, el 28 de diciembre de 1888, el día de los inocentes. Toda una premonición. Su madre se llamaba Otilia, como la mía. Empezó a dirigir en 1919, en la alborada del gran cine alemán de los años veinte que contribuyó a crear con cineastas como Fritz Lang, guionistas como Carl Mayer, directores de fotografía como Karl Freund o directores artísticos como Rochus Gliese. Rodó 21 películas, de las que sólo se conservan 12 y algunos fragmentos de Satanás (1920).


En el verano de 1921 rodó Nosferatu (1922), una adaptación del Drácula de Bram Stoker que le había encargado Prana Film una productora creada por el pintor Albin Grau -figurinista, decorador y autor de los carteles originales de la película- y un grupo de amigos aficionados al ocultismo y miembros de una logia esotérica de Berlín, y que fue presentada como la primera película ocultista.

Como no pagaron los derechos de la novela, la viuda del novelista le puso un pleito a la productora y el fallo del juez fue terminante: el negativo y las copias de Nosferatu debían ser destruidos. Los dioses lares del cine le fueron propicios a Murnau y alguna copia se salvó de la masacre.


Aún recuerdo la emoción con que Víctor Erice nos hablaba de algunas escenas de Nosferatu, en su boca aquel intertítulo -Cuando cruzaron el puente, las sombras acudieron a su encuentro- representaban casi un retrato íntimo y uno advertía en El espíritu de la colmena el eco de los latidos del cine de Murnau, hasta el punto en que Erice devenía su heredero en esta tierra, uno de los contados cineastas que hace honor en cada película a la herencia de Amanecer y en cuya obra -una filmografía tan breve como esencial- renace el arte que arde en el cine de Murnau.


Pero fue El último (1924) -con guión de Carl Mayer y dirección de fotografía de Karl Freund- la película que deslumbró a los directivos de los estudios de Hollywood cuando la vieron en Nueva York, y la que llevó a William Fox a contratar a Murnau y darle carta blanca para rodar en América "una película europea" en la que aplicara y desarrollara la nueva concepción del cine que anidaba en aquella película que ninguno de los magnates comprendía cómo se había hecho, y además no tenía intertítulos: El último era una película puramente visual con la partitura de Giuseppe Becce.

Karl Freund, en la cámara, Murnau
y Emil Jannings en el rodaje de El último

Una concepción puramente visual desde el guión de Carl Mayer que describía con detalle los movimientos de cámara y la acción, un texto combustible que inspiró una nueva concepción del espacio y el tiempo cinematográficos a través de la cámara -liberada, desencadenada- de Karl Freund que volaba colgada de un puente deslizante o la llevaba él mismo en una bicicleta a través del vestíbulo del hotel o bajaba con ella en un ascensor o se la ataba al pecho con unas correas.

Karl Freund, con la cámara sujeta al pecho,
en el rodaje de El último

Diríase que la cámara no sólo penetraba en los decorados o acompañaba al protagonista, sino que penetraba en el alma del portero del hotel degradado. El espectador no sólo veía la acción, sino que vivía el espacio fílmico en el curso del tiempo, y la cámara devenía un instrumento de revelación de lo invisible a través de lo visible; más que una herramienta óptica, un detector de los movimientos del alma.

La última película que rueda en Alemania es el Fausto, que tanto le gusta a nuestro hijo y a la que Eric Rohmer le dedicó una tesis doctoral, La organización del espacio en el "Fausto" de Murnau. Era un proyecto soñado por Murnau, una película pictórica o una suerte de pintura en movimiento, donde cada encuadre remitía a obras de Böcklin, Rembrandt, Munch o Friedrich. El Fausto fue un regalo para Murnau, ya que, en principio, era una película que Erich Pommer, el patrón de la UFA, había destinado a otro director. Se rodó a lo largo de seis meses y se distribuyó con gran éxito en EEUU. Así como suena, con gran éxito. Si contemplamos el actual estado de las cosas, no es de extrañar que Godard en sus Histoire(s) du cinéma, hable del cine en términos elegíacos y, cuando evoca películas como la de Murnau, trae a la memoria la rosa amarilla de Dante en el Paraíso, la cifra frágil de la resistencia del arte frente al olvido de la promesa del cine.


En junio de 1926, tras acabar el rodaje de Fausto, Murnau embarca hacia Nueva York. Va camino de Hollywood para rodar Sunrise, su primera película americana. Carl Mayer escribió el guión -con muy pocos intertítulos- sin moverse de Alemania, Rochus Gliese construyó los decorados del pueblo junto al lago, la plaza de la ciudad y el Luna Park mediante falsas pespectivas, y hubo que diseñar los artilugios necesarios para llevar a cabo movimientos de cámara más complejos aún que los desplegados en El último, como el movimiento de cámara por la ribera del lago acompañando al protagonista (George O'Brien), bajo el peso de la culpa, hacia los brazos de la mujer de la ciudad (Margaret Livingstone) que pasa las vacaciones de verano en la aldea;



o los travellings siguiendo al protagonista y su mujer (Janet Gaynor) en medio del torbellino de tráfico de la ciudad.


William Fox apremió -aunque no creo que hiciera falta- a los directores que tenía bajo contrato -John Ford (un heredero con mayúsculas del cine de Murnau), Frank Borzage o Howard Hawks- para que estuvieran presentes en el rodaje de Amanecer y aprendieran las nuevas técnicas europeas. Cosas veredes. Nada más acabar el rodaje, Frank Borzage rodó El séptimo cielo y John Ford Cuatro hijos, ambas en 1927, en los mismos decorados y aprovechando las mismas instalaciones de Rochus Gliese.





Si se considera que el cine es un arte narrativo o la materialización audiovisual de una dramaturgia, Amanecer puede verse como una obra estimable, incluso como una gran película, pero si entendemos el cine como un arte plástico entonces no podemos ver Amanecer sino como una obra admirable o, dicho con palabras de Bénard da Costa, el filme más bello del mundo. O si pensamos que el cine es un arte del montaje o, dicho con palabras de Godard, si el cine significa ver dos veces, Amanecer es el cine, nuestra escuela de los domingos.


Amanecer es un poema amoroso en el que transitamos un itinerario amojonado por la culpa, la expiación y la redención, y en el curso del viaje el hombre y la mujer vuelven a descubrir el amor y a descubrirse, un amor amenazado por una vamp -o serpiente en el paraíso-, que tienta a su amante con la promesa de la ciudad -un nuevo mundo, otro mundo- si se libra de su mujer ahogándola en el lago. Una tentación que acompaña el intertítulo correspondiente a la frase de Margaret Livingstone -las palabras mismas se ahogan en el lago- y que persigue a Geoge O'Brien hasta el hogar familiar, reviviendo mediante una bellísima sobreimpresión.


Un poema amoroso conjugado en términos de conflictos plásticos: entre la luz y la sombra, entre la noche y el día -la mujer lunar y la mujer solar-, entre ritmos de tensión y calma, ruido y silencio, movimiento y quietud. Por eso, Murnau concibe Amanecer como un juego de correspondencias, donde las mismas escenas, gracias a la planificación, los movimientos de cámara y la puesta en pantalla -como instrumentos de un juego de contrastes de valores plásticos- cobran para nosotros un nuevo significado. Porque, por así decir, Murnau nos las mostró dos veces. Dicho de otra forma, el significado de una escena cuaja sobre la reminiscencia de una escena anterior muy parecida y del choque entre ambas surge la escena fílmica -el fragmento de Amanecer- que cobra vida en el cine interior de cada espectador.


El matrimonio -George O'Brien y Janet Gaynor- llega a la ciudad, cada uno ensimismado en sus sentimientos -ella, miedo; él, culpa- y están a punto de ser atropellados; cuando ya se han reconciliado, vuelven a cruzar la calle y otra vez están a punto de ser atropellados, porque ahora caminan ensimismados el uno en el otro. Un sentimiento, esta vez de felicidad, reforzado porque, mientras los seguimos con el travelling, de pronto la ciudad desaparece y nos encontramos en un paisaje idílico en el campo, un plano especialmente significativo porque nos trae a la memoria otro plano simétrico en el que George O'Brien y Margaret Livingston veían aparecer la ciudad de una forma similar. La ciudad como promesa de felicidad / El campo como promesa de felicidad.


Cuando el matrimonio coge el tranvía de vuelta a la aldea, la escena cobra significado sobre el recuerdo de la vez anterior, cuando ella cogió el tranvía huyendo de su marido al comprobar que la quería asesinar, en un bello movimiento de cámara que une el bosque con el tranvía que entra en campo de forma sorprendente y anuncia (la promesa de) la ciudad. Y, claro, no podemos dejar de mencionar el viaje en barca cruzando el lago de regreso a casa, simétrica con la escena en que ella descubrió las intenciones de su marido, ahora la gavilla de juncos que él había preparado para salvarse significará la salvación de su mujer cuando se desate la tormenta. Vale la pena subrayar que la tormenta meteorológica rima con la tormenta interior que vivía George O'Brien cuando quería matar a su mujer.


Uno de los más bellos momentos de Amanecer, tantas veces citado -o plagiado-, es aquél en que George O'Brien y Janet Gaynor entran en la iglesia donde se va a celebrar una boda y la escena transita entre la expiación y el perdón para convertirse en su propia boda y en el pórtico de un mutuo redescubrimiento, de tal forma que a nosotros, espectadores, nos es dado asistir al enamoramiento de la pareja como si fuera la primera vez y acompañarlos a la luna de miel -en el Luna Park- que, quizá, nunca tuvieron. Porque Amanecer -iluminada por los directores de fotografía Charles Rosher y Karl Struss- es también la película sobre un milagro, algo que sólo está al alcance de los poetas. Y Murnau era un poeta del cine.


El idilio entre Hollywood y Murnau se acabó con Amanecer. La película representó un éxito de crítica y público, pero no fue un gran negocio debido a los costes de producción. Aún hizo dos películas más para la Fox. Los cuatro diablos (1928) se ha perdido, era una película sobre el mundo del circo que le apetecía mucho a Murnau, y por las críticas podemos imaginar que se trataba de una gran película; y El pan nuestro de cada día, que acabó titulándose City Girl (1929), fue remontada por el estudio inluyendo escenas que no había rodado Murnau. El cineasta acabó asqueado del sistema de producción de Hollywood y montó con Robert Flaherty una productora independiente con la que hicieron Tabú (1931). Murnau murió unos días antes del estreno.


Hermann Broch en La muerte de Virgilio evoca la agonía del poeta con el anhelo del retorno al país natal, a un mundo donde nada era mudo para los mudos ojos de un niño y en el que todo era una nueva creación. Cuando Murnau muere, el cine, en palabras de Godard, es un arte en estado de infancia, con todas las posibilidades ante sí, y contemplar las películas de Murnau representa el tiempo recobrado de una belleza perdida, la inocencia del cine, ni un oficio ni una técnica, un misterio.