30/11/12

Un cocodrilo melancólico


Desde hace dos semanas, a poco que me deje ir, me veo rememorando escenas de Tabú, volviendo a ese río de cine memorioso donde se mueve silente un cocodrilo melancólico. Quizá porque la película de Miguel Gomes contagia la pasión de contar, la fruición de la ficción, con tanto amor y humor como ninguna otra que uno haya visto en lo que va de año, y aun en años. Quizá por eso suscita el deseo de hablarla, de paladearla, o sea, de palabrearla. Otra vez. Y una vez más.


Tabú es una casa de cine -en un hermoso blanco y negro (obra del director de fotografía Rui Poças)- con sus puertas y ventanas, y depende por donde entres te encuentras con una película lírica o misteriosa, dolorosa o alegre, triste o romántica. Así de generoso es Miguel Gomes. De hecho, le conté Tabú a Ángeles en distintas versiones,  mientras (ella) preparaba un cabracho al horno (yo soy un mero pinche de cocina) o durante un viaje a Tui o paseando por la Alameda de Santiago antes de una sesión continua: primero, Heaven´s Gate (1980) de Michael Cimino, la reciente versión restaurada de final cut del director, una película de casi tres horas y media; luego el tiempo justo para tomar un refrigerio y unos cafés en  el bar de al lado; y otra vez a la sala para ver Amour (2012) de Michael Haneke, un filme de poco más de dos horas. En fin, casi seis horas de cine. Una maratón a nuestra edad. Dos películas que no pueden estar más alejadas de Tabú, ni más alejadas entre sí; en las antípodas, vamos. Pero vuelvo a Tabú casi empujado por la mirada de otro cocodrilo, que Herzog nos lleva a compartir en los últimos compases de La cueva de los sueños olvidados (y no diré más sobre ese cocodrilo atómico).

Miguel Gomes

Miguel Gomes conjuga en Tabú (2012) dos pasiones -el amor por el cine y el amor por las historias- atravesadas por el tiempo y la memoria, tiempo destilado por la memoria del cine -del Tabú (1931) de Murnau, desde luego, pero también del cine clásico de aventuras y aun de los folletines que se remontan a Feuillade- y la memoria de lo perdido que se desprende de las historias -de las vidas de novela y de las novelas de la vida- en el curso del tiempo. En cada corte del Tabú de Miguel Gomes asoma una mirada preñada de humor y herida por la melancolía. La mirada de un cocodrilo que lo ha visto todo -testigo inmemorial de tantos amores perdidos- y al que acabamos mirando casi como un trasunto silente del propio cineasta.


Ahora conviene apuntar que la película -tal como Aquele querido mes de agosto, el filme anterior de Miguel Gomes- se estructura en dos partes: la primera, una historia de soledad, en el presente, en Lisboa, y en torno a Pilar (Teresa Madruga), una mujer que encuentra en el cine el último refugio a su íntimo desamparo; y sus vecinas, Aurora (Laura Soveral), una anciana fantasiosa y ludópata -y aquejada ya de demencia senil-, y quien la cuida, Santa (Isabel Cardoso), una criada de origen africano.


Esta primera parte del díptico, rodada en 35mm, lleva por título "Paraíso perdido", un segmento despojado, con las emociones represadas y tonalidades de fado calmo y sombrío, iluminado por vislumbres de humor leve y melancólico, donde apenas hay música (salvo en las películas que ve Pilar) y las huellas de África cobran visos kitsch, como la escultura de una jirafa en un parque o la selva del centro comercial adonde Pilar y Santa van a tomar un café, después del entierro de Aurora -un  nombre que remite al barco del Tabú de Murnau, pero también el título de otra de sus obras maestras, quizá su obra cumbre, Sunrise, que aquí se tituló Amanecer-, acompañadas por Ventura (Henrique Espírito Santo) -otro nombre con resonancias cinéfilas: el protagonista de Juventude em marcha de Pedro Costa-, el viejo al que la anciana pidió ver cuando se encontraba a las puertas de la muerte. Y entonces, en aquel bar desangelado, en aquella selva kitsch, Ventura les cuenta una historia: Doña Aurora tenía una granja en África...


Y comienza la segunda parte de Tabú, rodada en 16 mm, que lleva por título Paraíso (invirtiendo así el orden de los segmentos del de Murnau). Sobra decir que la sorpresa de aquellas mujeres, Pilar y Santa, ante la revelación de Ventura -que deviene un gran narrador como el personaje homónimo de Juventude em marcha- se corresponde con nuestra carcajada. Bueno, con la mía. He de confesar que era el único que me reía durante la proyección en esta segunda parte, la aventura africana de la joven Aurora (Ana Moreira) que vive una historia de amor arrebatado -y prohibido- con el joven Ventura (Carloto Cotta) en una colonia portuguesa durante los años setenta, una historia enhebrada con gracia, desparpajo, inventiva, pasión e ironía. Un segmento donde la voz del viejo Ventura es la única que escuchamos, así como las canciones del grupo pop donde el joven Ventura oficia de batería y algunos -escogidos- efectos sonoros, pero no los diálogos de los personajes. Una película africana donde descubrimos que aquellas ensoñaciones -fantasías seniles- de la vieja Aurora eran restos de su pasado, ruinas de la memoria perdida.


Imagino que los espectadores con los que coincidí en la sala no entraron en el juego de la forma elegida por Miguel Gomes para abrir un pasaje con la memoria de un cine -silente- desaparecido a través de la memoria de otra desaparecida -Aurora- que, por así decir, resucita en esa película africana, que deviene un filme fantasma, como si aflorara en una sesión de espiritismo (como apuntó el cineasta en una imagen muy bien traída). Como abre también un pasaje hacia otras formas de contar, hacia el cine folletín, el cine novelesco, o mejor, entre la novela (romántica) de aventuras y el cine contemporáneo, donde la memoria del cine dialoga con la memoria de lo perdido, como Tren de sombras de Guerín.


Pero uno prefiere ver ese "Paraíso" como un regalo para los personajes que la escuchan, tan solos; esa Pilar que se refugia en el cine, esa Santa en las páginas de una edición para niños de Las aventuras de Robinson Crusoe (como el propio Ventura en la evocación de su amor con Aurora). Tan necesitados de ficción para abrigarse del frío de la soledad, de historias para colmar sus vidas, quizá porque sienten la orfandad de ese paraíso perdido, aunque no lo hayan vivido, y sólo pueden experimentarlo a través de la voz de Ventura que fecunda su imaginación. Parece como si los dioses lares del cine escucharan la secreta plegaria de Pilar, una plegaria por la ficción como único consuelo.


Me referí a esa película africana como un juego al que nos invita Miguel Gomes porque Tabú nos habla de un cine perdido pero también de la pérdida de la inocencia del cine y de los espectadores, esa inocencia que, sin embargo, aún conserva Pilar, y la película se nos ofrenda como una forma de recuperarla, como si aún fuéramos espectadores inocentes de un película muda contemplando una aventura romántica. Como una forma, en fin. de recobrar la fe en la ficción, para que nos dejemos cautivar por la ficción y arrastrar por las emociones, aun sabiendo que se trata de una mentira, es decir, de una película. Y Miguel Gomes cuando juega, juega a fondo -o sea, en serio- y así, en uno de los momentos más gozosos de Tabú, los amantes miran a cámara y parece escuchar qué se (nos) cuenta de ellos en el futuro -es decir, en el presente, qué cuenta Ventura en nuestro presente de espectadores- enhebrando los tiempos de la ficción, plegando el tiempo de las historias.


Y hasta podemos aventurar si el relato africano no es una ficción inventada por Ventura, bajo la forma de película muda y perdida, para convertir a Aurora en una mujer de leyenda, es decir, para dotarla de un relato memorable, que Pilar y Santa recuerden para siempre, y para siempre las acompañe y consuele. Porque Tabú empieza en el cine, con una película que contempla Pilar, donde un explorador con el corazón roto (encarnado por el script y montador Telmo Churro) se deja devorar por un cocodrilo para reunirse con el fantasma de su amada (encarnada por Mariana Ricardo, la co-guionista de Miguel Gomes). Un cine que transita a ambos lados de la cámara y que se reinventa en el aquel de hacerse, renovando en el día a día del rodaje el deseo de contar, el deseo de filmar. El deseo del cine.


El cine -comentó a propósito de su Tabú el cineasta portugués- puede invocar y rescatar la memoria de las cosas porque está habitado por fantasmas. Se puede llegar a la memoria del mundo a través del cine. Cómo no iba a recordar Tren de sombras. Decía Guerín que los viajes a los orígenes siempre te llevan al final. Cuando llegas a la aurora te ves en el umbral del ocaso, de la elegía. Miguel Gomes en Tabú -como Guerín en Tren de sombras- parte en busca de las cosas devoradas por el tiempo y encuentra en el cine una forma de memoria -el único paraíso posible-, porque el cine no sólo puede embalsamar el tiempo, también puede traer de vuelta lo perdido, lo olvidado. Y resucitar a los muertos como Ventura al contarnos la película de Aurora.


Cuántas ganas de ponerle los ojos encima otra vez a Tabú, ese cine leve y encantado, irónico, tierno y travieso de Miguel Gomes. Un cine destilado por la mirada de un cocodrilo melancólico.

29/11/12

Lola Gaos en el bosque



Así empezó Furtivos. Con esos dos motivos primordiales: Lola Gaos y un bosque. Esa fue la idea que le propuso Borau a Gutiérrez Aragón para desarrollar el guión. ¿Y qué hace Lola Gaos en el bosque?, le preguntó. De eso trata en buena medida Furtivos pero de momento ellos no sabían qué iba a hacer. Ni siquiera sabían que se iba a titular así. Borau quería hacer una película con Lola Gaos y el escenario principal debía ser un bosque. Y algo más: quería rodar cuanto antes.


Estamos en julio de 1974 y Borau acaba de estrenar Hay que matar a B., una película que le costó nueve años ver en una pantalla a partir de un guión a cuatro manos con Antonio Drove, uno de sus alumnos predilectos en la E.O.C. Un thriller casi abstracto, descarnado, puro hueso, tal como lo concibió el propio cineasta; una película de hechuras langianas, diríamos. Un verdadero ovni en el cine español, una película rara con un reparto internacional que incluía a Patricia Neal, Burgess Meredith o la chabroliana Stéphane Audran..., pero que no facilitó la distribución. Un proyecto frustrante para Borau que también lo pasó mal durante el rodaje y, cuando consiguió estrenar la película, tuvo que soportar cómo la consideraban, las más de las veces, como una mera imitación -aunque competente, en el mejor de los casos- de un cine americano comercial. Y le dolió más si cabe porque, siendo la tercera película que dirigía, es la primera que considera realmente suya. Tan suya como Furtivos.


Quizá no le hubiera gustado a Borau la apreciación de Hay que matar  a B. como un ejercicio de estilo, pero es un ejercicio de estilo. Creo que estaría de acuerdo en que esa primera película cifraba su poética. Hay que matar a B. es Borau en estado puro: un filme seco, afilado, conciso; ahí vemos al Borau cineasta y al Borau teórico del cine, la mirada del cineasta y la visión del teórico. Hay que matar a B. deviene una película cardinal de su (corta) filmografía, y quizá la matriz de su concepción del cine. Pero después de tantos sinsabores quería cambiar de registro -como hizo siempre- y recuperar cuanto antes el placer de rodar. Para un cineasta apasionado pero reflexivo, que le gustaba preparar sus películas minuciosamente, Furtivos resulta una película casi apresurada. Desde luego había un íntimo apremio. De pasar página. Y hacer una película con Lola Gaos y un bosque.


Con esa idea germinal en mente, Gutiérrez Aragón sacó del cajón un argumento en el que había trabajado sobre un furtivo del valle del Cabuérniga, en Cantabria; aquel alimañero era un tipo casi legendario al que hicieron guarda forestal para retirarlo del furtivismo. Y empezaron a cocinar el guión. Borau comentó durante una de las sesiones el papel de Lola Gaos en Tristana y la resonancia del nombre de su personaje -Saturna- le trajo a la memoria el cuadro de Goya -Saturno devorando a sus hijos-, y ahí afloró la piedra angular de la película que cifraron en una línea: Saturna devora (anímica y sexualmente) a su hijo en el bosque. Gutiérrez Aragón enhebró el cuento de Hansel y Gretel en el tejido narrativo que se iba cocinando y se escuchará de fondo, como un armónico del bosque primordial: un padre pusilánime se deja convencer por una madrastra ruin y abandona a sus hijos en el bosque; allí los niños se topan con una bruja malvada, y la niña deberá defender a su hermano de la bruja que lo quiere devorar. Con esos mimbres dieron forma a la historia y redactaron la primera versión del guión.


En agosto viajan a Santander para localizar el bosque y conocer al personaje en el que se había inspirado Gutiérrez Aragón para su historia del furtivo, uno de los últimos alimañeros del bosque del Saja. Después de patear los bosques y escuchar a Pepe el de Fresneda, encuentran la espina dorsal de la historia y Borau se engancha definitivamente con un proyecto que también se centra temáticamente. Era el punto de no retorno.  A partir de ese viaje tienen claro el nudo conceptual de la película que gira en torno a lo recóndito -una corriente subterránea que nutre la filmografía de Borau-, las pulsiones escondidas, vividas furtivamente, ocultas en la hojarasca íntima del bosque. Y encuentran el título perfecto: Furtivos.


Y claro, no podemos obviar, la lectura metafórica que propiciaban esos materiales conceptuales, temáticos y narrativos. Borau y Gutiérrez Aragón escriben el guión en el ocaso del franquismo y se estrenará dos meses antes de la muerte del dictador. Furtivos muestra el universo clandestino y feroz -podrido, sangriento y despiadado- bajo las apariencias bucólicas del bosque, la máscara de una paz oficial. Después de la abstracción -descarnada y desarraigada- de Hay que matar a B., Borau elige, por así decir, un asunto carpetovetónico -español hasta las cachas, dijo alguna vez-, un espejo del presente más rústico, en las fronteras de lo rural y lo urbano (la frontera, otro de sus temas cardinales), amojonado de situaciones preñadas de sangrienta carnalidad. Pero gracias al estilo, a las formas, los personajes y sus vidas mantienen su autonomía narrativa, liberados de la carga referencial: Martina (Lola Gaos), Ángel (Ovidi Montllor) y Milagros (Alicia Sánchez) son personajes vivos, no meras figuras simbólicas. Cerremos este flashforward y volvamos a la cocina del guión.


O mejor, a la cocina de Furtivos. Porque esta vez el tiempo del guión y el tiempo del rodaje se solapan. Borau necesita rodar en otoño -el otoño del patriarca- y escriben a todas horas, pero el tiempo se les echa encima y la producción se comienza a preparar con una 3ª versión, y escriben la 5ª -la definitiva- durante el rodaje: sobre todo escribe Gutiérrez Aragón, por las noches, mientras Borau va dibujando plano a plano las escenas que filmará al día siguiente.


Si Lola Gaos -el deseo de filmarla- era una de las nacientes del proyecto de Borau -Lola Gaos era una intelectual [y una militante de la izquierda revolucionaria], pero su físico era el de un cuerpo arrancado a la tierra, como un sarmiento; y por sí misma, constituía un tema, contaba el cineasta- y era Martina desde siempre, los personajes de Ángel y Milagros tardaron en encontrar los cuerpos que los encarnasen. En principio, Borau había pensado en Ángela Molina para Milagros, pero la actriz, encantada con el papel, tenía un contrato para dos películas y no podía raparse el pelo como exigía el guión, y el director no quería ni oír hablar de una peluca, escarmentado con los problemas que había acarreado la Audran y sus pelucas en Hay que matar a B. (tendrán que esperar a La sabina para trabajar juntos). Será Gutiérrez Aragón quien -felizmente- le sugiera a Alicia Sánchez, una actriz del grupo Tábano. 


Y Lola Gaos a Ovidi Montllor para el papel de Ángel. El casting del triángulo-matriz de Furtivos no pudo ser más inspirado.


Y el gobernador, al no encontrar fechas López-Vázquez, reescribieron el papel para que lo encarnara el propio Borau, un personaje con un aquel de niño caprichoso cuando lo contrarían.


Que no parecieran actores era una de las premisas de Borau para el casting  y se llegó a contactar con el torero Victoriano Valencia (para Ángel) y con Ángel Nieto (para el Cuqui, el delincuente novio de Milagros). Queda anotado para dar una pista de lo peregrinas que debían resultar las ideas de Borau en el contexto de una industria que siempre tuvo tan claro como cuadriculado qué se puede y qué no se puede hacer. En pocas palabras, para la industria -lo que pueda llamarse así- del cine español, un proyecto como Furtivos era un despropósito de principio a fin. Otro flashforward, muy breve: Furtivos fue un taquillazo, el único en la trayectoria de Borau. En fin, ¿hace falta recordarlo?: de lo que le gusta al público nadie nunca sabe nada.


Hasta le parecía un disparate a Luis Cuadrado, el director de fotografía; eso sí, le permitía desplegar los efectos que prefería, esos interiores con luces a lo Zurbarán, esa combinación de verdes con rojos ardientes y ocres, esos violetas o rosas de los pañuelos o las batas, esos platas de las corrientes de agua yuxtapuestos con los tierra, esos negros de luto y blancos níveos... Y eligieron el hayedo de Montejo, al norte de Madrid, como localización principal del bosque, más propicio que el cántabro (de la historia original) para el despliegue cromático de Luis Cuadrado.


Una fotografía espléndida (como la de El espíritu de la colmena) a la que no le hacen justicia los fotogramas que amojonan esta entrada. Y eso que se estaba quedando ciego y -lo cuenta Teo Escamilla, su operador por entonces- calculaba el diafragma (de la óptica de la cámara) por el calor que desprendían los focos; por así decir, iluminaba por el tacto: así de táctiles son las imágenes de Furtivos.


El rodaje comenzó el 4 de noviembre de 1974, se menciona un cuatro de noviembre en una escena de la película (un cuatro de noviembre empezará también el rodaje de Río abajo, quizá el Borau que prefiero, pero con una suerte bien distinta). Fueron dos meses duros pero el cineasta disfrutó filmando como pocas veces. Se presupuestó en 12 millones de pesetas, que salieron del bolsillo de Borau: invirtió cuanto había ganado con la publicidad. No quería depender de ninguna ayuda ni servidumbre. Quería las manos libres para su película española. Para acabar la post-producción tuvo que vender el local de la oficina de su productora El Imán. Y luego la censura quería cortar cuarenta planos. Pero se negó en redondo, nadie iba a tocar su película, y eso que no le concedían la licencia de exhibición, aun así prefería meterla en un cajón que amputarla. Y se salió con la suya -resultó muy oportuno el ultimátum del Festival de San Sebastián: si no iba Furtivos, no iría ninguna película española- cuando el dictador tenía los días contados, pero seguía derramando sangre. Furtivos se estrenó el 9 de septiembre de 1975. Dieciocho días antes de los últimos fusilamientos del franquismo.



Continuará...


Adenda de las 10 h. Esta entrada se publicó en la madrugada de este jueves 29 de noviembre. Ahora acabo de leer en El País el artículo de Marcos Ordóñez -en la sección El hombre que fue jueves- titulado Borau el irresumible, una feliz coincidencia que celebro (no podía soñar con mejor compañía). Menos mal que nos queda Marcos Ordóñez, y poco más, para volver a las páginas de un periódico que ya no sentimos nuestro.
       

26/11/12

Los ojos de un niño hace veintisiete mil años



Después de la noche del jueves, cuando vi La cueva de los sueños olvidados (2010) de Werner Herzog, releí algunos capítulos de Los pintores de las cavernas de Gregory Curtis, uno de los libros de no ficción con los que más disfruté en los últimos años, en particular las páginas dedicadas a la cueva de Chauvet, descubierta en las últimas horas de la tarde del 18 de diciembre de 1994, en un acantilado sobre las riberas del Ardèche, donde cincuenta años antes operaban los republicanos españoles en la Resistencia francesa encuadrados en la 19ª Brigada de la 3ª División de guerrilleros al mando del legendario Cristino García Granda; esas páginas multiplicaron mi deseo de ver la película de Herzog -que nos permite visitarla (de la única manera posible)-, y no digamos Le Pont d'Arc, el texto de John Berger sobre aquellas pinturas de hace treinta y dos mil años, las pinturas rupestres más antiguas que se conocen, quince mil años más antiguas que las de Lascaux o Altamira; unas obras tan bellas que desechan, imagino que para siempre, cualquier hipótesis sobre el progreso en el arte rupestre -con unos inicios rudimentarios que fue ganando en sofisticación-, y aun en cualquier arte.


No sé si andaba muy sensible el jueves pasado pero el caso es que me emocionó La cueva de los sueños olvidados, una película para ver con ojos y manos, tal es la impresión táctil que comunica, volviendo casi palpables unas pinturas que -justamente (en todos los sentidos)- no se pueden tocar. No pude verla en 3D, donde supongo que esa impresión resultará aún más intensa, tratándose de una herramienta que permite mostrar de forma más viva el aprovechamiento de las irregularidades y escorzos de las paredes de la cueva por los artistas del Paleolítico con vistas a potenciar la percepción de los volúmenes y movimientos de las figuras. Un uso del 3D por parte de Herzog que ha inspirado algún comentario a tener en cuenta: por primera vez resulta verdaderamente útil.

Herzog en la cueva de Chauvet durante el rodaje 
de La cueva de los sueños olvidados

Herzog plantea la película como un viaje en el tiempo hacia el alba del alma humana pero también como un descenso hacia la memoria que cobijan el silencio y la oscuridad de la cueva de Chauvet, clausurada por un desprendimiento en el acantilado desde hace veinte mil años. Estas imágenes -escuchamos en la voz de Herzog- son recuerdos de sueños largamente olvidados. (...) ¿Seremos capaces de entender la visión de los artistas a través de ese abismo de tiempo? La película nos permite ponerle los ojos encima a la mirada de nuestros ancestros hecha memoria inscrita en la piedra a través de la noche de los tiempos. Como todo viaje en el tiempo, no puede ser sino fantástico. Como descenso hacia el misterio, no puede ser sino lección de abismo. Cómo va a extrañarnos que Herzog, en el último tercio del viaje sobrecogedor que depara la película, decida guardar silencio y mirar (con nosotros) aquellas maravillas: los trazos audaces, el gesto fervoroso en cientos de figuras, de rinocerontes, leones, bisontes, caballos... los bellísimos caballos de Chauvet.


Y si uno debe cifrar el legado más valioso de La cueva de los sueños olvidados, más allá o más acá de las pinturas mismas, apuntaría que Herzog ha conseguido profundizar el misterio de la mirada de nuestros ancestros; no sólo no ofrece respuestas, sino que nos lleva ante las fronteras de lo numinoso, ante un abismo insondable a la medida de una inagotable curiosidad por el temblor primordial de lo humano. El mismo temblor de la luz en las sombras que producían las antorchas con las que se alumbraban, una escena que Herzog ilumina con la danza de Fred Astaire con las sombras en Swing Time (1936), la película de George Stevens que aquí se tituló En alas de la danza. Un relámpago fílmico enhebra sombras a través de un abismo de tiempo.



Entonces recordé a un niño de hace veintisiete mil años. Lo cuenta Gregory Curtis en Los pintores de las cavernas. En Chavet apenas hay huellas de presencia humana al margen de las que dejaron los propios artistas que la pintaron. Fueron muy pocos quienes entraron en la cueva y en contadas ocasiones. Quizá ni siquiera se consideraban pintores, quizá sólo se veían como mediadores de algo mucho más grande que ellos, quizá sólo prestaban su mano para que el espíritu pintara con ella. Sea cual fuera el propósito de las pinturas, al parecer perduraron generación tras generación sin que hubieran de ser visitadas, adoradas o contempladas siquiera. Quizá nos legaban la memoria de una mirada, de una visión, y confiaban en el poder de esas imágenes inscritas en las sombras. Pero al menos hubo alguien que vio esas pinturas cinco mil años después, antes de que un desprendimiento la sellara y que Chauvet y compañía la descubrieran en la última década del siglo pasado. A juzgar por el tamaño de sus pisadas y por las dos huellas de una mano manchada de barro en las paredes de la cueva, el visitante debía tener unos diez años y llevaba una antorcha, que acercó a la pared con regularidad, dejando una serie de marcas de carbón. De esa forma marcaba el camino y podía encontrar a la vuelta la salida de la cueva, como un Pulgarcito del Paleolítico. Esa antorcha prueba que el niño entró en la cueva con intención de explorarla y las huellas, que iba solo. ¿Quién era aquel niño? ¿Cuál era su propósito? ¿Contó alguna vez lo que vio? ¿Inventó cuentos a partir de aquella experiencia? ¿Se convertiría en pintor de otras cuevas aún por descubrir?


Mientras contemplaba esas pinturas de Chauvet, gracias al viaje de Herzog y a la iluminación de Peter Zeitlenger, el director de fotografía de La cueva de los sueños olvidados, tenía la sensación de vivir la misma experiencia (fantástica) que cautivó los ojos de un niño hace veintisiete mil años.

25/11/12

Un maverick


Leo en unas páginas de El País del sábado que Borau era, sobre todo, un oráculo del cine español, un referente absoluto para varias generaciones... bajo un títular que reza Algo más que un director de cine, que da a entender que sólo lo conocíamos todos como director cuando había desarrollado otras actividades -escritor, editor, productor, académico...- con tanta o más dedicación y relevancia. ¿Cómo se pueden amontonar tantos disparates?

Borau con Ángela Molina y Carol Kane 
en el rodaje de La sabina

En un país con cultura cinematográfica y donde el cine se estimara como arte, a Borau se le despediría como un gran cineasta y se señalaría que, además desarrolló otras actividades en las que cabe consignar valiosas aportaciones, citando por ejemplo (como no se hace en esas ¡dos páginas!) algunos libros que conocimos gracias a sus Ediciones del imán, como Preparad la bolsa de Micheál Mac Liammóir que cité aquí más de una vez, la última hace menos de un mes.

Y desde luego se dedicarían algunas líneas, cuando menos, a comentar sus aportaciones cinematográficas -porque el cine era lo que más amaba, al cine consagró sus desvelos, y si no hizo más películas fue porque no pudo ponerlas en pie-, y no sólo a señalar que Furtivos fue un filme con problemas con la censura o que Río abajo fue un estrepitoso fracaso financiero, confirmando la sospecha que se desprendía del titular: menos mal que era algo más que un director de cine. Menos mal que fue, sobre todo, el mejor presidente de la Academia (del cine).

Pues bien, al morir Borau -el viernes 23 de noviembre de 2012-, desaparece un cineasta raro, un extraño entre nosotros, dijo alguien una vez. Miguel Marías lo definió como un francotirador. Era un solitario. En el cine americano, que tanto amaba, hay un término que le sentaba como un guante: un maverick, un tipo que anda a su aire, que va por libre. En fin, un perro verde del cine español. Así son los mejores.

Borau con Icíar Bollaín en el rodaje de Leo 

Y no, nunca fue un oráculo ni un referente. Fue un maestro respetado por algunos de sus alumnos, como Iván Zulueta, al que le produjo Un dos tres al escondite inglés, o Antonio Drove, con el que colaboró en el guión de Hay que matar a B., una de las mejores películas de Borau (y una de las menos conocidas en una filmografía básicamente desconocida e ignorada). Otros dos que tal bailan: otros dos malditos, otros dos raros del cine español, otros dos que se fueron bastante antes que el maestro.

Para ser un oráculo habría de ser venerado, para ser un referente debería ser un faro. Y para eso habría que conocer su cine; pero su cine no puede valorarse, entenderse, disfrutarse fuera de una tradición que viene de Ford, de Lang, de Hawks... Demasiado quizá para un país, que no es que desprecie el cine, sencillamente puede pasarse muy bien sin él. Sin el cine de Borau.

Y sí, continuaremos hablando de Borau. Qué remedio. Y qué gran causa la de este maverick.


Aquel niño enamorado del cine que le escribía cartas a Deanna Durbin.

24/11/12

Pedagogía



No es la escuela de los domingos. Son los domingos de la escuela.


(Fotografía de José Manuel Díaz Burgos)

19/11/12

Nos han visto



Desde la anterior estación ha viajado uno en el Tren de sombras con alguna inquietud por si aquellas cuatro modalidades de cine que, como dejé allí apuntado, lleva Guerín en sus vagones, disuadían a éste o aquél viajero de abordar este convoy fílmico, es decir, por si connotaba un viaje lento y complicado, con cambios de máquina y enganches latosos. Nada de eso, el Tren de sombras aventura un viaje por el tiempo (del cine) y como todo viaje en el tiempo tiene algo de sueño y algo de juego, como todo viaje fantástico. Y una cierta ironía como aquel Comboio descencendente de Pessoa que cantaba Zeca Afonso.



En realidad, la forma de este Tren de sombras  se reconoce en el espejo de esos dispositivos tan queridos por Borges, donde el cuento cobra visos de ensayo y viceversa (en sueños dentro de sueños y ficciones-laberinto), o por Bioy, donde aquel evadido de La invención de Morel se abisma en una imagen para vivir para siempre bajo la mirada de su amada Faustina. En Tren de sombras se diría que Guerín cae en el cine arrebatado por el vértigo de una mirada. Una mirada, tan frágil como la película que la cobija, y que el cineasta salva de las ruinas del tiempo. He ahí el viaje fantástico que nos aguarda en un Tren de sombras.


Más de una vez evoqué en esta escuela aquel curso que impartió Víctor Erice en julio de 1994 en la EIS de A Coruña y al que también asistió Guerín. Unos años después -tras haber viajado en el Tren de sombras- comprendí que algunos de los comentarios que iba dejando caer durante aquellas jornadas eran ideas que, o bien habían cuajado ya o estaban en trance de hacerlo, o que las palabras de Erice sobre Nosferatu o Tabú de Murnau o la propia El sol del membrillo despertaban, como si sembraran imágenes germinales en el terreno propicio, con vistas a la película por venir: el eco del intertítulo de Nosferatu -...y los fantasmas acudieron-, aquella cita de El reino de las sombras de Gorki, o aquélla de Bazin referida al cine como arte funerario -el cine como arte de embalsamar el tiempo-, aquel apunte sobre el cine de jardín con que se refería tanto a las películas de aficionados como a las que rodaron los propios Lumiêre en su jardín y que formaron parte de las primeras proyecciones fundacionales del cine -y que remiten a la pintura de jardín de los impresionistas- y, desde luego, a una película como El sol del membrillo, quizá el cine de jardín por excelencia. Lo supimos después, Guerín entonces ya estaba trabajando en Tren de sombras, dando forma, invocando a los fantasmas que iba a llevar de pasajeros. Al verano siguiente Erice lo visitó en Le Thuit, en Normandía, donde Guerín rodaba una película habitada por los espectros del cine.

Guerín, en el centro, junto a la cámara, 
en un momento del rodaje de Tren de sombras

Aludí más arriba a la ironía con la que el cineasta nos lleva de viaje a través de un juego espectral, que también podría verse como un laberinto de espejos. Y conviene insistir en el juego porque la película de Guerín nos invita a participar en un como si. Es decir, por más que se haya definido Tren de sombras como cine experimental, como un filme mestizo de documental y ficción, y hasta como un ensayo cinematográfico documental de arte mudo -en palabras de Doménec Font-, y cabe pensar que a mediados de los setenta del siglo pasado se catalogaría como de arte y ensayo, y llevando todas esas etiquetas algo o mucho de razón, sería más justo aludir al cuento de fantasmas o al cine fantástico -en estado puro- como claves genéricas para acercarse a la película con el ánimo propicio, eso sí, sabiendo que es una película fantástica -de fantasmas- desplegada con las formas de la modernidad cinematográfica, no las del cine clásico. De la misma forma -ah, las formas- que en un cuento de Borges puede resonar el universo de Las mil y una noches tras los siete velos de un ensayo crítico o la trama de un texto de teoría literaria puede revelarse como la puesta en escena de alguien a quien Borges había empezado a llamar un tal Borges. Otra vez entonces el juego... de las formas. El como si. Y Tren de sombras declina -lo apuntamos en la estación anterior- cuatro de sus modalidades. Por lo menos.


La primera modalidad de ese como si se cifra en la película familiar recuperada, tal como se anuncia con el texto que sirve de pórtico a la película, donde podemos leer que en la madrugada del 8 de noviembre de 1930, el abogado parisino Gèrard Fleury salió en busca de la luz adecuada para completar una filmación paisajística en torno al lago de Le Thuit; ese mismo día murió en circunstancias aún no esclarecidas. Poco antes había realizado una de sus películas familiares: sería su última película. Una película que no se conservó adecuadamente y durante décadas la humedad dañó el celuloide de forma irreparable. Hemos procedido a su restauración. El texto termina apuntando que las imágenes, rudimentarias pero vitales, de esas viejas escenas de cine familiar, vienen a rememorar la infancia del cine.




Sinteticé los ingredientes primordiales del texto porque ahí se apuntan las claves y propósitos de Tren de sombras. Por un lado, restaurar una película familiar porque sus imágenes son portadoras de la memoria de los orígenes del cine; no porque sea una de las primeras películas sino porque su formato amateur remite a la forma de hacer cine de los pioneros, aquel cine de jardín de los Lumière -en realidad, cualquier home movie lleva ese adn en sus imágenes-, una metáfora del paraíso, a salvo de los estragos del tiempo (tiempo embalsamado), esos días del cielo en el jardín familiar. Nos encontramos, por tanto, ante la vertiente arqueológica, de recuperación de pieza con valor histórico (para el cine, para los cinéfilos: quien ama el cine profesa amor por los fantasmas). Pero se señala también que se trata de la última película del señor Fleury, añadiendo un valor testimonial -y aun testamentario-, y, un dato nada desdeñable, el enigma de su muerte.




Desde el primer momento -y blanco sobre negro- la película familiar del señor Fleury se nos presenta enhebrada con un caso sin resolver, y cualquier espectador puede sospechar -aun antes de que se nos muestren sus imágenes- que en esa película recuperada puede encontrarse la clave del enigma. En pocas palabras, la película familiar del señor Fleury deviene la matriz del misterio, y la arqueología del cine un juego de pistas, una investigación detectivesca. El documento aparece, desde el umbral de la película, contaminado por la ficción. Aunque casi habría bastado la mención de que salió en busca de la luz adecuada... y murió en extrañas circunstancias. Como si el cine le costara la vida. Dicho de otro modo, Tren de sombras es, en rigor, una película de misterio. Estamos en el cine. Un cine de resonancias fantásticas, como se sugiere en el subtítulo: El espectro de Le Thuit.


De hecho, el misterio es un ingrediente primordial -matriz y motriz- en la concepción de Tren de sombras. El propio Guerín ha confesado un sentimiento de desasosiego ante las viejas escenas de una película familiar, que no deja de ser íntima por torpe y tosca que sea, donde se vuelve muy presente -y late con fuerza- la idea de que estamos viendo a personas desaparecidas, que ya no están y, sin embargo, las vemos moviéndose con la misma naturalidad que los vivos en una suerte de indiferencia extrañísima. Esa sensación inquietante anima Tren de sombras y moviliza nuestra mirada en el curso de la película. ¿Quiénes son esas personas que se divierten en el jardín? Son fantasmas. Para mí, las películas familiares, a condición de que el tiempo pase por ellas, se convierten en películas de misterio... O sea, Tren de sombras se convierte en una ficción desde la raíz. Y desde los créditos.


Y claro, hasta tal punto estamos en el cine, que no existe tal película familiar del señor Fleury. O mejor, Guerin nos propone un juego: hagamos -veamos- como si existiera. Y nos la muestra. Una película muda y en blanco y negro, rodada en soporte de 16 mm cámara en mano -concretamente una Bollex Pallard-, un negativo que luego se hinchó a 35 mm, de tal forma que, durante la proyección, no existe diferencia en el tamaño de la imagen con las que fueron rodadas originalmente en 35 mm y en color, otras dos modalidades del como si. La película familiar fue -en la realidad- rodada por Tomás Pladevall, el director de fotografía que firma Tren de sombras bajo la dirección de Guerin, tras haber estudiado en auténticas películas familiares los, por así decir, rasgos de estilo, formas de hacer, los tics de un cineasta amateur. En fin, rodaron esa pieza como si fuera una verdadera película familiar para que nosotros la veamos como si de tal se tratara (y sembraron pistas del enigma que ocultaba, y aun de otras películas posibles entre sus imágenes, en los vagones del Tren de sombras). En esa fase del rodaje tuvo lugar la visita de Erice a Guerín en el verano de 1995.






Vemos esa película familiar, amojonada por carteles con títulos juguetones para cada una de las escenas tópicas del cine casero: los retratos de familia, los juegos infantiles en el jardín, travesuras, escenas de cine cómico (como el episodio de las corbatas animadas), el baño en el río, la comida, el baile de disfraces, el columpio, excursiones... Escenas que no sólo remiten, como ya señalamos, a los Lumiêre y al cine amateur (cómo no iba a acordarme de José Ernesto Díaz Noriega, ese gran cineasta amateur que hacía de cada película familiar una pequeña obra de arte... de amar el cine, uno de los primeros cineastas a los que invitamos a impartir una lección magistral en la EIS), sino también al cine de Renoir con momentos que nos hacen rememorar escenas de La regla del juego y otros especialmente significativos (en el curso de Tren de sombras) como la escena del columpio, con resonancias del mismo motivo en Un día de campo.





Pero no bastaba como si fuera una película familiar de 1930, además debía ser como si hubiese estado mal conservada y el tiempo la hubiera estragado. O sea, una vez rodada la película familiar la rayaron, la patearon, la dañaron con detergentes.  Pero no de cualquier manera ni en cualquier momento.


Lo hicieron durante la postproducción, mano a mano entre Guerín y el montador Manuel Almiñana, pero de forma calculada, creando rayas, trazos, manchas, en momentos elegidos y durante una cantidad determinada de fotogramas medida en el curso del montaje; inscribiendo el tiempo en el celuloide, en la materia misma de la película pero con vistas a que cobrara, en la proyección, valores rítmicos, tonales, musicales. Tren de sombras resulta así una película musical en un sentido orgánico, en sentido matérico.




En esa película familiar dañada por el paso del tiempo -enferma de tiempo, diríamos- resuena la infancia del cine -como en tantas películas caseras perdidas-; Guerín, casi resulta una obviedad mencionarlo, eligió una fecha significativa: ese 1930 señala la transición del cine silente al sonoro y el fin de aquella infancia, y quizá más decisivo, de la convivencia de diversos tipos de cine a un modelo industrial hegemónico que acabará por reducir los otros cines a una existencia marginal.




Esos otros cines resuenan también en la película familiar de Tren de sombras, con ecos de la experimentación plástica en el cine desde un Jean Epstein a un Norman McLaren o Stan Brakhage.




La segunda modalidad del como si se corresponde con el segmento que, en un primer momento, se viste con las formas del documental -en color y 35 mm-, como si visitáramos en 1995 los lugares donde se rodó la película familiar recuperada y, en particular, el interior de la mansión del señor Fleury, deambulando por las estancias en busca de la huellas -como naturalezas muertas- de quienes las habitaron y nos miran desde las fotografías, y que la cámara acecha en los espejos, en las sombras, al compás de los relojes insomnes, tic-tac, tic-tac, tic-tac, metrónomos de la música del tiempo que anima este juego de presencias y ausencias; pero, como si la mirada de Guerín y  la cámara de Tomás Pladevall  invocaran a los fantasmas, no tardarán en manifestarse. Digamos que el tramo más documental de Tren de sombras -sin actores, con la presencia humana reducida al mínimo (algunas gentes del pueblo, los caseros que cuidan de la mansión)- deviene la modalidad más fantástica, la naturaleza primordial del cine como desvelamiento y revelación de lo invisible.






Al atardecer -recordaba Tomás Pladevall a propósito de la fotografía de la película (concretamente de este segmento que comentamos)-, un rayo de sol que se filtra por la cortina incide sobre el reloj, de tal modo que el movimiento de su péndulo produce un reflejo de luz cálida sobre la cámara de Mr. Fleury. Esta palpitación efímera, ilusoria, fruto del azar o de una conjura entre la luz y el tiempo, se insinúa hasta provocar una nueva mirada sobre aquellas viejas imágenes.


Resulta conmovedor que el director de fotografía, autor -con Guerín- de esos efectos de luz, parezca atribuírselos, años después, a los dioses lares de Tren de sombras, como si él mismo escribiera poseído por la lógica de los fantasmas.


No conseguí encontrar el texto que escribió Marcos Ordóñez para la presentación de la película en el Festival de Sitges, traigo aquí estas líneas gracias a las páginas que le dedica Domènec Font a Tren de sombras en su libro póstumo Cuerpo a cuerpo, donde aparece esta cita: La luz sigue descendiendo y las paredes de la mansión, hasta entonces mudas, se convierten de pronto en una caverna platónica, una fantasmagoría de luces y sombras, de ramas y hojas movidas por el viento, como una nueva premonición de  todo lo fugitivo que busca ser aprehendido de nuevo, aunque sólo sea por un instante.  


Una noche de estirpe lunar, con lluvia, rayos y truenos. Una noche de presagios. Una noche del cine y de cine, porque en la oscuridad todo cobra vida, como nos recordaba aquel productor, trasunto de Val Lewton, en Cautivos del mal de Minnelli. Y todo parece animarse al compás de La noche transfigurada de Schönberg, y el cineasta recupera la mirada creadora del niño jugando con las sombras en su habitación, imaginando imágenes, imaginando el cine con las sombras, sellando un pacto secreto de por vida con la noche del cine.


Entonces, regresan del reino de las sombras las imágenes de la película familiar. Vuelven como fantasmas, como manifestaciones de una ausencia, pero esta vez el arqueólogo deja su sitio al detective -y aun al investigador forense- para analizar en la moviola esas imágenes de la película casera del señor Fleury. Llega el momento de la tercera modalidad de Tren de sombras, donde el cineasta hace como si montara otra vez aquella home movie para encontrar los relatos secretos -las historias ocultas- que no apreciamos en el montaje original (o sólo llegamos a sospechar) y quizá -sólo quizá- encontrar las claves del misterio.




El montaje deviene experimentación plástica, a través de la mecánica de la moviola, con el paso de los fotogramas -esa tracción mecánica (visual y sonora)-, y juego lingüístico, a través del corta y pega de los fotogramas que permiten re-significar las escenas, construyendo otros sentidos, es decir, montando con las mismas imágenes otras películas: la relación amorosa entre el tío Etienne y la criada, pero también la mirada de la pequeña Marlette que parece descubrir esa historia clandestina, o la atracción -¿incestuosa?- entre el señor Fleury y Hortense... en un inagotable flujo de sentidos.




Y así Tren de sombras destila también una reflexión sobre el trabajo del cine: una mirada que hace ver lo que no está en las imágenes, sino entre las imágenes, o dicho de otra forma, lo que sólo va a cobrar forma en la mirada del espectador.


Entonces llega el momento de reconstruir -en color y 35 mm- la filmación de aquella película familiar, la cuarta modalidad: como si fuera la película de la película, cine sobre cine, como si de un making off se tratara, como si remontáramos el tiempo con el Tren de sombras y volviéramos a 1930 para verificar las hipótesis derivadas de la investigación en la moviola.




Un segmento que nos recuerda algunas películas de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet -Sicilia!, pongamos por caso-, donde las imágenes cobran formas rituales, donde los movimientos y los gestos aparecen coreografiados como una danza suspendida, como si vivieran en un mundo paralelo al nuestro, y sólo pudiéramos contemplarlos a través de un cristal de tiempo. Y escuchar de los labios de la criada las únicas fases de la película: Nos han visto.


Desde el otro lado del cristal. Del tiempo. Del cine. Desde el otro lado de la pantalla. O sea, también ellos nos han visto.


Y a través de ese cristal -de esa ventana- de tiempo contemplamos el regreso del espectro de Le Thuit para rodar su última escena.






El tejido fílmico de Tren de sombras aflora en la conjugación de esas modalidades, en el juego de los como si que propone. El propio proceso de producción de la película se corresponde con la experiencia que vivimos en el aquel de verla. Y nos convierte en generadores de otra modalidad de Tren de sombras, en autores de otra película , jugando a otro como si.




De la misma forma que Guerín descubre historias ocultas en la película familiar, también nosotros, espectadores, jugamos a cineastas -nos anima a ello el viaje en el Tren de sombras- y desvelamos una película distinta, la que anida en el vértigo de la mirada de Guerín sobre una imagen arrebatada a los estragos del tiempo, la imagen de una mirada-objeto de deseo (de cine). En la fascinación de un rostro femenino. En esa mirada que empieza a detener los fotogramas del rostro de Hortense, como si quisiera, más que desvelar un misterio, perderse en él, atrapado en otro tiempo, el de esos fotogramas, el del cine... Y reencontrar a la amada muerta. O traerla de vuelta. Esa fascinación destilada también en Laura de Otto Preminger o Jennie de William Dieterle.  O La mujer del cuadro de Lang. O -ya lo hemos sembrado- Vértigo de Hitchcock.


Al reconstruir la filmación de la película familiar confirmamos la historia de amor del señor Fleury y Hortense, y transfigura y la colma de sentido todo cuando vimos en Tren de sombras: aquella película casera sólo era un pretexto para filmar a la mujer amada, para mirar su mirada enamorada. Pero, arrastrados por ese tren en fuga, que no deja de proyectar sus sombras en los adentros, no podemos sino montarnos nuestra propia película, siguiendo el ejemplo del cineasta y con las pruebas que deja a la vista.




Y entonces, Tren de sombras, puede verse como la historia de un cineasta que restaurando una vieja película familiar se enamora de una mujer que aparece en sus imágenes, es decir, de un fantasma de cine. Al fin y al cabo, para tantos directores -Guerín entre ellos- filmar el rostro amado -o que podría ser amado- deviene la razón última del cine. Tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga la existencia de un fantasma, dice el protagonista de La invención de Morel. Sólo que la conjugación de los como si en nuestra mirada tiene un efecto multiplicador -un laberinto de espejos- y nunca estamos seguros de si Guerín es ese prófugo que se reúne con su amada en el tiempo de una imagen o ese Morel que inventa un dispositivo -ese Tren de sombras- para que nuestra mirada invente -monte- esa experiencia. Probablemente los dos.


Por así decir, ese Tren de sombras viaja por la memoria del cine y al tiempo -ah, el tiempo- lleva en sus vagones todos los cines -el documental y la ficción, el mudo y el sonoro, el ensayo y la experimentación, lo teatral y lo pictórico, los orígenes y las vanguardias-, o mejor, ese Tren de sombras nos trae resonancias de todo el cine que hemos visto.


Todos los fantasmas que nos han visto.