30/1/12

La belleza del mundo


Tanto como celebrar las películas de nuestra vida, rescatar del olvido aquellas que podrían serlo o despertar el deseo de ver el cine de tantos directores, reconforta traer a esta escuela una obra reciente -de un cineasta a seguir- que ha pasado por las salas -pocas- en voz baja y que merece -y recompensa- cuanta atención le prestemos, una  película tan austera, silenciosa y humilde como Le quattro volte (2010) de Michelangelo Frammartino.    


La idea de Le quattro volte germinó en un texto atribuido a Pitágoras y escrito durante la estancia del filósofo y matemático griego en Calabria, donde Frammartino, hijo de calabreses emigrados a Milán, pasó los veranos de su infancia y adonde volvió para rodar sus dos largometrajes; a sus 43 años, Le quattro volte es su última película.

Frammartino en el rodaje de Le quattro volte

El texto de Pitágoras da cuenta de las cuatro vidas del hombre: la mineral (las sales minerales de nuestros huesos), la vegetal (la sangre que, como la savia por las plantas, circula por nuestro cuerpo), la animal (el aparato sensorio-motriz) y la humana (el entendimiento y la voluntad). Dadas las cuatro vidas -que remiten a los cuatro elementos, pero también a las cuatro vidas (o formas) del alma-, continúa Pitágoras, para que el hombre pueda conocerse verdaderamente, debe transitar las cuatro vidas, debe vivir cuatro veces, de ahí le quattro volte del título del filme de Frammartino.  


Y en torno a esas cuatro vidas -esas cuatro veces (de la transmigración) del alma- se articula la materia de una película que, en cuanto relato, podría figurar entre los cuentos filosóficos (de todo el mundo) - El círculo de los mentirosos y El segundo círculo de los mentirosos- que va recopilando el guionista Jean-Claude Carrière. Un viejo pastor, un cabritillo, un árbol y un saco de carbón bastan para hilvanar una cosmogonía.

 



Cuatro veces, cuatro estaciones, cuatro movimientos (del alma). Le quattro volte desplaza al hombre del centro del mundo para restaurar el equilibrio del cosmos. Es la existencia -lo que existe- quien cobra protagonismo. La finitud y la contingencia parecen aguardar por el cine para revelarnos el alma de las cosas. Y Frammartino construye las imágenes como encrucijada de la mirada; no para ser descifradas, leídas o interpretadas, sino para que vayamos a su encuentro. Para ver -percibir- en la piel del mundo las cuatro formas del alma. Y  la belleza como un poso de las formas en la mirada. Y el sonido -verdadera caligrafía sonora- como peto de ánimas (de las cosas), como podríamos referirnos al alma de un instrumento musical.


Hay quien ha definido el filme de Frammartino como una película experimental -quizá porque no tiene diálogos ni voz en off y, sin aspavientos, aguarda por nosotros- y quien la ha calificado de documental -quizá porque todo parece verdadero, como sin preparar-. Cualquier espectador avisado -por su propia experiencia- se da cuenta de que Le quattro volte ha exigido una larga, sostenida y atenta preparación, pero basta ver el plano-secuencia de ocho minutos, siguiendo los movimientos inquietos de un perro que ladra sin tregua para llamar la atención  de unos cofrades, con su Cristo camino del Gólgota y sus legionarios romanos, y, como lo ignoran, procede a sacar con patas y hocico la piedra que hace de tope en la rueda trasera de una camioneta aparcada cuesta arriba, de tal forma que empieza a moverse marcha atrás y acaba destrozando el cierre de un redil donde el pastor guarda su rebaño, entonces las cabras ocupan el pueblo que la gente ha abandonado para asistir a la procesión de Semana Santa, basta contemplar, decía, la ligereza y armonía de las panorámicas desde un único -y feliz- emplazamiento de cámara con que Frammartino resuelve la escena en un solo plano para advertir que no estamos ante un documental. O podríamos convenir en que, si algo documenta Le quattro volte, es el alma. Que lo invisible aflore en lo visible cifra el milagro de la película. Y lo documenta con el humor que destila la mirada del cineasta enhebrando con júbilo vitalista las cuatro vidas, las cuatro veces.


Le quattro volte canta el milagro de la vida, es decir, el accidente que la hizo posible, su contigencia, y usa el cine como notario de su efímera condición, pero también como revelador de la belleza que alienta en lo fugitivo de las formas que la cámara aprehende. Cuánto nos ha recordado el cine de Flaherty, pero también Día de fiesta de Jacques Tati y El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi. Y claro, Frammartino evoca en el ritual del árbol -que los vecinos del pueblo cortan, celebran y luego acaba convertido en carbón- la memoria de I Dimenticati, el corto que rodó en 1959 Vittorio de Seta -uno de los maestros italianos del documental- sobre la fiesta del árbol que se celebra desde tiempo inmemorial en Alessandria del Carretto, un pueblo de Calabria.


Empezamos la semana pasada despidiendo a Angelopoulos y la acabamos descubriendo a Frammartino. Parece un episodio de Le quattro volte. Las vidas -las almas- del cine. En las últimas líneas del texto de Santos Zunzunegui que me despertó el deseo de ver Le quattro volte, citaba el último verso de un soneto de Góngora en el aquel de cantar el destino de toda la belleza del mundo; al final todo acaba en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada. Por eso lo cantamos, con la poesía, con la música, con la pintura... Con el cine.

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