1/1/12

La piel de las cosas


Pasamos los últimos días de 2011 en compañía de Jean Renoir y, como nos gustan todas sus películas, nos hemos ido despidiendo del año con ese documento onírico o crónica poética -según (cuando) se mire- y una obra tan incomprendida como El hombre del sur (1945), y con una obra tan bella -y tan cardinal- como La carroza de oro (1952), donde Camilla/Colombina/Anna Magnani se pregunta dónde termina el teatro y empieza la vida , o viceversa, porque quizá no se atreve a preguntar(se) -como tampoco nosotros- por lo inefable que aflora al bies del artificio que enhebra la realidad y la representación, ese misterio que sólo podemos vislumbrar cuando el cine desborda sus propios cauces para devenir una música secreta, como un silencio íntimo que sólo nosotros podemos escuchar. Los disfraces de la verdad y la verdad de los disfraces, he ahí el gran asunto del cine de Renoir.

Jean Renoir, El Pierrot blanco (1901-1902), 
por Renoir padre

Y con dos de nuestros renoirs preferidos: Un día de campo (1936) -¿por qué habrán traducido Une partie de campagne por "Una partida de campo" en la edición en dvd, cuando existe además Un día de campo y otros cuentos galantes de Maupassant en Alianza de bolsillo (encabezado por el relato que lleva al cine Renoir)?- y French Cancan (1955) -para Ángeles no sólo la película favorita de Renoir (y mira que le gusta La regla del juego y El río), sino que sólo colocaría El hombre tranquilo un escalón más arriba-, una de las contadas películas -imprescindibles- que cuentan con una edición en dvd -de Versus- que merece el adjetivo de modélica, de ésas que valen lo que cuestan.

A la dcha., la inconfundible silueta de Jean Renoir 

Renoir es uno de esos cineastas-faro. Te iluminan la primera vez, te alejas, te pierdes y cuando estás a punto de naufragar su luz te permite volver a encontrar el rastro de ti que habías extraviado. Renoir siempre está ahí, basta volver a ver sus películas para volver a mirar, no más, sino un poco más dentro. Algunas películas suyas llegas a necesitarlas tanto que acabas aprendiéndolas de memoria, para proyectarlas dentro cuando las echas de menos y no las tienes a mano o si necesitas reconocerte. Por eso no se olvida cuándo viste La golfa, Boudu salvado de las aguas, ToniLa gran ilusión,  Elena y los hombres o Almuerzo sobre la hierba por primera vez. Ni aquel día de la Semana Santa de 1986 en Madrid cuando encontré en la librería Fuentetaja sus memorias, Mi vida, mis films (Fernando Torres editor, 1975), uno de mis libros de cine preferidos, que más veces habré releído, la primera unos años después mientras pasaban sus películas en un ciclo de la 2 a finales de los ochenta. Fue un cineasta que Ángeles y yo descubrimos juntos, que juntos le descubrimos a nuestro hijo y que nunca dejamos de descubrir, por eso al hojear el álbum familiar uno casi espera encontrar alguna foto de Renoir.

 El tercero por la dcha., Jean Renoir (con sombrero) 
comiendo con el equipo durante el rodaje de La regla del juego. 
(Fotografía de Sam Levin.)

En el capítulo titulado El espíritu y la letra de sus memorias, dedica algunas páginas a la relación entre el guión y el rodaje: Un guión, para mí, no es más que un instrumento que se modifica en la medida en que progresa hacia un fin que no debe cambiar. Un fin que el autor lleva dentro de sí, muchas veces sin darse cuenta. El cineasta descubre quiénes son sus personajes a medida que los hace hablar en la atmósfera que se va creando mientras se construyen los decorados o se eligen las localizaciones. Su convicción interior sólo se manifiesta con el tiempo y, en general, con la colaboración de los artesanos de la película: actores y técnicos. El autor de una película tiene que obedecer al motivo esencial de la película, pero sólo se desvela a medida que la materia (fílmica) misma empieza a existir. Para Renoir, la idea es inseparable del oficio, brotan al hacer la película en el seno de la familia profesional. En una entrevista con Jacques Rivette y André S. Labarthe -de las muchas entrevistas que concedió (qué felicidad) en los cincuenta y sesenta- para el episodio de la serie Cineastas de nuestro tiempo titulado Renoir, el patrón: La regla y la excepción (1967) lo dijo muy clarito: Cuando tienes algo, el resto viene solo, pero ese inicio no lo encontrarás jamás tú solo.


Y en sus memorias: El director no es un creador, es una comadrona [el aquel de la mayéutica, vamos]. Su trabajo es asistir al actor en el parto de un niño que no sospechaba que estaba en su vientre. Y el único instrumento, la única guía, es aquella convicción interior, aquel motivo esencial, aquella verdad íntima. En otra entrevista le escuchamos: Hay que admitir que no se sabe nada para poder conocerlo todo (...) El cineasta se tiene que hacer el dormido. (...) Cada escena es una exploración. (...) Hay que permitir que el entorno nos conquiste, y después, quizá, lo conquistemos nosotros. (...) Hay que ser pasivo antes de ser activo.

Jean Renoir, en el centro, 
durante el rodaje de Un día de campo

A menudo habla de dejarse absorber por el tema, por la atmósfera de la película, sólo dejándose arrebatar podrá su mirada arrebatar algo a través de la cámara. Renoir sometía la improvisación a la inspiración -sólo lo improvisado se corresponde con nuestras motivaciones más profundas-, hasta que la dirección se convertía en el momento mismo de la acción, cuando la dirección era ya sólo puesta en escena, cuando director y actores compartían un único gesto -más encontrado que buscado-, la forma justa. Como un tapón para una botella o una cuña para la pata de una mesa que se mueve, así entendía Renoir la dirección de cine. Recuerda en sus memorias cuántas veces en el mismo set descubría que el decorado no casaba con la situación o el diálogo no sonaba verdadero, y había que cambiarlos: Muchas veces el nuevo ajuste es fructífero y abre los ojos del autor hacia horizontes que no sospechaba. Como tuvo que adaptarse a la tormenta y la lluvia que descargó sobre el guión soleado y luminoso de Un día de campo, nubes y aguacero que le sentaron a la película a las mil maravillas. Como si Renoir inconscientemente invocara los elementos porque la puesta en escena los reclamaba a gritos en silencio. Las criaturas insospechadas que ayuda a alumbrar la comadrona.    




Claro que todo era un poco más complicado y cien páginas más adelante de Mi vida, mis films se confiesa un tirano que se hacía pasar por una comadrona: A decir verdad era diez comadronas, veinte comadronas, tantas comadronas como elementos había en la película. Quería controlarlo todo: Mi tiranía se ejercía en todos los dominios, desde los decorados hasta los más insignificantes accesorios, pasando por la música, la pronunciaciación y los ángulos del encuadre. Y no digamos con los actores. Y las actrices.

Sylvia Bataille en el rodaje de Un día de campo

Renoir no podía rodar una película sin el deseo de filmar un rostro, un cuerpo. El acto de filmar cuajaba en el arrebato de una relación erótica: el deseo de mirar (de Renoir) y el deseo de ser mirada (de la actriz), de perderse (ambos) en el aquel de mirar. El cineasta busca atrapar la inconsciencia misma de la actriz, no ya para que encarne -como sin querer- al personaje, sino para que el personaje, por así decir, interprete a la actriz. Cada plano de Renoir debe aflorar del deseo (esencial) de filmar y ser filmado. Más acá del relato de Maupassant, Un día de campo germina en el  deseo de mirar a Sylvia Bataille -que había interpretado para el cineasta un papel secundario en El crimen de Monsieur Lange- y  arde en el deseo de Sylvia Bataille de ser mirada por Renoir.



Por eso resultan tan fascinantes y preciosos los materiales conservados con las tomas de los ensayos -y las descartadas del rodaje- de Un día de campo. En las tomas de los ensayos se percibe el juego de seducción entre el cineasta y la actriz. Renoir filma a Sylvia Bataille desde todos los ángulos, buscando -como ha señalado Alain Bergala- no tanto su belleza como su singularidad -lo desconocido, o mejor, lo no conocido aún (tentativas que se aprecian también en las tomas descartadas del rodaje, sobre todo en las correspondientes a la escena del rapto amoroso)-, y ella se da a ver a Renoir -y sólo a él- en una extraña mezcla de inquietud y abandono, como preguntándose -interrogando la mirada del cineasta- sobre la razón de su deseo de filmarla, temiendo quizá no colmar ese deseo, exponiéndose -tan frágil- al espejo sin reflejo de la cámara.


Renoir trataba de encontrar un vislumbre que le permitiera entender la forma en que Sylvia Bataille correspondería a sus deseos de filmarla, por así decir, qué tipo de pareja de baile sería, porque habrían de bailar sobre el volcán (otra perspectiva acabaría desanimando al cineasta). Pero conviene apuntar que Renoir no buscaba la seguridad ante el rodaje inminente -quién puede pretender la seguridad sobre un volcán ardiente-, todo lo contrario, aviva el desasosiego, alimenta la inquietud, socava las certezas, corta la red protectora que podrían deparar los ensayos, quiere ser sorprendido, no tanto por, sino con la actriz, al unísono, cuando lo inefable cobre forma fílmica durante el rodaje, porque sabe que algo así no puede repetirse, ni siquiera buscarse, sólo cabe esperarlo. En los ensayos el cineasta sólo quiere probar la reciprocidad en el deseo de filmar con el de ser filmada.

Sylvia Bataille, la Henriette de Un día de campo

Dos momentos de la preparación del plano del columpio. 
Debajo, a la izda. Jean Renoir.


El verano pasado se cumplieron 75 años del rodaje de Un día de campo, que se desarrolló entre el  27 de junio y el 15 de agosto de 1936. A menudo se ha hablado y escrito sobre ella como una obra inacabada. La película dura 40' de los 50' que había previsto Renoir: había concebido su adaptación del relato de Maupassant como un cortometraje, eso sí, tan cuidadosamente producido como un largometraje, y en ese proyecto se embarcó con el productor Pierre Braunberger. Cuando aquel 15 de agosto de 1936 se interrumpe el rodaje, sólo faltan por rodar las dos escenas parisinas en la tienda del matrimonio Dufour; la primera, al comienzo de la película; y la segunda, entre la escena amorosa de Henriette, la hija de los Dufour, y su regreso cuando ya se ha casado con Anatole, el marido al que estaba destinada, una escena que Jean Renoir consideraba perfectamente prescindible aunque, como él mismo admite, siempre se ruedan escenas que no hacen falta. Así que, aunque en sentido estricto, Un día de campo es una película inacabada, esas dos  escenas ausentes (sustituidas en su momento por sendos rótulos) en absoluto menoscaban su maravilla y aun puede considerarse una las obras más perfectas -por más que Renoir detestara la perfección (la veía si no inhumana, sí poco humana)- o más perfectamente renoirianas de su filmografía.  

Meandro en el río Loing. Verano de 1896, de Alfred Sisley

Un día de campo se rodó a orillas del río Loing, que Corot o Sisley habían inmortalizado en sus lienzos, cerca de Marlotte. Jean Renoir cuenta, en su delicioso libro Renoir, mi padre, el descubrimiento de aquel lugar emblemático del impresionismo, cómo Monet y Renoir encontraron en Marlotte una hostería, buenas camas y temas "a montones y al alcance de la mano". Y una criada cuya lozanía habría de deleitar la vista de su amigo Sisley, que se apresuró a reunirse con ellos, en compañía de Pisarro, en cuanto supo del hallazgo. (...) Incluso Cézanne, el huraño, acudió también para pintar "aquellos senderos silvestres donde sólo faltaban las ninfas". Y medio siglo después acudió allí Renoir para rodar una película donde una ninfa encontraría a su fauno y viviría una historia de amor tan arrebatada como fugaz, como un efecto de luz en las aguas de un río o en las hojas de los árboles, atrapado por el pincel de un impresionista.

Un plano de Un día de campo con la ninfa y el fauno
y la fotografía de su rodaje

  
Como casi siempre, Renoir rodó Un día de campo en familia. De la dirección de fotografía se ocupaba su sobrino Claude Renoir y del montaje Marguerite (Houllé) Renoir, la compañera del cineasta -usa su apellido, aunque nunca  se casaron, y monta sus películas de los años 30 desde La golfa hasta La regla del juego-, pero en este filme también interpretó, como el propio Renoir, un pequeño papel.

   En el centro y en segundo término, Marguerite Renoir 
en un fotograma de Un día de campo.
Debajo, Jean Renoir verifica un encuadre
caracterizado como el señor Pulain.


Y también encontramos a un nieto del Renoir pintor -y sobrino del cineasta- y a un nieto de Cézanne -el hijo del pintor era muy amigo de Jean Renoir- ejerciendo funciones de claquetistas. 


Llama la atención la nómina de los ayudantes de Renoir en Un día de campo: futuros cineastas como Luchino Visconti, Jacques Becker e Yves Allégret, o fotógrafos como Cartier-Bresson -que no hizo una sola foto en el rodaje, pero sí un papelito (de figuración) como seminarista, y  repetirá como ayudante en La regla del juego- o Eli Lotar, a quien debemos las fotos de rodaje y que se había encargado de la fotografía de Las Hurdes, tierra sin pan de Buñuel.

A la izda., Cartier-Bresson; en el centro, Jean Renoir 
y, tras él, Jacques Becker, en el rodaje de Un día de campo
  
Aquel verano de 1936 llovió lo suyo. El retraso causado por una meteorología desfavorable y el compromiso previo de Renoir para comenzar el de Los bajos fondos se han barajado como las principales razones para la interrupción del rodaje de Un día de campo. El cineasta abandona la película pero deja listo un primer montaje de 45' con Marguerite Renoir. Como al productor le gusta el material decide alargar la película hasta una duración estándar y encarga a Jacques Prévert un guión que no acaba de convercer ni a Renoir ni al propio guionista. Durante la ocupación nazi, aquella primera copia montada desaparece, pero alguien salva los negativos de Un día de campo. ¿Os imagináis quién? Efectivamente, Henri Langlois. Y después de la guerra, Marguerite Renoir puede hacer un nuevo montaje de 40'. A esas alturas ya están convencidos de que la película no necesita añadidos y Renoir, que trabaja en Hollywood, se muestra conforme en que las escenas que no se habían rodado sean sustituidas por sendos letreros. Joseph Kosma compone la música en la que se pespunta una canción tarareada por Germaine Montero. Y la película, al fin, se estrena el 8 de mayo de 1946, casi diez años justos desde aquellos ensayos de Renoir con Sylvia Bataille. 


Hoy sabemos que la causa principal de la interrupción del rodaje de Un día de campo tuvo que ver con una tormenta, pero no meteorológica precisamente. Todo apunta a que los lazos íntimos -una intimidad fílmica, dejémoslo así- entre Sylvia Bataille y Renoir se rompieron en un momento del rodaje. La sintonía entre actriz y director desapareció. Y quizá Jean Renoir experimentara la distancia de Sylvia Bataille, que se estaba separando de su marido, el escritor Georges Bataille (otro de los seminaristas de la película), y vivía una historia apasionada con el productor. El caso es que todo estalló en una discusión vehemente entre la actriz y el director. Entonces, como cuenta Pierre Aussoline en la biografía de Cartier-Bresson, cuando un director y su actriz principal dejan de dirigirse la palabra en el clímax del rodaje (...) es mejor ir liando los bártulos

Sylvia Bataille y los seminaristas Cartier-Bresson 
y Georges Bataille se divierten 
en el rodaje de Un día de campo   

Pero los dioses lares del cine anduvieron bien atentos, como para impedir que la tormenta estallara antes de que Renoir hubiera filmado una de las más bellas escenas de amor de la historia del cine. Se trata de la escena con más tomas (descartadas) filmadas en continuidad, y cuando rueda el primer plano -nunca se ha rodado otro más hermoso- puede hablarse sin temor a exagerar de verdadera comunión amorosa entre la actriz y el cineasta. Un primer plano en el que vibran la conciencia del despertar sensual y la epifanía de su fugacidad en un acorde único.




El rostro de Sylvia Bataille desborda el encuadre, el plano se desencuadra y se desenfoca a medida que se vuelve hacia la mirada de Renoir (nuestra mirada también) y las lágrimas se desprenden de ese ojo que nos mira. Un plano que trasciende lo narrativo para devenir pura emoción visual, al tiempo que destila el desbordamiento interior (de una sensualidad encorsetada) y el presentimiento de una pérdida irremediable en ese instante efímero de ese día, junto al río y entre los árboles, que Henriette recordará cada noche de su vida.

  
En la naturaleza (impresionista), Renoir huye del naturalismo y busca un estilo de interpretación próximo a la farsa de las comedias ligeras del XVIII que tanto le gustaban. Y nos muestra la naturaleza en Un día de campo como el teatro de un primer amor. La fronteras entre la vida y la representación, entre la realidad y el espectáculo, entre el amor y el juego de la seducción, entre la emoción y la memoria devienen permeables. El artificio mismo contribuye a trastornar los sentidos y los efectos de la naturaleza -las cerezas, los árboles, las hormigas, los pájaros, la hierba, las corrientes del agua- acaban por desbocar la voluptuosidad. Por no hablar de la corriente erótica entre las miradas delante y detrás de la cámara; ya se sabe, una película siempre cuenta dos historias, la del argumento y la de los cuerpos filmados (y de quien los filma): cualquier filme es ficción y documento, tiempo vivido (y filmado) y espectáculo. 

Un momento del rodaje de Un día de campo
En el centro, y en segundo término (con sombrero) Jean Renoir

En realidad, y  no digamos en sesión continua, saltan a la vista correspondencias esenciales entre Un día de campo y French Cancan. Aunque las separan casi veinte años, representan una vuelta al mundo de los impresionistas y encontramos en ella no citas pictóricas pero sí ecos y resonancias, encrucijadas de formas. En sus memorias, Renoir asegura que después de haber sido un fanático de los escenarios naturales se convirtió en un apasionado de los decorados. Fue igual de infiel a otros fervores. Quizá la infidelidad confesa del cineasta debe verse como una prueba de sinceridad, la única coherencia exigible a un artista. Pero en Renoir la naturaleza y el escenario no son más que laboratorios de formas en los que crear algo verdadero -humano- a través de las apariencias, de la vida o del teatro, tanto da.

Fotograma de French Cancan

Sabía que no hay nada más profundo que la piel, o como decía su querido actor Michel Simon: El alma está en la piel, no en la cabeza o en el corazón. Por eso -escribió André Bazin- sus películas están hechas con la piel de las cosas y dirigir no era más que una caricia o una mirada. Porque Renoir adoraba a los actores. Se enamoraba de la actriz con la que estaba rodando y, al terminar la película, ya estaba enamorado de la protagonista de la siguiente. 


Como Danglard/Jean Gabin, el protagonista de French Cancan. Pero ésa es otra historia, que Ángeles no me dejará diferir demasiado.

1 comentario:

  1. Inmenso post. Muchas gracias por descubrirme el libro de memorias de Renoir.

    Salud.

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